viernes, 2 de noviembre de 2018
BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 37
Había sido un estúpido al dejarla marchar.
Debería haberse mostrado más persuasivo, más autoritario, más… algo. Y menos imbécil.
Nunca debió haberse dejado arrastrar por sus emociones, por sus sentimientos. Porque si Paula llegaba a perecer… él sería el único culpable.
Se prometió que no volvería a suceder. Por mucho que le doliera, a partir de ese instante y por lo que se refería a Paula, se guardaría sus sentimientos para sí mismo.
El mensaje de texto seguía resonando en su cabeza mientras recorría a toda velocidad la carretera de la montaña, rumbo a la costa.
Había pedido ayuda para detener el tren y había alertado a las autoridades sobre la identidad de Kostas y facilitado su descripción física. Pero seguía teniendo miedo de que los carabinieri fracasaran y Paula terminara muerta o herida por su culpa.
No podía consentir que eso sucediera.
En ese momento, recibió la llamada de un colega avisándole de que el tren se detendría en la penúltima parada antes de llegar a su destino, y que allí los carabinieri se encargarían de retener a Kostas hasta que él llegara. No podía perder la esperanza…
Al cabo de tres horas, llegó a la pequeña estación apenas unos minutos después de la llegada prevista del tren. Con el corazón encogido, atravesó el aparcamiento a la carrera y enseguida vio a los carabinieri. Un agente de la CIA al que reconoció de inmediato parecía vigilar a un tipo alto y moreno, que estaba esposado. Luego barrió con la mirada a la multitud de curiosos… y descubrió a Paula hablando con un policía de uniforme.
Tenía el rostro bañado en lágrimas, pero estaba viva.
Estaba bien. Y no gracias a él.
Atravesó la multitud mientras el agente y varios carabinieri se llevaban a Kostas, y llegó ante Paula justo cuando acababa de hablar con el policía. Lo miró sorprendida.
—Recibiste el mensaje… gracias.
—Paula, lo siento. Nunca debí haberte dejado marchar.
—No, la culpa es del todo mía —sacudió la cabeza—. Yo me metí sola en este peligro. Soy la única culpable.
—Gracias a Dios que pudiste mandarme ese mensaje.
—No me acordaba de que llevaba el móvil…
Pedro se moría de ganas de tocarla, de estrecharla entre sus brazos, de besarla hasta hacerle perder el sentido… pero sabía que ese tiempo había pasado. Lo de ceder y satisfacer sus deseos físicos, y emocionales, se había acabado. Sobre todo después de la manera en que había puesto en peligro su vida.
Era lo mínimo que se merecía una mujer como Paula.
—Me alegro de que no te haya pasado nada. Tendrás que responder algunas preguntas, pero después de eso… estarás libre para marcharte. Para regresar a los Estados Unidos, si eso es lo que quieres.
Paula asintió.
—Ya he hablado con ese tipo de la CIA.
—Ah. Entonces supongo que ya no te molestarán más.
—Siento haberme enfadado tanto contigo. Ya no estoy enfadada. Sé que lo mejor es que terminemos con lo nuestro ahora.
—Claro —repuso él, sintiéndose como si acabara de recibir una patada en el estómago.
Paula sonrió. Pero era una sonrisa tensa, forzada.
—Desde el principio sabíamos que acabaríamos así, ¿no?
Pedro le sostuvo la mirada pero no dijo nada. La verdad era demasiado desagradable para encentarse a ella en aquel momento.
—No pasa nada. Ambos sabemos quiénes somos. A ti te gusta la aventura, y a mí también. Está en nuestra naturaleza no sentar nunca la cabeza.
—Tienes razón —respondió Pedro con una seguridad que distaba de sentir.
Pero esa vez sería fuerte. La abandonaría antes de que pudiera volver a sufrir algún daño.
Paula se inclinó y le dio un leve beso en los labios. De tan leve, casi inexistente.
Acto seguido, sin despedirse y sin mirar atrás… dio media vuelta y se marchó.
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