miércoles, 24 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 9




—Hey, ¿qué hay de esa botella de champán? ¿Quieres que la traiga? —le preguntó Pedro cuando regresó a la habitación.


Se había disculpado para entrar en el baño comunal, con la intención de aprovechar la oportunidad para refrescarse un poco después de la tórrida sesión de besos. Paula estaba sentada ante su portátil… aparentemente impasible después de que él hubiera echado el freno de mano en su primera cita.


Cerró inmediatamente el portátil y se volvió hacia él.


—Perdona, estaba revisando mi correo. Voy a por el champán.


Pedro descubrió una minúscula nevera en la esquina más alejada de la habitación, al lado del fregadero y de una encimera, donde se echaba en falta la cocina.


—Supongo que comerás mucho fuera, ¿eh?


—Sí —sonrió—. Este lugar es mi excusa para no cocinar.


Pedro la observó mientras abría el refrigerador y echaba un vistazo dentro.


—Oh, vaya. El champán no se ha enfriado. Debe de haberse cortado la corriente en algún momento.


—Podríamos salir fuera —le sugirió él, agradecido ante la oportunidad de salir a algún lugar público, donde por fuerza se verían obligados a contenerse un poco.


No era que no quisiera acostarse sin mayor dilación con Paula: lo cierto era que tenía muchísimas ganas. Pero también quería construir una mínima relación entre ellos. Si se acostaban enseguida y al día siguiente ella se sentía demasiado avergonzada y lo despachaba como una simple aventura, su plan de ganarse su confianza se iría al garete.


—Lamento lo del champán. No sabía que la nevera había dejado de funcionar…


—¿No tienes hambre? Podemos salir directamente a cenar, si quieres —insistió Pedro.


—¿Por qué no damos antes un paseo? De camino podríamos tomar una copa.


—De acuerdo —sonrió, contento de que no se hubiera tomado a mal su anterior negativa.


Paula recogió su bolso y salieron del apartamento. Minutos después estaban en lo alto de las escaleras de la plaza de España, rodeados de turistas y de jóvenes romanos que se reunían para charlar y divertirse. Parecía embelesada por aquel espectáculo.


—¿Cuánto tiempo llevas en Roma?


—Sólo una semana.


—¿Es tu primera vez?


—No, estuve aquí antes, durante un viaje de fin de curso de la universidad. Tenía resaca y la verdad es que me acuerdo de muy poco, excepto de la impresión que me produjo esta ciudad. Me encanta.


Pedro sonrió mientras veía iluminarse su expresión. Él sentía lo mismo por aquella milenaria ciudad.


—¿Has visitado ya los lugares típicos?


—Sólo los que me he encontrado de camino a mis entrevistas de trabajo.


Pedro la tomó de la mano y empezaron a bajar las escaleras.


—¿Damos un paseo hasta el Foro? Hay unas vistas bellísimas al atardecer.


—Estupendo.


—¿Qué tal te fue en la entrevista?


—No estoy muy segura, pero al menos no parecieron tan desinteresados como las otras familias. Uno de los hijos era adolescente, y tengo la sensación de que los padres confían en que una profesora, y no un profesor, lo motivará más para estudiar y mejorar sus notas.


—Un chico afortunado. Ojalá yo hubiera tenido una profesora como tú. Habría sacado sobresalientes.


Paula se echó a reír.


—Oye, que yo no hago servicios extraescolares… Pero me gustaría trabajar para esta familia. Su casa está a sólo veinte minutos en autobús de mi apartamento, y es lujosísima…


—¿Aire acondicionado?


—Por supuesto. Y mármoles por todas partes. Digamos que está a años luz del pequeño antro donde vivo.


—Quizá te ofrezcan quedarte allí, si las cosas van bien.


—Ni hablar —sacudió la cabeza—. Ya hice una vez de profesora-niñera interna y no pienso repetir la experiencia.


—¿Demasiada cercanía?


—Eso es. El padre se me insinuó: en ese momento se me acabó el trabajo. A partir de entonces, seguí como profesora visitante. A veces trabajo para varias familias. Y otras veces tengo la suerte de encontrar una familia rica, como la de la entrevista de esta mañana, y trabajar solamente para ellos.


Caminaban por la calle principal, hacia el Foro. A su izquierda había una caravana de coches bloqueados, en una fila interminable.


—Y… ¿qué es lo que escribes? No me lo has dicho antes.


Una misteriosa sonrisa se dibujó por un instante en sus labios, y Pedro se preguntó si le diría la verdad. Había echado un rápido vistazo a su blog antes de acudir a la cita y se había quedado impresionado. O tenía mucha imaginación a la hora de inventarse historias, o era una aventurera sexual de primera categoría.


—Escribo crónicas. Memorias de viaje.


—¿Es por eso por lo que viajas por Europa?


—No exactamente. El viaje es un objetivo en si mismo, por puro placer. Quería desaparecer de los Estados Unidos por un tiempo y conocer Europa. Lo de la escritura ha sido más bien una consecuencia.


—Me encantaría leer tus escritos en alguna ocasión.


Por lo que había leído hasta el momento, era una buena escritora. Al menos tenía talento suficiente para excitarlo con la palabra escrita. Se preguntó si sus amantes serían conscientes de que escribía sobre ellos…


De repente se dio cuenta: si llegaba a convertirse en su amante… seguro que escribiría sobre él en la siguiente entrada de su blog. ¿Realmente querría leer lo que Paula escribiría sobre sus dotes amatorias al amparo de su secreta identidad como Eurogirl?


Siempre se había considerado un buen amante, y sin embargo… ¿soportaría su frágil ego leer una crítica a sus aptitudes sexuales?


Paula le estaba diciendo algo. Distraído como estaba, no la había escuchado.


—… no suelo dejar a la gente mis manuscritos.


—¿Tienes algo publicado?


Ella lo miró de una manera extraña, y Pedro se preguntó si no se habría perdido algo fundamental durante su distracción.


—Algo. En alguna revista y en internet —en aquel instante le sonó el móvil—. Perdón. Tengo que contestar.


Sacó un pequeño móvil plateado y respondió en un italiano con fuerte acento. Pedro escuchó su conversación con quien supuso sería un miembro de la familia que la había entrevistado aquella mañana. Cuando Paula se interrumpió, le hizo la señal de la victoria con el pulgar.


Un minuto después, se estaba despidiendo de su interlocutor después de darle las gracias. 


Cerró el móvil y volvió a guardárselo en el bolso.


—¡Tengo el trabajo y empiezo el lunes! Quieren que dé clases particulares a los niños durante todo el verano, lo que me viene fenomenal, ya que pensaba regresar a Los Estados Unidos para el otoño.


—Enhorabuena. Esto hay que celebrarlo.


—Tienes razón —sonrió—. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba una noticia como ésta. La verdad es que últimamente me sentía un tanto deprimida.


—¿Deprimida por no encontrar un nuevo empleo con la suficiente rapidez?


—Por todo. La crisis de la edad adulta, supongo.


Llegaron al sendero que llevaba a las ruinas romanas, justo a tiempo de contemplarlas a la luz del crepúsculo. No había muchos turistas a esa hora del día.


—¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco?


Paula se echó a reír.


—Vaya, gracias. Treinta. Quizá sea la crisis de los treinta.


—Pues yo tengo cuarenta, y he de reconocer que estoy pasando por un trance parecido.


—Así que estoy saliendo con un viejo y no me había dado cuenta…


—¿Has oído hablar de la fragilidad del ego masculino?


Llegaron a una curva del sendero desde la que se dominaba todo el foro. Paula se detuvo en seco.


—Esto es maravilloso…


—Ya te dije que era una buena hora para visitarlo.


—Tenías razón —repuso mientras admiraba las altísimas columnas y los muros de piedra medio derrumbados.


Pedro aprovechó la oportunidad para deslizar una mano por su cintura y atraerla hacia sí. Cuando inclinó la cabeza para darle un tierno beso en la frente, ella se echó levemente hacia atrás y le lanzó una mirada cargada de coquetería.


—Creía que ibas a enseñarme «una intimidad más profunda y todas esas cosas». Son tus propias palabras.


—Dudo que yo pueda enseñarte nada que no sepas.


—¿Así que estabas hablando en broma? ¿Eso es lo que os gusta a los viejos?


—No me gusta que me llames «viejo». No soy precisamente un adicto al Viagra, ¿sabes?


—No lo sabía. No me has dejado averiguarlo, ¿recuerdas?


—Sólo quería hablar antes contigo y llegar a conocerte algo mejor. ¿Tan malo es eso?


—Está bien. Quieres demostrarme que eres un hombre evolucionado y sofisticado, interesado únicamente por el sexo como parte de un paquete más completo.


Pedro abrió la boca para protestar, pero no dijo nada. Paula lo había calado. Había interpretado bien su modus operandi. Quizá se había encontrado por fin con la horma de su zapato.


—¿No es eso lo que queréis las mujeres? —le preguntó al fin.


—No puedes generalizar sobre lo que queremos las mujeres. Al igual que yo tampoco puedo generalizar sobre el comportamiento sexual de los viejos, digo… los hombres mayores —su picara sonrisa le indicó que solamente lo estaba provocando.


Decidió cambiar de tema. Todo con tal de que Paula no continuara analizando con tanta lucidez su comportamiento con las mujeres…


—¿Cuál es la mayor diferencia de edad que has tenido en una relación?


—Depende de lo que entiendas por «relación». Si tengo que serte sincera, las mías suelen limitarse al sexo.


—De acuerdo, seré más directo: ¿cuál es el tipo más viejo con el que te has acostado?


—Cuarenta y ocho años. Yo tenía veintiuno.


—Vaya. Veo que tienes experiencias con nosotros, los mayores.


Paula se echó a reír.


—Fue por casualidad. Pero yo no discrimino a los tipos por su edad. Me voy con cualquiera que me interese.


—Eres una mujer de mente abierta. Para tu información, yo tampoco pienso dejarme impresionar por tu juventud.


—Te agradezco que seas tan tolerante. Te prometo que no me chuparé el dedo ni mojaré las sábanas.


—Hey, yo tampoco…


De repente Paula se puso de puntillas, apoyó las manos en su pecho y lo besó. Delineó con la lengua las comisuras de su boca antes de deslizaría en su interior. Pedro la saboreó a placer, paladeando su húmedo calor, mientras la atraía con fuerza hacia sí para hacerle sentir su erección.


La miró mientras la besaba: tenía los ojos cerrados mientras se apretaba contra él, envuelta en sus brazos. Una voz interior le advirtió que se estaba metiendo en algo que muy bien podría escapar a su control.


Su larga carrera profesional le había enseñado a calcular todas las variables, pero sospechaba que Paula también sabía jugar a aquel juego. ¿Y si ella era mejor jugadora que él?


La posibilidad le intimidaba, ciertamente. Pero también le llenaba de emoción.



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 8




Informe de estado: hasta el momento, más que bien.


Probablemente no sea una buena decisión hacer una parada en medio de la acción para colgar otra entrada en el blog, pero la tentación era demasiado fuerte.



Mientras finjo revisar mi correo electrónico, sólo quería que supierais, mis leales lectoras y lectores, que el nuevo tipo, mister X, sabe besar de maravilla.


Un verdadero experto en besos.


De esos que hacen que una sienta la necesidad de quitarse corriendo la ropa interior.


Os seguiré informando…


Comentarios:
1. Asiana dice: necesitamos detalles.


2. Carissa Ann dice: si realmente besa tan bien, tu ropa interior brillaría ahora por su ausencia y él te estaría besando lo más importante.


3. B cool dice: Carissa Ann, estás salida.


4. Calidude dice: me alegro de que alguien esté disfrutando de un poco de acción esta noche. Yo no.


5. Lolo dice: ooh, me encantan tus informes preliminares, Eurogirl. Quiero un informe detallado lo antes posible.


6. Darwinwuzright dice: ¿qué clase de hombre se detiene en medio de una sesión de besos para que tú revises tu correo electrónico? ¿Y qué tipo de mujer sería capaz de hacer una cosa así, por cierto?


7. Carisa Ann dice: soy famosa por mi afición a hablar por el móvil y mandar mensajes de texto mientras practico sexo. La sexualidad en la era de la información es así.


8. NOLAgirl dice: ¿mandar mensajes de texto mientras practicas sexo? Tengo que probarlo. ¿Los tíos se dan cuenta?


9. Carissa Ann dice: no.


10. NOLAgirl dice: Típico. Seguro que están demasiado ocupados admirándosela.



BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 7




Paula detestaba las primeras citas. Hacía todo lo posible por evitarlas, pero a veces una cita era la única manera de pasar de la charla del primer encuentro al sexo duro en el suelo de la cocina… o donde fuera.


Cruzó la habitación, abrió su armario y se quedó mirando su triste guardarropa. Lo malo de trasladarse continuamente de un país a otro era que tenía que viajar ligera de equipaje. En realidad sólo poseía lo más básico. Sí, tenía el típico vestido negro y el típico vestido rojo. o rojo o negro. Se decantó por el negro. No quería que se le notaran demasiado las ganas que tenía.


Ésa era otra de las cosas que detestaba de las primeras citas. La artificiosidad, la preocupación por la propia apariencia, la indecisión. El no saber si lo mejor era enseñar las cartas o esconderlas.


Para cuando terminó de ponerse el vestido estaba sudando levemente, así que se acercó a la ventana para refrescarse un poco. Necesitaba comprarse un ventilador. El edificio carecía de aire acondicionado, y si hacía calor en mayo, no quería ni pensar en cómo sería en julio.


Abajo, la ciudad bullía de actividad. La vista que tenía de la plaza de España era impagable. En sus escaleras se reunían los jóvenes a charlar y flirtear, mientras los turistas deambulaban haciendo fotos. Aspiró el aire bochornoso y cerró los ojos, disfrutando de la leve caricia de la brisa. Pero, al cabo de un momento, tuvo la extraña sensación de que la están observando.


Abrió los ojos y examinó con mayor detenimiento el paisaje que se abría ante ella. El extraño comentario del blog volvió a asaltar su mente. ¿Quién podía conocer su verdadera identidad? ¿Se trataría de alguna broma de mal gusto o realmente alguien había descubierto quién era y por qué había abandonado Grecia?


Pensó en la manera en que había aparecido Pedro a su lado, junto a la fuente, como si hubiera surgido de la nada. ¿Una coincidencia? ¿O sería quizá algún matón contratado por Kostas? No por primera vez se preguntó si la policía griega se habría tomado con seriedad su denuncia.


Estaba empezando a pensar como una lunática. 


Estaba en Roma, y para los romanos el flirteo era algo tan natural como respirar. Pedro era evidentemente italiano. ¿Qué podía él tener que ver con su amante griego? Absolutamente nada.


Pero de repente un movimiento llamó su atención, y bajó la mirada justo a tiempo de ver un hombre desapareciendo detrás de un edificio. 


Un hombre que se parecía mucho a Pedro


Pero él no podía saber dónde vivía… ¿o sí? 


Quizá había llegado temprano a la cita. Sí, tenía que ser eso, si acaso realmente había sido él y no otro. Por lo demás, hombres altos y morenos había millones en aquella ciudad…


No, no estaba completamente loca. En todo caso, sólo en parte.


Se quedó mirando el lugar donde había visto desaparecer al hombre, pero ya no volvió a verlo. Echó un vistazo al reloj de la mesilla. Si no se daba prisa en vestirse, acabaría por llegar tarde a la cita.


Quince minutos después, se estaba calzando sus sandalias de tacón alto cuando sonó su móvil. No reconoció el número.


—Hey —la saludó una voz masculina—. He llegado temprano.


—¿Pedro? —recordó que le había dado su número de móvil.


—Sí. Perdona que te dé la lata, pero me preguntaba si no habrías preferido una cena más formal. Lamento no habértelo preguntado antes, pero todavía puedo llamar para reservar una mesa en otro restaurante y…


—No, así está bien. No hay necesidad de hacer una reserva.


—¿Te encuentras bien? Pareces algo nerviosa.


—Perdona —dijo Paula, sorprendida de que hubiera percibido su nerviosismo. No solía ser tan transparente—. No es nada.


Sólo el miedo a morir en manos de un terrorista. 


Casi nada.


—Te espero en las escaleras de plaza.


Paula se mordió el labio. ¿Debía ser osada o precavida? Siempre se había caracterizado por lo primero. Pero, en aquel momento, era como si apenas pudiera reconocerse a sí misma.


—¿No quieres subir a tomar una copa antes? —le preguntó en un esfuerzo por volver a ser la de siempre.


—¿Estás segura?


—Sí, claro —aseveró con un entusiasmo que estaba muy lejos de sentir.


—Está bien. ¿Cuál es tu dirección?


Luchando nuevamente contra el poco sentido común que le quedaba, se la dio. Aquella sería su gran oportunidad de demostrarse a sí misma que seguía siendo la Paula de siempre. A esas alturas, la policía ya tenía que haber arrestado a Kostas, eso era seguro. Y ella podría averiguar si Pedro era realmente un amante decente antes de tener que soportar una cena entera con él. La clase de cosas que no habría vacilado en hacer un par de meses atrás.


Pero ahora…


Antes de que pudiera hundirse aún más en su neurosis. Pedro ya estaba en la puerta de su apartamento, un poco sudoroso después de haber subido los cuatro pisos de escaleras.


—¿Qué te apetece tomar? —le preguntó mientras lo invitaba a pasar—. Tengo una botella de champán enfriándose en la nevera.


—Buena idea —respondió, sonriente, antes de inclinarse para besarla en las mejillas.


Cuando se separaron, Paula era incapaz de moverse de su sitio. No podía creer que tuviera a aquel hombre en su mismo apartamento. Y no sabía si lo que la mantenía inmovilizada era el entusiasmo, o el terror… o ambas cosas a la vez.


Las pupilas de Pedro se oscurecieron mientras la recorría con la mirada, de la cabeza a los pies. Se detuvo en los pies.


—Bonitas sandalias.


—Me las dejaré puestas —dijo mientras se llevaba las dos manos a la espalda para desabrocharse el vestido.


Ese era el tipo de cosas que habría hecho la antigua Paula sin dudar, ¿o no? Claro que sí. 


Siempre se había jactado de su atrevimiento en materia sexual. Pero esa vez su estómago se rebeló ante la idea; algo la contenía. Seguía pensando en Kostas, en su salida de Grecia, en el quinto comentario del blog…


Estrés. Era superior a sus fuerzas. Había pasado toda su infancia bajo el aplastante peso del estrés, y a la edad de dieciocho años, tan pronto como tuvo la oportunidad… se marchó corriendo lo más lejos que pudo de su casa.


Y todavía seguía corriendo.


—Bésame —le susurró en un impulso.


Pedro cerró la distancia que los separaba y deslizó las manos por su cintura. Cuando la atrajo hacia sí, Paula pudo sentir su erección. La besó. Lenta, prolongadamente. Tanteando al principio y luego con mayor profundidad, acariciándole la lengua con la suya, excitándola cada vez más…


Paula gimió contra sus labios mientras su cuerpo reaccionaba de manera automática, con la sangre concentrándose en los lugares adecuados. Por un instante, casi se olvidó del estrés. Ese era precisamente el efecto que solía producirle el sexo. La hacía olvidarse de todo excepto del momento, del presente. La relajaba.


Pedro olía increíblemente bien. Paula le acarició la mandíbula, disfrutando del tacto de su sombra de barba bajo sus dedos. Pero algo la hizo vacilar.


—¿Qué te pasa? —le preguntó él, apartándose.


¿Un macho heterosexual perceptivo? 


¿Realmente existía una criatura semejante?


—Nada —mintió.


La miró con expresión incrédula.


—No tenemos por qué apresurar las cosas, ya sabes. En realidad yo preferiría ir más despacio…


—No es eso… Quiero decir que… No lo sé. Mira, mi última relación fue un poco desastrosa, y supongo que ahora me siento un tanto insegura…


—Mayor razón para no apresurarnos.


Paula forzó una sonrisa y deslizó las manos todo a lo largo de su pecho hasta hundirlas bajo su pantalón.


—Pero esto es lo que yo quiero hacer. No sé ir despacio.


—Mira, no es que me esté quejando… pero si vamos a terminar en la cama, seguramente disfrutaremos muchísimo más si antes nos conocemos un poco.


Paula parpadeó asombrada. ¿Qué clase de desquiciado escenario de cambio de roles era aquél? ¿Era un hombre el que se estaba negando al sexo fácil? ¿Y además italiano, para más señas?


—¿De veras piensas eso? —le preguntó mientras continuaba acariciándolo.


—¿Tú no? —inquirió a su vez, excitado y sorprendido al mismo tiempo por sus palabras.


Paula nunca había intentado ir más despacio. 


Había disfrutado de su vida romántica y sexual a toda velocidad, pero quizá ésa no fuera una buena confesión para su primera cita. Así que en lugar de ello, comentó, encogiéndose de hombros:
—Hasta ahora yo he estado más que satisfecha con mi método.


—Puedo entender por qué… —repuso Pedro con voz ronca, mientras ella proseguía con sus caricias—. Pero…


—¿Pero quieres convencerme de que hay algo más? ¿Una intimidad más profunda y todas esas cosas?


Soltó un suspiro y su mirada volvió a oscurecerse. Luego bajó una mano y la detuvo.


—Eso es.


Y Paula, por primera vez en su vida adulta, se preguntó si no estaría equivocada, si no se habría estado perdiendo algo fundamental. 


Como buena aventurera que era, se prometió solemnemente averiguarlo.




martes, 23 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 6




Cuando, en Roma, conoces a un romano…



Hoy he conocido a un tipo. Un tipo atractivo, aparentemente inteligente, disponible. ¿Podría ser el amante italiano ideal con el que he estado soñando? No hay que hacerse demasiadas ilusiones. Me siento un tanto insegura después de mi última experiencia. Al fin y al cabo, ¿quién sabe qué clase de monstruosidades podrían acechar debajo de ese pantalón?
¿Alguien quiere apostar?


Comentarios:
1. Anónimo dice: vaya, Eurogirl, te noto cansada.


2. Eurogirl dice: lo siento, pero realmente lo estoy.


3. Dogman dice: quizá éste no tenga pelo.


4. Xta-c dice: nunca he visto a un tío sin pelo. ¿Los tíos se afeitan también los bajos?


5. TinaLee dice: yo salí una vez con uno que pasó por quimioterapia y había perdido todo su vello púbico.


6. Asiana dice: los depilados son sexys.


7. Eurogirl dice: Asiana, tú eres un poco rara, ¿verdad?


8. Asiana dice: eso me temo.


9. Dogman dice: Asiana, si estás buena, por ti me afeito lo que quieras.



Pedro alzó la mirada, a la ventana que suponía debía de ser la de Paula. No le había costado mucho encontrar su apartamento. Dado que conocía el barrio, simplemente había hablado con las porteras de varios edificios preguntando por la estadounidense que había alquilado un apartamento la semana pasada.


Mientras permanecía de pie en el callejón, tuvo otra erección pensando en ella. Una lámpara brillaba en la ventana. Minutos después, la vio pasar medio desnuda, en bragas y sujetador. Se excitó aún más.


Nunca se había acostado con una mujer por trabajo. Esas cosas se avenían mal con su moral particular. Había estado con suficientes mujeres para saber que la novedad y la excitación de lo desconocido no eran ni mucho menos tan emocionantes como compartir una verdadera intimidad con alguien.


Pero había algo en Paula Chaves que le intrigaba. 


Que le hacía desear olvidarse de su ética personal para descubrir sus más profundos y oscuros secretos. No era sólo que fuera tan guapa. Mujeres guapas había muchas. Era alguna indescriptible cualidad que poseía, y que tenía que ver con el brillo de sus ojos y su manera de comportarse, como si escondiera un secreto fascinante.


No sabía muy bien qué era lo que había esperado descubrir acechando el domicilio de Paula. Quizá fuera la costumbre. Tantos años trabajando como agente infiltrado debían de haberle vuelto paranoico. Desconfiaba de todo el mundo.


En su universo, todo el mundo albergaba una segunda intención, una motivación secreta. Una verdad oculta, una posible información que pudiera llegar a necesitar. En su trabajo, no había nada que fuera convencional. A veces sentía la tentación de abandonar el mundo del espionaje y sentar la cabeza, pero la idea desaparecía con cada nueva misión, con cada nuevo desafío.


De manera que había terminado convirtiéndose en el tipo de hombre al que las mujeres mandaban mensajes de texto llamándolo «canalla». El tipo de hombre que, contra su costumbre, en aquel momento podía estar planeando acostarse con alguien por el bien de su misión…


Mientras continuaba mirando su ventana, se desembarazó de sus últimos escrúpulos de conciencia. Había peores trabajos en el mundo que seducir a una hermosa mujer en pro de la seguridad nacional, ¿no? Absolutamente.




BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 5



Paula se despidió de su hermano y cerró su móvil. Mientras se lo guardaba en el bolso alzó la mirada hacia el edificio de la embajada estadounidense, frente al cual se encontraba. En algún momento del camino había perdido la pista del tipo misterioso. Tampoco importaba mucho.


Se sentó en el borde de la fuente, donde tenía costumbre de sentarse a ver pasar a la gente. A su alrededor, las palomas se disputaban las migajas de pan. Otro día había pasado sin que se decidiera a abordar al italiano. Su falta de confianza la sorprendía e irritaba cada vez más. 


Necesitaba escribir. Necesitaba dejar de obsesionarse con los hombres y escribir sobre el problema que tenía.


A un par de manzanas de donde se encontraba, había un destartalado café que había descubierto la víspera. Se disponía a dirigirse hacia allí cuando detectó un movimiento a su lado, por el rabillo del ojo. Al girar la cabeza, descubrió a un hombre que la miraba sonriente.


Un hombre guapísimo. Impresionante. De los que quitaban el aliento.


—Buenos días. ¿Eres estadounidense? —le preguntó él.


—Vaya. ¿Cómo lo has adivinado? —se miró la ropa que llevaba.


Solía esforzarse por no parecer la típica estadounidense. Nunca llevaba téjanos si no era con tacones altos. Siempre procuraba ir a la última moda europea. Aparte de que resultaba divertido, eso le evitaba verse acosada por pedigüeños y carteristas.


—Es por tu cara —respondió él—. Tienes cara de estadounidense.


La de él, pensó ella… era una obra de arte. 


Aquel hombre poseía una belleza nada típica, a la que no era nada ajeno el brillo de pasión de sus ojos castaños. Su pelo, casi negro, largo y ondulado, le caía sobre la frente y le rozaba el cuello de la camisa. Lo llevaba algo despeinado, un detalle que contrastaba deliciosamente con su impecable camisa blanca y sus pantalones de lino. Tenía una sombra de barba y la dentadura más sexy que había visto en su vida. 


Aparentaba entre unos treinta y cinco y cuarenta años.


—¿De veras? ¿Qué quiere decir eso?


—Las estadounidenses tenéis una especie de belleza… inconsciente. Como si fuerais modelos sin conciencia de serlo —sonrió.


—Si eso es así, resulta curioso que no figuremos entre las modelos más populares del mundo…


—Eso es porque todo el mundo quiere caras exóticas, y las estadounidenses tenéis problemas para parecer exóticas.


Paula estaba encantaba con aquel italiano. Pero había algo extraño en su voz, un acento que no conseguía identificar… como si no fuera italiano del todo.


—¿Eres de Roma?


—No del todo. Mi padre trabajaba para el ministerio de Asuntos Exteriores. Por eso me pasé la infancia viajando por medio mundo.


—Ah. Eso explica tu acento.


—¿Y tú? ¿Qué es lo que te ha traído a esta fuente tan bonita?


—Oh, no tenía que hacer, estaba paseando. Dentro de unas horas tengo una entrevista de trabajo.


—¿Un trabajo de qué?


—Enseñar inglés a los niños de una familia rica.


—¿Es eso lo que te ha traído a Roma?


—Más o menos. Llevo cinco años viajando por Europa, yendo a donde quiero y enseñando inglés para ganarme la vida. En realidad soy escritora, aunque todavía no puedo vivir de eso.


—¿Escribes románticos relatos de amor? —le preguntó con una sonrisa.


Paula nunca revelaba su identidad de Hoguera: su hermano era el único que lo sabía. Ni siquiera sus amigas más cercanas sabían lo de Sexo como segunda lengua… aunque quizá el autor de ese inquietante comentario número cinco a su última entrada sí que conociera a la verdadera Eurogirl…


—Podría decirse que sí.


—A mí me fascinan los procesos creativos… Quizá puedas hablarme del tuyo mientras cenamos esta noche…


Parpadeó asombrada. Los romanos no se caracterizaban precisamente por su sutileza en lo que se refería a las mujeres. Y aquel tipo la tenía encandilada. Quizá había sido por eso por lo que el destino la había llevado hasta la embajada: no porque tuviera que estar con el tipo al que había decidido seguir todos los días, sino para tropezarse con… aquel otro. Aun así, todo aquello le parecía demasiado bueno para ser cierto.


—¿Cómo te llamas?


—Pedro Antonetti. ¿Y tú? —le tendió una mano de dedos largos y finos, y ella hizo lo mismo.


Para su sorpresa, en lugar de estrechársela, bajó la cabeza y se la llevó a los labios, rozándole apenas el dorso.


—Paula —dijo—. Paula Chaves.


Normalmente un gesto semejante le habría arrancado una socarrona sonrisa, pero aquel hombre consiguió obrar el milagro: el detalle surtió su efecto. Quizá fuera su expresión levemente irónica, como si le estuviera diciendo que era consciente de que se trataba de un cliché, pero que los clichés eran divertidos.


O tal vez porque sabía que, en el fondo, a las mujeres les gustaban aquellos detalles tan románticos.


—Me encantaría que cenáramos juntos —se oyó decir a sí misma, sorprendiéndose de su tono de felicidad, de entusiasmo.


—Así celebraremos tu nuevo trabajo.


—Eso espero.


—Tengo la sensación de que lo conseguirás.


—Ojalá tuviera yo esa misma confianza.


—¿Vives cerca de aquí?


—No lejos de la plaza de España —respondió Paula, procurando no ser muy precisa.


—Bonito lugar.


—Prefiero los apartamentos pequeños en el corazón de la ciudad a los pisos grandes y modernos en las afueras.


Efectivamente. Su apartamento se componía de una única habitación en un edificio que parecía como si fuera a derrumbarse en cualquier momento. Compartía un sucio cuarto de baño con otros dos inquilinos, y los ruidos de la ciudad atravesaban las paredes día y noche.


Pese a ello, le encantaba. Le encantaba poder escuchar y sentir el latido de la ciudad.


—Conozco un lugar no lejos de aquí. ¿Qué tal si quedamos en las escaleras de la Plaza de España a las ocho? Podríamos tomar unas copas y luego ir a cenar.


Las copas y la cena eran el código de: «quiero que te desinhibas con la ayuda del alcohol para luego irnos a la cama después de cenar». Un martini seco era la bebida favorita de Paula para empezar una primera cita. Y un tórrido y sudoroso revolcón entre las sábanas su manera favorita de terminarla… siempre y cuando se tratara del hombre adecuado.


Esperaba y rezaba que Pedro lo fuera: el hombre capaz de acabar con su racha de mala suerte y devolverle la inspiración. O al menos la confianza en sí misma.