miércoles, 24 de octubre de 2018

BUSCANDO EL AMANTE PERFECTO: CAPITULO 9




—Hey, ¿qué hay de esa botella de champán? ¿Quieres que la traiga? —le preguntó Pedro cuando regresó a la habitación.


Se había disculpado para entrar en el baño comunal, con la intención de aprovechar la oportunidad para refrescarse un poco después de la tórrida sesión de besos. Paula estaba sentada ante su portátil… aparentemente impasible después de que él hubiera echado el freno de mano en su primera cita.


Cerró inmediatamente el portátil y se volvió hacia él.


—Perdona, estaba revisando mi correo. Voy a por el champán.


Pedro descubrió una minúscula nevera en la esquina más alejada de la habitación, al lado del fregadero y de una encimera, donde se echaba en falta la cocina.


—Supongo que comerás mucho fuera, ¿eh?


—Sí —sonrió—. Este lugar es mi excusa para no cocinar.


Pedro la observó mientras abría el refrigerador y echaba un vistazo dentro.


—Oh, vaya. El champán no se ha enfriado. Debe de haberse cortado la corriente en algún momento.


—Podríamos salir fuera —le sugirió él, agradecido ante la oportunidad de salir a algún lugar público, donde por fuerza se verían obligados a contenerse un poco.


No era que no quisiera acostarse sin mayor dilación con Paula: lo cierto era que tenía muchísimas ganas. Pero también quería construir una mínima relación entre ellos. Si se acostaban enseguida y al día siguiente ella se sentía demasiado avergonzada y lo despachaba como una simple aventura, su plan de ganarse su confianza se iría al garete.


—Lamento lo del champán. No sabía que la nevera había dejado de funcionar…


—¿No tienes hambre? Podemos salir directamente a cenar, si quieres —insistió Pedro.


—¿Por qué no damos antes un paseo? De camino podríamos tomar una copa.


—De acuerdo —sonrió, contento de que no se hubiera tomado a mal su anterior negativa.


Paula recogió su bolso y salieron del apartamento. Minutos después estaban en lo alto de las escaleras de la plaza de España, rodeados de turistas y de jóvenes romanos que se reunían para charlar y divertirse. Parecía embelesada por aquel espectáculo.


—¿Cuánto tiempo llevas en Roma?


—Sólo una semana.


—¿Es tu primera vez?


—No, estuve aquí antes, durante un viaje de fin de curso de la universidad. Tenía resaca y la verdad es que me acuerdo de muy poco, excepto de la impresión que me produjo esta ciudad. Me encanta.


Pedro sonrió mientras veía iluminarse su expresión. Él sentía lo mismo por aquella milenaria ciudad.


—¿Has visitado ya los lugares típicos?


—Sólo los que me he encontrado de camino a mis entrevistas de trabajo.


Pedro la tomó de la mano y empezaron a bajar las escaleras.


—¿Damos un paseo hasta el Foro? Hay unas vistas bellísimas al atardecer.


—Estupendo.


—¿Qué tal te fue en la entrevista?


—No estoy muy segura, pero al menos no parecieron tan desinteresados como las otras familias. Uno de los hijos era adolescente, y tengo la sensación de que los padres confían en que una profesora, y no un profesor, lo motivará más para estudiar y mejorar sus notas.


—Un chico afortunado. Ojalá yo hubiera tenido una profesora como tú. Habría sacado sobresalientes.


Paula se echó a reír.


—Oye, que yo no hago servicios extraescolares… Pero me gustaría trabajar para esta familia. Su casa está a sólo veinte minutos en autobús de mi apartamento, y es lujosísima…


—¿Aire acondicionado?


—Por supuesto. Y mármoles por todas partes. Digamos que está a años luz del pequeño antro donde vivo.


—Quizá te ofrezcan quedarte allí, si las cosas van bien.


—Ni hablar —sacudió la cabeza—. Ya hice una vez de profesora-niñera interna y no pienso repetir la experiencia.


—¿Demasiada cercanía?


—Eso es. El padre se me insinuó: en ese momento se me acabó el trabajo. A partir de entonces, seguí como profesora visitante. A veces trabajo para varias familias. Y otras veces tengo la suerte de encontrar una familia rica, como la de la entrevista de esta mañana, y trabajar solamente para ellos.


Caminaban por la calle principal, hacia el Foro. A su izquierda había una caravana de coches bloqueados, en una fila interminable.


—Y… ¿qué es lo que escribes? No me lo has dicho antes.


Una misteriosa sonrisa se dibujó por un instante en sus labios, y Pedro se preguntó si le diría la verdad. Había echado un rápido vistazo a su blog antes de acudir a la cita y se había quedado impresionado. O tenía mucha imaginación a la hora de inventarse historias, o era una aventurera sexual de primera categoría.


—Escribo crónicas. Memorias de viaje.


—¿Es por eso por lo que viajas por Europa?


—No exactamente. El viaje es un objetivo en si mismo, por puro placer. Quería desaparecer de los Estados Unidos por un tiempo y conocer Europa. Lo de la escritura ha sido más bien una consecuencia.


—Me encantaría leer tus escritos en alguna ocasión.


Por lo que había leído hasta el momento, era una buena escritora. Al menos tenía talento suficiente para excitarlo con la palabra escrita. Se preguntó si sus amantes serían conscientes de que escribía sobre ellos…


De repente se dio cuenta: si llegaba a convertirse en su amante… seguro que escribiría sobre él en la siguiente entrada de su blog. ¿Realmente querría leer lo que Paula escribiría sobre sus dotes amatorias al amparo de su secreta identidad como Eurogirl?


Siempre se había considerado un buen amante, y sin embargo… ¿soportaría su frágil ego leer una crítica a sus aptitudes sexuales?


Paula le estaba diciendo algo. Distraído como estaba, no la había escuchado.


—… no suelo dejar a la gente mis manuscritos.


—¿Tienes algo publicado?


Ella lo miró de una manera extraña, y Pedro se preguntó si no se habría perdido algo fundamental durante su distracción.


—Algo. En alguna revista y en internet —en aquel instante le sonó el móvil—. Perdón. Tengo que contestar.


Sacó un pequeño móvil plateado y respondió en un italiano con fuerte acento. Pedro escuchó su conversación con quien supuso sería un miembro de la familia que la había entrevistado aquella mañana. Cuando Paula se interrumpió, le hizo la señal de la victoria con el pulgar.


Un minuto después, se estaba despidiendo de su interlocutor después de darle las gracias. 


Cerró el móvil y volvió a guardárselo en el bolso.


—¡Tengo el trabajo y empiezo el lunes! Quieren que dé clases particulares a los niños durante todo el verano, lo que me viene fenomenal, ya que pensaba regresar a Los Estados Unidos para el otoño.


—Enhorabuena. Esto hay que celebrarlo.


—Tienes razón —sonrió—. Hasta ahora no me había dado cuenta de lo mucho que necesitaba una noticia como ésta. La verdad es que últimamente me sentía un tanto deprimida.


—¿Deprimida por no encontrar un nuevo empleo con la suficiente rapidez?


—Por todo. La crisis de la edad adulta, supongo.


Llegaron al sendero que llevaba a las ruinas romanas, justo a tiempo de contemplarlas a la luz del crepúsculo. No había muchos turistas a esa hora del día.


—¿Qué edad tienes? ¿Veinticinco?


Paula se echó a reír.


—Vaya, gracias. Treinta. Quizá sea la crisis de los treinta.


—Pues yo tengo cuarenta, y he de reconocer que estoy pasando por un trance parecido.


—Así que estoy saliendo con un viejo y no me había dado cuenta…


—¿Has oído hablar de la fragilidad del ego masculino?


Llegaron a una curva del sendero desde la que se dominaba todo el foro. Paula se detuvo en seco.


—Esto es maravilloso…


—Ya te dije que era una buena hora para visitarlo.


—Tenías razón —repuso mientras admiraba las altísimas columnas y los muros de piedra medio derrumbados.


Pedro aprovechó la oportunidad para deslizar una mano por su cintura y atraerla hacia sí. Cuando inclinó la cabeza para darle un tierno beso en la frente, ella se echó levemente hacia atrás y le lanzó una mirada cargada de coquetería.


—Creía que ibas a enseñarme «una intimidad más profunda y todas esas cosas». Son tus propias palabras.


—Dudo que yo pueda enseñarte nada que no sepas.


—¿Así que estabas hablando en broma? ¿Eso es lo que os gusta a los viejos?


—No me gusta que me llames «viejo». No soy precisamente un adicto al Viagra, ¿sabes?


—No lo sabía. No me has dejado averiguarlo, ¿recuerdas?


—Sólo quería hablar antes contigo y llegar a conocerte algo mejor. ¿Tan malo es eso?


—Está bien. Quieres demostrarme que eres un hombre evolucionado y sofisticado, interesado únicamente por el sexo como parte de un paquete más completo.


Pedro abrió la boca para protestar, pero no dijo nada. Paula lo había calado. Había interpretado bien su modus operandi. Quizá se había encontrado por fin con la horma de su zapato.


—¿No es eso lo que queréis las mujeres? —le preguntó al fin.


—No puedes generalizar sobre lo que queremos las mujeres. Al igual que yo tampoco puedo generalizar sobre el comportamiento sexual de los viejos, digo… los hombres mayores —su picara sonrisa le indicó que solamente lo estaba provocando.


Decidió cambiar de tema. Todo con tal de que Paula no continuara analizando con tanta lucidez su comportamiento con las mujeres…


—¿Cuál es la mayor diferencia de edad que has tenido en una relación?


—Depende de lo que entiendas por «relación». Si tengo que serte sincera, las mías suelen limitarse al sexo.


—De acuerdo, seré más directo: ¿cuál es el tipo más viejo con el que te has acostado?


—Cuarenta y ocho años. Yo tenía veintiuno.


—Vaya. Veo que tienes experiencias con nosotros, los mayores.


Paula se echó a reír.


—Fue por casualidad. Pero yo no discrimino a los tipos por su edad. Me voy con cualquiera que me interese.


—Eres una mujer de mente abierta. Para tu información, yo tampoco pienso dejarme impresionar por tu juventud.


—Te agradezco que seas tan tolerante. Te prometo que no me chuparé el dedo ni mojaré las sábanas.


—Hey, yo tampoco…


De repente Paula se puso de puntillas, apoyó las manos en su pecho y lo besó. Delineó con la lengua las comisuras de su boca antes de deslizaría en su interior. Pedro la saboreó a placer, paladeando su húmedo calor, mientras la atraía con fuerza hacia sí para hacerle sentir su erección.


La miró mientras la besaba: tenía los ojos cerrados mientras se apretaba contra él, envuelta en sus brazos. Una voz interior le advirtió que se estaba metiendo en algo que muy bien podría escapar a su control.


Su larga carrera profesional le había enseñado a calcular todas las variables, pero sospechaba que Paula también sabía jugar a aquel juego. ¿Y si ella era mejor jugadora que él?


La posibilidad le intimidaba, ciertamente. Pero también le llenaba de emoción.



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