martes, 9 de octubre de 2018
SUGERENTE: CAPITULO 15
De pronto, el sonido del teléfono móvil de ella quebró la apacible quietud.
Paula lo sacó del bolsillo y contestó. Pedro fue a marcharse con el fin de brindarle privacidad, pero ella lo detuvo sujetándolo por el brazo.
—¿Esta noche? Claro. Será estupendo para relacionarse. Cuenta conmigo —cortó la comunicación y explicó entusiasmada—: Era mi agente. Me acaban de invitar a la inauguración de un club. Muy exclusivo. Apuesto a que habrá un montón de diseñadores, ya que es propiedad de Maggie Winterbourne.
—¿Vas a volver a Nueva York? Si acabas de llegar aquí.
Ella agitó una mano.
—No hay problema, aunque sí lo es el transporte. No quiero tomar el tren… —miró el coche—. Pedro, ¿te gustaría ir a la inauguración de un club?
Él alzó las manos.
—No, Paula. No voy a llevar el coche de mi padre a Manhattan.
—Mi inquilina no toma posesión del loft hasta el lunes. Mi edificio tiene un aparcamiento muy seguro.
—No.
—Pedro, por favor. No quiero ir a la inauguración sola. ¿Por qué no vienes y ves cómo vive la otra mitad?
—No me interesa la otra mitad. Además, tengo que evaluar exámenes, no he preparado la maleta y no he planificado un viaje.
—Intenta ser espontáneo por una vez en la vida. No necesitamos una maleta y tienes el domingo para evaluar los exámenes.
—Necesito mi maleta.
—De acuerdo. Podemos ir a tu casa para que la hagas. Por favor, di que sí.
Él miró en dirección al río y metió las manos en los bolsillos.
—De acuerdo.
—¿Te vas a poner eso? —preguntó Pedro cuando Paula salió del dormitorio en su nuevo loft de Nueva York.
—¿Qué? ¿Está roto? —agarró el bajo de la falda corta plisada para comprobar si había algún agujero. El top no podía tener nada porque estaba hecho de pequeñas anillas de metal unidas por una costura.
—Espero que no. No permanecerá en tu cuerpo.
—Oh, Pedro. No seas puritano. He llevado cosas más escuetas en reportajes fotográficos.
—Supongo que es lo que se espera de ti.
—Exacto. Todo forma parte del negocio de la moda. Muestra piel y muéstrate sexy.
—¿Sexy? Entonces, es evidente que yo no encajo ahí. Creo que necesito ayuda.
—Camisa de vestir y pantalones negros son un poco aburridos, pero he de reconocer que a ti te quedan de miedo. ¿Has traído unos vaqueros?
—No.
—¿Qué?
—No tengo vaqueros. No enseño con ellos. Necesito fomentar una imagen profesional para conseguir la cátedra de forma permanente. Quiero que se me tome en serio, así que nada de vaqueros.
—De acuerdo, nada de vaqueros. Vamos.
—¿Vamos a ir a la inauguración en el coche? No me seduce la idea de dejar el deportivo de mi padre…
—Eres propenso a las preocupaciones, ¿eh? Todavía no vamos a la inauguración y, no, vamos a ir en taxi.
—Si no vamos a la inauguración, ¿adonde vamos?
—De compras.
—¿De compras? —suspiró—. De acuerdo. Es tu mundo. Jugaré en él un poco más. Pero mi límite está en las cazadoras negras con cadenas.
—Por el amor del cielo, Pedro, no voy a vestirte como a un motero.
Una vez en la tienda, Paula buscó entre las camisetas de moda situadas en la parte delantera. Al encontrar una de tacto sedoso y de una tela ceñida, se la pasó a Pedro.
Él la alzó.
—Es rosa intenso, Paula.
—No es rosa intenso. Es de color frambuesa. Cielos, Pedro, anímate un poco. Nadie te conoce en el club. ¿Por qué no te diviertes un poco y abandonas por una noche la imagen estereotipada de profesor? Deja que se asome el salvaje que llevas dentro.
Él puso los ojos en blanco mientras ella se dirigía a la sección de vaqueros. Los repasó con rapidez hasta que vio unos diseñados por Richard Lawrence. Perfectos.
Con clase. Se volvió para entregárselos, pero él estaba ocupado mirando las chaquetas.
—Ésta es bonita —observó una negra.
Paula se la quitó de las manos.
—Es de cachemira y quedará perfecta con la camiseta.
Pedro entrecerró los ojos.
—¿Dónde están los probadores?
—En la parte de atrás.
Lo siguió hasta verlo desaparecer detrás de una puerta. Mientras lo esperaba, vio otro par de vaqueros que podrían quedar aún mejor. Se volvió y llamó a la puerta.
—Pedro, pruébate también éstos.
De inmediato se le resecó la boca. Pedro se había puesto los vaqueros, aunque todavía no se los había abotonado y su torso se veía magnífico desnudo. Estaba cerca de él, tanto que podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Su sonrisa cálida la llamó, por lo que avanzó y cerró la puerta detrás. Entre ellos crepitó una energía pura y abierta, una química rara e irresistible que se intensificaba con cada momento que pasaba.
lunes, 8 de octubre de 2018
SUGERENTE: CAPITULO 14
Cuando regresó, él introdujo la llave en la puerta del pasajero y giró. Las cerraduras se elevaron.
Paula no hizo movimiento alguno para entrar.
Pedro se dio cuenta de lo cerca que estaban.
Para ser un tipo inteligente, había subestimado la atracción que le provocaba. Era como luchar a través del agua para resistir la tentación de tocarla. Sabía que ella lo deseaba y eso sólo incrementaba la espiral de deseo que tenía dentro.
Carraspeó y dijo:
—Vamos.
Suspirando aliviado, o decepcionado, no lo tenía muy claro, se sentó al volante, ocupando mucho espacio en el interior íntimamente compacto.
Sólo la consola que había entre ellos impedía que sus muslos se tocaran.
Se abrochó el cinturón de seguridad, ella lo imitó, y luego giró la llave de arranque. El coche gruñó a la vida debajo de él. El poderoso motor le hizo cosquillas en la parte de atrás de las piernas, vibrando por sus pantorrillas hasta los mismos pies. Apoyó la mano en la palanca de cambios y puso marcha atrás.
Paula bajó la ventanilla para airear el interior cerrado.
—Dejemos las ventanillas bajadas, la brisa es maravillosa. Me encanta el olor a verano. En Nueva York no tienes este olor. Cuando la ciudad se calienta, no quieres estar en la calle.
Avanzaron por la ciudad y se acercaron a la calle que corría a lo largo del río Charles. Los kayaks moteaban el agua junto con las canoas.
Pedro redujo la marcha en la siguiente esquina y entonces el camino corrió absolutamente recto.
—Pisa el acelerador, Pedro.
—Eso me haría pasar el límite de velocidad.
—Vamos, ¿es que nunca has hecho algo travieso?
—No, en realidad no.
—Tienes que empezar a vivir, Pedro. La juventud no dura siempre. Créeme. Lo sé de buena tinta.
Los ojos juguetones y la sonrisa picara de ella eran contagiosos. Pedro no pudo negar la descarga de adrenalina que corrió por su sistema. Coches y mujeres veloces. Una, combinación peligrosa.
Aceleró un poco el coche deportivo y el motor respondió disparándose como un caballo ansioso por correr.
—¡Hurra! —exclamó Paula, y el sonido de su voz fue tragado por el viento que entraba por las ventanillas.
Él volvió a cambiar de marcha y el coche se asentó en un ronroneo constante.
El cabello rubio remolineó en torno al rostro de Paula, como guirnaldas doradas de seda, al girar sus ojos brillantes hacia él. Se inclinó y encendió la radio.
Hablar se había vuelto complicado por encima del aullido del viento, pero resultó imposible con el ritmo de la música rock que atronó por los altavoces. Fueron en agradable silencio, algo que Pedro estaba seguro de que no había conseguido con ninguna otra mujer.
Al llegar a Somerset Park, se detuvo en la entrada, pagó los billetes de acceso y aparcó.
Con el pelo revuelto por el viento, Paula se lo mesó lo mejor que pudo con los dedos. Luego abrió la puerta y sacó las piernas.
Él bajó del coche y ella hizo lo mismo. Se dirigieron hacia una mesa de picnic desde donde se disfrutaba de una vista espectacular del río.
Una vez allí, Pedro recogió una piedra y la lanzó para que rebotara sobre el agua tranquila.
—Otro mito que puedo eliminar. Hacen falta horas para que en una foto pueda parecer la mujer perfecta. Horas de peinado, maquillaje y vestuario. Salí con un chico que huyó gritando de mi apartamento cuando me vio con mi máscara de hierbas —rió entre dientes—. Fue gracioso.
Pedro le tomó la mano que tímidamente trató de alisarse otra vez el pelo.
—Pero apuesto que también dolió un poco. Sé lo que se requiere para ocultar los sentimientos cuando te han tratado de forma injusta por el aspecto que puedas tener. Yo no te juzgaré, Paula. Los amigos no lo hacen.
Sorpresa primero y luego ternura se reflejaron en sus ojos. Le aferró la mano.
—No, no lo hacen. Por eso los echo tanto de menos —tragó saliva.
Pedro se dio cuenta de que eso era mucho más peligroso que los coches y las mujeres veloces.
Ahí estaba… la relajada camaradería que había sido parte integral de su relación siendo jóvenes, una conexión auténtica que Pedro anhelaba repetir.
Involucrarse con ella sería un error, para ambos.
Todo tenía que ver con el estilo de vida y sabía que el suyo no encajaba en el de ella.
Le dio un último apretón y se apartó.
—Debería volver. Aún me queda cortar el césped de tu tía. También tengo que calificar exámenes.
SUGERENTE: CAPITULO 13
Él salió del garaje y Paula le quitó la tela al coche, encantada con el diseño aerodinámico y al tiempo que pensaba la velocidad que podría alcanzar.
Cuando terminó, fue a buscar a Pedro. Oyó correr agua en un lado de la casa. Fue en esa dirección y se detuvo en seco como si hubiera chocado contra una pared.
Pedro usaba la manguera sobre su cabeza como si fuera una ducha. Observó fascinada mientras las gotas se deslizaban de forma tentadora por los moldeados contornos de sus pectorales, por la tabla de lavar que era su abdomen y terminaban por desaparecer en la cintura de los pantalones cortos negros. Clavó los ojos en ese punto y la respiración se le aceleró mientras el deseo le atenazaba las entrañas como una prensa.
Desde el pelo revuelto y los asombrosos ojos color miel al cuerpo fibroso y trabajado que había imaginado desnudo y excitado, exudaba un atractivo sexual que despertaba su instinto femenino como ningún otro hombre había logrado.
Giró la cabeza para mirarla y sus ojos se encontraron. En los de él había un deseo inconfundible, pero también distancia.
Un mensaje claro que decía: «Mira pero no toques». Pedro empezaba a convertirse en una adicción imprudente. Anhelaba acariciar toda esa piel mojada y centelleante.
Pedro cerró la manguera y juntos fueron a la casa. Después de cambiarse de ropa, él le entregó un rollo de tela.
—¿Qué te parece?
Paula lo extendió un poco. De lo suave que era al tacto, parecía una mezcla de seda y terciopelo.
—Es magnífica. Apuesto que te sentirías casi desnuda llevándola. Muy sugerente. Un buen nombre.
—Capta la atención.
—No soy una experta, pero apuesto que se conseguiría una ropa interior preciosa con esta tela.
—Sí.
—Sensualidad en el cuerpo.
Pedro se frotó la nuca.
—Lencería. No es precisamente mi especialidad.
—No, supongo que no.
—Quizá podrías llevártela y trabajar algunas de tus prendas mágicas con ella. Darme algunas ideas.
—¿Te refieres a que diseñe algo?
—Claro. ¿De qué otra manera voy a saber qué hacer con ella? Soy ingeniero, Paula. Me centro en la ciencia y en los usos prácticos. La lencería no se puede considerar algo práctico.
—No sé. No soy diseñadora.
—Haces prendas estupendas. Inténtalo. Por mí.
—De acuerdo, veré qué se me ocurre.
—¿Por qué no te cambias y yo preparo el coche?
Ella movió la cabeza.
—Pedro, eres tan pragmático…
SUGERENTE: CAPITULO 12
Al alejarse, Paula pudo sentir el calor de los ojos de Pedro sobre su trasero, y necesitó toda su fuerza de voluntad para no girar la cabeza para mirarlo y hacerle entender con un sólo gesto lo mucho que lo deseaba, a pesar de cómo habían salido las cosas en la fiesta de su tía. Respetaría los deseos de Pedro de mantener la atracción bajo control. La idea de poder llegar a hacerle daño otra vez la reafirmaba en su decisión.
Una vez dentro del garaje, se centró en la caja de herramientas como si fuera un salvavidas. El espacio se veía ordenado y limpio, cada cosa en su sitio. Caminando entre un sedán marrón y un coche cubierto con una loneta, vio la caja de herramientas y los trapos en un banco próximo.
Deteniéndose delante del banco, la curiosidad pudo más. Alzó la loneta y miró debajo.
Encontró un resplandeciente y clásico Porsche cupé de color azul medianoche. Pensó que era un delito mantener semejante coche escondido en un garaje en un día como ése. La animó imaginarse sentada en el asiento de piel volando por la carretera.
Recogió la caja de herramientas, tomó un puñado de trapos y regresó junto a Pedro.
Dejó la caja cerca de él y se arrodilló sobre la hierba.
—Tienes un coche deportivo ahí dentro. ¿Hay un hombre atrevido escondido en tu interior, Pedro?
—No es mi coche. Sólo se lo guardo a mi padre —abrió la caja de herramientas y sacó un destornillador.
—Tienes que conducirlo —exclamó—. No puedes tener un coche hermoso como ése parado. Lo estropearás.
—No, no lo dejo parado. Cada semana lo muevo. Los sábados, de hecho —sacó los tornillos y retiró la protección del motor.
—No sé por qué me preocupaba. Claro que lo haces. Siempre planificas todo.
Los hombros de él se pusieron rígidos y dejó la tapa en la hierba a su lado.
—No hay nada malo en planificar las cosas. Es como la brújula que te mantiene en marcha.
Vio cómo alzaba sus barreras emocionales y recordó lo obstinado que podía ser Pedro. Pero en vez de molestarla, sintió como si acabara de descubrir una perla perdida hacía mucho tiempo.
—Cierto, pero si sigues la brújula, podrías perderte una vista especialmente hermosa y perder una experiencia especial que habrías podido vivir.
—Pásame esa llave —pidió, las manos cubiertas ya de grasa.
Ella sacó la herramienta de la caja y se la entregó.
—No creo que sea inteligente salir sin un mapa —añadió él.
El tono irritado de su voz era otra perla que le encantaba descubrir. Sabía que era otro mecanismo de defensa. Quería que el verdadero Pedro volviera a brillar.
—Cuando el año pasado estuve en Italia, en el hotel había montones de folletos para las habituales atracciones turísticas, pero yo no quería ver Italia a través de los ojos de un folleto. Quería ver el país a través de mis ojos. Me salí del camino trillado, y he de reconocerlo… me perdí. Pero terminé entrando en un hermoso jardín en busca de orientación. Me encontré con una boda. Esa gente amable me invitó a quedarme. Bebí chianti, canté, comí, bailé y me lo pasé en grande. Desde luego, eso supera contemplar algunas ruinas que puedo ver cuando me plazca.
En el rostro de Pedro se manifestaron emociones de arrepentimiento.
—Yo habría ido a las ruinas —quitó el carburador y se sentó con las piernas cruzadas sobre la hierba.
—También conseguí un reportaje en un pequeño bazar que descubrí mientras exploraba —alargó la mano y le tocó un brazo, sonriendo—. Así que la próxima vez que vayas a Italia, Pedro, trata de perderte.
—Nunca he estado en Italia —dijo, ceñudo.
La mirada sorprendida de ella lo atravesó.
—¿De verdad?
—Me gusta la vida de Cambridge —retocó unas piezas.
—Es una pena. Soy afortunada de que viajar forme parte de mi trabajo. Para mí es normal estar en Londres un día y en París al siguiente.
Pedro guardó silencio un rato.
—¿Por qué no vienes conmigo más tarde para dar un paseo en el Porsche?
—Me encantaría.
—Es bonito.
—¿Qué?
—Eso del reportaje —se limpió las manos con uno de los trapos y quitó una canasta para revelar el fondo de la caja de herramientas.
Sacó una lata de aerosol con la palabra Limpiador en un lado. Proyectó un chorro constante sobre el carburador.
—Muchas gracias —no queriendo marcharse, dijo—: Mmmm, hablando de reportajes… ¿cómo te metiste en la ingeniería textil?
—La industria textil es una de las más grandes de Estados Unidos, y produce de todo, desde la tela de la ropa que usamos hasta el plástico del suero que utilizan en los hospitales. Me gustaba formar parte de una industria tan vital e importante para las necesidades de nuestra sociedad.
—Es interesante cómo estamos conectados en nuestros trabajos. Tú haces las prendas que yo me pongo. Es simbiótico.
Pedro asintió, terminando con el carburador.
Volvió a colocarlo y atornilló la protección.
—Nunca había pensado en ello. Pero tienes razón.
—Y la tela que has inventado. ¿Has decidido qué hacer con ella?
—Aún no. ¿Querrías verla?
—Sí, me encantaría.
Volvió a limpiarse las manos. Colocó la parte superior de la caja de herramientas en su hueco y cerró la tapa. Se puso de pie, tiró del cordón de arranque del cortacésped y éste se puso en marcha en el acto.
Le sonrió a Paula por encima del ruido, antes de apagar el motor.
—Guardemos todo y te la enseñaré. Luego le cortaré el césped a tu tía.
Empujó el aparato de vuelta al garaje mientras Paula lo seguía con la caja de herramientas.
—Voy a refrescarme un poco antes de entrar en la casa. Puedes quitarle la loneta al coche si quieres.
—Me apetece verlo todo.
domingo, 7 de octubre de 2018
SUGERENTE: CAPITULO 11
Paula terminó el largo número cincuenta en la piscina de su tía, tratando de liberar parte de la ansiedad reprimida por la incertidumbre de saber cómo iba a pagar las facturas de la fiesta de su tía. Había llegado la noche anterior, después de una semana de trasladar muebles al loft nuevo, encontrar una inquilina y agobiar a Lucia para que le buscara trabajo.
No se había materializado nada y se encontraba en iguales apuros financieros que una semana atrás. La irritaba la inactividad, y su tía, cansada de verla ir de un lado a otro, le había dicho que se pusiera el bañador y quemara parte de la tensión.
Sólo en ese momento comenzaba a darse cuenta de lo mucho que echaba de menos la amistad especial, franca y abierta que había compartido con Pedro.
Con eso en mente, salió de la piscina y fue al patio, donde se metió en la bañera caliente de hidromasaje. No había nada como eso para relajarla, espiritual y físicamente.
Cerró los ojos para excluir el resplandor del sol estival de la mañana cuando oyó un cortacésped en la distancia. Salió de la bañera y fue a la tumbona, donde tenía la toalla. Mientras se secaba el cabello y el cuerpo, el cortacésped hizo un sonido parecido a un chisporroteo y se apagó. Dejó la toalla mojada en la tumbona y se puso un albornoz rosado sobre el bañador.
Fue hasta el borde del jardín. Se protegió los ojos contra el sol ardiente, pero Pedro no estaba en su patio.
Rodeó el costado de la casa de su tía y al final lo vio. Se hallaba de rodillas en el jardín delantero con el cortacésped del revés.
Lucía una camiseta blanca y unos pantalones cortos de deporte que mostraban sus muslos estilizados. Sintió que la vista se iba hacia él y lo recorría mientras trabajaba en reparar la máquina.
Era un hombre sexy y magnífico, incluso cubierto de hierba y sudor, y le resultaba imposible ignorar la atracción que ejercía sobre ella, sin importar lo mucho que se afanaba. De modo que se dio un festín visual, dejó que su mente vagara por senderos peligrosos e imaginó escenarios seductores que le desbocaron el corazón e hicieron que su cuerpo anhelara tenerlo cerca. Pero esas fantasías que bailaban en su mente inevitablemente terminaban por crear un anhelo espiritual.
Fue en ese momento cuando Pedro alzó la cabeza y la vio. Percibió la sorpresa en sus ojos y luego un ardor y apetito fugaces que aletearon en sus ojos ambarinos.
—Hola —saludó—. Creía que habías vuelto a Nueva York.
Continuó hasta llegar junto a él.
—Y así fue.
Pedro probó la hoja de la máquina.
—¿De visita?
—No exactamente —su voz debió de delatarla, porque él dejó de centrarse en el aparato y la miró.
—¿Te encuentras bien?
La preocupación en su voz hizo que las emociones remolinearan en su interior, llevándola a añorar los días mucho más sencillos en los que no existía nada salvo su amistad especial.
Pero el mundo real existía, y el suyo estaba lleno de problemas serios, que tenía la determinación de superar. Una vida que Pedro no entendía en la pequeña ciudad de Cambridge. Una vida por la que había luchado y sacrificado mucho. Sus logros la convertían en lo que era. Si no era una modelo, ¿qué era?
Saber todo eso no impidió que deseara más de Pedro Alfonso, más de esa conexión emocional que sólo experimentaba cuando estaba con él.
Hacía mucho tiempo que nadie tocaba su corazón tan profundamente.
—Todo saldrá bien.
—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?
—No a menos que guardes un trabajo en el bolsillo.
—¿No tienes trabajo?
—Perdí un par de contratos y mi agenda se ha vaciado. Es algo que sucede en este negocio. Aún tengo una agente, así que estoy segura de que las cosas no tardarán en ponerse en marcha otra vez —decir las palabras bastó para causarle un nudo en el estómago y su seguridad titubeó un poco.
Pedro la miró fijamente a los ojos y pareció querer alargar la mano, pero se contuvo.
—Estoy seguro de que todo se solucionará —musitó con serenidad.
—Gracias por el voto de confianza —dijo, y volvió a enderezar el cortacésped y lo miró—. Al menos se paró después de que acabara el jardín, aunque aún me queda el de tu tía.
—¿Puedo ayudarte?
Él miró sus manos y luego su atuendo.
—¿Con el cortacésped?
—Claro.
—¿Qué te parece si vas a buscar mi caja de herramientas en el garaje? Está en mi banco de trabajo… y trae un par de trapos con los que poder limpiarse las manos.
—No me da miedo mancharme las manos, Pedro.
Él sonrió.
—Yo haré el trabajo sucio.
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