lunes, 8 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 14




Cuando regresó, él introdujo la llave en la puerta del pasajero y giró. Las cerraduras se elevaron.


Paula no hizo movimiento alguno para entrar. 


Pedro se dio cuenta de lo cerca que estaban. 


Para ser un tipo inteligente, había subestimado la atracción que le provocaba. Era como luchar a través del agua para resistir la tentación de tocarla. Sabía que ella lo deseaba y eso sólo incrementaba la espiral de deseo que tenía dentro.


Carraspeó y dijo:
—Vamos.


Suspirando aliviado, o decepcionado, no lo tenía muy claro, se sentó al volante, ocupando mucho espacio en el interior íntimamente compacto. 


Sólo la consola que había entre ellos impedía que sus muslos se tocaran.


Se abrochó el cinturón de seguridad, ella lo imitó, y luego giró la llave de arranque. El coche gruñó a la vida debajo de él. El poderoso motor le hizo cosquillas en la parte de atrás de las piernas, vibrando por sus pantorrillas hasta los mismos pies. Apoyó la mano en la palanca de cambios y puso marcha atrás.


Paula bajó la ventanilla para airear el interior cerrado.


—Dejemos las ventanillas bajadas, la brisa es maravillosa. Me encanta el olor a verano. En Nueva York no tienes este olor. Cuando la ciudad se calienta, no quieres estar en la calle.


Avanzaron por la ciudad y se acercaron a la calle que corría a lo largo del río Charles. Los kayaks moteaban el agua junto con las canoas.


Pedro redujo la marcha en la siguiente esquina y entonces el camino corrió absolutamente recto.


—Pisa el acelerador, Pedro.


—Eso me haría pasar el límite de velocidad.


—Vamos, ¿es que nunca has hecho algo travieso?


—No, en realidad no.


—Tienes que empezar a vivir, Pedro. La juventud no dura siempre. Créeme. Lo sé de buena tinta.


Los ojos juguetones y la sonrisa picara de ella eran contagiosos. Pedro no pudo negar la descarga de adrenalina que corrió por su sistema. Coches y mujeres veloces. Una, combinación peligrosa.


Aceleró un poco el coche deportivo y el motor respondió disparándose como un caballo ansioso por correr.


—¡Hurra! —exclamó Paula, y el sonido de su voz fue tragado por el viento que entraba por las ventanillas.


Él volvió a cambiar de marcha y el coche se asentó en un ronroneo constante.


El cabello rubio remolineó en torno al rostro de Paula, como guirnaldas doradas de seda, al girar sus ojos brillantes hacia él. Se inclinó y encendió la radio.


Hablar se había vuelto complicado por encima del aullido del viento, pero resultó imposible con el ritmo de la música rock que atronó por los altavoces. Fueron en agradable silencio, algo que Pedro estaba seguro de que no había conseguido con ninguna otra mujer.


Al llegar a Somerset Park, se detuvo en la entrada, pagó los billetes de acceso y aparcó.


Con el pelo revuelto por el viento, Paula se lo mesó lo mejor que pudo con los dedos. Luego abrió la puerta y sacó las piernas.


Él bajó del coche y ella hizo lo mismo. Se dirigieron hacia una mesa de picnic desde donde se disfrutaba de una vista espectacular del río.


Una vez allí, Pedro recogió una piedra y la lanzó para que rebotara sobre el agua tranquila.


—Otro mito que puedo eliminar. Hacen falta horas para que en una foto pueda parecer la mujer perfecta. Horas de peinado, maquillaje y vestuario. Salí con un chico que huyó gritando de mi apartamento cuando me vio con mi máscara de hierbas —rió entre dientes—. Fue gracioso.


Pedro le tomó la mano que tímidamente trató de alisarse otra vez el pelo.


—Pero apuesto que también dolió un poco. Sé lo que se requiere para ocultar los sentimientos cuando te han tratado de forma injusta por el aspecto que puedas tener. Yo no te juzgaré, Paula. Los amigos no lo hacen.


Sorpresa primero y luego ternura se reflejaron en sus ojos. Le aferró la mano.


—No, no lo hacen. Por eso los echo tanto de menos —tragó saliva.


Pedro se dio cuenta de que eso era mucho más peligroso que los coches y las mujeres veloces. 


Ahí estaba… la relajada camaradería que había sido parte integral de su relación siendo jóvenes, una conexión auténtica que Pedro anhelaba repetir.


Involucrarse con ella sería un error, para ambos. 


Todo tenía que ver con el estilo de vida y sabía que el suyo no encajaba en el de ella.


Le dio un último apretón y se apartó.


—Debería volver. Aún me queda cortar el césped de tu tía. También tengo que calificar exámenes.



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