domingo, 7 de octubre de 2018

SUGERENTE: CAPITULO 11




Paula terminó el largo número cincuenta en la piscina de su tía, tratando de liberar parte de la ansiedad reprimida por la incertidumbre de saber cómo iba a pagar las facturas de la fiesta de su tía. Había llegado la noche anterior, después de una semana de trasladar muebles al loft nuevo, encontrar una inquilina y agobiar a Lucia para que le buscara trabajo.


No se había materializado nada y se encontraba en iguales apuros financieros que una semana atrás. La irritaba la inactividad, y su tía, cansada de verla ir de un lado a otro, le había dicho que se pusiera el bañador y quemara parte de la tensión.


Sólo en ese momento comenzaba a darse cuenta de lo mucho que echaba de menos la amistad especial, franca y abierta que había compartido con Pedro.


Con eso en mente, salió de la piscina y fue al patio, donde se metió en la bañera caliente de hidromasaje. No había nada como eso para relajarla, espiritual y físicamente.


Cerró los ojos para excluir el resplandor del sol estival de la mañana cuando oyó un cortacésped en la distancia. Salió de la bañera y fue a la tumbona, donde tenía la toalla. Mientras se secaba el cabello y el cuerpo, el cortacésped hizo un sonido parecido a un chisporroteo y se apagó. Dejó la toalla mojada en la tumbona y se puso un albornoz rosado sobre el bañador.


Fue hasta el borde del jardín. Se protegió los ojos contra el sol ardiente, pero Pedro no estaba en su patio.


Rodeó el costado de la casa de su tía y al final lo vio. Se hallaba de rodillas en el jardín delantero con el cortacésped del revés.


Lucía una camiseta blanca y unos pantalones cortos de deporte que mostraban sus muslos estilizados. Sintió que la vista se iba hacia él y lo recorría mientras trabajaba en reparar la máquina.


Era un hombre sexy y magnífico, incluso cubierto de hierba y sudor, y le resultaba imposible ignorar la atracción que ejercía sobre ella, sin importar lo mucho que se afanaba. De modo que se dio un festín visual, dejó que su mente vagara por senderos peligrosos e imaginó escenarios seductores que le desbocaron el corazón e hicieron que su cuerpo anhelara tenerlo cerca. Pero esas fantasías que bailaban en su mente inevitablemente terminaban por crear un anhelo espiritual.


Fue en ese momento cuando Pedro alzó la cabeza y la vio. Percibió la sorpresa en sus ojos y luego un ardor y apetito fugaces que aletearon en sus ojos ambarinos.


—Hola —saludó—. Creía que habías vuelto a Nueva York.


Continuó hasta llegar junto a él. 


—Y así fue.


Pedro probó la hoja de la máquina. 


—¿De visita?


—No exactamente —su voz debió de delatarla, porque él dejó de centrarse en el aparato y la miró.


—¿Te encuentras bien?


La preocupación en su voz hizo que las emociones remolinearan en su interior, llevándola a añorar los días mucho más sencillos en los que no existía nada salvo su amistad especial.


Pero el mundo real existía, y el suyo estaba lleno de problemas serios, que tenía la determinación de superar. Una vida que Pedro no entendía en la pequeña ciudad de Cambridge. Una vida por la que había luchado y sacrificado mucho. Sus logros la convertían en lo que era. Si no era una modelo, ¿qué era? 


Saber todo eso no impidió que deseara más de Pedro Alfonso, más de esa conexión emocional que sólo experimentaba cuando estaba con él. 


Hacía mucho tiempo que nadie tocaba su corazón tan profundamente.


—Todo saldrá bien.


—¿Hay algo en lo que te pueda ayudar?


—No a menos que guardes un trabajo en el bolsillo.


—¿No tienes trabajo?


—Perdí un par de contratos y mi agenda se ha vaciado. Es algo que sucede en este negocio. Aún tengo una agente, así que estoy segura de que las cosas no tardarán en ponerse en marcha otra vez —decir las palabras bastó para causarle un nudo en el estómago y su seguridad titubeó un poco.


Pedro la miró fijamente a los ojos y pareció querer alargar la mano, pero se contuvo.


—Estoy seguro de que todo se solucionará —musitó con serenidad.


—Gracias por el voto de confianza —dijo, y volvió a enderezar el cortacésped y lo miró—. Al menos se paró después de que acabara el jardín, aunque aún me queda el de tu tía.


—¿Puedo ayudarte?


Él miró sus manos y luego su atuendo.


—¿Con el cortacésped?


—Claro.


—¿Qué te parece si vas a buscar mi caja de herramientas en el garaje? Está en mi banco de trabajo… y trae un par de trapos con los que poder limpiarse las manos.


—No me da miedo mancharme las manos, Pedro.


Él sonrió.


—Yo haré el trabajo sucio.




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