martes, 28 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 38



UN LLUVIOSO lunes de junio, el divorcio de Paula quedó sentenciado. Había ido al juzgado sola con su abogado. No había querido que Pedro estuviera presente y no vio razón para llevar a Emilia. Lucas no había solicitado ver a su hija.


Cuando el juez dictó la sentencia, Paula sólo sintió un profundo alivio. Le pareció surrealista estar allí mirando al hombre con quien se había casado, el padre de su hija, y comprender que sus caminos probablemente no volverían a cruzarse, a pesar de que habían llegado a un acuerdo de visitas.


Hubo pocas sorpresas. Lucas se quedaba con el piso, el mobiliario y algunas otras propiedades, aunque tuvo que pagar una cantidad por el privilegio. No era mucho, de hecho el abogado de Paula había insistido en que pidiera más. Pero ella había temido que eso alargara el proceso y quería acabar de una vez.


Además, tenía más que suficiente para vivir. Las cuentas bancarias y las inversiones se habían dividido equitativamente y aunque Paula había rechazado la pensión, recibiría pagos mensuales para el mantenimiento de Emilia. Lucas además había aceptado crear un fondo para los estudios universitarios de su hija.


Esa hija a la que aún no había visto.


El tribunal concedió la custodia total a Paula. Eso no era extraño, dado que Lucas no quería compartirla y además la distancia a la que vivían había complicado las cosas. Acordaron que podía estar con ella cada tres fines de semana y uno de cada dos periodos vacacionales. A Paula no le preocupó en absoluto; ya había quedado claro que no tenía intención de ejercer ese derecho.


A Emilia, que rozaba los seis meses, le había salido su primer diente. Parloteaba, sonreía a menudo y tenía una risa irresistible. Era preciosa, despierta y activa. Era la luz de la vida de su madre. Lucas no sabía lo que se estaba perdiendo.


Paula había olvidado su paraguas y llovía con fuerza. La gente pasaba corriendo a su lado, los menos afortunados cubriéndose la cabeza con periódicos mojados. Ella miró el cielo gris y sonrió. Para ella era como si luciera el sol. Sacó el teléfono móvil y marcó el teléfono de Pedro, a punto de estallar de alegría.


—¿Hola? —preguntó él.


—Hola.


—¿Has acabado?


—Sí. Acabo de salir del juzgado y voy a pasear.


—Está diluviando.


—¿De qué hablas? —ella soltó una risa burbujeante—. Hace un día maravilloso. Soy soltera otra vez.


—Soltera, ¿eh? Entonces tengo una pregunta que hacerte.


—¿Sí? —Paula se puso la mano sobre el corazón.


—¿Qué te parecería una cita esta noche?


No era la pregunta que había esperado oír, pero eso no apagó su felicidad.


—Suena de maravilla.




lunes, 27 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 37




Pedro despertó justo antes del amanecer, desconcertado pero muy consciente de quién dormía a su lado.


Se apoyó en un codo con cuidado, para no molestarla. Paula murmuró algo y se apoyó contra su pecho desnudo. A él le dio un vuelco el corazón. Eso era lo que quería para el resto de su vida. Lo había sabido a ciencia cierta desde el nacimiento de Emilia, pero había estado tomándose su tiempo, poniendo sus planes en marcha. Lo había pensado todo muy bien.


La casa estaba casi acabada y aunque él volvería al piso de la ciudad, no pensaba venderla. Tampoco tenía ninguna intención de vivir en Manhattan sin Paula y Emilia. Había convertido la habitación de invitados de su piso en un cuarto para la niña. Y pensaba hacer lo mismo con una de las de la granja, que utilizarían los fines de semana.


Iba a pedirle a Paula que se casara con él. Ya tenía el anillo. Sólo estaba esperando la sentencia de divorcio. Se inclinó y la besó en la sien. La noche anterior, si él no se hubiera dormido, habrían hecho el amor. Sólo pensarlo le provocó una oleada de deseo, pero lo controló. Quizá fuera mejor así. Habían esperado tanto que podían esperar a que ella fuera legalmente soltera. A que Emilia estuviera a cargo de una niñera de confianza. Quería que fuera perfecto. Paula no se merecía menos.


Ella se puso de lado y apoyó el trasero contra él. 


Pedro cerró lo ojos y gruñó. Un momento después salió de detrás de ella, diciéndose que si quería mantener sus planes tendría que evitar la tentación.




MILAGRO : CAPITULO 36




Paula estaba en la cama, despierta, mientras Emilia roncaba suavemente en su cuna. Oyó el coche de Pedro. La luz de los faros iluminó su dormitorio un momento. Miró el reloj que había en la mesilla. Eran más de las once. Se dio la vuelta y pensó que tal vez conseguiría dormirse, sabiendo que estaba en casa. Poco después, oyó un golpecito en la puerta.


Se puso una bata y bajó las escaleras.


Pedro parecía agotado. Tenía la barba crecida, los ojos rojos y la camisa arrugada tras un largo día.


Paula sonrió y lo envolvió en un abrazo.


—Me gusta volver a casa —suspiró él.


—Y a mí que vuelvas —sintió que sus brazos apretaban su cintura y oyó un susurro que habría jurado que le sonó a «pronto».


—Tengo una botella de pinot en la nevera —dijo ella, apartándose y dejándolo entrar—. Podemos sentarnos en el sofá y charlar un rato. Así me contarás tu día.


Ella iba hacia la cocina, pero Pedro agarró su mano y la retuvo. Sus cuerpos chocaron. Él puso las manos en sus caderas.


—El vino puede esperar, y también la conversación. Ah, Paula— musitó su nombre en su cabello y luego la apartó y le besó el cuello. 


Ella agradeció el contacto íntimo, disfrutando de las sensaciones que la recorrían como fuegos artificiales.


Buscó la boca de él, anhelando más. Había pasado mucho tiempo. Demasiado. La necesidad le dio coraje. Acarició su lengua y mordió su labio inferior con los dientes. Un gemido vibró en la garganta de él. Apartó las manos de su cintura, abrió la bata y se la quitó de los hombros. Las palmas callosas se engancharon con el tejido sedoso del camisón, pero Pedro lo levantó y se lo sacó por la cabeza.


Paula sintió un momento de vergüenza al encontrarse desnuda ante él, exceptuando unas braguitas. Casi había vuelto al peso de antes de el bebé, pero el embarazo había alterado permanentemente su anatomía. Tenía la cintura más gruesa y la piel de su abdomen estaba más flácida.


Pedro, yo... —se sonrojó intensamente.


—Estas preciosa, Paula —puso un dedo sobre sus labios—. Absolutamente preciosa.


Él hizo que se sintiera preciosa y su confianza resurgió junto con una intensa oleada de deseo.


Llevó las manos a su camisa y desabrochó los botones, siguiendo el recorrido de sus dedos con lo labios. La camisa cayó al suelo con el resto de las prendas y Pedro gimió.


Paula tenía las manos en su cinturón cuando la niña empezó a llorar.


—Había olvidado que teníamos compañía —se rió al decirlo, pero después soltó un suspiro.


Paula recogió la bata y se la puso.


—Tardaré poco. Diez minutos como mucho. Sírvete una copa de vino, y pon una para mí —empezó a subir las escaleras y luego se dio la vuelta—. No te vayas, Pedro, ¿de acuerdo?


—Ni se me ocurriría —él sonrió—. Aquí estaré.


Media hora después, cuando Emilia se durmió de nuevo, Paula encontró a Pedro en el sofá. 


Había dos copas de vino en la mesita de café. 


Estaba sin camisa y sin zapatos y profundamente dormido.


Pero había cumplido su promesa. Allí estaba.


Ella se tumbó en la franja de sofá que quedaba libre y apoyó la cabeza en la esquina del almohadón del que se había apropiado. Aunque él no se despertó, la rodeó con un brazo, protector incluso en sueños.


—Te quiero —susurró ella antes de dormirse.



MILAGRO : CAPITULO 35





Si Pedro no podía llegar a Gabriel’s Crossing a cenar, siempre telefoneaba. El teléfono sonó justo cuando Paula ponía a la bebé en el cochecito y se preparaba para ir a hacer la compra.


—Eh, Paula, soy yo.


—No vendrás a cenar —adivinó ella con un suspiro.


—No. Lo siento. Ha surgido algo —últimamente surgían cosas a menudo—. Espero que no hayas sacado nada para la cena.


Ella tomo nota mental de volver a guardar la chuletas que acababa de sacar del congelador.


—No. No te preocupes. Sé que tu horario puede ser impredecible.


—No lo será siempre —sonó como una promesa—. Estoy trabajando en algo importante en este momento. Algo enorme.


—¿Quieres contarme qué es? —Paula había sonreído al oír el entusiasmo de su voz, sabía que Pedro le encantaba su trabajo.


—Sí. Más de lo que imaginas. Pero no puedo aún, Paula —calló—. Quiero que sea una sorpresa.



domingo, 26 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 34




SE CONVIRTIÓ en un hábito quedarse dormida mientras Pedro cuidaba de Emilia. Durante las siguientes semanas, mientras Paula intentaba que la bebé adquiriera algún tipo de horario, casi lo único con lo que podía contar era que cuando llegaba al límite, ya fuera físico o emocional, Pedro estaría allí, dispuesto a echar una mano o a hacerse cargo de todo mientras ella se echaba una siesta o se duchaba o comía algo. Sólo estaba sola a última hora de la noche. 


Y aun así, sabía que si lo necesitaba sólo tenía que levantar el teléfono y llamar.


La semana después del nacimiento de Emilia, los padres de Paula fueron a visitar a su nieta. Se alojaron en un hostal en Gabriel’s Crossing y se quejaron de todo durante su estancia allí, que por fortuna fue breve. Tres días de sus egocéntricas quejas fueron más que suficientes para Paula.


Lo único bueno de su visita fue que parecían encantados de verdad con Emilia. No es que se les cayera la baba; Camila y Dario no eran de ese tipo. Pero sí parecían interesados y Paula lo apreció. Por supuesto, sus padres aprovecharon la oportunidad para volver a recriminarla por haber abandonado a Lucas, pero por lo visto habían aceptado que no iba a cambiar de opinión.


Con Pedro fueron cordiales, pero no demasiado amigables. Igual que Lucas, juzgaron a Pedro por lo que veían: un miembro de la clase trabajadora con manos diestras. Se habrían sentido impresionados si hubieran sabido de su éxitos profesionales. No vio razón para sacarlos de su error.


En cuanto a Lucas, no había visto al bebé. Paula lo había llamado desde el hospital para anunciarle el nacimiento de Emilia. No había tenido ganas de hablar con él, pero había pensado que, como padre del bebé, tenía derecho a saberlo. Había hecho las preguntas pertinentes, cuánto pesaba y si estaba bien. 


Aparte de eso no había parecido demasiado interesado. Y no había mencionado la prueba de ADN. Ella había colgado sintiendo tristeza por Emilia pero aliviada porque Lucas no fuera a formar parte de su vida. Aunque Lucas no quisiera a su hija, Paula conocía a alguien que sí la quería.


Pedro adoraba a Emilia, y según el invierno dio paso a la primavera, se demostró que el sentimiento era mutuo. Cuando se asomaba a la cuna, la bebé sonreía y agitaba las manitas con excitación. Igual que Paula, sabía que siempre podía contar con él.


En muchos sentidos, Paula, Pedro y Emilia eran como una familia. Cuando salían juntos solían confundirlos con una familia, pero no lo eran. 


Igual que Paula y Pedro eran como una pareja en muchos sentidos: compartiendo cenas y jugando con la niña antes de que Emi se acostara. Pero no eran una pareja.


Eran individuos con preocupaciones y objetivos distintos, tal y como quedó claro cuando Pedro volvió a trabajar en Manhattan a finales de abril. Tenía un compromiso con su hermano Y una obligación con su empresa. 


Paula lo entendía. Igual que entendía que no se había comprometido con ella y no tenía ninguna obligación.


Ella asumía que tenían un futuro juntos. A veces estaba segura de que Pedro deseaba el matrimonio. «Cuando llegue el momento y la mujer adecuada», había dicho. Sin duda, el momento distaba de ser perfecto. Pero la sentencia final de divorcio se acercaba y el tema no había vuelto a mencionarse. Los ahorros de Paula se agotaban y sus gastos ascendían; tenía que ponerse a buscar trabajo en serio.


Se lo mencionó a Pedro una mañana que él pasó por la casa al amanecer. Había empezado a ir allí a desayunar antes de iniciar el largo viaje a Manhattan. A veces, si había tráfico o él tenía que quedarse en la ciudad hasta tarde, sólo lo veía por la mañana.


Echaba de menos sus cenas y las largas conversaciones. Lo echaba de menos, sobre todo desde que había empezado a dedicar buena parte del fin de semana a trabajar en la casa. La restauración estaba a punto de finalizar, y ya no trabajaba solo. Había contratado a un equipo de tres hombres para que lijaran y pintaran las paredes exteriores y el garaje, que mejoró con una puerta eléctrica, y un paisajista ya había elegido los arbustos y las perenne que adornarían las bancadas de flores.


Ella ya se imaginaba el cartel de «Se vende» en la puerta y se preguntaba qué ocurriría entonces.


—He decidido empezar a buscar trabajo —le dijo, mientras él le daba el biberón a Emilia.


—¿Tan pronto? —Pedro alzó la cabeza.


—Emilia tiene casi cuatro meses. He podido dedicarle más tiempo que la mayoría de las madres —aun así se le encogía el corazón al pensarlo. No le gustaba la idea de dejar a su hija al cuidado de otra persona.


—¿Dónde estás pensando en buscar? —apartó el biberón y se puso a la bebé en el hombro para que eructara. Paula observó cómo sus grandes y callosas manos daban palmaditas en la espalda de su hija.


—Tengo algunas ideas —nombró las agencias. Ya había actualizado su currículum y su portafolio de proyectos. Ambos estaban listos para ser enviados.


—Manhattan, bien —asintió él.


—Claro que Lily sigue insistiendo en San Diego —tragó saliva. Su amiga había vuelto a repetírselo en su última conversación.


—¿Considerarías esa opción? —su mano se detuvo.


—No lo sé —contestó ella con honestidad—. Lily se ha ofrecido a cuidar de Emilia mientras esté trabajando.


Ésa era la gran ventaja. Emilia estaría en manos de alguien a quien Paula conocía y en quien confiaba. Lo malo estaba sentado justo enfrente de ella. ¿Cómo iba abandonar al hombre al que amaba?


—No tomes ninguna decisión aún.


—Tendré que hacerlo en algún momento.


—Lo sé. Pero aún no —besó la cabeza de la niña con ternura—. Prométeme que esperarás.


Ella lo prometió, pero después se dio cuenta de que Pedro no le había dicho a qué tenía que esperar.



MILAGRO : CAPITULO 33



Era casi medianoche cuando Paula por fin dilató lo suficiente para poder empezar a empujar. 


Pedro se había ido a la sala de espera. Ella se lo había pedido, pero descubrió que anhelaba su presencia en los últimos momentos antes del parto. Comprendió que no se trataba de que confiara en él. Lo amaba.


«Amo a Pedro».


Había elegido mal momento para tener esa revelación. Estaba a minutos de convertirse en madre y a meses de volver a ser soltera. Pero no dudaba de su sentimiento. Lo había amado desde que compró el ridículo osito, o quizá incluso antes. Había tenido incontables gestos de amabilidad a lo largo de los meses, pequeñas cosas que habían ido sumándose hasta llenar su corazón. Dio el último empujón.


—Es una niña —dijo el médico, alzando a la llorosa criatura para que Paula la viera.


Una niña. Tal y como había dicho Pedro. A través de las lágrimas vio unos bracitos agitándose y una carita arrugada que le robó el corazón. Se rió y luego sollozó con histerismo.


—Mi Emilia —susurró. Allí estaba su hija. Por fin, el milagro que había estado esperando. Se preguntó si habría otro más en la sala de espera.


Un rato después trasladaron a Paula a una habitación privada con el bebé.


—¿Puede ir a buscar a Pedro Alfonso y decirle que tenía razón? —le pidió a la enfermera—. Dijo desde el principio que era una niña.


—Claro —asintió la enfermera—. Se lo diré.  Aunque puede decírselo usted. ¿Quiere que le diga que entre? Sé de buena tienta que lleva paseando por la sala de espera como un tigre enjaulado desde que la dejó. Está volviendo locas a las enfermeras del control.


Paula quería ver a Pedro más que nada en el mundo, pero se llevó la mano al pelo apelmazado e hizo una mueca de horror.


—¿Qué aspecto tengo?


—De acabar de dar a luz a una niña preciosa y sana. Está encantadora —la enfermera sonrió—. Todas las nuevas madres lo están.


Paula supuso que eso probablemente significaba que estaba horrible, pero su excitación venció a la vanidad.


—Sí. Me gustaría que le dijese que entrara.


Unos minutos después, Pedro asomó la cabeza por la puerta antes de entrar. Tenía el rostro cansado y oscurecido pro la barba de un día. 


Arrugas de preocupación surcaban su frente y tenía los ojos inyectados en sangre. A ella le dio un vuelco el corazón al verlo. Sí que lo amaba.


—Hola, mami.


—Esa soy yo —sonrió ella.


—La enfermera dice que quieres presentarme a alguien.


—Y así es —extendió una mano hacia él para que se acercara—. Ésta es Emilia.


—Emilia, ¿eh? —Pedro, sonriente, fue hacia la cama—. Ya te dije que era una niña.


—Sí que lo hiciste.


Su expresión se suavizó al mirar la diminuta carita. El bebé estaba envuelto en una mantita de rayas de colores pastel y llevaba un gorrito rosa. Estaba profundamente dormida, pero la enfermera le había asegurado a Paula que eso no duraría mucho.


—Dios, Paula, es preciosa —dijo con voz queda y reverente—. Pero sabía que lo sería. Es igualita que tú.


—Tiene los ojos azules, y también tiene pelo —Paula le quietó el gorrito para revelar una mata de pelo fino y oscuro, completamente de punta.


—Bonito peinado —rió él—. Tiene tu barbilla —la tocó con la yema del dedo índice y Emilia, a pesar de que estaba dormida, alzó una esquina de la boca, como si supera quién era—. ¿Has visto eso? Creo que ha sonreído.


—¿Quieres tenerla en brazos? —preguntó Paula, encantada con que él estuviera tan emocionado.


—¿Bromeas? —sonrió mostrando sus hoyuelos—. No se me ocurre nada que desee hacer más en este momento.


Alzó a la niña, sujetando su cuello y su cabeza con cuidado. Paula había visto cómo manejaba maquinaria eléctrica y martillos. Parecía igual de cómodo ocupándose de una recién nacida. Se la colocó en el hueco del brazo y se sentó al borde de la cama.


—¿Cuánto pesa? Parece ligera como una pluma.


—Tres kilos, cuatrocientos gramos.


—Eso está muy bien —dijo él sin apartar la mirada del rostro de Emilia. Levantó la manta y sujetó un par de diminutos pies rosados en la palma de la mano—. Veo que tiene todos los deditos.


—Sí.


—Has hecho un buen trabajo.


Paula asintió con un suspiro. Toda la incertidumbre emocional de los últimos meses y el dolor físico de las últimas horas quedaron olvidados.


—¿Cómo te encuentras? —Pedro se inclinó hacia ella y la besó en la frente—. Ha sido un día largo y una noche más larga aún.


—Agotada y dolorida —admitió ella—. Debería estar durmiendo. Es la primera regla de la maternidad. Aprovechar para dormir cuando se pueda. Pero me da miedo cerrar los ojos y despertarme en mi cama y que el nacimiento de Emilia haya sido un sueño.


—Es real, Paula, y está aquí.


—¿Y tú?


—¿Qué quieres decir?


—¿Tú también eres real? —preguntó ella con voz queda.


—Ajá —él sonrió, casi como si entendiera la extraña pregunta—. Y tampoco voy a irme a ningún sitio. Así que cierra los ojos y duerme.


Con Pedro sentado a su lado, con su hija recién nacida en brazos, Paula cerró los ojos y se rindió a un sueño tranquilo y pacífico.



MILAGRO : CAPITULO 32





Ya en el hospital comprendió que tal vez no. 


Paula siguió con contracciones y a última hora de la tarde estaba agotada. Y Pedro también. 


Había estado con ella en la sala de dilatación, frotándole la espalda y dándole trocitos de hielo para chupar. Al poco de empezar el proceso había aprendido, de la manera difícil, a no darle la mano cuando llegara una contracción. Paula nunca le había parecido una mujer fuerte, pero cuando sus dedos aferraron los suyos como una tenaza, le había costado no gemir y caer al suelo de rodillas.


—¿Eso ha sido para compartir un poco de dolor? —había bromeado cuando ella lo soltó.


—¿Qué? —Paula lo había mirado confusa.


—Nada —había sacudido la mano con discreción, esperando que volviera a circular la sangre.


El doctor entró poco antes de las siete para comprobar sus progresos. Pedro se entretuvo ahuecando las almohadas durante el examen, sintiéndose un poco incómodo.


—Todavía tardará un rato. ¿Por qué no das un paseo por el pasillo? —sugirió el doctor—. Volveré dentro de una hora; con suerte habrá progresos para entonces.


Así que pasearon por el pasillo, con la esperanza de que eso acelerara el parto. Pero cuando el médico volvió, poco antes de las nueve, Paula sólo había dilatado medio centímetro más. Iba a ser una larga noche. Los signos vitales del bebé estaban siendo monitorizados y el médico no parecía preocupado. Pero Pedro sí lo estaba. Hizo un aparte con una de las enfermeras.


—¿Cuánto tiempo va a durar esto? Paula ya ha aguantado mucho. No sé si podrá soportar mucho más —tampoco sabía cuánto podría aguantar él. Era un infierno verla retorcerse de dolor y no poder hacer nada para ayudarla.


La mujer sonrió y le dio una palmadita en la mano.


—Podría ser una hora, dos o incluso tres. Es difícil saberlo. Los bebés siguen su propio ritmo. Pero no se preocupe. Su esposa lo está haciendo bien. Muy bien. Y su hijo o hija estará aquí antes de que se dé cuenta.


Las palabras causaron tal anhelo a Pedro que no se molestó en corregirla. Él deseaba lo que la enfermera creía que ya tenía. Quería a Paula como esposa. Quería que su hijo fuera el suyo.


Se prometió que así sería, antes o después.


Serían una familia.


No estaba medio enamorado de ella. Estaba enamorado del todo, sin haber tenido siquiera una cita formal con ella. Sin haber hecho más que darle la mano, acariciarle la espalda y besar sus labios. Era muy distinto de cómo había sido con Helena, pero aun así se tomaría su tiempo.


Paula necesitaba acostumbrarse a su maternidad y seguía estando el tema de su marido. Ella había sido herida y maltratada emocionalmente por Lucas y por sus padres. Ya había avanzado mucho, pero él quería que todas sus heridas cicatrizaran, igual que lo habían hecho las de él en gran medida gracias a Paula.


Entretanto, él tenía que hacer planes para su futuro.