sábado, 18 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 6
Pedro notó dos cosas sobre su inquilina: se acostaba temprano y era reservada. Llevaba casi un mes viviendo en la casita. Siempre apagaba las luces a las once y sólo se habían visto dos veces, aparte del día que llegó con una pequeña furgoneta cargada con sus posesiones y un cheque que cubría la renta de un año. Él le había pedido sólo el importe de un mes, pero ella había insistido en pagar el resto y firmar un contrato, que él había redactado apresuradamente en el ordenador.
En realidad, no había esperado que regresara.
Había supuesto que la idea no era más que un capricho momentáneo y que se lo pensaría mejor. Podía haber tenido una discusión con su esposo y tras un beso de reconciliación se arrepentiría de su impulsividad. Él se arrepentía de haberle hecho la oferta. Pero dos días después de sellar el trato con un apretón de manos, ella había regresado, firme y determinada.
Ella había actuado de forma muy profesional, pero a él le había parecido detectar agotamiento y cierta desesperación oculta tras su sonrisa educada y firme apretón de manos. Ambas cosas lo habían intrigado, pero había controlado su curiosidad. No era asunto suyo.
En los dos encuentros siguientes, en el buzón de correos, se habían saludado, pero sin extenderse como el primer día en el porche. No habían hablado.
Y Pedro tenía ganas de hacerlo.
Era humano, y la enigmática Paula Chaves le inspiraba muchos interrogantes. ¿Cuál era la historia verdadera? Lo que sabía no formaba una imagen.
Para empezar, las mujeres que vestían como ella, no alquilaban casitas diminutas en el campo. Gabriel’s Crossing era un pueblo bonito y su posada de cuatro estrellas y tres casas de huéspedes atraían a bastantes turistas a lo largo del año, pero no era un destino habitual para los ricos de Nueva York. Tenía tiendas y restaurantes, pero carecía de boutiques de moda, salones de belleza y establecimientos de primera como los que exigiría una mujer de la zona acomodada de Manhattan.
Y había que tener en cuenta la alianza de oro, con su enorme piedra, que había visto de cerca en su dedo el día que le entregó el cheque para pagar la renta.
—¿Se reunirá alguien contigo en la casita? —había preguntado él.
—Eventualmente —había contestado ella, críptica.
Pedro había supuesto que ese alguien sería su marido, pero un mes después el tipo no había aparecido por allí. Empezó a preguntarse si la discusión entre ellos era algo más profundo y permanente.
Se dijo que no era asunto suyo y volvió a concentrarse en su trabajo.
Ya había terminado las molduras del salón y de las ventanas que daban a la carretera.
Siguiendo la sugerencia de Paula, las había teñido, al igual que la repisa de la chimenea, de color caoba. El salón estaba avanzando satisfactoriamente, y sólo faltaban un par de retoques en el enlucido, pintar y pulir el suelo para completarla. Pero esas cosas podían esperar. Aún tenía muchas otras que hacer. De hecho, la única habitación totalmente acabada era el dormitorio principal. Si se tratara de uno de sus proyectos empresariales, habría varios contratistas trabajando y completando cosas.
Pero era un proyecto personal y catártico, así que Pedro trabajaba a su ritmo y en lo que le apetecía en cada momento.
Ese día estaba poniendo el suelo en el aseo de la planta de abajo. Había elegido mármol travertino importado de México. El color arena complementaba los azulejos de un color más intenso que había utilizado en las paredes.
Llevó la mano a la botella de agua y, tras tomar un trago, utilizó el bajo de la camiseta para secarse el sudor de la frente. Aún no era mediodía, pero ya superaban los veinticinco grados a la sombra. La casa aún no tenía aire acondicionado. La empresa que había contratado le había asegurado que irían esa semana. Entretanto, Pedro tenía que apañarse con un ventilador y la brisa que entraba por las ventanas. Se puso los auriculares de su MP3 y siguió poniendo baldosas. Le gustaba escuchar música mientras trabajaba. Prefería el ritmo de rock, con mucho bajo.
—¿Hola? —la voz de Paula resonó en el pasillo, a pesar de la música que estaba escuchando.
Estaba de rodillas cuando la oyó. Se quitó los auriculares y se echó hacia atrás para mirar por la puerta.
—Aquí —gritó.
Ella se había recogido el cabello en una cola de caballo y llevaba una blusa de lino blanco sin mangas y unos pantalones cortos color rosa. En cualquier otra mujer no habría resultado un atuendo sexy, pero en Paula... Pedro tragó saliva y sintió una oleada de calor que no tenía nada que ver con la temperatura exterior. Se recordó que era su inquilina. Casada.
Aun así, se le secó la boca. La mujer tenía unas piernas impresionantes. Lo había notado el primer día, con el vestido veraniego, pero los pantalones cortos permitían mucha más visión.
Eran largas como las de una modelo, esbeltas sin ser delgadas. Tenía rodillas lisas, pantorrillas bien formadas y unos tobillos... Llevó la mano a la botella de agua, sin saber si prefería beber o echársela por la cabeza. Que Dios lo ayudara.
Tenía una fijación con los tobillos. Acabó la botella de un trago y se obligó a desviar la mirada.
—Es increíble que estés trabajando hoy —dijo ella.
—¿Qué quieres que diga? —él alzó los hombros—. Soy masoquista —miró sus tobillos de nuevo—. ¿Cómo te van las cosas?
La casita tampoco tenía aire acondicionado.
Además, el único dormitorio estaba en la planta superior, mientras que el de Pedro estaba en la planta baja.
—Estoy bien.
No era la respuesta que él esperaba. Suponía que había ido a quejarse. Si fuera él quien estuviera alquilando la casita, se quejaría.
—Voy a instalar aire acondicionado aquí, y pediré que pongan una unidad en la casita, si quieres.
—Sí. No me importa pagarla.
—Eso no hará falta. Por desgracia, no será hoy. Con suerte, al final de la semana —le dijo.
—No importa. Estoy bien —repitió ella.
—¿Siempre dices eso?
—¿El qué? —ella arrugó la frente.
—Bien. Parece ser tu respuesta comodín.
—Oh, disculpa.
—Ésa es la otra.
Ella volvió a arrugar la frente, era obvio que no sabía qué decir. Pedro deseó que perdiera los nervios. Habría apostado a que estaba guapísima enfadada.
—El suelo está fenomenal —repuso ella. La cortesía habitual, pero Pedro la dejó pasar. La mayoría de los caseros matarían por tener una inquilina tan razonable.
—Gracias.
—Es obvio que has puesto suelos antes.
—Un par de veces —admitió él. Pero hacía mucho.
Durante la última década Pedro se había ocupado de la dirección. Su hermano y él pagaban a otra gente que se ocupaba de los detalles. La suya era una historia de éxito, de pobres a ricos, según había afirmado el New York Times en el artículo que les dedicó un par de años antes.
El artículo había dado la impresión de que Pedro Alfonso, hombre de negocios y millonario, lo tenía todo. Pero incluso antes de divorciarse, él había tenido la sensación de que le faltaba algo, de que había perdido una parte vital de sí mismo. Poco a poco, la estaba recuperando.
La voz de Paula lo sacó de su introspección.
—Debes disfrutar trabajando con las manos.
Era cierto, y no sólo le gustaba utilizarlas en casas. Aunque Pedro luchó contra el impulso, volvió a mirar sus bonitos tobillos. Seguro que podría rodear uno con la mano. Se secó las palmas húmedas en las perneras del pantalón vaquero.
—Sí. No lo había hecho en bastante tiempo.
Había olvidado lo gratificante que puede resultar.
—Creí que eras constructor.
—Hoy en día me dedico más a dar las órdenes y firmar los cheques.
—Ah —musitó ella—. Eres el jefe.
Era cierto, pero él nunca había ido por ahí proclamándolo. Conocía a demasiada gente que se había perdido al creerse su propia importancia. En el año de exilio que se había autoimpuesto, Pedro había encontrado pruebas conclusivas de que el mundo no dejaba de girar porque él decidiera apartarse de todo
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, decidiendo que lo mejor sería cambiar de tema.
—Ah. Disculpa —dijo ella. Él hizo una mueca, al ver que volvía a utilizar esa palabra—. Me preguntaba si te importaría que hiciera algunos cambios en la casita.
—¿Cambios?
—Nada drástico —ella carraspeó—. Me gustaría pintar las paredes del dormitorio.
Toda la casa estaba pintada de blanco.
—¿Tienes algún color en mente? —preguntó él.
—Me inclino hacia el verde salvia, o algo así.
Él asintió y se rascó la barbilla, pensando en su larga lista de cosas que hacer.
—Puede que tarde un poco en hacer eso. Los armarios de la cocina llegarán la semana que viene. He convencido a un amigo para que venga a ayudarme a instalarlos —sonrió—. Dijo que me ayudaría por una buena cena y cerveza. No es mal trato.
—El mío es aún mejor. Haré el trabajo gratis.
—¿Quieres pintarla tú? —lo dijo con tanta incredulidad que ella se ofendió.
—¿Acaso parezco incapaz de hacerlo? —arqueó las cejas y cruzó los brazos.
—¿Has pintado alguna vez? —Pedro casi sonrió. Le gustó descubrir que la mujer tenía su genio.
—Algo.
—¿En serio? —preguntó él, sorprendido.
—Bueno, no. A no ser que cuenten las uñas de los pies.
Pedro miró sus pies. Las sandalias abiertas ofrecían una vista de diez deditos con uñas rosa pastel. Su fetichismo por los tobillos se había encontrado con competencia.
—Lo haces muy bien.
—Es todo juego de muñeca —ella alzó los hombros.
—¿En serio?
—Podría enseñarte —ofreció ella—. Seguro que es una destreza que te vendrá bien en tu próxima obra.
Las esquinas de su boca se curvaron con una media sonrisa. A él le gustó verlo. Y saber que había contribuido a hacerla sonreír.
—Creo que pasaré. Tal vez podría limitarme a ver cómo te las pintas —la idea le resultó más excitante de lo que Pedro deseaba.
Lo cierto era que ella era excitante. Estaba más sexy vestida de lino rosa que la mayoría de las mujeres con lencería de encaje negro.
Se miraron. Pedro sintió una corriente eléctrica en todo el cuerpo. Paula jugueteó con su alianza y él medio deseó, medio temió, que ella hubiera sentido las mismas chispas que él.
—He estado viendo programas de bricolaje últimamente —comentó ella—. Creo que he aprendido unos cuantos trucos.
Pedro tardó un segundo en recordar de qué habían estado hablando. Pintura. La casita.
—Muy bien. En parte es sentido común. El resto es juego de codo. La técnica sólo importa si uno cobra por horas.
—Entonces, ¿me permites hacerlo? —sonrió ella.
—Claro. No tengo nada en contra de la mano de obra gratuita. Y si resulta un desastre... —se encogió de hombros— ...no es más que pintura. Un par de manos más y quedará como nueva.
—No será un desastre —le aseguró ella.
—Eres una perfeccionista, ¿eh?
—Si hay que hacer algo, ¿por qué no hacerlo bien? —replicó ella con toda seriedad.
—Es una pena que no todo el mundo comparta tu filosofía. ¿Estarás libre alrededor de las tres?
—Sí —contestó ella.
—Perfecto. Iremos al pueblo y pasaremos por el almacén. Necesito unas cuantas cosas y tú podrás elegir el color de pintura que quieres.
MILAGRO : CAPITULO 5
Paula regresó a la ciudad a última hora de la tarde. Abrió la puerta lentamente, temiendo la confrontación que estaba por llegar. Debería haber adivinado que lo que quedaba por decir se diría de forma civilizada, tan civilizada como para resultar impersonal. En eso su marido era igual que los padres de ella, no le gustaba discutir.
Encontró a Lucas en su despacho, sentado en su sillón de cuero favorito, junto a la chimenea de gas, que chisporroteaba alegremente, compitiendo con el aire acondicionado. Las cosas como el precio de la electricidad y la conservación de la energía no le interesaban.
Tenía suficiente dinero como para desperdiciarlo. Eso le había dicho a Paula una vez, cuando ella lo recriminó por dejar el grifo abierto en el cuarto de baño.
Lo contempló. Era un hombre atractivo, sofisticado y de aspecto cuidado. Pensó que nunca lo había visto con pantalones vaqueros, ya fueran de diseño o desgastados por el uso.
Tampoco podía imaginárselo manejando herramientas eléctricas y oliendo a serrín y sudor. Él se consideraba por encima de cualquier tipo de labor física. Los únicos callos de sus manos se debían a su partida de squash semanal, y sus músculos al ejercicio que realizaba con un entrenador personal en el gimnasio de casa.
Carraspeó para atraer su atención, rompiendo la norma fundamental de sus padres: «espera siempre a que te hablen, antes de hacerlo tú».
En ese momento comprendió cuánto la molestaba esa necesidad que tenía de guardar silencio ante su marido.
Lucas la miró por encima del Wall Street Journal.
—Ya he cenado, porque no sabía cuándo regresarías —dijo—. Creo que Maria ha dejado algo en el horno para ti.
Paula sintió un vuelco en el estómago, que no tenía nada que ver con la mención de la cena.
—No tengo hambre. ¿No sientes ninguna curiosidad por saber dónde he ido?
—Supongo que irías a Bergdorf a liberarte del mal humor —dijo él con voz seca—. ¿Cuánto has gastado?
Si eso era lo que pensaba de ella, no la conocía en absoluto. Aun así, por el bien del bebé, decidió intentar salvar su matrimonio una última vez.
—No estoy irritada, Lucas. Estoy... horrorizada por la solución que sugeriste. Tenemos que hablar.
El dobló el periódico y lo puso a un lado. Nunca había sido un hombre afectivo, pero en ese momento parecía tan distante que ella sintió un escalofrío. El tono de su voz cuando habló estuvo a la par.
—Creo que ya lo hemos hecho —dijo.
—No hemos hablado —discutió Paula—. Me lanzaste un ultimátum.
—Sí, y tú a mí —él enarcó una ceja.
Así había sido. Y muy en serio. No podía ni quería destruir el milagro de vida que crecía en su interior. Paula tragó aire y enderezó la espalda. Era la segunda vez en el mismo día que no iba a doblegarse.
—Voy a mudarme. Esta tarde he encontrado un sitio donde vivir. Una casita en el campo.
Sólo pensar en un horizonte de árboles y hojas, en vez de uno de metal, piedra y cristal hacía que le resultara más fácil respirar.
Lucas parpadeó dos veces rápidamente. Fue la única señal de que sus palabras lo habían sorprendido. Después reasumió la actitud distante.
—¿Necesitas ayuda para hacer el equipaje? Maria ya se ha ido, pero Niles aún está aquí.
—¿Eso es todo? —Paula perdió parte de su compostura—. Me marcho, nuestro matrimonio... se acaba, y ¿no tienes más que decir?
—Si esperas que caiga de rodillas y te suplique que te quedes, has estado viendo demasiada televisión —juntó los dedos de las manos—. Por supuesto, si has cambiado de opinión respecto a la situación...
—No es una situación. Es un bebé, Lucas. Vamos a tener un bebé.
—Tú vas a tener un bebé —apretó tanto los dedos que las yemas se pusieron blancas—. Yo no quiero niños. Tú lo sabías. Estuviste de acuerdo cuando nos comprometimos —le recordó.
—No creí que pudiera tenerlos. Los médicos me habían dicho...
—Estuviste de acuerdo.
—Entonces, ¿ya está? —preguntó Paula con voz suave.
—No, pero los abogados tendrán que solucionar el resto.
Ella tragó saliva. Se preguntó si realmente había esperado que cambiase de opinión. Y algo aún peor, si ella había deseado que lo hiciera.
Su relación nunca había sido explosiva. Incluso al principio cuando todo era nuevo y debería haber sido emocionante, habían escaseado las chispas. Se preguntó en qué se había basado.
Tal vez en intereses mutuos, o respeto. O gratitud porque Lucas la aceptara, a pesar de su incapacidad de concebir.
—¿Por qué te casaste conmigo, Lucas? —preguntó—. ¿Me quieres? ¿Me quisiste alguna vez?
Él la estudió un largo momento.
—¿Por qué no te haces esas preguntas a ti misma?
Mientras doblaba ropa y la metía en maletas, Paula lo hizo. Y no le gustaron las respuestas que obtuvo.
MILAGRO : CAPITULO 4
Paula estaba en el centro de la habitación principal de la casita. Era pequeña, pero «acogedora» habría sido una descripción más exacta, y estaba vacía, excepto por algunas cajas polvorientas que Pedro le aseguró que se llevaría. Se imaginó un mullido sillón y un reposapiés frente a la ventana que daba al huerto, y tal vez un pequeño escritorio en el hueco de debajo de la escalera. Ya habían visto el dormitorio de la planta superior. Había justo el espacio suficiente para una cómoda, una cama de matrimonio, una cuna y un cambiador.
—¿Qué te parece? —preguntó Pedro.
Paula no era impulsiva. Normalmente pensaba bien las cosas antes de tomar decisiones. Incluso escribía listas con puntos a favor y en contra, que analizaba meticulosamente, antes de decidirse.
Pero ese día era uno de nuevos comienzos. No sólo había dejado plantado a su marido, estaba pensando en alquilar una casa. Un hogar para ella y para su bebé.
—Me la quedo —dijo. Sintió que se le quitaba un enorme peso de encima—. Tal vez debería ser impulsiva más a menudo —murmuró para sí.
—¿Disculpa?
—Nada. Pensaba en voz alta. ¿Por cuánto la alquilas?
Pedro se rascó la barbilla y pensó antes de nombrar una cifra que Paula no tendría problema en pagar. No había llegado pobre al matrimonio, y aunque había renunciado a su trabajo seis meses antes de casarse, por petición de Lucas, estaba licenciada en publicidad y tenía experiencia de trabajo en una gran empresa neoyorquina. Si le hacía falta, podía volver a trabajar. Pero de momento quería paz y tranquilidad.
—Con gastos incluidos —dijo Pedro, esperando su respuesta.
Ella miró la habitación, las ventanas y las bellísimas vistas. Sintió que otra capa de tensión desaparecía. La paz que buscaba también estaba incluida en el alquiler.
—¿Cuándo puedo instalarme? —le preguntó.
viernes, 17 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 3
La respuesta le sonó como algo leído en un folleto turístico, en vez de como algo sentido. La miró con curiosidad y asintió lentamente.
La conversación se diluyó, pero el ambiente entre ellos era distendido. El columpio crujía rítmicamente y el carillón de viento ofrecía una melodía abstracta mientras la brisa movía las hojas de los robles que daban sombra a la parte delantera del jardín.
Creyó oír un suspiro de Paula y le pareció buena señal. La mujer estaba tensa y era obvio que necesitaba relajarse. Pedro conocía bien la sensación. No hacía mucho él también había estado así.
—¿Qué te llevó a mudarte aquí? —preguntó ella un rato después.
—Buscaba un ritmo de vida más relajado —era la verdad. Había estado trabajando sesenta e incluso setenta horas a la semana—. Estaba muy estresado.
Lo sorprendió haber compartido eso con alguien, y más con una persona desconocida. Ni siquiera le había confesado la verdad a su familia.
—Sin duda esto es más relajado —dijo ella—. Es un buen sitio para pensar.
—Exacto —Pedro había pensado mucho allí.
—No hay tráfico, ni cláxones ni humos. Ninguna sensación de... urgencia —su voz sonó anhelante y sincera, como si estuviera ocurriendo algo en su vida que la llevara a apreciar el entorno bucólico y la tranquilidad inherente allí.
—¿Estás buscando un sitio en el campo? —preguntó él, pensando que quizá por eso estuviera allí.
—¿Yo? No. Yo... —movió la cabeza, pero luego lo miró con curiosidad—. ¿Por qué? ¿Conoces algún sitio cercano?
—Pondré éste en el mercado cuando acabe la rehabilitación. Pero al ritmo que voy, eso será dentro de un año por lo menos.
—¿Vas a venderlo? —ella alzó las cejas, sorprendida.
—Claro. Eso es lo que hago para ganarme la vida, más o menos —explicó él. El más era que solía comprar edificios mucho más grandes que valían millones de dólares. El menos era que delegaba el trabajo de rehabilitación en sí a otras personas.
—Entonces, ¿esto no es más que un trabajo? —sonó decepcionada.
—Supongo que se podría decir eso —Pedro encogió los hombros.
Paula arrancó un trozo de pintura levantada del brazo del columpio.
—Pues se diría que es un obra hecha con amor —dijo ella con cierta tristeza.
¿Una obra hecha con amor? Él consideraba que el trabajo físico era terapéutico, agotaba su cuerpo y así su mente no se centraba en los recuerdos desagradables. Pero Pedro, al pensar en las molduras y en la chimenea, y en la satisfacción que había sentido al fabricarlas, decidió que tal vez Paula tuviera razón. Aun así, vendería la casa cuando acabara. No pensaba convertirla en su dirección permanente. En algún momento tendría que volver a Nueva York y a
Construcciones Hermanos Phoenix, la empresa de la que era copropietario con su hermano, Gaston. No podía esconderse en Connecticut para siempre, evitando a amigos y familia y dejando que otros cargaran con sus responsabilidades.
—Entonces, ¿no buscas una propiedad?
—La verdad es que sí —dijo Paula, pensativa. Señaló la casa—. Pero necesito algo más pequeño que esta casa y más, en fin, inmediato.
Más pequeño. Eso no era lo que él había esperado oír. Más inmediato, tampoco. Tuvo una idea, escandalosa, pero Pedro la desechó por el momento.
—¿Vas a... trasladarte? —preguntó.
—Al menos temporalmente. Sí —asintió con firmeza, como si acabara de convencerse de ello—. ¿Sabes de algo disponible por aquí cerca?
—¿En Gabriel’s Crossing?
—Gabriel’s Crossing —los labios de Paula se curvaron al repetir el nombre del pueblo, y Pedro tuvo la sensación de que no había sabido que era allí donde se encontraba.
—Puede —dijo, su atroz idea de antes resurgió.
—¿Está cerca? —preguntó ella.
—Mucho. Hay una casita a unos cincuenta metros de la casa principal. Está junto al huerto y tiene vistas magníficas. Yo viví allí hasta que remodelé la instalación eléctrica de ésta.
—¿Y está en el alquiler?
Lo cierto era que no lo había estado. Pedro nunca se había planteado tener un inquilino. No necesitaba los ingresos ni las molestias. Pero asintió.
—No es muy grande —admitió.
—No hace falta que sea grande.
Él miró la ropa cara de Paula y su aspecto estilo Park Avenue. La casita entera habría cabido en el dormitorio principal de su piso de Nueva York.
Habría apostado a que también en el de ella.
—No tiene muchos armarios —añadió, convencido de que eso le haría dar marcha atrás. Casi deseó que fuera así. Había actuado de forma impulsiva, una tendencia que le había causado muchos problemas en el pasado. Pero la falta de armarios no pareció apagar el entusiasmo de Paula. Tenía expresión de esperanza y excitación.
—¿Podría verla?
—¿Estás interesada? —Pedro comprendió que él sí lo estaba, y no por recibir un alquiler. La mujer era bella y enigmática. No le importaría desvelar algunos de sus secretos.
Por primera vez desde su llegada, miró su mano izquierda. Lucía anillos, uno de ellos con un gran diamante. Estaba casada. Tuvo que tragarse una risotada, pensando que eso era lo que se merecía por hacer ofertas sin pensar.
Si ella decidía alquilar la casita, Pedro tendría a una parejita enamorada anidando a pocos metros de su casa. Decidió que así sería mejor, él no buscaba una relación. No lo había hecho desde su divorcio. Y aunque echaba de menos ciertos aspectos de la compañía femenina, en general no se arrepentía en absoluto de su decisión.
—Creo que me interesa —dijo Paula tras una larga pausa. Sus labios se curvaron con una sonrisa—. ¿Podría verla ahora mismo? No sé si puedes dedicarme algo más de tiempo.
—Claro —Pedro esbozó una sonrisa—. Como he dicho, no tengo nada urgente que hacer ahora mismo.
MILAGRO : CAPITULO 2
Cuando llegaron a la casa, subieron los escalones del porche y le abrió la puerta. Ella miró a su alrededor con curiosidad. El salón estaba vacío de muebles, a no ser que una sierra eléctrica que había junto a la chimenea pudiera considerarse uno.
—¿Estás trabajando aquí?
—¿Por qué lo preguntas? —soltó una risa—. Lo cierto es que la casa es mía. Estoy en mitad de una renovación completa.
—Eso veo.
—La cocina va avanzando y el dormitorio de esta planta ya está acabado —se puso las manos en la caderas y miró a su alrededor satisfecho—. Aquí estoy terminando las molduras. No sé si barnizarlas o pintarlas de blanco. Lo mismo me pasa con la repisa de la chimenea. ¿Qué opinas?
—¿Quieres saber mi opinión? —la desconcertó que Pedro le preguntara eso sin conocerla apenas.
—Claro —el encogió los hombros—. Una opinión imparcial. Además, pareces una persona con buen gusto —la miró de arriba abajo, con franqueza y aprecio, no con lujuria. Ella se sintió halagada. Y turbada.
—¿Has construido tú la chimenea? Tienes buenas manos.
—Eso dicen.
Paula sintió que le ardía la piel. Decidió que era culpa de las hormonas. Y del cansancio.
—El cuarto de baño está por ese pasillo, primera puerta a la derecha —dijo Pedro.
—Gracias.
—Ignora el desastre —dijo él mientras se alejaba—. También lo estoy reformando.
Desde luego, lo del desastre no era broma.
Había un montón de azulejos rotos en un rincón, y la luz era una bombilla desnuda que colgaba del techo.
Paula se acercó al lavabo y abrió el grifo, casi esperando que saliera agua marrón. Pero era clara y fresca y le sentó de maravilla mojarse el rostro. Aunque no era dada a cotillear, la desesperación la llevó a abrir el armario, en busca de algo que le quitara el mal sabor de boca. Suspiró con alivio al encontrar un tubo de pasta dentífrica. Se puso un poco en el dedo índice y lo utilizó como cepillo de dientes improvisado. Cuando se reunió con Pedro en el porche, unos minutos después, se sentía casi humana.
Él estaba sentado en un extremo, con una botella de agua en cada mano y un teléfono móvil entre la oreja y el hombro. Al verla salir, finalizó la llamada y maniobró con las botellas para volver a colgarse el teléfono del cinturón.
Se levantó.
—¿Te encuentras mejor? —le preguntó, ofreciéndole una botella de agua.
—Sí, gracias.
—Me alegro. Siéntate —indicó el columpio del que acababa de levantarse.
Parecía cómodo, a pesar del cojín desgastado. Cómodo y acogedor, igual que él. Aunque estaba deseando sentarse, Paula negó con la cabeza.
—Debería irme ya —dijo.
—¿Por qué? ¿Llegas tarde a algún sitio?
—No. Sólo... no quiero molestar. Estoy segura de que tienes cosas mejores que hacer.
—Nada importante. Bueno, la casa. Eso no se acaba nunca —Pedro soltó una risa—. Pero puede esperar. Venga, Paula, siéntate un rato —insistió al verla titubear—. Considéralo tu buena acción del día. Cuando te marches tendré que volver al trabajo. Agradeceré el descanso.
—Bueno, en ese caso... —sonrió y, aunque no era normal en ella, charlar con un desconocido en mitad de la nada, se sentó en el columpio.
Crujió bajo su peso. Dejó que se meciera suavemente. La brisa agitó el carillón de viento metálico, que produjo un sonido agradable y relajante. Paula tuvo que controlarse para no cerrar los ojos.
—¿Adónde vas, si no es indiscreción? —preguntó Pedro, apoyando una cadera en la barandilla del porche.
—No tengo ningún destino concreto —Paula abrió la botella y tomó un trago de agua—. Estoy conduciendo sin rumbo fijo.
—Hace un día agradable para hacer eso.
—Sí —ella miró a su alrededor—. Esto es muy bonito.
—Deberías haberlo visto en primavera, cuando el huerto estaba en flor.
—¿Huerto?
—Dos mil metros cuadrados de manzanos —dijo él, señalando detrás de ella.
Ella giró la cabeza y vio las manzanas verdes, del tamaño de una pelota de golf, que habían sustituido a las flores. Paula siempre había vivido en la ciudad, primero en Los Ángeles y después en Nueva York. El campo nunca había sido lo suyo. Incluso pasaba las vacaciones en entornos urbanos: París, Londres, Venecia, Roma. Pero ese lugar le resultaba muy atractivo.
Debía ser por la paz que se respiraba. Diez minutos en el porche de Pedro habían tenido el mismo efecto que una hora con su masajista.
—¿Hace mucho que vives aquí? —le preguntó.
—No. Compré el terreno el año pasado —tomó un sorbo de agua—. Después de mi divorcio.
—Lo siento.
—No hace falta. Yo no lo siento.
La respuesta fue rápida y firme, pero Paula creyó percibir un deje de amargura.
—Entiendo.
Pedro no parecía haber esperado ningún tipo de respuesta, porque cambió de tema.
—Me gustan los retos, ésa es una de las razones por la que lo compré. Unos meses después de empezar a trabajar en la casa, me cansé de venir de la ciudad los fines de semana.
Así que decidí tomarme una vacaciones largas del trabajo y me mudé aquí.
Ella no podía imaginarse a Lucas tomándose unas vacaciones, largas o cortas, del trabajo. Su marido comía, dormía y respiraba Bolsa. Incluso en las vacaciones seguía en contacto continuo con su oficina. Incluso si él cambiara de opinión respecto al bebé, seguiría siendo una familia monoparental en la mayoría de los sentidos.
—Estás frunciendo el ceño —dijo Pedro.
—Disculpa. Estaba pensando en... —movió la cabeza—. Nada —como él seguía observándola, añadió—. Entonces, ¿has vivido en Nueva York?
—Durante los últimos doce años —dijo él.
Ella no se lo imaginaba entre rascacielos, calles ajetreadas y tráfico. Aunque acababa de conocerlo, parecía el tipo de hombre que disfruta de los espacios abiertos y de la tranquilidad.
Lugares como ése. Y aunque Paula siempre había sido urbanita, entendía el por qué.
—Yo vivo en Nueva York —dijo.
—Pero no eres originaria de allí, ¿verdad?
—No —ella parpadeó—. Soy de la Costa Oeste. De Los Ángeles. ¿Cómo lo has sabido?
Pedro la estudió. No había esperado esa respuesta. Algo en Paula parecía demasiado suave e incierto para la vida ciudadana. Sin embargo, su aspecto encajaba. Se permitió otro discreto paseo de su imagen, desde el cabello perfectamente peinado a los zapatos a la última moda. Había visto a muchas mujeres con el mismo aspecto que Paula, paseando en el club privado Colony, de Manhattan, o bajando de limusinas ante lujosos apartamentos de Park Avenue. Pero aun así...
—No pareces neoyorquina —dijo por fin.
—Yo estaba pensando lo mismo de ti —le replicó ella, sorprendiéndolo.
—Tampoco soy oriundo —admitió—. Nací y crecí en una pequeña ciudad, cerca de Buffalo. ¿Aún se nota?
—En realidad no.
Él pensó que lo decía por cortesía. Suponía que dada su vestimenta y dónde estaban sentados, su opinión era lógica. Tal vez lo vería de otra manera si llevase uno de los trajes que había comprado en su último viaje a Milán y se hubieran encontrado en un museo de arte contemporáneo. Durante un momento, casi deseó que ése fuera el caso. Hacía mucho que no disfrutaba de compañía femenina.
—¿Te gusta Nueva York? —preguntó ella.
—Al principio lo adoraba —respondió él, aunque le parecía una pregunta extraña. Bebió agua y dejó que su mente diera marcha atrás. Nueva York le había parecido muy excitante y había cerrado su primer gran negocio inmobiliario—. ¿Y a ti? ¿Te gusta?
—Sí —contestó ella tras un leve titubeo—. Desde luego. ¿Cómo no iba a gustarme? Tiene restaurantes fantásticos, infinitas opciones de ocio y atractivos culturales de todo tipo.
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