sábado, 18 de agosto de 2018
MILAGRO : CAPITULO 6
Pedro notó dos cosas sobre su inquilina: se acostaba temprano y era reservada. Llevaba casi un mes viviendo en la casita. Siempre apagaba las luces a las once y sólo se habían visto dos veces, aparte del día que llegó con una pequeña furgoneta cargada con sus posesiones y un cheque que cubría la renta de un año. Él le había pedido sólo el importe de un mes, pero ella había insistido en pagar el resto y firmar un contrato, que él había redactado apresuradamente en el ordenador.
En realidad, no había esperado que regresara.
Había supuesto que la idea no era más que un capricho momentáneo y que se lo pensaría mejor. Podía haber tenido una discusión con su esposo y tras un beso de reconciliación se arrepentiría de su impulsividad. Él se arrepentía de haberle hecho la oferta. Pero dos días después de sellar el trato con un apretón de manos, ella había regresado, firme y determinada.
Ella había actuado de forma muy profesional, pero a él le había parecido detectar agotamiento y cierta desesperación oculta tras su sonrisa educada y firme apretón de manos. Ambas cosas lo habían intrigado, pero había controlado su curiosidad. No era asunto suyo.
En los dos encuentros siguientes, en el buzón de correos, se habían saludado, pero sin extenderse como el primer día en el porche. No habían hablado.
Y Pedro tenía ganas de hacerlo.
Era humano, y la enigmática Paula Chaves le inspiraba muchos interrogantes. ¿Cuál era la historia verdadera? Lo que sabía no formaba una imagen.
Para empezar, las mujeres que vestían como ella, no alquilaban casitas diminutas en el campo. Gabriel’s Crossing era un pueblo bonito y su posada de cuatro estrellas y tres casas de huéspedes atraían a bastantes turistas a lo largo del año, pero no era un destino habitual para los ricos de Nueva York. Tenía tiendas y restaurantes, pero carecía de boutiques de moda, salones de belleza y establecimientos de primera como los que exigiría una mujer de la zona acomodada de Manhattan.
Y había que tener en cuenta la alianza de oro, con su enorme piedra, que había visto de cerca en su dedo el día que le entregó el cheque para pagar la renta.
—¿Se reunirá alguien contigo en la casita? —había preguntado él.
—Eventualmente —había contestado ella, críptica.
Pedro había supuesto que ese alguien sería su marido, pero un mes después el tipo no había aparecido por allí. Empezó a preguntarse si la discusión entre ellos era algo más profundo y permanente.
Se dijo que no era asunto suyo y volvió a concentrarse en su trabajo.
Ya había terminado las molduras del salón y de las ventanas que daban a la carretera.
Siguiendo la sugerencia de Paula, las había teñido, al igual que la repisa de la chimenea, de color caoba. El salón estaba avanzando satisfactoriamente, y sólo faltaban un par de retoques en el enlucido, pintar y pulir el suelo para completarla. Pero esas cosas podían esperar. Aún tenía muchas otras que hacer. De hecho, la única habitación totalmente acabada era el dormitorio principal. Si se tratara de uno de sus proyectos empresariales, habría varios contratistas trabajando y completando cosas.
Pero era un proyecto personal y catártico, así que Pedro trabajaba a su ritmo y en lo que le apetecía en cada momento.
Ese día estaba poniendo el suelo en el aseo de la planta de abajo. Había elegido mármol travertino importado de México. El color arena complementaba los azulejos de un color más intenso que había utilizado en las paredes.
Llevó la mano a la botella de agua y, tras tomar un trago, utilizó el bajo de la camiseta para secarse el sudor de la frente. Aún no era mediodía, pero ya superaban los veinticinco grados a la sombra. La casa aún no tenía aire acondicionado. La empresa que había contratado le había asegurado que irían esa semana. Entretanto, Pedro tenía que apañarse con un ventilador y la brisa que entraba por las ventanas. Se puso los auriculares de su MP3 y siguió poniendo baldosas. Le gustaba escuchar música mientras trabajaba. Prefería el ritmo de rock, con mucho bajo.
—¿Hola? —la voz de Paula resonó en el pasillo, a pesar de la música que estaba escuchando.
Estaba de rodillas cuando la oyó. Se quitó los auriculares y se echó hacia atrás para mirar por la puerta.
—Aquí —gritó.
Ella se había recogido el cabello en una cola de caballo y llevaba una blusa de lino blanco sin mangas y unos pantalones cortos color rosa. En cualquier otra mujer no habría resultado un atuendo sexy, pero en Paula... Pedro tragó saliva y sintió una oleada de calor que no tenía nada que ver con la temperatura exterior. Se recordó que era su inquilina. Casada.
Aun así, se le secó la boca. La mujer tenía unas piernas impresionantes. Lo había notado el primer día, con el vestido veraniego, pero los pantalones cortos permitían mucha más visión.
Eran largas como las de una modelo, esbeltas sin ser delgadas. Tenía rodillas lisas, pantorrillas bien formadas y unos tobillos... Llevó la mano a la botella de agua, sin saber si prefería beber o echársela por la cabeza. Que Dios lo ayudara.
Tenía una fijación con los tobillos. Acabó la botella de un trago y se obligó a desviar la mirada.
—Es increíble que estés trabajando hoy —dijo ella.
—¿Qué quieres que diga? —él alzó los hombros—. Soy masoquista —miró sus tobillos de nuevo—. ¿Cómo te van las cosas?
La casita tampoco tenía aire acondicionado.
Además, el único dormitorio estaba en la planta superior, mientras que el de Pedro estaba en la planta baja.
—Estoy bien.
No era la respuesta que él esperaba. Suponía que había ido a quejarse. Si fuera él quien estuviera alquilando la casita, se quejaría.
—Voy a instalar aire acondicionado aquí, y pediré que pongan una unidad en la casita, si quieres.
—Sí. No me importa pagarla.
—Eso no hará falta. Por desgracia, no será hoy. Con suerte, al final de la semana —le dijo.
—No importa. Estoy bien —repitió ella.
—¿Siempre dices eso?
—¿El qué? —ella arrugó la frente.
—Bien. Parece ser tu respuesta comodín.
—Oh, disculpa.
—Ésa es la otra.
Ella volvió a arrugar la frente, era obvio que no sabía qué decir. Pedro deseó que perdiera los nervios. Habría apostado a que estaba guapísima enfadada.
—El suelo está fenomenal —repuso ella. La cortesía habitual, pero Pedro la dejó pasar. La mayoría de los caseros matarían por tener una inquilina tan razonable.
—Gracias.
—Es obvio que has puesto suelos antes.
—Un par de veces —admitió él. Pero hacía mucho.
Durante la última década Pedro se había ocupado de la dirección. Su hermano y él pagaban a otra gente que se ocupaba de los detalles. La suya era una historia de éxito, de pobres a ricos, según había afirmado el New York Times en el artículo que les dedicó un par de años antes.
El artículo había dado la impresión de que Pedro Alfonso, hombre de negocios y millonario, lo tenía todo. Pero incluso antes de divorciarse, él había tenido la sensación de que le faltaba algo, de que había perdido una parte vital de sí mismo. Poco a poco, la estaba recuperando.
La voz de Paula lo sacó de su introspección.
—Debes disfrutar trabajando con las manos.
Era cierto, y no sólo le gustaba utilizarlas en casas. Aunque Pedro luchó contra el impulso, volvió a mirar sus bonitos tobillos. Seguro que podría rodear uno con la mano. Se secó las palmas húmedas en las perneras del pantalón vaquero.
—Sí. No lo había hecho en bastante tiempo.
Había olvidado lo gratificante que puede resultar.
—Creí que eras constructor.
—Hoy en día me dedico más a dar las órdenes y firmar los cheques.
—Ah —musitó ella—. Eres el jefe.
Era cierto, pero él nunca había ido por ahí proclamándolo. Conocía a demasiada gente que se había perdido al creerse su propia importancia. En el año de exilio que se había autoimpuesto, Pedro había encontrado pruebas conclusivas de que el mundo no dejaba de girar porque él decidiera apartarse de todo
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó, decidiendo que lo mejor sería cambiar de tema.
—Ah. Disculpa —dijo ella. Él hizo una mueca, al ver que volvía a utilizar esa palabra—. Me preguntaba si te importaría que hiciera algunos cambios en la casita.
—¿Cambios?
—Nada drástico —ella carraspeó—. Me gustaría pintar las paredes del dormitorio.
Toda la casa estaba pintada de blanco.
—¿Tienes algún color en mente? —preguntó él.
—Me inclino hacia el verde salvia, o algo así.
Él asintió y se rascó la barbilla, pensando en su larga lista de cosas que hacer.
—Puede que tarde un poco en hacer eso. Los armarios de la cocina llegarán la semana que viene. He convencido a un amigo para que venga a ayudarme a instalarlos —sonrió—. Dijo que me ayudaría por una buena cena y cerveza. No es mal trato.
—El mío es aún mejor. Haré el trabajo gratis.
—¿Quieres pintarla tú? —lo dijo con tanta incredulidad que ella se ofendió.
—¿Acaso parezco incapaz de hacerlo? —arqueó las cejas y cruzó los brazos.
—¿Has pintado alguna vez? —Pedro casi sonrió. Le gustó descubrir que la mujer tenía su genio.
—Algo.
—¿En serio? —preguntó él, sorprendido.
—Bueno, no. A no ser que cuenten las uñas de los pies.
Pedro miró sus pies. Las sandalias abiertas ofrecían una vista de diez deditos con uñas rosa pastel. Su fetichismo por los tobillos se había encontrado con competencia.
—Lo haces muy bien.
—Es todo juego de muñeca —ella alzó los hombros.
—¿En serio?
—Podría enseñarte —ofreció ella—. Seguro que es una destreza que te vendrá bien en tu próxima obra.
Las esquinas de su boca se curvaron con una media sonrisa. A él le gustó verlo. Y saber que había contribuido a hacerla sonreír.
—Creo que pasaré. Tal vez podría limitarme a ver cómo te las pintas —la idea le resultó más excitante de lo que Pedro deseaba.
Lo cierto era que ella era excitante. Estaba más sexy vestida de lino rosa que la mayoría de las mujeres con lencería de encaje negro.
Se miraron. Pedro sintió una corriente eléctrica en todo el cuerpo. Paula jugueteó con su alianza y él medio deseó, medio temió, que ella hubiera sentido las mismas chispas que él.
—He estado viendo programas de bricolaje últimamente —comentó ella—. Creo que he aprendido unos cuantos trucos.
Pedro tardó un segundo en recordar de qué habían estado hablando. Pintura. La casita.
—Muy bien. En parte es sentido común. El resto es juego de codo. La técnica sólo importa si uno cobra por horas.
—Entonces, ¿me permites hacerlo? —sonrió ella.
—Claro. No tengo nada en contra de la mano de obra gratuita. Y si resulta un desastre... —se encogió de hombros— ...no es más que pintura. Un par de manos más y quedará como nueva.
—No será un desastre —le aseguró ella.
—Eres una perfeccionista, ¿eh?
—Si hay que hacer algo, ¿por qué no hacerlo bien? —replicó ella con toda seriedad.
—Es una pena que no todo el mundo comparta tu filosofía. ¿Estarás libre alrededor de las tres?
—Sí —contestó ella.
—Perfecto. Iremos al pueblo y pasaremos por el almacén. Necesito unas cuantas cosas y tú podrás elegir el color de pintura que quieres.
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