viernes, 17 de agosto de 2018

MILAGRO : CAPITULO 3



La respuesta le sonó como algo leído en un folleto turístico, en vez de como algo sentido. La miró con curiosidad y asintió lentamente.


La conversación se diluyó, pero el ambiente entre ellos era distendido. El columpio crujía rítmicamente y el carillón de viento ofrecía una melodía abstracta mientras la brisa movía las hojas de los robles que daban sombra a la parte delantera del jardín.


Creyó oír un suspiro de Paula y le pareció buena señal. La mujer estaba tensa y era obvio que necesitaba relajarse. Pedro conocía bien la sensación. No hacía mucho él también había estado así.


—¿Qué te llevó a mudarte aquí? —preguntó ella un rato después.


—Buscaba un ritmo de vida más relajado —era la verdad. Había estado trabajando sesenta e incluso setenta horas a la semana—. Estaba muy estresado.


Lo sorprendió haber compartido eso con alguien, y más con una persona desconocida. Ni siquiera le había confesado la verdad a su familia.


—Sin duda esto es más relajado —dijo ella—. Es un buen sitio para pensar.


—Exacto —Pedro había pensado mucho allí.


—No hay tráfico, ni cláxones ni humos. Ninguna sensación de... urgencia —su voz sonó anhelante y sincera, como si estuviera ocurriendo algo en su vida que la llevara a apreciar el entorno bucólico y la tranquilidad inherente allí.


—¿Estás buscando un sitio en el campo? —preguntó él, pensando que quizá por eso estuviera allí.


—¿Yo? No. Yo... —movió la cabeza, pero luego lo miró con curiosidad—. ¿Por qué? ¿Conoces algún sitio cercano?


—Pondré éste en el mercado cuando acabe la rehabilitación. Pero al ritmo que voy, eso será dentro de un año por lo menos.


—¿Vas a venderlo? —ella alzó las cejas, sorprendida.


—Claro. Eso es lo que hago para ganarme la vida, más o menos —explicó él. El más era que solía comprar edificios mucho más grandes que valían millones de dólares. El menos era que delegaba el trabajo de rehabilitación en sí a otras personas.


—Entonces, ¿esto no es más que un trabajo? —sonó decepcionada.


—Supongo que se podría decir eso —Pedro encogió los hombros.


Paula arrancó un trozo de pintura levantada del brazo del columpio.


—Pues se diría que es un obra hecha con amor —dijo ella con cierta tristeza.


¿Una obra hecha con amor? Él consideraba que el trabajo físico era terapéutico, agotaba su cuerpo y así su mente no se centraba en los recuerdos desagradables. Pero Pedro, al pensar en las molduras y en la chimenea, y en la satisfacción que había sentido al fabricarlas, decidió que tal vez Paula tuviera razón. Aun así, vendería la casa cuando acabara. No pensaba convertirla en su dirección permanente. En algún momento tendría que volver a Nueva York y a 
Construcciones Hermanos Phoenix, la empresa de la que era copropietario con su hermano, Gaston. No podía esconderse en Connecticut para siempre, evitando a amigos y familia y dejando que otros cargaran con sus responsabilidades.


—Entonces, ¿no buscas una propiedad?


—La verdad es que sí —dijo Paula, pensativa. Señaló la casa—. Pero necesito algo más pequeño que esta casa y más, en fin, inmediato.


Más pequeño. Eso no era lo que él había esperado oír. Más inmediato, tampoco. Tuvo una idea, escandalosa, pero Pedro la desechó por el momento.


—¿Vas a... trasladarte? —preguntó.


—Al menos temporalmente. Sí —asintió con firmeza, como si acabara de convencerse de ello—. ¿Sabes de algo disponible por aquí cerca?


—¿En Gabriel’s Crossing?


—Gabriel’s Crossing —los labios de Paula se curvaron al repetir el nombre del pueblo, y Pedro tuvo la sensación de que no había sabido que era allí donde se encontraba.


—Puede —dijo, su atroz idea de antes resurgió.


—¿Está cerca? —preguntó ella.


—Mucho. Hay una casita a unos cincuenta metros de la casa principal. Está junto al huerto y tiene vistas magníficas. Yo viví allí hasta que remodelé la instalación eléctrica de ésta.


—¿Y está en el alquiler?


Lo cierto era que no lo había estado. Pedro nunca se había planteado tener un inquilino. No necesitaba los ingresos ni las molestias. Pero asintió.


—No es muy grande —admitió.


—No hace falta que sea grande.


Él miró la ropa cara de Paula y su aspecto estilo Park Avenue. La casita entera habría cabido en el dormitorio principal de su piso de Nueva York. 


Habría apostado a que también en el de ella.


—No tiene muchos armarios —añadió, convencido de que eso le haría dar marcha atrás. Casi deseó que fuera así. Había actuado de forma impulsiva, una tendencia que le había causado muchos problemas en el pasado. Pero la falta de armarios no pareció apagar el entusiasmo de Paula. Tenía expresión de esperanza y excitación.


—¿Podría verla?


—¿Estás interesada? —Pedro comprendió que él sí lo estaba, y no por recibir un alquiler. La mujer era bella y enigmática. No le importaría desvelar algunos de sus secretos.


Por primera vez desde su llegada, miró su mano izquierda. Lucía anillos, uno de ellos con un gran diamante. Estaba casada. Tuvo que tragarse una risotada, pensando que eso era lo que se merecía por hacer ofertas sin pensar.


Si ella decidía alquilar la casita, Pedro tendría a una parejita enamorada anidando a pocos metros de su casa. Decidió que así sería mejor, él no buscaba una relación. No lo había hecho desde su divorcio. Y aunque echaba de menos ciertos aspectos de la compañía femenina, en general no se arrepentía en absoluto de su decisión.


—Creo que me interesa —dijo Paula tras una larga pausa. Sus labios se curvaron con una sonrisa—. ¿Podría verla ahora mismo? No sé si puedes dedicarme algo más de tiempo.


—Claro —Pedro esbozó una sonrisa—. Como he dicho, no tengo nada urgente que hacer ahora mismo.


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