viernes, 20 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 16




Pedro aparcó el coche al lado del Chevrolet destartalado que había allí cuando se marchó. El mismo. Al menos no regresaba a casa para encontrarse con una niñera que no hubiera visto antes, que le dijera que llegaba más tarde de lo esperado y que, por lo tanto, debería pagarle más.


Aquello era algo que siempre le había gustado de las niñeras que había tenido a través de Nanny, Inc. Sabía que podía confiar en que hubiera siempre alguien con los niños cuando llegaba a casa, por mucho tiempo que pasara. 


Sin embargo, ella estaba también allí. El coche lo demostraba. Se recordó que sus referencias eran excelentes. Los niños probablemente estaban muy contentos.


A pesar de todo, se preparó para lo peor. Nunca se sabía lo que podía esperar. Sol corriendo a abrazarse, charlando alegremente o para informarle de una calamidad.


Y los brazos de Octavio, agarrándole por las piernas, abrazándose a la única persona conocida que había en aquel mundo oscuro al que le habían echado. Octavio tenía miedo. Pedro se había despertado dos veces al amanecer para encontrarse con el niño a su lado, agarrado a él muy asustado.


Los niños le estaban tomando demasiado afecto. A Pedro le hubiera gustado decirle al niño que él no era Dios y que todavía no había conseguido imaginarse el mejor modo de hacer que su mundo volviera a ser seguro. Pedro también tenía miedo.


La casa estaba tranquila. No se oía a los niños ni la televisión. Tal vez ella también estaba dormida y había dejado las luces encendidas solo como medida de seguridad.


Sin embargo, Paula no estaba dormida. Estaba repasando la lista de las empresas con las que pensaba contactar cuando oyó que un coche aparcaba delante de la casa. Rápidamente, recogió los papeles y los guardó en su maletín. 


No quería que él viera lo que estaba haciendo ni se preocupara por ella a pesar de que todo era culpa suya. No se hubiera visto en aquella situación si él no le hubiera arrebatado su estupendo trabajo.


Entonces, se echó a reír. Él no sabía lo que le había hecho y, por alguna oscura razón, Paula tampoco quería que lo supiera. Se limitaría a gozar cuando viera la sorpresa que él se llevaba cuando dejara aquella casa para asumir el puesto de… bueno, un puesto de responsabilidad en una de aquellas empresas. 


Había muchas en la zona de Los Ángeles o por lo menos a una distancia razonable de sus abuelos. ¿Por qué no se le había ocurrido ofrecerse a aquellas empresas antes? Tal vez porque había estado completamente segura de que conseguiría un trabajo en la ciudad.


En cualquier caso, lo mejor había sido librarse de sus problemas monetarios. Alojamiento y manutención gratuitos y el buen sueldo que estaba ganando, aunque solo fuera por dos meses, le resolvería su situación económica durante cuatro y tal vez cinco meses. Le daría tiempo. Solo había tardado un par de días en mudarse, en empezar una cómoda rutina en la casa y con los niños. Lo primero era una cosa fácil, lo segundo un gozo.


Además, principalmente tenía tiempo para pensar y descansar. Para planear. Aquella situación era temporal y ella necesitaba algo más permanente. Tenía tiempo para pensar en lo que le había dicho Julieta. «Porque ella no necesite tus servicios, eso no significa que no haya otro que sí los necesite». Y estaba decidida a encontrar a esa otra persona.


—Buenas tardes.


Aquella voz tan profunda la asustó. Había oído el coche, pero él había entrado tan de repente y tan silenciosamente que…


—Señor Alfonso. Ha vuelto… No le esperaba esta noche… Me ha sorprendido.


Paula se recriminó por tartamudear tanto. 


Entonces, se dio cuenta de lo fijamente que él la estaba mirando.


Aquellos enormes ojos azules… Pedro sabía que los había visto antes. Lo sabía. Claro, era la mujer que le hacía la limpieza, la nueva niñera, la que estaba allí cuando se marchó. Pero, aquella mirada, aquellos ojos… Los había visto antes, pero ¿dónde?


—¿Ocurre algo?


—No —dijo él, apartando la mirada de ella para centrarse en la habitación. Aquello también resultaba desconcertante. Cuando se marchó, estaba completamente vacía—. Está diferente.



—Usted me dijo que podría traer mis cosas.


—Sí, claro, pero…


¿Sus cosas? El lujoso sofá de tres plazas, los mullidos cojines. El Renoir sobre la chimenea. 


Una enorme planta en una maceta, lámparas que producían una suave luz. Cuando ella había hablado de guardar sus cosas, Pedro se había imaginado cuatro cosas viejas y desvencijadas. 


Sin embargo, si no se equivocaba, aquellas cosas eran muy caras y estaban completamente nuevas.


—No habré hecho mal, ¿verdad? Me dijo que…


—No, claro que no —respondió él, aflojándose la corbata.


¿Qué clase de persona era él para especular en quién tenía el gusto de aquella elegancia o los medios para adquirirla? ¿Limpiando casas? Por aquella casa, dos veces a la semana, ella solo recibía…


—¿Pasa algo, señor Alfonso?


—No, solo me preguntaba…


Entonces, se percató del maletín que ella tenía entre las manos. Tenía un aspecto muy profesional. ¿Acaso no había mencionado un «puesto más en su línea»? Le había sonado como una mentira, pero… Nadie sabía mejor que él cuántos profesionales se habían visto a realizar otras funciones.


—Espero que no le importe.


—¿Cómo? —preguntó él. Había estado tan inmerso en sus propios sentimientos que no había estado escuchando.


—Que yo… Bueno, que haya extendido mis cosas por toda la casa. No quería limitarme a almacenarlas —sin embargo, ahora que se paraba a pensarlo, aquello era precisamente lo que había dicho. Almacenarlas—. Espero que no le importe, señor Alfonso. Pensé… bueno, pensé que hace que la casa parezca más acogedora, ¿no le parece?


Pedro le parecía demasiado acogedora, como si se hubiera mudado allí para mucho tiempo. 


¿Es que no le había dejado bien claro que solo estaba allí para una temporada?


—Señorita… —empezó él. ¿Cómo se llamaba?—. Paula. Tengo que recordarte que solo estaremos aquí durante un breve tiempo.


—Lo sé. Yo tampoco estaré disponible mucho tiempo. ¿Es que no le expliqué que iba a ponerme a trabajar en otro lugar muy pronto?


—Sí —dijo él. Pero no la había creído. Solo esperaba que fuera cierto. No le gustaría tener que dejarla tirada con todas aquellas cosas tan bonitas en plena calle cuando ellos se fueran. 


De repente, el equipaje, que todavía llevaba en la mano, le pareció muy pesado, por lo que lo dejó en el suelo.


—Parece muy cansado, señor Alfonso.


—Sí, un poco…


—¿Tiene hambre?


—Bueno…


Tal vez por eso se sentía tan débil. No había probado bocado en el avión.


—Los niños y yo tomamos pollo. Déjeme prepararle un bocadillo.


—No, no te molestes…


—No es molestia. Solo tardaré un instante.


«Muy servicial», pensó él, siguiéndola. 


Probablemente estaba intentando… De repente se detuvo en seco. El comedor también estaba amueblado. Un pequeño aparador, una mesa pequeña con cuatro sillas… con cuadros y adornos encima. ¿Cuántas posesiones se había llevado? Parecía como si se hubiera instalado allí definitivamente. No era de extrañar que estuviera intentando apaciguarle. Pues no podría hacerlo tanto como para que le diera casa para mucho tiempo. Además, no tenía por qué hacerse pasar por una pobre mujer sin casa.


¡De pobre nada! Aquella mujer no tenía ni un hueso con aquellas características. Solo había tardado cinco minutos en convencerle para que le diera casa y trabajo. Se había puesto muy cómoda en unos pocos días. Además, le daba un buen sueldo con el que garantizarse la vida durante algún tiempo. Y él que había pensado que era un maestro de la negociación. Aquella mujer le superaba cómodamente.


—¿Le gustaría que se lo lleve…?


—Ya voy —dijo él, de mal humor. No estaba seguro de si debía estar furioso con ella o consigo mismo. En aquellas dos habitaciones había creado un aspecto de permanencia que le preocupaba.


En la cocina no había muebles nuevos, pero también le sorprendió. Esta impecable. No había el habitual desaliño de cajas vacías y basura. No se podía decir que ella no estuviera trabajando para ganarse el suelo. Tenía razón en que tenerla a ella le salía mucho más barato que antes. Además, el servicio era mucho mejor. 


Aquel bocadillo estaba delicioso.


—He pensado que el café le desvelaría, así que le he preparado té. ¿Le gusta?


—No está mal —admitió él, tras tomar un sorbo.


—Se llama Dulces Sueños y en teoría provoca el sueño. A mí siempre me funciona, aun cuando estoy muy disgustada —dijo ella, sentándose enfrente de él con una taza igual que la que él tenía.


—¿Son tus tazas? —preguntó Pedro, dándose cuenta de que eran de porcelana.


—Sí, las he puesto en el armario. Resulta más…


—Acogedor —dijo él, incapaz de encontrar la palabra que pudiera expresar su irritación.


—Conveniente —le corrigió ella—. Es imposible servir una comida decente solo con unos boles y unas tazas de plástico. También resulta imposible cocinar —añadió, algo irritada.


—Mira, te he dicho desde el principio que todo esto era temporal. Ya sabías que esta casa no tenía de nada.


—Y por eso le ofrecí un buen trato a cambio de un buen trato —replicó ella, en tono desafiante—. Sí, estos son mis platos, mi cafetera, mis utensilios de cocina, algunas de las posesiones que usted accedió a guardar y que necesito para cumplir mi parte del trato, es decir, para cocinar, para limpiar y para cuidar de los niños. Pensé que habíamos quedado en que esto era beneficioso para los dos, pero si no está satisfecho…


—¡Espera! No he dicho que no estuviera satisfecho —dijo él, preguntándose por qué tenía la necesidad de disculparse, de explicar—. Es que no me paré a pensar en los elementos secundarios.


—¿Elementos secundarios? Le aseguro, señor Alfonso, que lo que he traído a esta casa son solo las cosas más necesarias.


—¿Si? ¿Y los cuadros y las plantas y Dios sabe qué más?


—¿Prefiere que las deje tiradas en la calle? Me dijo que podía traer mis cosas.


—Sí, claro que lo dije. Lo siento. No importa —concluyó él, sintiéndose avergonzado. Aquella pobre mujer estaba en un apuro y él se estaba comportando como un idiota—. Es que estoy acostumbrado a viajar con lo mínimo. Tampoco tengo demasiado en mi apartamento de Nueva York, que es mi casa. No pienso quedarme aquí más que una pequeña temporada.


—Pero pensé… ¿Es que no se va a quedar en San Francisco?


—Solo hasta que desmantele esta empresa de informática que hemos absorbido, CTI.


—¿Desmantelarla? ¿Por qué?


—Ese no era el plan al principio. Normalmente, después de una absorción, nos limitamos a reorganizar los recursos. Ahora, Lawson quiere cambiarlo todo de sitio.


—¿Todo?


—Sí y no estoy seguro… —empezó. De repente, se interrumpió. ¿Qué diablos sabía aquella mujer sobre sus negocios?—. Lo siento, esto no tiene nada que ver contigo. Es que he estado tan implicado en un altercado con mi empresa que no me he parado a pensar mucho en la situación que había aquí.


—Pero San Francisco es el centro neurálgico para toda la costa oeste, especialmente si se está pensando en el Lejano Oriente —comentó ella.


—Exactamente y, en este caso en particular —añadió él, pensando en Fraser—, hay personas que me gustaría mantener y a las que tal vez no les gustara mudarse.


—Efectivamente. Es más fácil mover las empresas que a las personas —replicó ella, en tono algo acusador.


—El beneficio marca las reglas del juego, Paula —dijo Pedro, algo a la defensiva—. Cuando se toma una perspectiva general, se ve inmediatamente que hay servicios que se duplican. Entonces, lo mejor es…


—¡Reducir el tamaño y consolidar! —le espetó ella.


—¿No es exactamente eso lo que me aconsejaste hacer cuando solicitaste este puesto?


—Cualquier mujer puede llevar una casa, señor Alfonso. Los grandes negocios son diferentes y reducir el tamaño de las empresas puede tener sus inconvenientes. Como por ejemplo, se pueden perder empleados muy valiosos, a menudo los mejores técnicos y científicos.


—Eso lo dudo. Los jefes son normalmente conscientes de qué técnico está haciendo las mayores aportaciones.


—Los jefes son personas. Están sujetos a simpatías y antipatías personales, lo que puede tener un efecto determinante en quién se queda y quién se va. Además, la duplicación de puestos puede resultar estimulante.


—¿Cómo?


—El intercambio entre personal, un intercambio de ideas, de comparaciones que puede dar como resultado un producto mejor…


—Parece que sabes mucho sobre el tema —dijo él, estudiándola con detenimiento—. ¿Es que tienes experiencia en este campo?


—¡Claro que no! —Exclamó ella, poniéndose bruscamente de pie—. ¿Más té? ¿Otra cosa?


—No, gracias. Esto estaba muy rico y es justamente lo que necesitaba —respondió él, observando cómo ella limpiaba la mesa. Había evadido la pregunta—. Paula, tus referencias encajan perfectamente con tu carácter y con cómo te comportas con los niños. Me preguntaba si…


—¡Hablando de niños! —Gritó ella, yendo rápidamente al frigorífico para recoger unos papeles que había con un imán—. Esto lo hicieron Sol y Octavio para darle la bienvenida —añadió, colocando los dibujos infantiles encima de la mesa. Pedro se dio cuenta entonces de que ni siquiera había preguntado por ellos—. Se divirtieron mucho haciéndolos. Querían darle una sorpresa.


Y así había sido. Pedro sentía una extraña y grata sensación. Durante todas las semanas que los había tenido, aquella era la primera indicación de que los niños se habían divertido mientras él estaba fuera.


—El de Sol son principalmente flores y corazones —dijo Paula—. ¿A qué es muy propio de ella?


—Efectivamente. Me los llevaré a mi habitación —respondió él, poniéndose de pie—. Así sabrán que los tengo en mucha estima.


—Hágalo. La obra maestra de Octavio es un poco… digamos surrealista. Pero se ve perfectamente que eso es un dinosaurio. ¿Sabe que Octavio lo considera a usted su propio dinosaurio personal, que le protegerá de los misterios desconocidos de este mundo?


—Sí —replicó él. Resultaba interesante que ella también lo supiera. Aquello demostraba que los niños no solo eran un trabajo, sino que los apreciaba.


En realidad, Paula era una persona muy notable. 


Resultaba tan manipuladora con aquella ansia por servir tan agradable… El modo en que había negociado aquel trato había sido magistral. 


¡Lawson debería contratarla! Además, también era una conversadora inteligente y…


—¿A qué hora quiere el desayuno, señor Alfonso?


No era tan poco atractiva como había pensado en un principio. Tenía unos hermosos ojos. Y aquella sonrisa tan radiante. Los labios resultaban tan provocativos, tan seductores… Pedro se inclinó para tocar… ¡Dios! ¿En qué estaba pensando? ¿Qué demonios había dicho ella?


—¿Cómo?


—Le he preguntado por el desayuno. ¿A qué hora…?


—No, quiero decir que no es necesario que te molestes por mí —dijo él, intentando calmar la voz—. Me marcho temprano y tomo café donde puedo. Bueno —añadió, aclarándose la garganta—. Has sido un día muy largo. Buenas noches, Paula.


jueves, 19 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 15



Dos semanas después, tras estar cinco días en Nueva York, Pedro llegó al aeropuerto de San Francisco a las diez de la noche, la una de la madrugada en Nueva York. Sin embargo, no podía culpar de su cansancio a la diferencia horaria. Estaba completamente agotado de hablar. Y de llegar a ninguna parte.


¿Estaba equivocado? Lawson le había llevado a la empresa y le pagaba un sueldo increíble por negociar sus fusiones sin molestar a los buitres federales por prácticas mercantiles ilegales… es decir, por crear un monopolio. Para él había sido un cambio estupendo. El elevado sueldo no era nada comparado con las gratificaciones y las opciones de compra de acciones. Aunque no volviera a trabajar otro día en toda su vida, tenía el futuro solucionado pero, de hecho, aquello estaba muy lejos de a lo que había pensado dedicarse cuando tenía doce años. Al recordar la promesa que le había hecho a su padre cuando le dijo que no podía comprarle la moto que tanto quería, se echó a reír.


—¡La conseguiré! Y cuando crezca, seré muy rico, tanto como para comprarme todo lo que quiera.


A los dos meses, tenía la motocicleta. Había con seguido el dinero haciendo algunos trabajos extra a parte de repartir el periódico, como hacía habitualmente.


Mientras giraba para entrar en la calle que llevaba a Pine Grove, pensó que todavía estaba ganándose su camino poco a poco. En el año y medio que llevaba con Lawson, las empresas que poseía la firma se habían duplicado y se habían triplicado los beneficios, como lo reflejaban las acciones de la compañía que se habían adueñado de las de otras empresas en dos ocasiones. De nuevo volverían a hacerlo si se llevaba a cabo el plan de las Filipinas.


Y eso era precisamente lo que le molestaba. CTI de San Francisco desaparecería del mapa y él no haría más que ir de acá para allá, para negociar el trato.


De repente, su mente cambió de los negocios a los niños. No es que nunca hubiera dejado de pensar en ellos, pero últimamente lo hacía más que nunca al no tener la seguridad de una niñera muy recomendada. Tal vez no hubiera debido consentir que la señorita Chaves le convenciera de aquello. Todavía seguía algo escéptico al respecto.


Sin embargo, tenía que admitir que un ama de llaves que viviera en la casa era una solución mucho más adecuada y sus referencias, que había comprobado, eran excelentes. Había llamado dos veces desde Nueva York y los niños parecían estar contentos.


A pesar de todo, ella solo llevaba allí una semana antes de que él se hubiera marchado y no había tenido suficiente tiempo de ver si las cosas funcionaban.


Aquel era el verdadero problema. No estaba en casa lo suficiente. Tenía que buscarles algo más estable a esos niños, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Por eso, había hablado con Catalina. Tenían una relación muy íntima y ella conocía su situación mejor que nadie. Sin embargo, tal vez había se había equivocado al hacerlo o lo había hecho en mal momento. Ella probablemente había esperado una velada más íntima en la única noche que él tenía libre para llevarla a cenar.


—¿Pero quiénes son esos niños?


—Sol, es decir, Carolina y Octavio. Ella tiene casi seis años y él…


—Te repito que quiénes son.


—Estoy intentando decírtelo. Su madre era Kathy Bird, murió y… Bueno, es una larga historia. Lo más importante es que me han confiado a mí a esos niños.


—¿Son tuyos?


—¿Cómo?


—Supongo que son tuyos.


—¿Míos? Pero si ni siquiera he estado casado.


—¿Y eso qué importa?


—¿Qué quieres decir con eso?


—¡Lo que quiero decir es que para ser padre no hace falta tener licencia de matrimonio!


—¡Maldito sea, Catalina! Yo… No son míos —insistió.


—¡Esto es increíble! Nadie le puede dejar sus hijos a otra persona sin… Supongo que te lo habría consultado.


—Créeme, pero me sorprendió a mí tanto como a ti. ¿Qué podía hacer?


—¿Hacer? Deberías haberlos dejado en Columbus. Hay agencias que se ocupan de estos asuntos.


—No. No puedo dejarlos con extraños.


—Tú eres prácticamente un extraño, ¿no es así? —exclamó ella, exasperada—. Supongo que esa mujer no esperaría que te ocuparas personalmente de ellos. No estás preparado para esa clase de responsabilidad.


—En eso tienes razón, pero lo que quiero es verles felices en una familia que sea adecuada para ellos. Sin embargo, no sé lo que hay que hacer.


—¡Tienes que llevarlos a una agencia de adopción inmediatamente!


—Bueno, tal vez… pero no sé. Kathy me dijo expresamente que…


—Y tú todavía estás pensando en esa mujer y en lo que quería. Piensa en ti mismo. Tienes responsabilidades propias. Sigues viviendo en un hotel y…


—No. Uno de nuestros empleados se marchó a otra ciudad y he alquilado su casa. Es mejor para los niños y…


—¡Mejor para los niños! ¿Y tú? ¡Te dije que iba a ir a ayudarte a instalarte adecuadamente y tú te has que dado con lo primero que se te ha presentado solo para cuidar de un par de mocosos que no son nada para ti! Esto me enfurece. ¿Cómo se atreve a cargarte con sus hijos? Por cómo lo dices, ni siquiera era familiar tuya.


—No, pero…


—Ella no tenía nada. Solo quería que sus hijos estuvieran con una familia rica que…


—Nosotros no éramos ricos —replicó Pedro—. Y ella no quería que sus hijos estuvieran con cualquiera. Quería dárselos a… quería que estuvieran… —añadió, pensando en Kathy de niña, tan parecida a Sol, deseando formar parte del calor y del amor de una familia—. Solo quería lo mejor para ellos.


—¡Ja! ¿Y por eso te los dejó a ti? A un soltero. Sin esposa, ni familia ni… ¿Quién los está cuidando ahora?


—Contraté un ama de llaves antes de marcharme —respondió él, pensando en Paula. 


Era joven y más animada que todas las niñeras que habían tenido. Tal vez les daría estabilidad, a pesar de que tenía un puesto esperándole en un futuro.


—¿Sabes lo que eres, Pedro Alfonso? ¡Eres un mentecato! ¡Una casa y un ama de llaves para cuidar de un par de niños huérfanos que te han colocado! Alguien tiene que cuidar de ti y es mejor que me ponga manos a la obra. Veamos… llamaré a Page Cutley. Está en la junta directiva del Hogar Infantil de San Francisco y de otras organizaciones benéficas —dijo, colocando una mano encima de la de él—. Pobrecito. Déjame a mí esos niños. Yo me encargaré de ellos.


Pedro había mirado la mano que cubría la suya y se había preguntado por qué no quería dejar a su cargo a Sol y a Octavio.


Cuando aparcó delante de la casa, vio que había luz en el salón. Probablemente aquella mujer solo era una adicta a la televisión como las demás.





CONVIVENCIA: CAPITULO 14



Pedro Alfonso se había escapado de su despacho temprano aquella tarde. En aquella relativa intimidad, podría revisar la agenda para la reunión de personal que tenía al día siguiente.


No había manera de escapar de Herbert Lawson de Lawson Enterprises. Había intentado ocultar su enfado aquella tarde, cuando hablaba con él por teléfono.


—Sí, señor. Tiene razón.


¡Maldita sea! Habían estado hablando de expansión y ahora se le ocurría trasladar toda la operación a las Filipinas. Aquello era como hacer un cambio de sentido en medio de una autopista.


—Pero, un cambio tan radical, señor… Deberíamos considerar los pros y contras antes de realizarlo… De acuerdo… Sí… claro que sí. Allí estaré.


Pedro cortó la comunicación con cuidado de no colgar el teléfono de un golpe. Aquel hombre era muy avaricioso. Solo le preocupaban los beneficios inmediatos. No pensaba en nada a largo plazo.


—Si realizamos lo que está considerando —se dijo, en voz baja—, nos… Ahora, ¿quién demonios es?


Alguien volvió a llamar a la puerta.


—¿Señor Alfonso?


—¡Sáltese esta habitación! —Exclamó Pedro, al darse cuenta de que solo era la señora de la limpieza—. ¿No le ha dicho la niñera lo que dije?


—Me gustaría hablar con usted, señor. Si puedo.


—¡Ahora no! Estoy muy… —exclamó Pedro, muy enfadado. Entonces, se dio cuenta de que era Lawson a quien quería estrangular, no a aquella pobre mujer—. Entre.


Paula estuvo a punto de echarse atrás. Aquella voz no sonaba muy afable. Tal vez no debería… ¡Al diablo con que no debería! Detrás de aquella puerta estaba el hombre que le había arrebatado su trabajo y su buen sueldo. ¡Se lo debía, maldita sea! Y ella estaba más que cansada de limpiar los cuartos de baño de los de más por calderilla.


Mientras él estaba dando montones de dinero a otras personas para que fueran a jugar al parque con los niños y no se daba cuenta de que no le hacían ni la mitad de lo que estaba pagando. A pesar de todo, tenía que saber que su casa era un completo desorden. Si pudiera convencerle de que…


—¿Y bien? ¿Qué quiere? —preguntó él muy impaciente.


—Siento molestarle, señor Alfonso—dijo ella, armándose de valor—. Solo quería… Yo… usted… Usted… —Lo que quería decirle pareció borrársele de la cabeza. El era el hombre del ascensor, el que la había tenido entre sus brazos y la había hecho sentirse a salvo. Le había transmitido tanta seguridad… Paula parpadeó, tratando de unir la imagen de aquel hombre tan amable con el que había dejado abandonados a aquellos niños. ¡El que, de un plumazo, le había puesto la vida patas arriba!


—¿Si? —preguntó él, mirándola.


¿Por qué se había imaginado que alguien que limpiaba su casa dos veces por semana tenía que ser grande y fuerte? Con toda seguridad, nunca se habría imaginado que sería una muchacha tan frágil… bueno, mujer. 


Seguramente era más mayor y más fuerte de lo que parecía.


A Paula le pareció que él estaba rebuscando dentro de ella, sabiendo… ¡Oh, Dios! 


Recordando lo que había pasado en aquel ascensor. No contrataría a una mujer que…


—¿Qué es lo que quiere, señorita… señorita…?


«¡No lo sabe! ¡No sabe que soy esa idiota! Gracias a Dios».


—Paula Chaves, señor. Yo… hay algo de lo que me gustaría hablar con usted.


—¿Referente a?


—Su casa.


—¿Mi casa? —repitió él, atónito.


—Yo no vengo aquí todos los días, pero no he podido evitar notarlo. Se ha tomado muchas molestias para organizar el mantenimiento de esta casa y del cuidado de los niños. No pude evitar darme cuenta de que…


—Fue una responsabilidad que adquirí de manera repentina e inesperada —dijo él, interrumpiéndola como si le hubiera leído el pensamiento.


Paula recordó las palabras de Sol. ¿Cómo no iba a esperar verse cargado con sus propios hijos? Aquel no era el tipo de hombre para el que le gustaba trabajar pero… ¿Más dinero y menos trabajo?


—Me preguntaba si no habría considerado reducir el número de empleados y consolidar los resultados.


—¿Qué ha dicho? —preguntó él.


Como si no hubiera oído nunca aquellos términos. «¡Pues a mí me los aplicaste bien y me quitaste mi trabajo!».


—Supongo que habrá oído hablar de ese procedimiento.


—Por supuesto, pero en el mundo de los negocios. Sin embargo, usted estaba hablando de mi casa.


—Y de los varios negocios que hay incluidos en ella.


—¿Cómo dice?


—Niñera de Nanny Inc., el servicio de comidas a domicilio de Carter Catering y el servicio de limpieza de Chaves, para empezar.


—Ya veo a lo que se refiere —dijo él, con una sonrisa.


Aquella sonrisa la desarmó completamente. Era tan abierta, tan sincera. Además, los ojos le brillaban de un modo… Paula apartó la mirada y recorrió la desordenada habitación con deliberación.


—Entonces, supongo que también verá que la combinación de estos servicios bajo una sola persona haría que todo funcionara mucho mejor.


—Tal vez, pero para el poco tiempo que vamos a estar aquí…


—¿Es que no se va a quedar aquí? —preguntó ella. Aquello explicaba la falta de muebles.


—Solo hasta que encuentre algo adecuado… Hasta que los niños estén asentados permanentemente.


—¿Asentados? —repitió Paula, sintiendo que la ansiedad se apoderaba de ella.


—Sí.


Paula esperó para ver si él le daba más detalles, pero no fue así. Además, ¿qué le importaba a ella? ¿Es que iba a deshacerse de Sol y de Octavio? Ya les habían arrebatado a su madre, su casa, su perro y todo lo que les resultaba familiar.


El parecía estar preguntándose por qué ella seguía allí todavía. Al ver que Paula no se movía, Pedro hizo otro intento por explicarse.


—No es perfecto, eso lo admito, pero es una situación temporal que todos debemos tolerar hasta que yo pueda organizarlo todo de un modo satisfactorio para los niños.


¡Hombre sin sentimientos! Paula hubiera querido lanzarse a él para pegarle un puñetazo, llevarse ella misma a esos niños para poder protegerlos.


—¡Que sea temporal no significa que sea intolerable! —Exclamó ella, intentando suavizar el tono—. Es decir, yo podría… yo estoy disponible.


—¿Disponible?


—De eso quería hablar con usted. Está contratando a varias personas para que se encarguen de una situación temporal. Eso me parece…


—Sé que hay que hacer muchas cosas —dijo él, esbozando de nuevo aquella sonrisa—. Más de lo que nunca me habría imaginado —añadió, suspirando. Por un momento, Paula casi sintió pena de él.


—Yo podría hacerlo todo.


—¿Todo?


—Yo podría encargarme de la cocina, de limpiar, de todo. Y por menos dinero. —añadió, aunque solo un poco menos. Ella pretendía cobrarle también lo suyo.


—Tal vez, pero no me parece que eso fuera justo, señorita… señorita…


—Chaves. Paula Chaves.


—Señorita Chaves, no creo que fuera justo contratarla por un período tan corto de tiempo.


—Eso no importa. Además, eso es mi problema —replicó ella, con la mente puesta en esos niños. Si ella pudiera poner algo de orden y de amor en sus vidas…—. Yo cuidaría bien de los niños, de verdad. Yo… Piense todo el dinero que ahorraría eliminando simplemente a esa carísima niñera.


—Ese, señorita Chaves, es el asunto principal —afirmó él, estudiándola—. Yo no sé nada del cuidado de los niños. Tengo que confiar en los expertos. Y lo digo sin ánimo de ofenderla, pero tengo que estar seguro siempre de que están en buenas manos. Nanny Inc. es un servicio del que tenía muy buenas referencias y, además, eligen cuidadosamente a su personal.


—Yo también puedo darle buenas referencias, señor —replicó Paula, por no decirle lo que pensaba de Nanny Inc. y sus niñeras. Sin embargo, tenía que concederle a él el hecho de que le preocupara que les acosaran o les maltrataran—. Le aseguro que los niños estarían en muy buenas manos.


—Me temo que esta situación es demasiado para una persona sola. A menudo estoy fuera durante varios días…


—Entonces, un ama de llaves interna es lo que necesita —respondió ella, sin poderse creer que ella hubiera dicho aquello. ¿Vivir con alguien para el que ni si quiera le gustaba trabajar?


—Me temo que no es eso lo que yo estaba buscando. Como le he explicado, esta situación es solo temporal. Solo he alquilado esta casa durante un corto período de tiempo, está sin amueblar y…


—En ese caso, el beneficio sería mutuo. Yo también me encuentro en una situación temporal.


—¿Cómo dice?


—Tengo que mudarme.


—¿Qué?


—He cambiado de trabajo —dijo ella—. Voy a empezar a trabajar en un puesto más en mi línea.


—¿Y que implica una mudanza?


—Sí, me encuentro entre dos trabajos —respondió ella, intentando dar una explicación racional—. Me quedan un par de meses para poder presentarme a mi puesto en… Minnesota —añadió, cruzando los dedos.


—Entiendo —contestó Pedro. A Paula le pareció que no la creía—. ¿Dice que un puesto en Minnesota?


—Más en mi línea, pero dado que no puedo ir hasta dentro de un par de meses, yo… bueno, no quiero ampliar el contrato que tengo sobre mi apartamento.


—Entiendo —dijo él, pareciendo todavía algo dudoso.


—Estaría encantada de poder ayudarle durante estos dos meses y… bueno, me convendría cancelar el alquiler de mi piso y guardar mis pocas cosas aquí temporalmente —explicó Paula. Así, se libraba del caro apartamento y del coste del guardamuebles de una sola jugada.


—No estoy seguro de que sea…


—¡Toda economía es buena, por pequeña que sea! No sé si se da cuenta de que le estoy ofreciendo limpiar, cocinar y cuidar de los niños. Eso le costaría menos que lo que está pagando ahora por los tres servicios.


Él entornó los ojos. Paula supo enseguida que estaba calculando los costes. Paula también calculaba. Si le pagaba a ella la mitad o incluso un tercio de lo que pagaba por los tres servicios…


—Estoy segura de que le parecerá un acuerdo de lo más satisfactorio y mucho mejor para los niños —añadió, sin poder evitarlo.


—¿Y esas referencias, señorita Chaves?


—Las tendrá antes de que acabe la semana.


—Muy bien, cuando las tenga volveremos a hablar y consideraré su propuesta —concluyó él.


Paula sabía que decía aquello solo para deshacerse de ella más que para considerar lo que ella le había dicho.


«¡Espera y verás!», pensó ella. Cuando era una adolescente en Sacramento, había cuidado a los hijos de varias personas muy importantes, entre ellas los hijos del actual gobernador.




CONVIVENCIA: CAPITULO 13





Tres semanas después, Paula volvió a subir las escaleras que llevaban al número 168 de Pine Grove. Estaba agotada. Efectivamente había más trabajo que dinero en aquella ocupación. 


Además, aquel no era su campo. Ella estaba cualificada para aquel trabajo de Minnesota. 


Había recibido una carta de un colega que se había marchado a una empresa de allí. Le decía que había un puesto hecho a su medida.


Paula había enviado su currículum, pero todavía estaba esperando recibir respuesta de algo en aquella zona. Minnesota estaba tan lejos… No podría recorrer los poco más de cien kilómetros que la separaban de Sacramento para ir a ver a sus abuelos.


Su abuela estaba realmente preocupada por su abuelo. Le decía que cada vez parecía estar más despistado y confundido. Sin embargo, a Paula no le había parecido así. La última vez que había ido a visitarles, estaba, por lo menos, tan agudo como siempre. La ganó en todas las partidas, poniendo palabras que ella ni siquiera sabía que estuvieran en el diccionario.


A pesar de todo, quería estar cerca para ver por sí misma que estaban bien. Además, era indispensable que siguieran entre amigos. La abuela le había dicho que parecía estar mejor con gente que le resultaba familiar y cuando no se le cambiaba la rutina. Además, su abuelo parecía estar perfectamente. Su abuela siempre exageraba.


Una cosa que sí podía hacer era marcharse de su carísimo apartamento. Recordó que Pam, de su antigua oficina, estaba buscando entonces una compañera de piso. No se había mantenido en contacto con sus antiguos compañeros, tal vez por vergüenza por cómo se había deteriorado su situación. Sin embargo, ya no le importaba… Aquella noche hablaría con Pam para ver si todavía estaba interesada.


Además de eso, estaba el asunto de qué hacer con sus muebles. Cuando se había ido a vivir a aquel apartamento, había tirado la casa por la ventana, no solo en muebles, sino también en cuadros, plantas… Y no le había salido nada barato. ¿Podría permitirse guardar todas aquellas cosas?


Aquella vez, fue Mae Bronson quien le abrió la puerta.


—Oh, eres tú. Entra. Es mejor que le diga que has llegado —dijo ella, subiendo las escaleras. Cuando regresó, le seguían los dos niños. 


Ambos se acercaron corriendo a Paula.


—No sabía que veías —dijo Sol—. Se supone que tenemos que ir al parque, pero si quieres que me quede a ayudarte, podría…


—No, no puedes —replicó Mae—. Vamos al parque. Agarra a tu hermano de la mano y vayámonos —añadió, dejando que los niños salieran antes de ella. Luego, se volvió a mirar a Paula, haciendo un gesto para señalar las escaleras—. Está en casa hoy. Me ha hecho que me pierda mis series porque dice que los niños necesitan aire fresco. Debería estar en su despacho, fuera de la ciudad o en otro lugar en vez de estar aquí para decirme lo que tengo que hacer o cómo en cargarme de las cosas. Por cierto, dice que hagas tu limpieza, pero que no le molestes. Deja su habitación tal y como está. Hasta luego.


Paula la observó marcharse muerta de envidia. 


Se frotó el hombro y se puso a pensar que a Mae la pagaban por ir a dar una vuelta al parque. Tomar aire fresco mientras ella limpiaba la casa y otra persona le preparaba la comida. 


«A mí no me importaría en absoluto tener ese trabajo», pensó.


De repente, se le ocurrió una idea. Cuanto más trabajaba, más cuerpo parecía tomar aquella idea.