jueves, 19 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 15



Dos semanas después, tras estar cinco días en Nueva York, Pedro llegó al aeropuerto de San Francisco a las diez de la noche, la una de la madrugada en Nueva York. Sin embargo, no podía culpar de su cansancio a la diferencia horaria. Estaba completamente agotado de hablar. Y de llegar a ninguna parte.


¿Estaba equivocado? Lawson le había llevado a la empresa y le pagaba un sueldo increíble por negociar sus fusiones sin molestar a los buitres federales por prácticas mercantiles ilegales… es decir, por crear un monopolio. Para él había sido un cambio estupendo. El elevado sueldo no era nada comparado con las gratificaciones y las opciones de compra de acciones. Aunque no volviera a trabajar otro día en toda su vida, tenía el futuro solucionado pero, de hecho, aquello estaba muy lejos de a lo que había pensado dedicarse cuando tenía doce años. Al recordar la promesa que le había hecho a su padre cuando le dijo que no podía comprarle la moto que tanto quería, se echó a reír.


—¡La conseguiré! Y cuando crezca, seré muy rico, tanto como para comprarme todo lo que quiera.


A los dos meses, tenía la motocicleta. Había con seguido el dinero haciendo algunos trabajos extra a parte de repartir el periódico, como hacía habitualmente.


Mientras giraba para entrar en la calle que llevaba a Pine Grove, pensó que todavía estaba ganándose su camino poco a poco. En el año y medio que llevaba con Lawson, las empresas que poseía la firma se habían duplicado y se habían triplicado los beneficios, como lo reflejaban las acciones de la compañía que se habían adueñado de las de otras empresas en dos ocasiones. De nuevo volverían a hacerlo si se llevaba a cabo el plan de las Filipinas.


Y eso era precisamente lo que le molestaba. CTI de San Francisco desaparecería del mapa y él no haría más que ir de acá para allá, para negociar el trato.


De repente, su mente cambió de los negocios a los niños. No es que nunca hubiera dejado de pensar en ellos, pero últimamente lo hacía más que nunca al no tener la seguridad de una niñera muy recomendada. Tal vez no hubiera debido consentir que la señorita Chaves le convenciera de aquello. Todavía seguía algo escéptico al respecto.


Sin embargo, tenía que admitir que un ama de llaves que viviera en la casa era una solución mucho más adecuada y sus referencias, que había comprobado, eran excelentes. Había llamado dos veces desde Nueva York y los niños parecían estar contentos.


A pesar de todo, ella solo llevaba allí una semana antes de que él se hubiera marchado y no había tenido suficiente tiempo de ver si las cosas funcionaban.


Aquel era el verdadero problema. No estaba en casa lo suficiente. Tenía que buscarles algo más estable a esos niños, aunque no tenía ni idea de cómo hacerlo. Por eso, había hablado con Catalina. Tenían una relación muy íntima y ella conocía su situación mejor que nadie. Sin embargo, tal vez había se había equivocado al hacerlo o lo había hecho en mal momento. Ella probablemente había esperado una velada más íntima en la única noche que él tenía libre para llevarla a cenar.


—¿Pero quiénes son esos niños?


—Sol, es decir, Carolina y Octavio. Ella tiene casi seis años y él…


—Te repito que quiénes son.


—Estoy intentando decírtelo. Su madre era Kathy Bird, murió y… Bueno, es una larga historia. Lo más importante es que me han confiado a mí a esos niños.


—¿Son tuyos?


—¿Cómo?


—Supongo que son tuyos.


—¿Míos? Pero si ni siquiera he estado casado.


—¿Y eso qué importa?


—¿Qué quieres decir con eso?


—¡Lo que quiero decir es que para ser padre no hace falta tener licencia de matrimonio!


—¡Maldito sea, Catalina! Yo… No son míos —insistió.


—¡Esto es increíble! Nadie le puede dejar sus hijos a otra persona sin… Supongo que te lo habría consultado.


—Créeme, pero me sorprendió a mí tanto como a ti. ¿Qué podía hacer?


—¿Hacer? Deberías haberlos dejado en Columbus. Hay agencias que se ocupan de estos asuntos.


—No. No puedo dejarlos con extraños.


—Tú eres prácticamente un extraño, ¿no es así? —exclamó ella, exasperada—. Supongo que esa mujer no esperaría que te ocuparas personalmente de ellos. No estás preparado para esa clase de responsabilidad.


—En eso tienes razón, pero lo que quiero es verles felices en una familia que sea adecuada para ellos. Sin embargo, no sé lo que hay que hacer.


—¡Tienes que llevarlos a una agencia de adopción inmediatamente!


—Bueno, tal vez… pero no sé. Kathy me dijo expresamente que…


—Y tú todavía estás pensando en esa mujer y en lo que quería. Piensa en ti mismo. Tienes responsabilidades propias. Sigues viviendo en un hotel y…


—No. Uno de nuestros empleados se marchó a otra ciudad y he alquilado su casa. Es mejor para los niños y…


—¡Mejor para los niños! ¿Y tú? ¡Te dije que iba a ir a ayudarte a instalarte adecuadamente y tú te has que dado con lo primero que se te ha presentado solo para cuidar de un par de mocosos que no son nada para ti! Esto me enfurece. ¿Cómo se atreve a cargarte con sus hijos? Por cómo lo dices, ni siquiera era familiar tuya.


—No, pero…


—Ella no tenía nada. Solo quería que sus hijos estuvieran con una familia rica que…


—Nosotros no éramos ricos —replicó Pedro—. Y ella no quería que sus hijos estuvieran con cualquiera. Quería dárselos a… quería que estuvieran… —añadió, pensando en Kathy de niña, tan parecida a Sol, deseando formar parte del calor y del amor de una familia—. Solo quería lo mejor para ellos.


—¡Ja! ¿Y por eso te los dejó a ti? A un soltero. Sin esposa, ni familia ni… ¿Quién los está cuidando ahora?


—Contraté un ama de llaves antes de marcharme —respondió él, pensando en Paula. 


Era joven y más animada que todas las niñeras que habían tenido. Tal vez les daría estabilidad, a pesar de que tenía un puesto esperándole en un futuro.


—¿Sabes lo que eres, Pedro Alfonso? ¡Eres un mentecato! ¡Una casa y un ama de llaves para cuidar de un par de niños huérfanos que te han colocado! Alguien tiene que cuidar de ti y es mejor que me ponga manos a la obra. Veamos… llamaré a Page Cutley. Está en la junta directiva del Hogar Infantil de San Francisco y de otras organizaciones benéficas —dijo, colocando una mano encima de la de él—. Pobrecito. Déjame a mí esos niños. Yo me encargaré de ellos.


Pedro había mirado la mano que cubría la suya y se había preguntado por qué no quería dejar a su cargo a Sol y a Octavio.


Cuando aparcó delante de la casa, vio que había luz en el salón. Probablemente aquella mujer solo era una adicta a la televisión como las demás.





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