viernes, 20 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 16




Pedro aparcó el coche al lado del Chevrolet destartalado que había allí cuando se marchó. El mismo. Al menos no regresaba a casa para encontrarse con una niñera que no hubiera visto antes, que le dijera que llegaba más tarde de lo esperado y que, por lo tanto, debería pagarle más.


Aquello era algo que siempre le había gustado de las niñeras que había tenido a través de Nanny, Inc. Sabía que podía confiar en que hubiera siempre alguien con los niños cuando llegaba a casa, por mucho tiempo que pasara. 


Sin embargo, ella estaba también allí. El coche lo demostraba. Se recordó que sus referencias eran excelentes. Los niños probablemente estaban muy contentos.


A pesar de todo, se preparó para lo peor. Nunca se sabía lo que podía esperar. Sol corriendo a abrazarse, charlando alegremente o para informarle de una calamidad.


Y los brazos de Octavio, agarrándole por las piernas, abrazándose a la única persona conocida que había en aquel mundo oscuro al que le habían echado. Octavio tenía miedo. Pedro se había despertado dos veces al amanecer para encontrarse con el niño a su lado, agarrado a él muy asustado.


Los niños le estaban tomando demasiado afecto. A Pedro le hubiera gustado decirle al niño que él no era Dios y que todavía no había conseguido imaginarse el mejor modo de hacer que su mundo volviera a ser seguro. Pedro también tenía miedo.


La casa estaba tranquila. No se oía a los niños ni la televisión. Tal vez ella también estaba dormida y había dejado las luces encendidas solo como medida de seguridad.


Sin embargo, Paula no estaba dormida. Estaba repasando la lista de las empresas con las que pensaba contactar cuando oyó que un coche aparcaba delante de la casa. Rápidamente, recogió los papeles y los guardó en su maletín. 


No quería que él viera lo que estaba haciendo ni se preocupara por ella a pesar de que todo era culpa suya. No se hubiera visto en aquella situación si él no le hubiera arrebatado su estupendo trabajo.


Entonces, se echó a reír. Él no sabía lo que le había hecho y, por alguna oscura razón, Paula tampoco quería que lo supiera. Se limitaría a gozar cuando viera la sorpresa que él se llevaba cuando dejara aquella casa para asumir el puesto de… bueno, un puesto de responsabilidad en una de aquellas empresas. 


Había muchas en la zona de Los Ángeles o por lo menos a una distancia razonable de sus abuelos. ¿Por qué no se le había ocurrido ofrecerse a aquellas empresas antes? Tal vez porque había estado completamente segura de que conseguiría un trabajo en la ciudad.


En cualquier caso, lo mejor había sido librarse de sus problemas monetarios. Alojamiento y manutención gratuitos y el buen sueldo que estaba ganando, aunque solo fuera por dos meses, le resolvería su situación económica durante cuatro y tal vez cinco meses. Le daría tiempo. Solo había tardado un par de días en mudarse, en empezar una cómoda rutina en la casa y con los niños. Lo primero era una cosa fácil, lo segundo un gozo.


Además, principalmente tenía tiempo para pensar y descansar. Para planear. Aquella situación era temporal y ella necesitaba algo más permanente. Tenía tiempo para pensar en lo que le había dicho Julieta. «Porque ella no necesite tus servicios, eso no significa que no haya otro que sí los necesite». Y estaba decidida a encontrar a esa otra persona.


—Buenas tardes.


Aquella voz tan profunda la asustó. Había oído el coche, pero él había entrado tan de repente y tan silenciosamente que…


—Señor Alfonso. Ha vuelto… No le esperaba esta noche… Me ha sorprendido.


Paula se recriminó por tartamudear tanto. 


Entonces, se dio cuenta de lo fijamente que él la estaba mirando.


Aquellos enormes ojos azules… Pedro sabía que los había visto antes. Lo sabía. Claro, era la mujer que le hacía la limpieza, la nueva niñera, la que estaba allí cuando se marchó. Pero, aquella mirada, aquellos ojos… Los había visto antes, pero ¿dónde?


—¿Ocurre algo?


—No —dijo él, apartando la mirada de ella para centrarse en la habitación. Aquello también resultaba desconcertante. Cuando se marchó, estaba completamente vacía—. Está diferente.



—Usted me dijo que podría traer mis cosas.


—Sí, claro, pero…


¿Sus cosas? El lujoso sofá de tres plazas, los mullidos cojines. El Renoir sobre la chimenea. 


Una enorme planta en una maceta, lámparas que producían una suave luz. Cuando ella había hablado de guardar sus cosas, Pedro se había imaginado cuatro cosas viejas y desvencijadas. 


Sin embargo, si no se equivocaba, aquellas cosas eran muy caras y estaban completamente nuevas.


—No habré hecho mal, ¿verdad? Me dijo que…


—No, claro que no —respondió él, aflojándose la corbata.


¿Qué clase de persona era él para especular en quién tenía el gusto de aquella elegancia o los medios para adquirirla? ¿Limpiando casas? Por aquella casa, dos veces a la semana, ella solo recibía…


—¿Pasa algo, señor Alfonso?


—No, solo me preguntaba…


Entonces, se percató del maletín que ella tenía entre las manos. Tenía un aspecto muy profesional. ¿Acaso no había mencionado un «puesto más en su línea»? Le había sonado como una mentira, pero… Nadie sabía mejor que él cuántos profesionales se habían visto a realizar otras funciones.


—Espero que no le importe.


—¿Cómo? —preguntó él. Había estado tan inmerso en sus propios sentimientos que no había estado escuchando.


—Que yo… Bueno, que haya extendido mis cosas por toda la casa. No quería limitarme a almacenarlas —sin embargo, ahora que se paraba a pensarlo, aquello era precisamente lo que había dicho. Almacenarlas—. Espero que no le importe, señor Alfonso. Pensé… bueno, pensé que hace que la casa parezca más acogedora, ¿no le parece?


Pedro le parecía demasiado acogedora, como si se hubiera mudado allí para mucho tiempo. 


¿Es que no le había dejado bien claro que solo estaba allí para una temporada?


—Señorita… —empezó él. ¿Cómo se llamaba?—. Paula. Tengo que recordarte que solo estaremos aquí durante un breve tiempo.


—Lo sé. Yo tampoco estaré disponible mucho tiempo. ¿Es que no le expliqué que iba a ponerme a trabajar en otro lugar muy pronto?


—Sí —dijo él. Pero no la había creído. Solo esperaba que fuera cierto. No le gustaría tener que dejarla tirada con todas aquellas cosas tan bonitas en plena calle cuando ellos se fueran. 


De repente, el equipaje, que todavía llevaba en la mano, le pareció muy pesado, por lo que lo dejó en el suelo.


—Parece muy cansado, señor Alfonso.


—Sí, un poco…


—¿Tiene hambre?


—Bueno…


Tal vez por eso se sentía tan débil. No había probado bocado en el avión.


—Los niños y yo tomamos pollo. Déjeme prepararle un bocadillo.


—No, no te molestes…


—No es molestia. Solo tardaré un instante.


«Muy servicial», pensó él, siguiéndola. 


Probablemente estaba intentando… De repente se detuvo en seco. El comedor también estaba amueblado. Un pequeño aparador, una mesa pequeña con cuatro sillas… con cuadros y adornos encima. ¿Cuántas posesiones se había llevado? Parecía como si se hubiera instalado allí definitivamente. No era de extrañar que estuviera intentando apaciguarle. Pues no podría hacerlo tanto como para que le diera casa para mucho tiempo. Además, no tenía por qué hacerse pasar por una pobre mujer sin casa.


¡De pobre nada! Aquella mujer no tenía ni un hueso con aquellas características. Solo había tardado cinco minutos en convencerle para que le diera casa y trabajo. Se había puesto muy cómoda en unos pocos días. Además, le daba un buen sueldo con el que garantizarse la vida durante algún tiempo. Y él que había pensado que era un maestro de la negociación. Aquella mujer le superaba cómodamente.


—¿Le gustaría que se lo lleve…?


—Ya voy —dijo él, de mal humor. No estaba seguro de si debía estar furioso con ella o consigo mismo. En aquellas dos habitaciones había creado un aspecto de permanencia que le preocupaba.


En la cocina no había muebles nuevos, pero también le sorprendió. Esta impecable. No había el habitual desaliño de cajas vacías y basura. No se podía decir que ella no estuviera trabajando para ganarse el suelo. Tenía razón en que tenerla a ella le salía mucho más barato que antes. Además, el servicio era mucho mejor. 


Aquel bocadillo estaba delicioso.


—He pensado que el café le desvelaría, así que le he preparado té. ¿Le gusta?


—No está mal —admitió él, tras tomar un sorbo.


—Se llama Dulces Sueños y en teoría provoca el sueño. A mí siempre me funciona, aun cuando estoy muy disgustada —dijo ella, sentándose enfrente de él con una taza igual que la que él tenía.


—¿Son tus tazas? —preguntó Pedro, dándose cuenta de que eran de porcelana.


—Sí, las he puesto en el armario. Resulta más…


—Acogedor —dijo él, incapaz de encontrar la palabra que pudiera expresar su irritación.


—Conveniente —le corrigió ella—. Es imposible servir una comida decente solo con unos boles y unas tazas de plástico. También resulta imposible cocinar —añadió, algo irritada.


—Mira, te he dicho desde el principio que todo esto era temporal. Ya sabías que esta casa no tenía de nada.


—Y por eso le ofrecí un buen trato a cambio de un buen trato —replicó ella, en tono desafiante—. Sí, estos son mis platos, mi cafetera, mis utensilios de cocina, algunas de las posesiones que usted accedió a guardar y que necesito para cumplir mi parte del trato, es decir, para cocinar, para limpiar y para cuidar de los niños. Pensé que habíamos quedado en que esto era beneficioso para los dos, pero si no está satisfecho…


—¡Espera! No he dicho que no estuviera satisfecho —dijo él, preguntándose por qué tenía la necesidad de disculparse, de explicar—. Es que no me paré a pensar en los elementos secundarios.


—¿Elementos secundarios? Le aseguro, señor Alfonso, que lo que he traído a esta casa son solo las cosas más necesarias.


—¿Si? ¿Y los cuadros y las plantas y Dios sabe qué más?


—¿Prefiere que las deje tiradas en la calle? Me dijo que podía traer mis cosas.


—Sí, claro que lo dije. Lo siento. No importa —concluyó él, sintiéndose avergonzado. Aquella pobre mujer estaba en un apuro y él se estaba comportando como un idiota—. Es que estoy acostumbrado a viajar con lo mínimo. Tampoco tengo demasiado en mi apartamento de Nueva York, que es mi casa. No pienso quedarme aquí más que una pequeña temporada.


—Pero pensé… ¿Es que no se va a quedar en San Francisco?


—Solo hasta que desmantele esta empresa de informática que hemos absorbido, CTI.


—¿Desmantelarla? ¿Por qué?


—Ese no era el plan al principio. Normalmente, después de una absorción, nos limitamos a reorganizar los recursos. Ahora, Lawson quiere cambiarlo todo de sitio.


—¿Todo?


—Sí y no estoy seguro… —empezó. De repente, se interrumpió. ¿Qué diablos sabía aquella mujer sobre sus negocios?—. Lo siento, esto no tiene nada que ver contigo. Es que he estado tan implicado en un altercado con mi empresa que no me he parado a pensar mucho en la situación que había aquí.


—Pero San Francisco es el centro neurálgico para toda la costa oeste, especialmente si se está pensando en el Lejano Oriente —comentó ella.


—Exactamente y, en este caso en particular —añadió él, pensando en Fraser—, hay personas que me gustaría mantener y a las que tal vez no les gustara mudarse.


—Efectivamente. Es más fácil mover las empresas que a las personas —replicó ella, en tono algo acusador.


—El beneficio marca las reglas del juego, Paula —dijo Pedro, algo a la defensiva—. Cuando se toma una perspectiva general, se ve inmediatamente que hay servicios que se duplican. Entonces, lo mejor es…


—¡Reducir el tamaño y consolidar! —le espetó ella.


—¿No es exactamente eso lo que me aconsejaste hacer cuando solicitaste este puesto?


—Cualquier mujer puede llevar una casa, señor Alfonso. Los grandes negocios son diferentes y reducir el tamaño de las empresas puede tener sus inconvenientes. Como por ejemplo, se pueden perder empleados muy valiosos, a menudo los mejores técnicos y científicos.


—Eso lo dudo. Los jefes son normalmente conscientes de qué técnico está haciendo las mayores aportaciones.


—Los jefes son personas. Están sujetos a simpatías y antipatías personales, lo que puede tener un efecto determinante en quién se queda y quién se va. Además, la duplicación de puestos puede resultar estimulante.


—¿Cómo?


—El intercambio entre personal, un intercambio de ideas, de comparaciones que puede dar como resultado un producto mejor…


—Parece que sabes mucho sobre el tema —dijo él, estudiándola con detenimiento—. ¿Es que tienes experiencia en este campo?


—¡Claro que no! —Exclamó ella, poniéndose bruscamente de pie—. ¿Más té? ¿Otra cosa?


—No, gracias. Esto estaba muy rico y es justamente lo que necesitaba —respondió él, observando cómo ella limpiaba la mesa. Había evadido la pregunta—. Paula, tus referencias encajan perfectamente con tu carácter y con cómo te comportas con los niños. Me preguntaba si…


—¡Hablando de niños! —Gritó ella, yendo rápidamente al frigorífico para recoger unos papeles que había con un imán—. Esto lo hicieron Sol y Octavio para darle la bienvenida —añadió, colocando los dibujos infantiles encima de la mesa. Pedro se dio cuenta entonces de que ni siquiera había preguntado por ellos—. Se divirtieron mucho haciéndolos. Querían darle una sorpresa.


Y así había sido. Pedro sentía una extraña y grata sensación. Durante todas las semanas que los había tenido, aquella era la primera indicación de que los niños se habían divertido mientras él estaba fuera.


—El de Sol son principalmente flores y corazones —dijo Paula—. ¿A qué es muy propio de ella?


—Efectivamente. Me los llevaré a mi habitación —respondió él, poniéndose de pie—. Así sabrán que los tengo en mucha estima.


—Hágalo. La obra maestra de Octavio es un poco… digamos surrealista. Pero se ve perfectamente que eso es un dinosaurio. ¿Sabe que Octavio lo considera a usted su propio dinosaurio personal, que le protegerá de los misterios desconocidos de este mundo?


—Sí —replicó él. Resultaba interesante que ella también lo supiera. Aquello demostraba que los niños no solo eran un trabajo, sino que los apreciaba.


En realidad, Paula era una persona muy notable. 


Resultaba tan manipuladora con aquella ansia por servir tan agradable… El modo en que había negociado aquel trato había sido magistral. 


¡Lawson debería contratarla! Además, también era una conversadora inteligente y…


—¿A qué hora quiere el desayuno, señor Alfonso?


No era tan poco atractiva como había pensado en un principio. Tenía unos hermosos ojos. Y aquella sonrisa tan radiante. Los labios resultaban tan provocativos, tan seductores… Pedro se inclinó para tocar… ¡Dios! ¿En qué estaba pensando? ¿Qué demonios había dicho ella?


—¿Cómo?


—Le he preguntado por el desayuno. ¿A qué hora…?


—No, quiero decir que no es necesario que te molestes por mí —dijo él, intentando calmar la voz—. Me marcho temprano y tomo café donde puedo. Bueno —añadió, aclarándose la garganta—. Has sido un día muy largo. Buenas noches, Paula.


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