martes, 17 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 8




«Ahora sí que estoy en contacto», pensó Pedro cuando se sentó en un avión, seis días después, para volver a California. Le acompañaban una niña de seis años, que iba aferrada a un osito casi tan grande como ella, y un niño de cuatro, que se estaba tomando una barra de caramelo que le había dejado los dedos muy pegajosos.


Menudos trastos para un soltero acostumbrado a viajar solo.


—¡No! —Exclamó el niño, tirando del cinturón de seguridad—. ¡No quiero que me pongas esto!


—Es solo hasta que despeguemos —dijo Pedro, intentando desesperadamente atar el cinturón al niño, a la niña y al osito.


—Tienes que hacerlo, Octavio —le ordenó la niña—. Es lo mismo que lo que mamá nos ponía en el coche.


—¡Quiero a mi mamá!


—Mamá está en el cielo —dijo la niña, repitiéndole igual que antes que su madre no iba regresar.


Cada vez que decía aquellas palabras, Pedro sentía que se le rompía el corazón. Los enormes ojos azules de la niña se ponían tristes y solemnes. No era la niña alegre que había sido dos años atrás.


—Su verdadero nombre es Carolina, pero la llamamos Sol porque es nuestro… mi —había corregido Kathy, al recordar que Octavio había muerto—… mi pequeño rayo de sol.


Sol. Así había sido, una niña feliz y sonriente con ojos brillantes y rizos dorados. Entonces era demasiado pequeña para darse cuenta de que su padre había muerto.


Las cosas habían cambiado. Sabía perfectamente que su madre también había desaparecido de su vida. No había sonreído ni una sola vez. Sin embargo, Pedro no podía evitar sentir admiración por la pequeña, dándole ánimos a su hermano mientras se aferraba a su osito para consolarse a sí misma.


Sentía una enorme pena por los dos niños. 


«¡Qué derecho tengo yo a quejarme!», pensó Pedro, intentando que el niño no le tocara la ropa con las pegajosas manos. Por fin, con la ayuda de la azafata, consiguió que se sentaran al lado de la ventana. Mientras contemplaban cómo despegaba el avión, Pedro confió en que aquello sirviera para que se durmieran. 


Cuando el avión estuviera en el aire, podría ir a lavarse y ponerse a leer su periódico… 


Entonces, se dio cuenta de que tenía mucho más entre manos que manchas de caramelo.


Había estado en lo cierto respecto a Kathy Bird. 


Lo había preparado todo cuidadosamente. Sin embargo, Pedro no pudo entenderlo del todo cuando el señor Canson, el abogado, le informó que Kathy le había nombrado tutor de los niños y le había dejado a él todo lo que le pertenecía, como fideicomiso para sus hijos.


—¿Yo? —había preguntado él—. Ni siquiera soy pariente —añadió. Entonces el abogado le recordó que Kathy no tenía parientes—. Pero nunca me dijo nada. Seguro que había alguien más.


—No —le había asegurado Canson—. Solo usted.


Pedro lo miró fijamente. Efectivamente podía administrar los bienes e incluso darles fondos si era necesario. Se encargaría de que nunca les faltara de nada.


—Pero los niños —dijo Pedro, algo consternado—, no me los puedo llevar. Soy soltero. Ni tengo esposa ni si quiera un hogar. Vivo en un hotel.


—Bueno, como tutor de los niños, su única responsabilidad es que reciban los cuidados adecuados. Tal vez tenga un pariente que esté dispuesto a…


—No —replicó Pedro, pensando en su padre, en un pequeño apartamento. O en su tía, de crucero en alguna parte. Aquello era una locura. 


Una persona no podía dejarle en herencia sus hijos a otra.


—Entiendo que esto le coloca en una situación algo incómoda —añadió el abogado—, pero creo que podremos organizar algo. Hay una agencia disponible aquí que proporciona ayuda en este tipo de situaciones y podremos preparar una acogida temporal.


—Tal vez eso sea lo más adecuado. Ella nunca me había mencionado nada —confesó Pedro.


—Tal vez en la carta —sugirió Canson, señalando los documentos que le había entregado.


—Oh.


Pedro se había quedado tan perplejo que ni siquiera había mirado los papeles. Entonces abrió la carta. Después de leerla, había decidido que no habría razón alguna por la que dejaría a los niños en una agencia, aunque fuera de un modo temporal.


Los miró a los dos, dormidos. La luz que obligaba a abrochar los cinturones se había apagado. Fue al cuarto de baño, se lavó las manos y echó un poco de agua fría por la cara. 


Entonces, regresó a su asiento y volvió a sacar la carta.


Querido Pedro:
Espero que nunca tengas que leer esta carta. Tal vez así será. Solo tengo veinticinco años y me encuentro con buena salud. Sin embargo, Octavio solo tenía veintiséis cuando nos dejó y tengo miedo. ¿Qué les ocurriría a Octavio y a Sol si yo no estuviera aquí?
Si algo me ocurriera, y rezo con todo mi corazón para que eso no ocurra, esa sería la razón por la que estarías leyendo esta carta.
¿Por qué tú? Porque eres la única persona en la que confío y porque el tuyo fue el único hogar feliz que conocí. Solo fue una pequeña parte, lo sé, pero no te puedes imaginar lo mucho que atesoro cada minuto que pasé en tu casa, lo mucho que nos reíamos bajo aquel roble o en la piscina, incluso cuando ayudábamos a tu madre a preparar bocadillos o a limpiar la cocina. ¿Te acuerdas de cómo preparábamos helados en aquel viejo congelador y que todo el mundo quería el batidor? Tu madre siempre sonreía afectuosamente. Solía imaginarme que aquella era mi casa y que no volvería al orfanato, donde solo era una más de muchos niños olvidados.
Para serte sincera, aquel albergue fue el mejor lugar en el que he vivido. Todas las casas de acogida eran horribles y ni siquiera quiero pensar en la Dirección Juvenil. No sabías que yo también estuve allí, ¿verdad? Allí los niños no hacen más que dar vueltas. No quiero que eso les pase a mis hijos.
Pedro, prométeme que eso no les pasará. Sé que todavía no estás casado y que tal vez no quieras quedártelos. Si es así, por favor, encuentra a alguien, a alguien que los quiera realmente y que los cuide y que les dé el tipo de casa que tú tenías. Por favor por el amor de Dios, no les dejes convertirse en una pieza más del sistema como fui yo. Por favor Pedro. Hazme este favor.
Una vez más, espero que nunca leas esta carta, pero por si acaso… Gracias por compartir tu hogar conmigo y gracias por encontrar esa casa para Sol y Octavio. Te lo agradezco mucho.
Kathy.






CONVIVENCIA: CAPITULO 7





A las cuatro de aquella tarde, estaba sentado en un avión en dirección a Columbus, Ohio, todavía intentando comprender lo que había sucedido, intentando superarlo. Kathy Bird muerta. Solo tenía… Veintiséis años. Era de la misma edad que Pete cuando murió, dos años atrás.


Octavio y Kathy Bird. Los dos muertos…


Pedro miró las nubes. Se sentía algo aturdido.


—Todos sus asuntos quedan en sus manos. Me ha llevado algo de tiempo encontrarlo —le había dicho el abogado.


—Sí…


Se había mudado dos veces en los dos últimos años desde la última vez que la había visto. A pesar de la pena, se sentía algo molesto. ¿Por qué él? Y, además, en aquellos momentos tan cruciales, cuando estaba a punto de empezar con el nuevo desarrollo.


—Lo siento —le había dicho—. No puedo marcharme de San Francisco en estos momentos.


—Señor Alfonso, es necesario que venga inmediatamente por los niños.


Aquello le había hecho pararse a pensar. Pobres pequeños… Seguramente ni siquiera habían empezado a andar.


—¿Se encuentran bien? —había preguntado muy ansiosamente—. ¿Quién está cuidando de ellos?


—Una amiga. Llevan con ella toda la semana.


Pedro se sintió aliviado. Efectivamente Kathy se había ocupado de lo que les pasaría a sus hijos en caso de muerte. Era una mujer muy práctica.


Probablemente aquel era su papel. 


Seguramente tendría que encargarse de que todo se llevara a cabo según sus deseos. No había sido una mujer a la que le gustara dejar cabos sueltos. Todos se habían sorprendido ante cómo había reaccionado ante la muerte de Octavio. Pedro había acudido porque ella le había llamado. Aunque se había visto rodeado de amigos y vecinos, se había aferrado a él.


—Tú eres mi familia —le había dicho.


Pedro se había sentido muy emocionado por esas palabras, a pesar de que no había relación de parentesco entre ellos. Ella había sido solo una de las de la pandilla con la que salía durante los años de su juventud en Dayton, Ohio. 


Aquella había sido su casa. Su madre había sido aquel tipo de mujer. Había sido una persona tan cariñosa, divertida… Nunca le había importado el ruido que hacían con la mesa de ping-pong ni cuando jugaban al baloncesto ni se remojaban en la piscina. Los chicos del albergue juvenil que había cerca, Kathy y Octavio entre ellos, habían sido visitas frecuentes en su casa. Con Octavio había tenido una amistad bastante íntima. Kathy, que había sido la novia de siempre de el, siempre había andado con ellos. Los dos siempre habían salido con él y con Gloria, o quien fuera la chica con la que él estuviera.


Después del instituto, se habían ido por caminos se parados. Pedro había ido a Harvard y habrían perdido completamente el contacto si no hubiera sido por la madre de Pedro, que era miembro de la Asociación del Albergue Juvenil y le mantenía constantemente informado.


—Octavio está trabajando de camarero y estudiando para ser secretario del juzgado y Kathy está trabajando en el banco.


Cuando se casaron, Pedro había sido el padrino y después el padrino de su primer hijo. Entonces, la madre de Pedro murió.


Durante un momento, Pedro regresó mentalmente a aquella pesadilla. Había tenido un ataque al corazón y había vuelto a casa. Demasiado tarde… Trató de sacudirse el sentimiento de pérdida que se apoderaba de él siempre que pensaba en su madre.


Octavio y Kathy se habían mudado a Columbus y había perdido el contacto con ellos hasta la muerte de Octavio. Kathy lo había llamado. 


Cuando había acudido, se había encontrado con Kathy, destrozada e intentando salir adelante, con un bebé en brazos y una niña de tres años. 


A pesar de la pena, no se había quedado en mala situación económica. Además, durante la enfermedad de Octavio, ella había empezado a transcribir para otros secretarios de juzgado y así se había asegurado unos ingresos. Pedro solo había hecho todo lo posible por consolarla y ayudarla con los detalles legales de la muerte. Luego le había prometido mantenerse en contacto y le había pedido que llamara siempre que lo necesitara.


—¿Algo de beber, señor? —le preguntó la azafata.


—Un whisky con soda, por favor —respondió él, reclinándose en el asiento para tomarse un sorbo cuando se lo hubo servido. La culpa se había apoderado de él. No se había mantenido en contacto como había prometido.


Solo había llamado muy de vez en cuando, había mandado regalos para los niños por Navidad y por su cumpleaños, pero nunca había regresado. Solo había ido a visitar a su padre, que había seguido trabajando en su farmacia en Dayton.


Dayton… No estaba tan lejos de Columbus. 


Pero, a pesar de todo, no había mantenido el contacto.



lunes, 16 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 6





Más tarde aquella mañana, Pedro observó a Sam Fraser, que estaba sentado al otro lado de su escritorio. En los dos meses que llevaba allí, se había convertido en su más estrecho colaborador.


—De acuerdo, Sam, prepárate. Vamos a hacer algunos cambios.


—¿Qué clase de cambios?


—Diversificación. Supongo que ya te lo esperabas.


—Supongo que sí. Eso significa cambiar a la gente de puesto, ¿no?


—Sí. Cada operación tiene su propia especialidad. Esa es la política de Lawson. Producción en Denver, investigación y desarrollo en…


—¿Cuál es nuestro papel? —preguntó Sam.


—No te preocupes. No te vamos a trasladar. Estamos considerando convertir esto en nuestra base para la comercialización. La costa este, Asia y Oriente Medio. Tú eres mi hombre número uno. Sin embargo, tendrás que viajar un poco. ¿Te plantea eso algún problema?


—No, no tan grande como tener que trasladar a Sandy y a los niños. Tim, el mayor, está en el instituto de Cove, baloncesto y todas esas cosas y sacarle de allí ahora… Bueno, ya sabes. Entonces, ¿cuál es el procedimiento?


—Cambios de puesto. Eso es lo primero, Si… —dijo Pedro, interrumpiéndose cuando sonó el teléfono—. ¿Sí?


—Un tal señor Canson, señor, abogado de Columbus, Ohio. Dice que es urgente.


—Pásemelo —replicó Pedro, preguntándose quién sería. ¿Canson? Además, tampoco conocía a nadie en Columbus, pero…—.Pedro Alfonso.


Entonces, el hombre de al otro lado del teléfono le explicó, tratando de amortiguar el golpe, una triste noticia. Kathy Bird había muerto. De repente. De un ataque al corazón.


—Lo siento —dijo Pedro—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?


De nuevo, el abogado le dio una explicación, mucho más larga aquella vez. Pedro escuchó, quedándose atónito.


—Por supuesto —contestó por fin—. Lo entiendo, Estaré allí en cuanto pueda.


CONVIVENCIA: CAPITULO 5





No la había vuelto a ver en los dos meses que llevaba en CTI. Aquello resultaba extraño. Se había bajado del ascensor en el mismo piso que él. Debía de trabajar para la misma empresa.


No necesariamente. Había pasado por todos los despachos, había conocido a las personas importantes y se había fijado muy bien en todas las mujeres. Pero no la había vuelto a ver.


Probablemente tampoco la hubiera reconocido. 


Había tenido la cara oculta sobre su hombro la mayor parte del tiempo. Si supiera su nombre, preguntaría… No, no lo haría. Aquello era demasiado absurdo.


Entonces, ¿por qué no dejaba de pensar en ella? Incluso en sueños… aquella masa de cabello negro, la suave esencia del perfume, aquella suave rendición…


De repente, un sonido estridente le sacó de sus pensamientos. Era el despertador. Estiró una mano para apagarlo, pero el sonido continuó. El teléfono.


—¡Pedro cariño! ¿Te he despertado?


—¡Y qué agradable despertar! —consiguió decir él—. ¿Cómo estás, Catalina?


—Te echo de menos. Y estoy preocupada por ti. Veo que todavía sigues en el hotel.


—Eso me temo.


—Pobrecito. Tendremos que hacer algo al respecto.


—¿Tendremos? Estoy bien —replicó él, pensando que todavía no habían alcanzado el nivel en el que se les pudiera considerar a ambos como «nosotros».


Se había sentido muy halagado cuando Catalina Smith-Lawson se había fijado en él. Divorciada recientemente, había regresado a la mansión de su padre, con su nombre de soltera y haciendo su papel de huésped de lujo en la vida social de Nueva York. Era la niña mimada de su papá y también era muy hermosa, llena de estilo, estimulante y… demasiado perfecta.


Pedro, ¿me estás escuchando?


—Claro. Estaba intentando decirte que no estaré aquí lo suficiente como para necesitar un apartamento.


—Ya sabía yo que me necesitarías. Le prometí a papá que te ayudaría a encontrar una casa adecuada, a conocer a la gente que debes, a darte pie para que puedas abrirte camino.


Aquello le escoció. Como su rápido ascenso en Lawson Enterprises, aquello no se debía a su olfato para los negocios, sino a su relación con la hija de Lawson.


—Creo que ya lo estoy consiguiendo yo solo.


—Lo sé. Como siempre, probablemente estás trabajando demasiado en ese pequeño despacho y en esa pequeña habitación de hotel. No te preocupes, yo te sacaré de los dos.


—Escucha, Catalina, estoy bien… Yo…


—Pero no enseguida —añadió ella, sin prestar atención a lo que él le había respondido—. Page Anderson quiere que le ayude con el baile.


—¿Si? —preguntó él, dándole las gracias a Page Anderson.


—¿Te las puedes arreglar sin mí durante las próximas seis semanas?


—Lo intentaré —replicó él, tratando de no sonar aliviado—. Lo intentaré.





CONVIVENCIA: CAPITULO 4




Tres semanas después, ya no pensaba lo mismo cuando se sentó frente al señor Brown, de Safe Securities, la última empresa que tenía en la lista.


—Su currículum es excelente, señorita Chaves y me gustaría mucho que formara parte de nuestro equipo, pero… Como ya le he dicho, en este momento, estamos recortando, no contratando.


Lo mismo que le habían dicho en el resto de las entrevistas. ¿Por qué estaba todo el mundo reduciendo el tamaño de las empresas en vez de ampliarlas?


—No puedo prometerle nada, pero, dentro de unos meses, estaremos en una posición muy diferente —añadió.


Estaba intentando deshacerse de ella sin hacerle sufrir demasiado. Paula lo entendió y le ayudó a hacerlo.


—Lo entiendo, señor Brown. Gracias por tomarse el tiempo de explicarme la situación.


Con eso, Paula salió del despacho al pasillo. 


Estaba completamente vacío. ¿Es que no iba a bajar nadie? Probablemente no. Quedaba mucho hasta la hora de comer y mucho más para la de salir.


¡Por el amor de Dios! ¡Claro que podía meterse en un ascensor ella sola!


Decidida, se dirigió a las puertas, pero al llegar allí, dudó. Extendió una mano para apretar el botón, pero no pudo hacerlo. Se sentiría como una estúpida si alguien la veía allí, sin subir ni bajar. ¡Aquella paranoia sobre los ascensores no solo era una tontería sino que también resultaba un inconveniente!


¿No decían que no hay dos sin tres? La primera vez en su antiguo apartamento, tres semanas atrás en el banco…


Bueno, solo eran cinco pisos. Los elegantes zapatos de tacón que llevaba puestos no tenían mucho tacón y tenía tiempo de sobra. Encontró la escalera y empezó a bajar. El ejercicio le sentaría bien a sus piernas.


Mientras fue bajando, tuvo mucho tiempo de pensar. Consultaría los anuncios con más cuidado, aunque no parecía haber nada que le conviniera.


¿Y qué era lo que le convenía? ¡Los negocios, por supuesto! Tenía un máster para demostrarlo. 


Preparación, experiencia…


Sin embargo, ¿de qué servía todo esto si no había ofertas? Tal vez debería apuntarse a alguna agencia de empleo, a alguno de los seminarios que organizaban para encontrar trabajo. Tenía que hacer algo o, muy pronto, tendría que apuntarse para recibir el subsidio de desempleo. No lo había hecho todavía porque había pensado que encontraría algo enseguida.


Por fin llegó al primer piso y extendió una mano para abrir la puerta. No se movió. Paula lo intentó una vez más, pero no se abrió. Era la seguridad que se solía implantar en los primeros pisos. No se dejaba entrar a menos que tuvieras algo que hacer allí.


Menuda tontería. Los ascensores daban acceso a todo el mundo. Bueno, tarde o temprano alguien tendría que acercarse a aquella escalera. Golpearía la puerta hasta que alguien la oyera.


Diez minutos más tarde, una mujer vestida muy elegantemente le abrió la puerta.


—¿Qué estaba haciendo ahí?


—Se me ocurrió bajar andando para hacer ejercicio —dijo Paula, colocándose el pelo—. Ha sido un error. No sabía que cerraran esta puerta.


—En algunos edificios lo hacen. Creo que es por seguridad.


—Menuda seguridad. Bueno, gracias por dejarme salir. Podría haber estado ahí todo el día —replicó ella, sonriendo, para luego alejarse con la cabeza muy alta.


Cuando llegó a su apartamento, oyó el aspirador. Era Julieta. La señora que iba a limpiar todas las semanas. Aquel había sido uno de los excesos que le había permitido su enorme sueldo. Se había sentido tan importante.


Ya no tendría que fregar suelos, ni cambiar la ropa de la cama… Lo único que tenía que hacer era regar las plantas y poner flores cuando iban sus amigos a cenar o cuando tenía una cita.


Bueno, ya no volvería a tener una fiesta en mucho tiempo. La mayoría de sus amigos eran del trabajo. Christian, el chico con el que había estado saliendo, se había marchado a un puesto en Seattle tres meses atrás. Tal vez se había dado cuenta de lo que iba a pasar en la empresa.


A partir de entonces, Paula tendría que encargarse de hacer la limpieza. No se lo había dicho todavía a Julieta porque había estado completamente segura de que en contraría otro trabajo. Sin embargo…


—Ven a tomar una taza de café conmigo, Julieta —le dijo, cuando la mujer hubo terminado sus tareas—. Me temo que tengo malas noticias que darte.


—Gracias. Me viene muy bien tomarme un café. Además, así les quito a mis pies el peso que soportan durante un rato —replicó Julieta, que era bastante voluminosa, mientras se sentaba en una silla de la cocina—. ¿Malas noticias? No me gusta cómo suena eso.


—A mí tampoco —afirmó Paula, mientras servía el café—. No me gusta tener que decirte esto, pero ya no me puedo permitir tus servicios.


—¿Cómo? Lo siento. Me gusta trabajar aquí. Usted no es tan desordenada como la mayoría.


No preguntó por qué, pero Paula se lo explicó de todos modos. Julieta se mostró compasiva.


—Es una pena. Dios mío, no sé lo que pasa hoy en día. El señor Taylor, en el cuarto piso, me despidió el mes pasado. Perdió su trabajo y tuvo que ponerse a trabajar en Lodi. Me dijo que le pagaban mucho menos. Los tiempos se están poniendo difíciles.


—Sí —respondió Paula, pensando que, tal vez, ella también tendría que mudarse a otra ciudad, dejar su hermoso apartamento—. ¿Te parece bien que solo te dé dos semanas de aviso? O preferirías que te diera una compensación económica?


—No, no. Usted ya tiene suficientes problemas. No se preocupe por mí.


—¿Estás segura? —preguntó Paula, aliviada.


—Claro que sí. Sé cómo se pasa cuando uno pierde un trabajo y, para serle sincera, tengo más de lo que necesito. La semana pasada rechacé tres trabajos.


—¿De verdad? ¿Entonces no hay problemas para encontrar trabajo en el sector de la limpieza?


—Ni que lo diga. Además, te pones tú misma el ritmo, eliges lo que te interesa, eres tu propio jefe, tú te pones las tarifas. Al señor Jenkins le cobraba el doble porque su casa estaba siempre como una pocilga. Y si se trabaja en la zona de Heights o en The Cove, se puede cobrar una fortuna.


—¿De verdad?


—Sí. El problema es que hay que ir en coche y se cansa una mucho subiendo las escaleras.


—¿Escaleras?


—Sí, ya sabe. Todas esas casas tan antiguas de por allí no tienen más que escaleras al segundo piso. No, yo no podría soportarlo, aunque en una casa de esas te paguen más que en tres apartamentos. La señora Smith me llamó ayer para intentar que volviera con ella. Le dije que ni hablar.


Paula la miró, muy interesada. Una se pone su propio ritmo. Sus propios precios. Una fortuna en Heights. Escaleras… ¡No había ascensores!


Cualquiera sabía limpiar una casa. Hizo cálculos. ¿Se podría poner sus propios precios? ¿Una fortuna? Solo temporalmente, mientras seguía buscando…


—Julieta —dijo Paula—. ¿Me podrías dar una referencia?





domingo, 15 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 3




—Que te quedaste atrapada en el ascensor? —preguntó Miguel.


—A mí no me hace gracia —replicó Paula, a pesar de que ella también se estaba riendo. Al menos, él no sabía que se había comportado como una idiota.


—Bueno, solo te has retrasado un poco —dijo él, abriendo la puerta de la sala de conferencias.


Paula se quedó boquiabierta. Al ver a todos sus compañeros, esperando para despedirse de ella, y la mesa llena de cosas para picar y de regalos, se le saltaron las lágrimas, pero consiguió controlarse.


—¿Qué es esto? ¿Es que vamos a celebrar que me han despedido?


—Claro —respondió Miguel, con una sonrisa—. Te lo advertí. ¡Exprime un poco más mis talentos creativos y te largas de aquí!


—También ha estado algo tacaño con los víveres. Muy lento —dijo Javier—. He tardado dos días en conseguir todo lo que necesitábamos.


Los demás se unieron también a la fiesta y todo resultó más fácil. No mucho más porque a Paula no le gustaba en absoluto marcharse… justo en medio de todo. En el mundo de la tecnología, todo cambiaba muy rápidamente y había que estar muy metido para estar al día. Y así era, porque Miguel estaba desarrollando…


—¡Basta ya, chicos! Venga, Paula —dijo Pame, que estaba diseñando un teclado especial que iba a tener un gran éxito—. Sírvete tú misma. ¿Quieres café?


Paula asintió y sonrió a la japonesa que había seleccionado solo unos pocos meses antes. Ella era una de las tres personas que había contratado después de convencer a la central de que si iban a intentar salir al mercado internacional, tendrían que ofrecer programas y teclados compatibles con todos los idiomas. 


Pero como ella se marchaba…


«¡Egoísta! ¿Te crees que eres el centro del mundo y que las ruedas del progreso se van a detener solo por que tú te marches? Todas estas personas son los técnicos y los científicos. ¡Tú solo eras un radio más en la rueda!», se dijo. 


«Aunque un radio muy importante», añadió, con amargura. «Yo me ocupé de limar los rasgos propios de todo este equipo para que encajaran, medié por entre ellos, luché por sus ideas, conseguí los apoyos…».


—Yo he traído champán —dijo Miguel.


—Y yo he preparado el pastel —comentó Linda.


—Gracias a los dos. Mi bebida favorita y mi pastel favorito —dijo Paula, forzándose para sonreír. No quería estropear la fiesta que ellos le habían preparado—. No os lo toméis todo, muchachos. Lo que quede pienso llevármelo a casa.


—¿Acumulando alimentos, eh?


—Claro, no se sabe el tiempo que va a pasar hasta que me den otro cheque —comentó Paula, riéndose. Estaba segura de que había otro trabajo esperándola en otra empresa. No estaba preocupada y el buen humor le duró un buen rato.


Al final del día, mientras se acercaba de nuevo al ascensor, sintió que el pánico se apoderaba de ella, como era habitual, pero más pronunciado por lo que le había pasado por la mañana. Sin embargo, el champán le dio algo de valor. Además, varios de sus antiguos compañeros bajaban con ella, así que, a pesar del temor, se montó con ellos.


Cerró los ojos, recordando, sintiendo la claustrofobia y el inminente temor de verse atrapada para siempre. La calidez y la tranquilidad que le había transmitido aquel desconocido, rodeándola con sus brazos, el placer que había sentido cuando sus labios tocaban los suyos… Deseó…


¡Aquello era imposible! ¡Se había comportado como una idiota! Sería mejor que no volviera a verlo en toda su vida.


Por fin llegaron al vestíbulo. Las puertas se abrieron y una fuerte sensación de alivio se adueñó de Paula cuando pudo salir del pequeño espacio del ascensor. «Estoy segura de que todo esto va a tener mejores consecuencias para mí», pensó. Seguramente su próximo despacho estaría en el primer piso.


Desde el edificio del banco, se dirigió a su apartamento, que estaba cerca del muelle. Le gustaba su apartamento. Un dormitorio solamente, pero el cuarto de baño era muy grande y tenía un vestidor, y un enorme salón, decorado con una mullida moqueta. Había escogido uno en el primer piso. Además, aparte de no utilizar el ascensor, podía ir más fácilmente al gimnasio comunitario, a la lavandería y a la piscina. Por eso, pensaba conservar aquel apartamento.


Si podía.


No resultaba nada barato. Aquello no le había preocupado en lo más mínimo cuando dejó su modesto trabajo en Sacramento para mudarse a San Francisco y aceptar el trabajo con CTI. El enorme salario era un regalo de Dios. No solo se podía permitir aquel apartamento si no que también podía ayudar a sus abuelos a retirarse a una residencia.


Cuando tenía cinco años, sus padres habían muerto en un accidente de coche. Paula había tenido que ir a vivir con sus abuelos. Su cariño le dio fuerzas, la protegió de la conmoción de aquella muerte… A ella de la pérdida de sus padres y a ellos de la de su única hija. Paula se había refugiado en el amor, las atenciones y las cosas que ellos le daban. No se le negaba nada. 


Había vivido en un mundo privilegiado. Colegios privados, clases de música y de baile, natación, esquí, vacaciones en Europa… Nunca había tenido que ocuparse de las tareas domésticas porque siempre habían tenido servicio. Su madre nunca había trabajado fuera de casa, pero se quedó con Paula para disfrutar de los clubes y las reuniones sociales. El abuelo solo era el director de un instituto, pero…


¡No era de extrañar que Paula se hubiera pensado que eran ricos! Descubrió que no era así cuando el abuelo se jubiló y decidió que deberían ingresar en una residencia en la que ya vivían muchos de sus amigos.


—Si nos lo podemos permitir… —le había dicho.


Por primera vez, Paula se había dado cuenta de su situación económica. Descubrió que su estilo de vida había estirado el suelo de su abuelo hasta el límite. Además, la casa había tenido que ser hipotecada para pagar los estudios de Paula en Stanford. Sin embargo, lo que obtuvieron con su venta y las pocas inversiones que tenían hizo posible que compraran un apartamento de dos habitaciones en la residencia.


Paula, que entonces estaba empezando su nuevo trabajo en San Francisco, se alegró de verlos instalados tan cómodamente. La tasa de mantenimiento mensual incluía tres comidas al día, servicios de limpieza y una gran variedad de entretenimiento social, además del cuidado constante.


El problema era que la pensión del abuelo apenas llegaba para cubrir el coste de todo aquello. Paula, sintiéndose más que rica con su nuevo sueldo, se la complementaba con una jugosa cantidad todos los meses. El abuelo había protestado, pero Paula insistió. Se alegraba de darles aquel dinero extra para poder pagarles de algún modo todo lo que ellos le habían dado a ella.


Pero en aquellos momentos…


Paula se sintió alarmada por primera vez. Había estado gastando más de la cuenta en el apartamento, en los muebles, ropas… Un año atrás… De repente, el dinero y el trabajo se habían desvanecido.


Aunque se deshiciera del apartamento, ¿qué haría con todos los muebles que todavía tenía sin pagar? Aquella era otra cuestión. Las facturas.


La ciudad se había despertado en aquellos momentos. La gente salía de los edificios y llenaba las aceras. El tráfico estaba completamente atascado. Sin embargo, Paula casi no se dio cuenta mientras intentaba evitar al resto de los peatones y seguir con su rápido paso, calculando mentalmente.


¿Cómo era aquel dicho? ¿De tal palo, tan astilla? Como sus abuelos, había estado estirando demasiado su sueldo. Nunca se había parado a pensar que tenía que ahorrar, y con el estilo de vida que llevaba, casi no había llegado de un mes a otro.


Solo le quedaba una paga más y la liquidación de un mes. De nuevo, volvió a recordarse que no tenía por qué preocuparse. Ya había presentado algunas solicitudes, detallando sus estudios, su experiencia y las excelentes referencias de Sam. Estaba muy bien preparada. Las posibilidades eran infinitas.


Al día siguiente, tenía una cita con la Corry Corporation y dos entrevistas la semana próxima. Todo parecía bastante prometedor. 


Solo sería cuestión de elegir.


Cuando se quitó la ropa y se fue a la piscina, se sentía mucho más segura de sí misma.