domingo, 15 de julio de 2018

CONVIVENCIA: CAPITULO 3




—Que te quedaste atrapada en el ascensor? —preguntó Miguel.


—A mí no me hace gracia —replicó Paula, a pesar de que ella también se estaba riendo. Al menos, él no sabía que se había comportado como una idiota.


—Bueno, solo te has retrasado un poco —dijo él, abriendo la puerta de la sala de conferencias.


Paula se quedó boquiabierta. Al ver a todos sus compañeros, esperando para despedirse de ella, y la mesa llena de cosas para picar y de regalos, se le saltaron las lágrimas, pero consiguió controlarse.


—¿Qué es esto? ¿Es que vamos a celebrar que me han despedido?


—Claro —respondió Miguel, con una sonrisa—. Te lo advertí. ¡Exprime un poco más mis talentos creativos y te largas de aquí!


—También ha estado algo tacaño con los víveres. Muy lento —dijo Javier—. He tardado dos días en conseguir todo lo que necesitábamos.


Los demás se unieron también a la fiesta y todo resultó más fácil. No mucho más porque a Paula no le gustaba en absoluto marcharse… justo en medio de todo. En el mundo de la tecnología, todo cambiaba muy rápidamente y había que estar muy metido para estar al día. Y así era, porque Miguel estaba desarrollando…


—¡Basta ya, chicos! Venga, Paula —dijo Pame, que estaba diseñando un teclado especial que iba a tener un gran éxito—. Sírvete tú misma. ¿Quieres café?


Paula asintió y sonrió a la japonesa que había seleccionado solo unos pocos meses antes. Ella era una de las tres personas que había contratado después de convencer a la central de que si iban a intentar salir al mercado internacional, tendrían que ofrecer programas y teclados compatibles con todos los idiomas. 


Pero como ella se marchaba…


«¡Egoísta! ¿Te crees que eres el centro del mundo y que las ruedas del progreso se van a detener solo por que tú te marches? Todas estas personas son los técnicos y los científicos. ¡Tú solo eras un radio más en la rueda!», se dijo. 


«Aunque un radio muy importante», añadió, con amargura. «Yo me ocupé de limar los rasgos propios de todo este equipo para que encajaran, medié por entre ellos, luché por sus ideas, conseguí los apoyos…».


—Yo he traído champán —dijo Miguel.


—Y yo he preparado el pastel —comentó Linda.


—Gracias a los dos. Mi bebida favorita y mi pastel favorito —dijo Paula, forzándose para sonreír. No quería estropear la fiesta que ellos le habían preparado—. No os lo toméis todo, muchachos. Lo que quede pienso llevármelo a casa.


—¿Acumulando alimentos, eh?


—Claro, no se sabe el tiempo que va a pasar hasta que me den otro cheque —comentó Paula, riéndose. Estaba segura de que había otro trabajo esperándola en otra empresa. No estaba preocupada y el buen humor le duró un buen rato.


Al final del día, mientras se acercaba de nuevo al ascensor, sintió que el pánico se apoderaba de ella, como era habitual, pero más pronunciado por lo que le había pasado por la mañana. Sin embargo, el champán le dio algo de valor. Además, varios de sus antiguos compañeros bajaban con ella, así que, a pesar del temor, se montó con ellos.


Cerró los ojos, recordando, sintiendo la claustrofobia y el inminente temor de verse atrapada para siempre. La calidez y la tranquilidad que le había transmitido aquel desconocido, rodeándola con sus brazos, el placer que había sentido cuando sus labios tocaban los suyos… Deseó…


¡Aquello era imposible! ¡Se había comportado como una idiota! Sería mejor que no volviera a verlo en toda su vida.


Por fin llegaron al vestíbulo. Las puertas se abrieron y una fuerte sensación de alivio se adueñó de Paula cuando pudo salir del pequeño espacio del ascensor. «Estoy segura de que todo esto va a tener mejores consecuencias para mí», pensó. Seguramente su próximo despacho estaría en el primer piso.


Desde el edificio del banco, se dirigió a su apartamento, que estaba cerca del muelle. Le gustaba su apartamento. Un dormitorio solamente, pero el cuarto de baño era muy grande y tenía un vestidor, y un enorme salón, decorado con una mullida moqueta. Había escogido uno en el primer piso. Además, aparte de no utilizar el ascensor, podía ir más fácilmente al gimnasio comunitario, a la lavandería y a la piscina. Por eso, pensaba conservar aquel apartamento.


Si podía.


No resultaba nada barato. Aquello no le había preocupado en lo más mínimo cuando dejó su modesto trabajo en Sacramento para mudarse a San Francisco y aceptar el trabajo con CTI. El enorme salario era un regalo de Dios. No solo se podía permitir aquel apartamento si no que también podía ayudar a sus abuelos a retirarse a una residencia.


Cuando tenía cinco años, sus padres habían muerto en un accidente de coche. Paula había tenido que ir a vivir con sus abuelos. Su cariño le dio fuerzas, la protegió de la conmoción de aquella muerte… A ella de la pérdida de sus padres y a ellos de la de su única hija. Paula se había refugiado en el amor, las atenciones y las cosas que ellos le daban. No se le negaba nada. 


Había vivido en un mundo privilegiado. Colegios privados, clases de música y de baile, natación, esquí, vacaciones en Europa… Nunca había tenido que ocuparse de las tareas domésticas porque siempre habían tenido servicio. Su madre nunca había trabajado fuera de casa, pero se quedó con Paula para disfrutar de los clubes y las reuniones sociales. El abuelo solo era el director de un instituto, pero…


¡No era de extrañar que Paula se hubiera pensado que eran ricos! Descubrió que no era así cuando el abuelo se jubiló y decidió que deberían ingresar en una residencia en la que ya vivían muchos de sus amigos.


—Si nos lo podemos permitir… —le había dicho.


Por primera vez, Paula se había dado cuenta de su situación económica. Descubrió que su estilo de vida había estirado el suelo de su abuelo hasta el límite. Además, la casa había tenido que ser hipotecada para pagar los estudios de Paula en Stanford. Sin embargo, lo que obtuvieron con su venta y las pocas inversiones que tenían hizo posible que compraran un apartamento de dos habitaciones en la residencia.


Paula, que entonces estaba empezando su nuevo trabajo en San Francisco, se alegró de verlos instalados tan cómodamente. La tasa de mantenimiento mensual incluía tres comidas al día, servicios de limpieza y una gran variedad de entretenimiento social, además del cuidado constante.


El problema era que la pensión del abuelo apenas llegaba para cubrir el coste de todo aquello. Paula, sintiéndose más que rica con su nuevo sueldo, se la complementaba con una jugosa cantidad todos los meses. El abuelo había protestado, pero Paula insistió. Se alegraba de darles aquel dinero extra para poder pagarles de algún modo todo lo que ellos le habían dado a ella.


Pero en aquellos momentos…


Paula se sintió alarmada por primera vez. Había estado gastando más de la cuenta en el apartamento, en los muebles, ropas… Un año atrás… De repente, el dinero y el trabajo se habían desvanecido.


Aunque se deshiciera del apartamento, ¿qué haría con todos los muebles que todavía tenía sin pagar? Aquella era otra cuestión. Las facturas.


La ciudad se había despertado en aquellos momentos. La gente salía de los edificios y llenaba las aceras. El tráfico estaba completamente atascado. Sin embargo, Paula casi no se dio cuenta mientras intentaba evitar al resto de los peatones y seguir con su rápido paso, calculando mentalmente.


¿Cómo era aquel dicho? ¿De tal palo, tan astilla? Como sus abuelos, había estado estirando demasiado su sueldo. Nunca se había parado a pensar que tenía que ahorrar, y con el estilo de vida que llevaba, casi no había llegado de un mes a otro.


Solo le quedaba una paga más y la liquidación de un mes. De nuevo, volvió a recordarse que no tenía por qué preocuparse. Ya había presentado algunas solicitudes, detallando sus estudios, su experiencia y las excelentes referencias de Sam. Estaba muy bien preparada. Las posibilidades eran infinitas.


Al día siguiente, tenía una cita con la Corry Corporation y dos entrevistas la semana próxima. Todo parecía bastante prometedor. 


Solo sería cuestión de elegir.


Cuando se quitó la ropa y se fue a la piscina, se sentía mucho más segura de sí misma.




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