viernes, 29 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 14




Después de cenar, Pedro, que se había mostrado agradecido por la comida pero distante, se retiró a su despacho. Paula se encerró en el pequeño baño y se puso su camisón nuevo. Un rápido vistazo al espejo le confirmó que no había nada extraño en ella. No tenía trozos verdes de cilantro entre los dientes ni manchas de chocolate alrededor de la boca.


Entonces, ¿por qué ese comportamiento tan extraño? Sabía que había atracción entre ellos, y ambos eran adultos.


Mientras se limpiaba los dientes y se preparaba para acostarse, se dijo que debería estar contenta por haber conseguido otra noche de alojamiento gracias a una cena decente. Había visto el cielo abierto aquella tarde, cuando la señora Hawkins había apuntado automáticamente el precio de su comida, una manzana y un yogurt, en la cuenta de su padre. 


Aprovechando la oportunidad, había regresado y había llenado un carro con productos que habrían tentado a un gourmet. La estrategia había funcionado. Pedro ni siquiera le había preguntado por qué seguía aún en Sandy Bend. 


Y la culpabilidad que sentía por haber hecho uso de la cuenta de su padre la aliviaría devolviéndoselo todo cuando tuviera acceso a su talonario.


Desafortunadamente, no estaba segura de poder repetir lo de la comida para disponer de una noche más, y lo necesitaba. Claudio, el detective privado, finalmente le había dejado un mensaje en el móvil, y no era bueno. No había señales de actividad en la casa de Roxana, ninguno de sus amigos había sabido nada de ella y su coche aún estaba en el aparcamiento del trabajo.


Paula puso su cepillo de dientes en el recipiente que había en la encimera del lavabo y sonrió ante ese pequeño acto de dominio. Mientras volvía al salón, no pudo evitar pensar en la leyenda de Sherezade, que iba ganando un día más de vida con cada cuento que le contaba al sultán cada noche. Tal vez ella no se jugara tanto, pero estaba empezando a sentirse como la protagonista de Las mil y una noches.


Nunca había negado su atracción sexual hacia Pedro, pero ahora que había madurado, había empezado a sospechar que había algo más que hormonas en juego. Tal vez algo tan frágil como el corazón, lo que había estado protegiendo durante años.


Apartando de su mente ese pensamiento por absurdo y peligroso, encendió la lámpara de mesa que había junto al sofá y se puso el maletín en el regazo. Empezó a rebuscar en él, ansiando tener orden en algún aspecto de su vida.


Ojeó los papeles que había metido en el bolsillo del medio hacía días y que había ignorado desde entonces, y encontró las notas que había hecho sobre Casa Pura Vida, un listado que no tenía intención de continuar en aquel momento. 


Habían salido demasiadas cosas malas de una casa que al principio le había parecido maravillosa. Bajo sus notas encontró el listado de otras ventas que había preparado para aquel día. Echó a un lado los papeles y metió la mano en el bolsillo frontal, buscando un sujetapapeles. 


En vez de eso encontró su PDA* y su estuche de acero inoxidable.


Paula frunció el ceño. El estuche tenía un arañazo nuevo, en diagonal.


—¿Cómo ha ocurrido esto? —murmuró.


Levantó la tapa del PDA y apretó el botón de encendido para asegurarse de que el daño había sido sólo superficial. La pantalla de presentación no mostraba la foto de un tipo musculoso y sin camiseta que ella había cargado para alegrarse un poco la vista.


—Qué extraño —dijo.


Y le pareció aún más extraño cuando entró en la agenda y comprobó que los datos no eran suyos. Al hacer un recorrido por la entradas de la A a la Z se dio cuenta de que, de alguna manera, había terminado llevándose el PDA de Roxana. Recordó lo enfadada que había estado al llegar a la oficina y al dejar allí todas las cosas de su compañera, y no le extrañó que se hubiera llevado el aparato equivocado por error.


Y ahora ese error podía ser una bendición.


Paula caminó en círculos por la habitación, dándole vueltas al PDA en las manos. Lo más ético sería dejar el PDA y no husmear más en él pero, dada su situación, decidió dejar la ética para más adelante.


Quince minutos después ya era una experta en los asuntos de Roxana. Sabía quién era su peluquero, su cirujano plástico y su ginecólogo. 


Había leído las puntuaciones que les había dado a sus últimos novios y sabía lo que le había comprado a su padre por el Día del Padre. Pero, lo más importante, estaba bastante segura de haber encontrado la contraseña de Roxana para entrar en la página de Chaves-Pierce. Tenía que ir a un ordenador y ver lo que encontraba. Y tenía que hacerlo ya.


Caminó descalza hacia el pasillo que llevaba al dormitorio de Pedro y a su despacho. Dio algunos pasos más y dejó escapar un gruñido de decepción. Pedro estaba sentado frente al ordenador.


—¿Quieres algo? —dijo él sin desviar la vista de la pantalla.


—No, nada. Sólo estaba paseando un poco.


—Ah, vale —contestó Pedro distraídamente.


Pero Paula estaba tan ansiosa por comprobar su descubrimiento que le picaban los dedos. 


Necesitaba un teclado. Se acercó a Pedro, intentando ver si lo que estaba haciendo le llevaría sólo unos minutos o iba para largo.


—Si estás aburrida, lee un libro —volvió a decir él sin mirarla—. Hay uno en el último cajón de la mesa.


—Gracias.


—Si estás esperando el ordenador, olvídalo. Tengo que terminar algunas cosas. Además, no me seduce la idea de que curiosees en mis archivos.


—Gracias por el voto de confianza.


Pedro chasqueó la lengua.


—Sólo estoy siendo realista.


Y ella también. Al día siguiente iría a la biblioteca y buscaría un ordenador que poder usar. Hasta entonces, sólo podía hacer tiempo.


Organizó y dobló sus nuevas prendas. Después les hizo algo de sitio, moviendo algunos trofeos polvorientos que Pedro tenía junto al equipo de música. Una figurita representando un jugador de fútbol cayó contra otra, y ella soltó una pequeña exclamación.


—¿Qué estás haciendo por ahí? —preguntó Pedro desde su estudio.


—Limpio un poco.


—¿Quieres decir que, además de una cocinera, has secuestrado a una asistenta?


—Muy gracioso —dijo Paula, aunque se alegraba de reconocer en su voz al antiguo Pedro que ella conocía.


Paula volvió a ordenar las estatuillas y, a las diez y media, ya había organizado sus cosas, había leído cincuenta páginas del libro que había mencionado Pedro y se había preparado el sofá para dormir. Justo cuando se disponía a acostarse, una música de guitarra eléctrica se escuchó por toda la casa. Y Paula supuso que Pedro estaría tan ansioso de diversión como ella. ¿Por qué, si no, iba a hacer aquello?


Se levantó del sofá y se dirigió al estudio. Pedro aún estaba sentado frente al ordenador.


—¿Ocurre algo? —preguntó al verla. Pero Paula detectó un brillo de diversión en sus ojos.


—Esperaba dormir algo esta noche.


—Lo siento. Estudio mejor con música cuando estoy algo cansado. Me ayuda a concentrarme.


Paula vio que en aquel momento Pedro se estaba concentrando en su escote. ¿Sería posible que el tejido del camisón que había comprado fuera más fino de lo que le había parecido en un principio? Luchó contra el impulso de mirar hacia abajo y comprobarlo.


—¿Estás estudiando? —preguntó mientras se acercaba.


—Estoy terminando el último año de Derecho.


—Es impresionante. No lo sabía.


Pedro sonrió ligeramente.


—¿Acaso deberías saberlo?


—Probablemente, no.


—¿Y no estudiarías mejor con música clásica?


—Ni de lejos.


Paula vio unos auriculares en una de las estanterías, sobre el ordenador. El hecho de meter su cuerpo entre Pedro y el pequeño espacio que había hasta los auriculares para agarrarlos la llevó a formular la siguiente pregunta.


—¿Y qué te parece si encuentro la manera de que los dos estemos a gusto con la música?


—¿Qué me ofreces?


—Esto.


Tomándose su tiempo para saborear el momento y disfrutar de la fragancia masculina de Pedro, Paula se inclinó hacia él y tomó los auriculares. Pedro la siguió con la mirada sin perder detalle, y ella no quiso pensar en lo que le harían sus caricias.


Él movió la silla hacia delante, de manera que sus rodillas se quedaron a sólo unos centímetros de donde Paula estaba. Ella sintió que el corazón le latía aceleradamente, y casi pudo jurar que también oyó el de Pedro.


Él alargó una mano y tocó la seda del camisón.


—Es bonito —le dijo—. Te queda bien el dorado.


Soltó la tela y recorrió con el índice la banda que había justo debajo del pecho. Sus ojos azules se oscurecieron. Paula sabía que Pedro quería más, y ella también.


Grandes riesgos... grandes recompensas.


Entonces él dejó caer la mano.


—Creo que ya he tentado la suerte lo suficiente. Tal vez quieras dar un paso atrás, princesa.


Dar un paso atrás era lo último que quería. Dejó los auriculares en su sitio y puso una mano en cada reposabrazos de la silla.


Él abrió las piernas y ella se metió en ese hueco, poniéndole las manos en los hombros. Él la agarró por las caderas, atrayéndola más hacia sí.


—¿Quieres saber por qué no puedo concentrarme? —preguntó Pedro.


—Creo que no.


Pero era mentira. Quería saberlo, especialmente si tenía que ver con que sus cuerpos se unieran.


Pedro le pasó suavemente los pulgares por las caderas.


—Siempre me has vuelto loco. ¿Lo sabías? Pensé que a lo largo de estos años lo habría superado, que podría estar cerca de ti sin...


En los negocios, aprovechar la oportunidad lo era todo, y Paula era buena en los negocios. Le atrapó la boca con la suya, acallando un gemido de sorpresa.


Sí, él también la volvía loca, y la hacía sentir viva. Y quería preocuparse sólo de ese momento, no del mañana. Sólo del ahora.


Paula suspiró de placer. ¡Ah, cómo recordaba su boca...! Pedro tenía el labio inferior grueso, perfecto para atraparlo entre sus dientes y acariciarlo con la boca.


Pedro la agarró por la cintura y la atrajo hacia él.


Ella apoyó una rodilla en el borde de la silla, inclinándose hacia Pedro y abriéndose a él. Sus lenguas se entrelazaron y el beso se prolongó. 


Paula sentía que su piel ganaba temperatura y supo que estaba húmeda, deseando más.


No había sentido ese tipo de calor en... tres años. Desde la última vez que él la había besado.


Pedro murmuró su nombre y deslizó una mano hasta su pecho. Sorprendida por la nueva sensación, Paula interrumpió el beso y se incorporó para mirarlo.


Sus miradas se encontraron y él deslizó los dedos por debajo de la seda del camisón, haciéndola temblar de excitación.


—Déjame acariciarte.


Ella dio su consentimiento bajándose el otro tirante del camisón. Pedro le cubrió un pecho con una mano caliente. Deslizó el pulgar sobre el pezón, y ella cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás mientras él jugueteaba suavemente con su pecho. Pero pronto apartó la mano.


—Necesito verte —a Paula no le dio tiempo a asentir ni a negarse. Pedro simplemente apartó la tela del camisón, dejándole los pechos al descubierto—. Eres preciosa.


Ella hundió las manos en su cabello y guió la boca de Pedro hacia sus pechos. Él dejó escapar un gemido de placer antes de deslizar la lengua por el pezón y de atraparlo con sus labios.


A Paula empezaron a fallarle las rodillas. Él debió de darse cuenta de que le faltaba equilibrio, porque le puso las manos en el trasero, sujetándola. Sus dedos se movieron con el mismo ritmo sensual con el que lo hacía su lengua.


Ella gimió y empujó las caderas hacia las manos de Pedro con un reflejo involuntario. El separó la boca de su pecho y dijo:
—Abre las piernas un poco más.


Ella le puso de nuevo las manos en los hombros y dudó, no porque no quisiera cooperar, sino porque estaba demasiado perdida en un tumulto de sensaciones como para obedecerlo inmediatamente.


—Vamos, princesa —la apremió.


Paula abrió un poco las piernas. A través del tejido de seda Pedro trazó un camino con un dedo entre sus nalgas y ella comenzó a respirar más rápidamente y a temblar.


—Más cerca —murmuró él, y Paula obedeció.


Le apretó los hombros con las manos mientras él la explora con suavidad. Increíblemente, después de tres caricias con sus dedos, ella estaba al borde del orgasmo.


Paula quería llamar su atención, decirle que fuera más despacio... o tal vez más deprisa. 


Pero lo único que pudo decir fue:
—¿Pedro?


—Shh... —contestó él, sin dejar de acariciarla.


Paula sintió que su cuerpo se tensaba y finalmente se dejó ir. Gritó su nombre y, mientras ella temblaba, Pedro apoyó la cabeza contra su estómago. Estaba diciendo algo, pero Paula no sabía qué. Las palabras no podían competir con la oleada de placer que aún hacía que su corazón latiera a toda velocidad.


Cuando la pasión empezó a desvanecerse, apareció la vergüenza. Ya era la segunda vez que Pedro conseguía llevarla a las cotas más altas del placer sólo con sus caricias, y a Paula no le gustaba qué decía aquello de ella, cómo podía perder el control con él.


Paula se incorporó, ajustándose el camisón.


—Yo... —se detuvo, dándose cuenta de que no sabía qué decir.


Pedro estaba reclinado en la silla, y su fuerte erección era evidente a través de los vaqueros. 


La miró intensamente.


—Ya te dije que tal vez tendrías que haber dado un paso atrás.


Esa vez, Paula escuchó.




*PDA, del inglés personal digital assistant, asistente digital personal, computadora de bolsillo, organizador personal o agenda electrónica de bolsillo, es una computadora de mano originalmente diseñada como agenda personal electrónica (para tener uso de calendario, lista de contactos, bloc de notas, recordatorios, dibujar, etc.) con un sistema de reconocimiento de escritura.





LA TENTACION: CAPITULO 13




Cuando Pedro llegó a su casa aquella tarde, se encontró con que Paula aún estaba allí. De la cocina le llegó el aroma de pollo especiado y de la tarta de chocolate que había visto sobre la encimera. Si Paula lo estaba manipulando, lo estaba haciendo condenadamente bien.


Además, ya había tenido suficiente de Dana por aquel día. Había sido muy protectora con él desde que lo había visto en la UVI pero, como le había dicho, ya estaba mejor. Se había curado física y emocionalmente y se encontraba lo suficientemente fuerte como para enfrentarse a Paula... pero no en aquel momento. No cuando ella llevaba un vestido con la espalda al descubierto propio de una estrella de cine.


La saludó con la cabeza y dijo:
—¿Has secuestrado a un cocinero?


—No —respondió ella—. He cocinado yo.


—Sorprendente —y no estaba bromeando.


Ella le tendió una cerveza fría, lo que al menos le proporcionó algo para mantener las manos ocupadas. Porque si sus manos hubieran tenido vida propia, le habrían desabrochado el vestido.


—La cena está casi lista —dijo ella, y después se acercó, a la encimera, donde había dejado una ensalada que tenía demasiados colores como para ser una de las embolsadas que él tomaba.


Mientras ella terminaba de aliñar la ensalada, Pedro pensó en los beneficios de un vestido como aquél. No sólo le permitía fantasear con quitárselo, sino que también le ofrecía una magnífica vista de su espalda. Su piel no estaba tan bronceada como se había imaginado que estaría la piel de una chica de Florida, pero le resultó igual de apetecible.


—¿Dónde has conseguido ese vestido? —preguntó, y tomó un sorbo de cerveza.


—En la boutique de Marleigh —contestó, y se giró para mirarlo con la ensalada en la mano. 


Cuando se inclinó para ponerla sobre la mesa de la cocina, Pedro pudo disfrutar de una agradable vista de la parte superior de sus pechos.


—¿Preparado? —preguntó ella.


Más de lo que él nunca le permitiría saber.





jueves, 28 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 12




Paula se terminó su café y se dedicó a echar un vistazo a las boutiques cursis que poblaban la calle principal de la ciudad. Ya no quedaba ni un solo comerciante que creyera en el pago a cuenta cuando los milagros de la Visa y MasterCard ya eran algo tan común.


Si no encontraba pronto una solución, tendría que limitarse a comprar un paquete de agujas y alterar el vestuario de Pedro para tener algo que ponerse. Sólo le quedaban dos lugares que visitar: el balneario Devine Secrets y la boutique de Marleigh. El balneario también llevaba una línea de ropa de algún diseñador local, pero su nombre le sugería el de Dana Devine Brewer, y no se sentía preparada para entrar allí. Se dirigió a la tienda de Marleigh.


Marleigh era una conocida de la hermana mayor de Paula, Carolina, lo que significaba que estaba lo suficientemente cerca de los Chaves como para disfrutar de su maravillosa aura, pero no tanto como para conocer sus trapos sucios. A Paula le resultó fácil convencer a la propietaria de la tienda de que se iba a quedar en la ciudad indefinidamente, y de que le gustaría tener una cuenta en la boutique. Estaba dispuesta a pagar todas sus deudas, pero no hasta que se viera libre de las preocupaciones de que la rastrearan a través de los movimientos de sus tarjetas de crédito.


Mientras contestaba las preguntas de Marleigh sobre la vida de Carolina, le echó un vistazo a la ropa. Eligió algunas prendas lo suficientemente caras como para ganarse el estatus de cliente favorecido.


Compró algunas faldas y blusas para los siguientes días, y siguiendo un impulso también compró un camisón de seda de color dorado, provocativo, pero de una manera sutil. También eligió un biquini rojo y un pareo que se le ajustaba a las caderas, lo suficiente para resaltar sus curvas pero también para ocultar sus defectos.


Las compras reflejaban lo ambivalente que era. 


Aunque deseaba encontrar a Roxana y torturarla metiéndole astillas de bambú bajo las uñas, también quería pasar más tiempo con Pedro.


La puerta de la boutique se abrió y, cuando Paula miró para ver quién había entrado, estuvo tentada de esconderse debajo del mostrador.


—Hola, Marleigh —dijo Dana Devine Brewer—. Pensé que podría pasarme y recordarte que tienes un masaje con Stacy a las siete —dijo Dana, sin dejar de mirar a Paula si un solo segundo.


Paula sabía que la estaba estudiando con detenimiento. La cuñada de Pedro la miraba como si fuera una leona en busca de una presa.


—Y yo te recuerdo que me llamaste hace una hora para decírmelo —respondió Marleigh.


Dana fingió estar sorprendida.


—¿De verdad? No sé dónde tengo la cabeza. Debe de ser por todos los detalles de los que tengo que estar pendiente para la apertura de mi nueva Montaña de Cristal —le lanzó a Paula otra mirada inquisitiva.


Lo último que Paula deseaba era ser el centro de los cotilleos de Sandy Bend. Con Marleigh tenía que ser agradable, pero a los demás podía dedicarles su famosa mirada glacial de heredera Chaves.


—Bueno, Paula, ¿qué te trae por aquí? —le preguntó Dana finalmente.


—Sólo he venido de visita.


—Eso es extraño, ya que ahora eres la única Chaves en la ciudad.


—Pero no te he dicho a quién he venido a visitar, ¿no?


—Sólo se me ocurre una posibilidad aparte de tu familia, y...


—¿Por qué no me enseñas tu balneario? —la interrumpió Paula—. Podemos hablar de camino —antes de que Dana pudiera contestar, Paula se giró hacia Marleigh—. ¿Puedo dejar aquí las compras? Volveré enseguida.


Una vez fuera, Dana empezó otra vez.


—¿Por qué estás aquí? Esteban y Alejandra no volverán hasta agosto.


—Bueno, creo que eso no es asunto tuyo.


Dana guió a Paula hacia la parte trasera del balneario.


—¿No me vas a hacer un tour? —preguntó Paula.


Dana mantuvo la puerta abierta para que pasara.


—Empezaremos con mi despacho. Primera puerta a la izquierda.


—Genial.


Paula entró, pero no se sentó frente al escritorio de Dana. Ésta no perdió el tiempo en irse por las ramas.


—A lo mejor te parezco una entrometida, pero te agradecería queme dijeras lo que está ocurriendo entre Pedro y tú.


—Tienes razón, me pareces una entrometida.


—Mira, Pedro ha estado muy frágil en los últimos seis meses.


Paula hizo una mueca.


—¿Pedro? ¿Frágil? Perdóname si no puedo imaginármelo.


—Créeme.


Lo dijo de manera tan seria que Paula se sorprendió.


Pedro me ha echado un cable y estoy en su casa, pero no está pasando nada. De verdad.


—Entonces, ¿no has venido expresamente para verlo?


—No tenía planeado verlo. Me encontró cuando me metí en casa de Esteban y Alejandra. No me dejó quedarme allí y yo no tenía nadie más de mi familia a quien acudir.


Dana frunció el ceño y la escrutó.


—Así que estás siendo sincera —dijo Dana finalmente—. Buena opción.


—Te recuerdo lo suficientemente bien como para saber que mentirte no lleva a ningún lado.


—Es cierto —Dana suspiró y dijo—: No me meto en los asuntos de Pedro a la ligera. Y no lo haría si no supiera que tiene asuntos que te conciernen.


—¿Asuntos? —aquello a Paula le sonaba bastante bien.


—No te alegres tanto.


Dana agarró un marco de fotos que había sobre su escritorio y se lo enseñó a Paula. En la fotografía, Esteban, Alejandra, Pedro, Dana y Carlos estaban en la playa, riéndose. De repente, Paula se sintió muy sola.


—Ésta es mi familia —dijo Dana—. No quiero ser dramática, pero deberías saber que si interfieres en el bienestar de Pedro, también interfieres en el mío. Y tú no quieres hacer eso.


—Aunque tuviera el poder de hacer eso, cosa que no tengo, lo último que querría sería herir a Pedro.


Dana volvió a dejar la foto sobre la mesa.


—El problema es que tú siempre has sido capaz de herir a la gente, aunque no te lo propusieras.


—La gente cambia.


—Estoy de acuerdo pero, ¿tú eres una de las personas que lo hacen?


Paula ya había tenido bastante.


—Ya me has advertido. Y no voy a quedarme el tiempo suficiente como para hacerle daño a alguien. Ahora, si no te importa...


Enfadada, abrió la puerta del despacho y se dio de bruces con Pedro. El la agarró de los brazos y la apartó un poco.


—¿Estás bien? —le preguntó Pedro.


—Perfectamente, como siempre —respondió ella, en un intento de ocultar su alteración.


Pedro miró a su cuñada.


—Tenía la sensación de que iba a encontrarme algo así. ¿Qué hacéis Carlos y tú? ¿Comunicaros por telepatía?


—Por teléfono —lo corrigió Dana—. Y no voy a disculparme por inmiscuirme.


Pedro sonrió.


—No esperaba que lo hicieras. No es tu estilo.


—Soy parte de la familia. Tengo derecho a preocuparme.


—Oye, ya estoy mejor, ¿de acuerdo? Puedo manejarme solo.


Paula no seguía totalmente la conversación. 


Miró a Dana mientras ésta sacudía la cabeza y sonreía a Pedro.


—Tienes la misma mirada que cuando te apuntaste a clases de paracaidismo el año pasado. ¿Por qué te gustan tanto los riesgos? —le preguntó Dana.


Pedro aún agarraba a Paula por los brazos. La miró.


—Por el desafío —respondió él—. Los riesgos más grandes te ofrecen las mayores recompensas.


Paula no podía estar más de acuerdo. Y si Pedro Alfonso era parte de la recompensa, ella también quería jugar.




LA TENTACION: CAPITULO 11




Pedro estaba comenzando a dominar su actitud cuando su jefe y hermano, Carlos, entró en la comisaría. Pedro no estaba de humor para hablar, así que fingió estar concentrado en la pantalla de su ordenador.


Pero Carlos no se dio por aludido y, en vez de sentarse en su propia silla, lo hizo en la que Pedro tenía enfrente.


—¿Por qué Paula Chaves está en tu casa? —preguntó directamente.


—¿No tenías que estar en la reunión del Ayuntamiento? Creí que teníais que discutir el presupuesto del departamento.


Carlos miró su reloj.


—No empieza hasta dentro de media hora. Esas mujeres que salen a pasear cada mañana han visto hoy, muy temprano, un coche con matrícula de Florida aparcado frente a tu casa. Así que cuéntamelo todo.


Pedro puso los ojos en blanco. Esas mujeres se pasaban el día cotilleando. En cuanto se enteraban de algo, ya lo sabía todo Sandy Bend.


—¿Qué has hecho? ¿Comprobar el número de la matrícula?


—No, vi a Paula caminando por la calle e hice la deducción lógica. Un Mercedes más una rubia igual a...


Problemas. Pedro habría deseado que Paula hubiera desaparecido sutilmente en vez de pasear su precioso trasero por la ciudad. La vida ya era suficientemente complicada.


—No hay nada que contar. Además, ella tenía que haberse ido ya.


—¿Quieres decir que fue a tu casa para quedarse sólo una noche?


Pedro se encogió de hombros.


—Algo así.


—Ah. Interesante.


—Mira, tengo muchas cosas que hacer antes de la comida.


Carlos sonrió.


—Dios me libre de distraerte de tu trabajo —se levantó y se dirigió a su propia mesa—. Si quieres hablar, aquí estoy.


A Carlos le encantaba ser policía. Pedro no tenía ninguna duda de que su hermano mayor llegaría a ser jefe de la comisaría, igual que había sido su padre. Pero, al contrario que su padre, que se había mudado a Sedona, en Arizona, y se había vuelto a casar después de haber sido viudo durante varias décadas, Pedro también estaba seguro de que Carlos nunca abandonaría Sandy Bend.


Por otra parte, él mismo sí que tenía esperanzas de marcharse. Tal vez fuera el síndrome del hijo mediano, pero nunca se había sentido completamente a gusto allí, como si no conectara con la ciudad.


—Entonces, ¿has conseguido besarla por fin? Ya sabes que siempre has querido hacerlo —dijo Carlos desde su sitio.


—No tanto como siempre he querido que tú me besaras el...


Carlos se rió.


—No dejes que esta vez te atrape, ¿de acuerdo? —dijo Carlos.


—Demasiado tarde —murmuró Pedro.


—Maldición —respondió su hermano—. Espero que se haya ido.


Pedro esperaba, de forma extraña y masoquista, que no lo hubiera hecho.