viernes, 29 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 14




Después de cenar, Pedro, que se había mostrado agradecido por la comida pero distante, se retiró a su despacho. Paula se encerró en el pequeño baño y se puso su camisón nuevo. Un rápido vistazo al espejo le confirmó que no había nada extraño en ella. No tenía trozos verdes de cilantro entre los dientes ni manchas de chocolate alrededor de la boca.


Entonces, ¿por qué ese comportamiento tan extraño? Sabía que había atracción entre ellos, y ambos eran adultos.


Mientras se limpiaba los dientes y se preparaba para acostarse, se dijo que debería estar contenta por haber conseguido otra noche de alojamiento gracias a una cena decente. Había visto el cielo abierto aquella tarde, cuando la señora Hawkins había apuntado automáticamente el precio de su comida, una manzana y un yogurt, en la cuenta de su padre. 


Aprovechando la oportunidad, había regresado y había llenado un carro con productos que habrían tentado a un gourmet. La estrategia había funcionado. Pedro ni siquiera le había preguntado por qué seguía aún en Sandy Bend. 


Y la culpabilidad que sentía por haber hecho uso de la cuenta de su padre la aliviaría devolviéndoselo todo cuando tuviera acceso a su talonario.


Desafortunadamente, no estaba segura de poder repetir lo de la comida para disponer de una noche más, y lo necesitaba. Claudio, el detective privado, finalmente le había dejado un mensaje en el móvil, y no era bueno. No había señales de actividad en la casa de Roxana, ninguno de sus amigos había sabido nada de ella y su coche aún estaba en el aparcamiento del trabajo.


Paula puso su cepillo de dientes en el recipiente que había en la encimera del lavabo y sonrió ante ese pequeño acto de dominio. Mientras volvía al salón, no pudo evitar pensar en la leyenda de Sherezade, que iba ganando un día más de vida con cada cuento que le contaba al sultán cada noche. Tal vez ella no se jugara tanto, pero estaba empezando a sentirse como la protagonista de Las mil y una noches.


Nunca había negado su atracción sexual hacia Pedro, pero ahora que había madurado, había empezado a sospechar que había algo más que hormonas en juego. Tal vez algo tan frágil como el corazón, lo que había estado protegiendo durante años.


Apartando de su mente ese pensamiento por absurdo y peligroso, encendió la lámpara de mesa que había junto al sofá y se puso el maletín en el regazo. Empezó a rebuscar en él, ansiando tener orden en algún aspecto de su vida.


Ojeó los papeles que había metido en el bolsillo del medio hacía días y que había ignorado desde entonces, y encontró las notas que había hecho sobre Casa Pura Vida, un listado que no tenía intención de continuar en aquel momento. 


Habían salido demasiadas cosas malas de una casa que al principio le había parecido maravillosa. Bajo sus notas encontró el listado de otras ventas que había preparado para aquel día. Echó a un lado los papeles y metió la mano en el bolsillo frontal, buscando un sujetapapeles. 


En vez de eso encontró su PDA* y su estuche de acero inoxidable.


Paula frunció el ceño. El estuche tenía un arañazo nuevo, en diagonal.


—¿Cómo ha ocurrido esto? —murmuró.


Levantó la tapa del PDA y apretó el botón de encendido para asegurarse de que el daño había sido sólo superficial. La pantalla de presentación no mostraba la foto de un tipo musculoso y sin camiseta que ella había cargado para alegrarse un poco la vista.


—Qué extraño —dijo.


Y le pareció aún más extraño cuando entró en la agenda y comprobó que los datos no eran suyos. Al hacer un recorrido por la entradas de la A a la Z se dio cuenta de que, de alguna manera, había terminado llevándose el PDA de Roxana. Recordó lo enfadada que había estado al llegar a la oficina y al dejar allí todas las cosas de su compañera, y no le extrañó que se hubiera llevado el aparato equivocado por error.


Y ahora ese error podía ser una bendición.


Paula caminó en círculos por la habitación, dándole vueltas al PDA en las manos. Lo más ético sería dejar el PDA y no husmear más en él pero, dada su situación, decidió dejar la ética para más adelante.


Quince minutos después ya era una experta en los asuntos de Roxana. Sabía quién era su peluquero, su cirujano plástico y su ginecólogo. 


Había leído las puntuaciones que les había dado a sus últimos novios y sabía lo que le había comprado a su padre por el Día del Padre. Pero, lo más importante, estaba bastante segura de haber encontrado la contraseña de Roxana para entrar en la página de Chaves-Pierce. Tenía que ir a un ordenador y ver lo que encontraba. Y tenía que hacerlo ya.


Caminó descalza hacia el pasillo que llevaba al dormitorio de Pedro y a su despacho. Dio algunos pasos más y dejó escapar un gruñido de decepción. Pedro estaba sentado frente al ordenador.


—¿Quieres algo? —dijo él sin desviar la vista de la pantalla.


—No, nada. Sólo estaba paseando un poco.


—Ah, vale —contestó Pedro distraídamente.


Pero Paula estaba tan ansiosa por comprobar su descubrimiento que le picaban los dedos. 


Necesitaba un teclado. Se acercó a Pedro, intentando ver si lo que estaba haciendo le llevaría sólo unos minutos o iba para largo.


—Si estás aburrida, lee un libro —volvió a decir él sin mirarla—. Hay uno en el último cajón de la mesa.


—Gracias.


—Si estás esperando el ordenador, olvídalo. Tengo que terminar algunas cosas. Además, no me seduce la idea de que curiosees en mis archivos.


—Gracias por el voto de confianza.


Pedro chasqueó la lengua.


—Sólo estoy siendo realista.


Y ella también. Al día siguiente iría a la biblioteca y buscaría un ordenador que poder usar. Hasta entonces, sólo podía hacer tiempo.


Organizó y dobló sus nuevas prendas. Después les hizo algo de sitio, moviendo algunos trofeos polvorientos que Pedro tenía junto al equipo de música. Una figurita representando un jugador de fútbol cayó contra otra, y ella soltó una pequeña exclamación.


—¿Qué estás haciendo por ahí? —preguntó Pedro desde su estudio.


—Limpio un poco.


—¿Quieres decir que, además de una cocinera, has secuestrado a una asistenta?


—Muy gracioso —dijo Paula, aunque se alegraba de reconocer en su voz al antiguo Pedro que ella conocía.


Paula volvió a ordenar las estatuillas y, a las diez y media, ya había organizado sus cosas, había leído cincuenta páginas del libro que había mencionado Pedro y se había preparado el sofá para dormir. Justo cuando se disponía a acostarse, una música de guitarra eléctrica se escuchó por toda la casa. Y Paula supuso que Pedro estaría tan ansioso de diversión como ella. ¿Por qué, si no, iba a hacer aquello?


Se levantó del sofá y se dirigió al estudio. Pedro aún estaba sentado frente al ordenador.


—¿Ocurre algo? —preguntó al verla. Pero Paula detectó un brillo de diversión en sus ojos.


—Esperaba dormir algo esta noche.


—Lo siento. Estudio mejor con música cuando estoy algo cansado. Me ayuda a concentrarme.


Paula vio que en aquel momento Pedro se estaba concentrando en su escote. ¿Sería posible que el tejido del camisón que había comprado fuera más fino de lo que le había parecido en un principio? Luchó contra el impulso de mirar hacia abajo y comprobarlo.


—¿Estás estudiando? —preguntó mientras se acercaba.


—Estoy terminando el último año de Derecho.


—Es impresionante. No lo sabía.


Pedro sonrió ligeramente.


—¿Acaso deberías saberlo?


—Probablemente, no.


—¿Y no estudiarías mejor con música clásica?


—Ni de lejos.


Paula vio unos auriculares en una de las estanterías, sobre el ordenador. El hecho de meter su cuerpo entre Pedro y el pequeño espacio que había hasta los auriculares para agarrarlos la llevó a formular la siguiente pregunta.


—¿Y qué te parece si encuentro la manera de que los dos estemos a gusto con la música?


—¿Qué me ofreces?


—Esto.


Tomándose su tiempo para saborear el momento y disfrutar de la fragancia masculina de Pedro, Paula se inclinó hacia él y tomó los auriculares. Pedro la siguió con la mirada sin perder detalle, y ella no quiso pensar en lo que le harían sus caricias.


Él movió la silla hacia delante, de manera que sus rodillas se quedaron a sólo unos centímetros de donde Paula estaba. Ella sintió que el corazón le latía aceleradamente, y casi pudo jurar que también oyó el de Pedro.


Él alargó una mano y tocó la seda del camisón.


—Es bonito —le dijo—. Te queda bien el dorado.


Soltó la tela y recorrió con el índice la banda que había justo debajo del pecho. Sus ojos azules se oscurecieron. Paula sabía que Pedro quería más, y ella también.


Grandes riesgos... grandes recompensas.


Entonces él dejó caer la mano.


—Creo que ya he tentado la suerte lo suficiente. Tal vez quieras dar un paso atrás, princesa.


Dar un paso atrás era lo último que quería. Dejó los auriculares en su sitio y puso una mano en cada reposabrazos de la silla.


Él abrió las piernas y ella se metió en ese hueco, poniéndole las manos en los hombros. Él la agarró por las caderas, atrayéndola más hacia sí.


—¿Quieres saber por qué no puedo concentrarme? —preguntó Pedro.


—Creo que no.


Pero era mentira. Quería saberlo, especialmente si tenía que ver con que sus cuerpos se unieran.


Pedro le pasó suavemente los pulgares por las caderas.


—Siempre me has vuelto loco. ¿Lo sabías? Pensé que a lo largo de estos años lo habría superado, que podría estar cerca de ti sin...


En los negocios, aprovechar la oportunidad lo era todo, y Paula era buena en los negocios. Le atrapó la boca con la suya, acallando un gemido de sorpresa.


Sí, él también la volvía loca, y la hacía sentir viva. Y quería preocuparse sólo de ese momento, no del mañana. Sólo del ahora.


Paula suspiró de placer. ¡Ah, cómo recordaba su boca...! Pedro tenía el labio inferior grueso, perfecto para atraparlo entre sus dientes y acariciarlo con la boca.


Pedro la agarró por la cintura y la atrajo hacia él.


Ella apoyó una rodilla en el borde de la silla, inclinándose hacia Pedro y abriéndose a él. Sus lenguas se entrelazaron y el beso se prolongó. 


Paula sentía que su piel ganaba temperatura y supo que estaba húmeda, deseando más.


No había sentido ese tipo de calor en... tres años. Desde la última vez que él la había besado.


Pedro murmuró su nombre y deslizó una mano hasta su pecho. Sorprendida por la nueva sensación, Paula interrumpió el beso y se incorporó para mirarlo.


Sus miradas se encontraron y él deslizó los dedos por debajo de la seda del camisón, haciéndola temblar de excitación.


—Déjame acariciarte.


Ella dio su consentimiento bajándose el otro tirante del camisón. Pedro le cubrió un pecho con una mano caliente. Deslizó el pulgar sobre el pezón, y ella cerró los ojos e inclinó la cabeza hacia atrás mientras él jugueteaba suavemente con su pecho. Pero pronto apartó la mano.


—Necesito verte —a Paula no le dio tiempo a asentir ni a negarse. Pedro simplemente apartó la tela del camisón, dejándole los pechos al descubierto—. Eres preciosa.


Ella hundió las manos en su cabello y guió la boca de Pedro hacia sus pechos. Él dejó escapar un gemido de placer antes de deslizar la lengua por el pezón y de atraparlo con sus labios.


A Paula empezaron a fallarle las rodillas. Él debió de darse cuenta de que le faltaba equilibrio, porque le puso las manos en el trasero, sujetándola. Sus dedos se movieron con el mismo ritmo sensual con el que lo hacía su lengua.


Ella gimió y empujó las caderas hacia las manos de Pedro con un reflejo involuntario. El separó la boca de su pecho y dijo:
—Abre las piernas un poco más.


Ella le puso de nuevo las manos en los hombros y dudó, no porque no quisiera cooperar, sino porque estaba demasiado perdida en un tumulto de sensaciones como para obedecerlo inmediatamente.


—Vamos, princesa —la apremió.


Paula abrió un poco las piernas. A través del tejido de seda Pedro trazó un camino con un dedo entre sus nalgas y ella comenzó a respirar más rápidamente y a temblar.


—Más cerca —murmuró él, y Paula obedeció.


Le apretó los hombros con las manos mientras él la explora con suavidad. Increíblemente, después de tres caricias con sus dedos, ella estaba al borde del orgasmo.


Paula quería llamar su atención, decirle que fuera más despacio... o tal vez más deprisa. 


Pero lo único que pudo decir fue:
—¿Pedro?


—Shh... —contestó él, sin dejar de acariciarla.


Paula sintió que su cuerpo se tensaba y finalmente se dejó ir. Gritó su nombre y, mientras ella temblaba, Pedro apoyó la cabeza contra su estómago. Estaba diciendo algo, pero Paula no sabía qué. Las palabras no podían competir con la oleada de placer que aún hacía que su corazón latiera a toda velocidad.


Cuando la pasión empezó a desvanecerse, apareció la vergüenza. Ya era la segunda vez que Pedro conseguía llevarla a las cotas más altas del placer sólo con sus caricias, y a Paula no le gustaba qué decía aquello de ella, cómo podía perder el control con él.


Paula se incorporó, ajustándose el camisón.


—Yo... —se detuvo, dándose cuenta de que no sabía qué decir.


Pedro estaba reclinado en la silla, y su fuerte erección era evidente a través de los vaqueros. 


La miró intensamente.


—Ya te dije que tal vez tendrías que haber dado un paso atrás.


Esa vez, Paula escuchó.




*PDA, del inglés personal digital assistant, asistente digital personal, computadora de bolsillo, organizador personal o agenda electrónica de bolsillo, es una computadora de mano originalmente diseñada como agenda personal electrónica (para tener uso de calendario, lista de contactos, bloc de notas, recordatorios, dibujar, etc.) con un sistema de reconocimiento de escritura.





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