jueves, 28 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 11




Pedro estaba comenzando a dominar su actitud cuando su jefe y hermano, Carlos, entró en la comisaría. Pedro no estaba de humor para hablar, así que fingió estar concentrado en la pantalla de su ordenador.


Pero Carlos no se dio por aludido y, en vez de sentarse en su propia silla, lo hizo en la que Pedro tenía enfrente.


—¿Por qué Paula Chaves está en tu casa? —preguntó directamente.


—¿No tenías que estar en la reunión del Ayuntamiento? Creí que teníais que discutir el presupuesto del departamento.


Carlos miró su reloj.


—No empieza hasta dentro de media hora. Esas mujeres que salen a pasear cada mañana han visto hoy, muy temprano, un coche con matrícula de Florida aparcado frente a tu casa. Así que cuéntamelo todo.


Pedro puso los ojos en blanco. Esas mujeres se pasaban el día cotilleando. En cuanto se enteraban de algo, ya lo sabía todo Sandy Bend.


—¿Qué has hecho? ¿Comprobar el número de la matrícula?


—No, vi a Paula caminando por la calle e hice la deducción lógica. Un Mercedes más una rubia igual a...


Problemas. Pedro habría deseado que Paula hubiera desaparecido sutilmente en vez de pasear su precioso trasero por la ciudad. La vida ya era suficientemente complicada.


—No hay nada que contar. Además, ella tenía que haberse ido ya.


—¿Quieres decir que fue a tu casa para quedarse sólo una noche?


Pedro se encogió de hombros.


—Algo así.


—Ah. Interesante.


—Mira, tengo muchas cosas que hacer antes de la comida.


Carlos sonrió.


—Dios me libre de distraerte de tu trabajo —se levantó y se dirigió a su propia mesa—. Si quieres hablar, aquí estoy.


A Carlos le encantaba ser policía. Pedro no tenía ninguna duda de que su hermano mayor llegaría a ser jefe de la comisaría, igual que había sido su padre. Pero, al contrario que su padre, que se había mudado a Sedona, en Arizona, y se había vuelto a casar después de haber sido viudo durante varias décadas, Pedro también estaba seguro de que Carlos nunca abandonaría Sandy Bend.


Por otra parte, él mismo sí que tenía esperanzas de marcharse. Tal vez fuera el síndrome del hijo mediano, pero nunca se había sentido completamente a gusto allí, como si no conectara con la ciudad.


—Entonces, ¿has conseguido besarla por fin? Ya sabes que siempre has querido hacerlo —dijo Carlos desde su sitio.


—No tanto como siempre he querido que tú me besaras el...


Carlos se rió.


—No dejes que esta vez te atrape, ¿de acuerdo? —dijo Carlos.


—Demasiado tarde —murmuró Pedro.


—Maldición —respondió su hermano—. Espero que se haya ido.


Pedro esperaba, de forma extraña y masoquista, que no lo hubiera hecho.




LA TENTACION: CAPITULO 10





Cuando tenía quince años, Paula había protagonizado en la escuela la obra teatral La princesa y el guisante, pero ahora se daba cuenta de que la representación no la había preparado para dormir en el sofá de Pedro


Sintiéndose incapaz de levantar las piernas para sentarse, optó por dejarse caer al suelo, envuelta en la manta.


Sintió que la iluminaba una luz rosada, procedente de una de las ventanas que daban al este. Si se hubiera sentido optimista, como de costumbre, habría pensado que aquello era un signo de buen agüero. Pero como había tenido sangrientas pesadillas con Roxana y un puñado de matones, tomó el sol de la mañana como una señal de que ya no podría tener un sueño tranquilo. Al echarle una mirada a su reloj confirmó que eran casi las ocho.


Paula se deshizo de la manta, se levantó con esfuerzo y se dirigió a la cocina. Pedro estaba sentado ante una antigua mesa en la que ella se había fijado vagamente el día anterior. Parecía estar tomando notas del libro que había visto en su escritorio. Junto al libro había un plato con restos de tostadas y de algo pegajoso de color rojo.


—Buenos días —dijo ella.


—Buenos días —respondió Pedro sin apartar la mirada del cuaderno en el que escribía.


A Paula no le gustaba que la ignoraran.


—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el plato.


—Tostadas con mermelada de fresa. Supongo que no es exactamente el tipo de comida para llevar.


—¿Por qué? ¿Te vas a alguna parte?


—No, quien se va eres tú —respondió Pedro.


Estaba vestido con su uniforme de color azul oscuro y a Paula le resultaba tremendamente atractivo. Su mano casi rodeaba completamente la taza de café que aún se estaba tomando. En el interior de Paula se activó algún tipo de mecanismo, provocado por la falta de sexo, y una vocecita le dijo: «Manos grandes, gran...»


—¿Me estás escuchando? —le estaba diciendo Pedro—. Te dije que sólo te podías quedar una noche.


—Entendí el trato. Sólo una noche, lo juro —dijo ella, levantando la mano derecha.


Pedro se levantó.


—Que te vaya bien, princesa. Me voy a algún sitio con menos distracciones.


¿Distracciones? La habían llamado cosas peores.


Paula se hizo a un lado y lo dejó pasar.


Pedro entró un momento en su dormitorio y luego salió de la casa, casi dando un portazo. 


Cuando se hubo ido, Paula metió una carga de ropa sucia en la lavadora. A pesar de la promesa que le había hecho a Pedro, no creía que fuera totalmente necesario dejar la casa ese día. Pero, aunque lo hiciera, no pensaba ir a ningún sitio con las bragas sucias.


Mientras esperaba a que terminara la lavadora, comprobó los mensajes de su teléfono móvil. No había nada de Claudio, el detective privado que había contratado. Claudio le había dicho que no esperara nada en las primeras cuarenta y ocho horas, a menos que Roxana decidiera reaparecer por propia voluntad.


Eran casi las diez cuando finalmente pudo ponerse ropa interior limpia y vestirse con la muda que llevaba en el maletero. Se miró en el espejo del baño y rebuscó entre su maquillaje, a la caza de algo que le disimulara las ojeras. 


Cuando saliera de aquella casa, era esencial que lo hiciera con el aspecto de una heredera Chaves, aunque en el bolsillo no tuviera mucho dinero.


Una vez maquillada, decidió ir andando al centro de la ciudad, ya que Dollhouse Cottage estaba a sólo cinco manzanas de allí. Con suerte el paseo le destensaría los músculos y le aclararía la mente, haciéndole olvidar las pesadillas.


Era una mañana de verano perfecta, con el cielo totalmente azul y una ligera brisa que transportaba un agradable aroma a lilas. Paula inspiró profundamente. Sandy Bend no era tan suntuoso ni exótico como su hogar actual, pero tenía sus compensaciones.


Entró en Main Street y se paró en seco. Las aceras estaban abarrotadas de turistas. Desde luego, Sandy Bend no se parecía en nada a la ciudad que había sido tres años atrás. Entonces, cuando caminaba por las calles, la mayoría de las caras le resultaban, cuando menos, conocidas. Ahora no. Aparte de la propietaria del mercado local, la vieja señora Hawkins, nadie le resultaba familiar.


Abrió su monedero, sacó tres dólares y se dirigió a una cafetería llamada Village Grounds.


La mujer que había tras el mostrador la saludó con una sonrisa.



Paula pidió, casi automáticamente:
—Un café moca con leche desnatada y sabor a avellana, por favor.


—Paula, no me reconoces, ¿verdad? —le dijo la mujer.


Pelo castaño, ojos marrones, de su misma edad o tal vez algo más joven... Paula no vio nada que la ayudara a reconocerla, pero sí sintió una punzada de envidia al ver la expresión de la mujer. Se la veía totalmente satisfecha con la vida.


—Yo... eh...


—Soy Lisa Cantrell. Fuimos a clases de vela juntas hace cuatro veranos.


—¿Lisa? —Paula parpadeó. Aquella chica no había estado en su grupo de amigos. En realidad, ni si quiera recordaba haber hablado con ella, y sospechaba que, si lo había hecho, había sido para soltarle alguno de sus esnobismos—. Estás estupenda.


—Gracias. He perdido algunos kilos —respondió mientras le preparaba el café—. Hacía mucho que no te veía por aquí.


Paula se relajó un poco pensando que, si Lisa hubiera querido vengarse por algo que le hubiera hecho o dicho la Paula adolescente, ya lo habría hecho.


—Me fui al sur y no he tenido muchas oportunidades para venir por aquí.


Lisa asintió con la cabeza.


—Éste es el tipo de ciudad en la que te quedas para siempre o que olvidas por completo. Supongo que yo soy de los que se quedan. Jim, mi prometido, y yo vivimos en Detroit algunos años, mientras él terminaba sus prácticas de ortopedia. Pero aquello era demasiado grande para nosotros. Volvimos aquí y yo abrí este lugar el verano pasado.


—Enhorabuena —contestó Paula—. Parece que Sandy Bend está floreciendo.


—Los veranos están muy bien —dijo Lisa—. Los inviernos son un poco más tranquilos, no como ahora.


Paula miró a su alrededor. Todas las mesas estaban ocupadas, igual que los taburetes frente a la barra.


—¿Te vas a quedar mucho tiempo? —preguntó Lisa, haciéndose oír por encima del silbido de la máquina de los expresos.


—La verdad es que no lo sé.


—Jim y yo nos vamos a casar el sábado en la pradera. ¿Por qué no vienes?


Aquel generoso gesto le agradó, pero también la avergonzó un poco.


—Gracias, pero no quisiera ser una molestia.


—No te preocupes, no va a ser nada elaborado. Vamos a hacer la recepción en la pradera, como si fuera un picnic. Nada de sitios reservados ni nada de eso. Vamos, anímate.


Paula asintió con la cabeza.


—Si aún sigo aquí, iré.


—¡Estupendo! —Lisa le puso el café en un vaso para llevar—. ¿Y a dónde te mudaste exactamente?


—Estoy en la zona de Miami. Tengo una agencia inmobiliaria en Coconut Grove.


—Vaya, eso suena bien.


—Sí, la verdad es que...


Paula se interrumpió. Un hombre sentado en una mesa le había llamado la atención. Llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás y tenía la nariz algo desviada, como si se la hubiera roto un par de veces. Paula no se habría dado cuenta de esos detalles si el hombre no hubiera bajado el periódico que estaba leyendo para mirarla. Y no precisamente con una mirada amistosa.


Paula se dio la vuelta.


—¿Estás bien? —le preguntó Lisa.


—Sí. Sí, estoy bien —puso las monedas sobre el mostrador y agarró la bebida—. Te veré más tarde, ¿de acuerdo?


—Claro —contestó Lisa mientras Paula se dirigía rápidamente hacia la puerta.


Ella era una persona fuerte, se dijo mientras salía de la cafetería. Tenía que dejar de imaginarse que la perseguían los matones y disfrutar del día.





miércoles, 27 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 9




Acababan de dar las seis de la mañana y ya había amanecido totalmente. Pedro estaba en la cocina, con una taza de café en la mano.


Sabía que debía estudiar un poco antes de ir a la comisaría, pero la tentación de tener a una mujer durmiendo en su sofá era demasiado fuerte. Más de una vez se había despertado en mitad de la noche oyendo a Paula hablar en sueños. O, mejor dicho, sintiendo pánico en sueños. Había querido ir a ver qué le pasaba, pero no podía permitirse tal debilidad.


«Adicción» era una palabra que Pedro no usaba a la ligera; pero había estado loco por Paula desde los diecisiete años y ahora, que ya había pasado la barrera de los treinta, aún no se sentía libre de su hechizo. Demonios, no sabía por qué.


Casi inconscientemente siempre había comparado con Paula a las mujeres con las que había salido. Algunas habían sido más inteligentes o más sexys, y todas habían sido más honestas, de eso no te cabía duda. Pero ninguna había conseguido arrebatarle los sentidos como lo hacía ella.


Algunos veranos atrás, cuando su hermana se había enamorado del hermano de Paula, Pedro se había dado cuenta de lo enganchado que estaba. Paula había iniciado una campaña de sabotaje a pequeña escala contra la pareja, decidiendo que, si ella no podía ser feliz, nadie más podía serlo. Y el día del desfile anual de verano, Pedro decidió que ya había visto suficiente, y la llevó a un aparte para decirle algunas verdades.


Pero las palabras se habían convertido en ardientes besos, y sus manos habían explorado el cuerpo de Paula por todas partes, por encima de la ropa y por debajo, tocando lugares con los que había fantaseado durante mucho tiempo. Y ella no lo había rechazado, precisamente, sino que había alcanzado un orgasmo y gritado de placer, grito que él había ahogado con un beso, para recordarle que estaban a sólo unos metros de la multitud, al otro lado del instituto.


Mientras ella se colocaba la ropa, Pedro había intentado hablar de lo que había ocurrido, pero ella le había ordenado que se callara.


Ahora era tres años mayor, pero no más sabio. 


Dejó la mermelada de fresa en la nevera y oyó que Paula se revolvía en el sofá, murmurando algo. Se preguntó qué podría haber en la vida de una princesa mimada que el dinero no pudiera solucionar.


—Concéntrate —se dijo, al darse cuenta de que la curiosidad quería vencerlo.


Aunque en la Facultad de Derecho podía haberse licenciado con su clase dos semanas atrás y haber empezado a estudiar para el examen final con el que obtendría el título de abogado, no había ocurrido así. El pasado noviembre, la noche anterior a la que se abriera la veda de caza del ciervo, un cazador borracho con una mala actitud y peores intenciones se había encargado de ello.


Pedro sabía que había tenido suerte de que sus lesiones no hubieran sido peores, pero no por eso estaba menos cabreado. Desde la cama del hospital había hecho un trato con la administración de la Facultad de Derecho y se había retirado de dos asignaturas. Había conseguido ponerse al día con una de ellas el pasado semestre, pero no había sido suficiente.


Sin embargo, lo que realmente lo mataba era que a Bety, su compañera de estudios, le habían ofrecido trabajar con un juez federal en Grand Rapids. Pedro había hecho las prácticas con el mismo juez el año anterior. Si se hubiera licenciado a tiempo, el puesto habría sido suyo. 


De todas formas, como Bety también había sido una de las mujeres que no había podido competir con sus recuerdos de Paula, Pedro finalmente había decidido que se sentía feliz por ella. Pero él también deseaba saborear el éxito, así que debía concentrarse en los libros, no en las tentadoras curvas de la princesa que dormía en su salón.


Pedro fue a su escritorio y agarró el libro de jurisdicción federal. Cuando volvía con él a la cocina, le echó a Paula una mirada rápida, simplemente para asegurarse de que seguía dormida. Dudaba que a ella le gustara saber que la había visto totalmente despeinada y con marcas en la cara de las sábanas. También dudaba que creyera que le había gustado mirarla. Pero le gustaba. Y no solamente eso: la deseaba. Deseaba tenerla tendida debajo de él y oírla gritar su nombre, tal como había hecho en aquel encuentro incompleto que habían tenido tres veranos atrás.



LA TENTACION: CAPITULO 8




Media hora después, cuando casi eran las nueve de la noche, Paula ya había preparado su cama, pero no se sentía con ánimos de dormir.


Buscando distraerse con algo, puso música al descubrir la colección de discos de Pedro


Según pasaban las canciones, se sintió lo suficientemente atrevida, como para adentrarse en la cocina. Sonrió al pisar el suelo de linóleo. Tenía unos motivos en blanco y negro y, a pesar del paso del tiempo, estaba perfecto.


Junto a la puerta trasera estaban la secadora, la lavadora y una cesta con ropa limpia y planchada. Encima de todo había una camiseta blanca con el emblema del departamento de policía de Sandy Bend. Paula la agarró y la desdobló. Le llegaba a las rodillas.


—Perfecta —dijo, y rápidamente se quitó su ropa y se la puso. Después dejó sus prendas en el cesto de la ropa sucia, pensando en hacer una colada al día siguiente como compensación por la hospitalidad que él le estaba ofreciendo.


Pensando que si se había atrevido a ponerse su ropa también se atrevería a comerse su comida, abrió el frigorífico y echó un vistazo. La lechuga ya lavada y envasada y la pechuga de pollo precocinada podrían ser una cena decente. 


Tomó un frasco de salsa para ensaladas y echó la lechuga en un cuenco que había en el escurreplatos, junto al fregadero.


Con el cuenco en una mano y el tenedor en la otra, se dirigió al territorio aún por explorar de los dormitorios. La puerta número uno estaba entreabierta, así que la empujó con el codo y entró.


Paula dejó el tenedor en el cuenco y se acercó a la cama de Pedro, probando el colchón con la mano libre. Aquello era el paraíso... Una parte de ella quería meterse en esa cama y acurrucarse entre las sábanas, pensando que era una cama tan grande que Pedro ni siquiera notaría su presencia. Pero su parte racional le dijo que, aunque la cama fuera del tamaño de la casa entera, cada uno sentiría la presencia del otro. Decidió salir de aquella habitación; algunos territorios era mejor no explorarlos.


En la habitación número dos encontró el banco de levantar pesas, con algunas pesas junto a él.


En una esquina había un escritorio con un ordenador y, junto a él, un libro titulado Jurisdicción Federal.


Paula encendió la luz y caminó hacia el ordenador. Pedro lo había dejado encendido, y el suave zumbido del aparato se mezclaba con el sonido del ventilador que había en el techo. 


Paula dejó el cuenco sobre la mesa y se sentó.


Los ordenadores no eran lo suyo. Sabía lo justo para hacer su trabajo y poco más. Roxana siempre había sido la encargada de mantener actualizada la página web de la empresa y el programa de correo. Pero sus conocimientos eran suficientes como para saber que Pedro tenía conexión a Internet.


Entró en la página de Chaves-Pierce y comprobó su correo. Aunque no había esperado ningún mensaje de Roxana, la decepcionó un poco no ver ninguno. Respondió algunos correos y le envió un par de recordatorios a Susana.


Deseó no haber confiado tanto en Roxana. Si por lo menos hubiera sido lo suficientemente inteligente como para quedarse con la contraseña de su compañera, ahora tendría un cincuenta por ciento más de control sobre la situación de lo que tenía.


Se terminó la ensalada, volvió a la página de la empresa y se dedicó a intentar adivinar la contraseña de Roxana. Probó con nombres de antiguas mascotas, de sus padres y con el cóctel preferido de su compañera, pero no hubo suerte. Tenía que cambiar de categoría.


—Novios, ligues y aventuras —murmuró.


—¿Te diviertes? —dijo una voz masculina a su espalda.


Paula pudo controlarse lo suficiente como para no gritar aquella vez, aunque enviar el cuenco de ensalada por los aires no fue mucho mejor. 


Salió rápidamente de la página de la empresa y se giró para mirar a Pedro.


—Tienes un gran futuro como ladrón —le dijo—. ¿Siempre te mueves tan sigilosamente?


—Ésta es mi casa, y en ella me muevo como quiero. Y ésos son mi cuenco de cereales y mi camiseta —añadió.


Paula se levantó y se alisó la camiseta, peligrosamente consciente de que no llevaba nada debajo.


—¿Qué te mantenía tan distraída como para no oírme llegar?


—Sólo estaba visitando mis páginas favoritas.


—Ya. Te he visto desde la puerta y estabas tecleando, no navegando —tomó un sorbo de la cerveza que llevaba en la mano y dijo—: Te voy a hablar claro. No tengo paciencia con los subterfugios y las mentiras. Y por razones que desconozco, quiero ayudarte en lo que sea que estés metida.


Aquella noche, Paula no había hecho nada que mejorara la opinión que Pedro tenía de ella. Y, por razones que desconocía, la opinión de Pedro le importaba. Y mucho. Ya no era la antigua Paula que él había conocido, la Paula que llamaba a papá cuando necesitaba dinero, la que manipulaba a algún desgraciado que estaba loco por ella para que la invitara a cenar o la que se dejaba caer de improviso en casa de algún conocido si necesitaba un sitio donde dormir.


Había luchado muy duro para cambiar, para aprender a valerse por sí misma, pero Pedro la seguía viendo como a una princesa consentida.


—No estoy metida en nada, Pedro. Estoy aquí de vacaciones.


—¿De vacaciones? ¿Por eso has venido sin ropa y has tenido que ponerte mi camiseta?


Se acercó a ella y dibujó con el dedo el perfil del emblema del departamento de policía, que quedaba justo por encima de su pecho izquierdo.


Paula sintió que los pezones se le endurecían ante aquel contacto y que el corazón se le salía del pecho, pero mantuvo un rostro inexpresivo.


Entonces Pedro se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Mientes bien, princesa, pero no tan bien. Voy a descansar un poco pero, si sientes la necesidad de confesarte, despiértame. Tengo la sensación de que merecerá la pena perder sueño por conocer tu historia.


Y, por segunda vez aquella noche, la dejó sola.


LA TENTACION: CAPITULO 7




Si alguien le hubiera preguntado a Paula en qué lugar de Sandy Bend se habría esperado menos que viviera Pedro, habría contestado que en aquel mismo lugar.


—Increíble —dijo en voz baja mientras se acercaban a Dollhouse Cottage.


No se le ocurría ninguna imagen más incongruente que ver a aquel macho musculoso viviendo en aquella pequeña casita blanca, un lugar que ella siempre había adorado de pequeña.


Según se contaba, la casita había sido construida en la primera década del siglo XIX, como regalo de bodas que un hombre le había hecho a la más pequeña de sus hijas. Era de una sola planta, se quedaba enana al compararla con las otras casas de la misma calle y para nada era la vivienda más elegante de la ciudad, pero a Paula siempre le habían parecido perfectos sus adornos victorianos y sus ventanas.


Pedro bajó del coche y se acercó al porche de la casa. Paula lo siguió, admirando la vista... y no sólo la de la casa.


Pedro miró hacía atrás para decírle:
—¿Vienes?


Ya que a Paula se le había secado la boca, simplemente asintió con la cabeza. Estaba pensando en una actividad que la distraería más que un tour por Dollhouse. Pero era una pena que no le gustara el sexo de una sola noche...


—No puedo creer que vivas aquí —dijo mientras Pedro abría la puerta principal.


—¿Qué significa eso?


—Es que esta casa parece tan femenina que no te imagino viviendo en ella.


Pedro entró y se apartó para que ella pasara.


—Pero puedo pagarla. La vida no es barata aquí, ¿sabes? Cuanto más cambia la ciudad, más suben los alquileres. Pero supongo que vosotros los Chaves no tenéis que preocuparos por eso.


Paula se dio cuenta de que Pedro la trataba como si siguiera teniendo veinte años, como a la chiquilla rebelde que había sido. Deseó sacarlo de su error, pero había aprendido hacía mucho tiempo que cambiar a un hombre era una tarea dolorosa.


Paula miró a su alrededor. Los muebles podían describirse como de estilo retro de los años setenta, pero lo que más la impresionó fue que los techos eran sorprendentemente altos. El suelo del salón era de roble y las paredes estaban perfectas. Se acercó a la chimenea y puso una mano sobre la repisa.


—Muy bonito —dijo.


—Estoy aquí de alquiler desde que Carlos se casó el año pasado. En la granja ya había demasiada gente.


—¿Carlos está casado? —el hermano mayor de Pedro siempre había sido el soltero más empedernido del pueblo.


—Sí. Con Dana Devine. ¿La recuerdas?


—Claro —Dana era de la misma edad que Paula, y una de las pocas ciudadanas que no se habían dejado amedrentar por ella. Dana era fuerte, lista y nunca se arredraba. Y eso, suponía Paula, eran cualidades esenciales si una estaba casada, Dios no lo quisiera, con un Alfonso.


—¿No has traído maleta? —le preguntó Pedro.


—Tengo un par de cosas en el coche. Las recogeré después —siempre llevaba una muda de ropa y una bolsa de aseo en el maletero, por si acaso. Aun así, una falda y una blusa no le iban a hacer mucho servicio—. Y ahora... ¿me enseñas la casa?


—Tú dormirás en el salón. La cocina está por ahí. Los dormitorios y el baño están en la otra parte —dijo Pedro, señalando hacia la izquierda—. Te quedarás aquí —dijo, señalando el sofá.


—¿Aquí?


—No es un hotel de cinco estrellas, ¿verdad, princesa? —dijo Pedro, sonriendo.


—¿No has dicho que hay más de una habitación?


—Dos. Una es mi dormitorio, y supongo que puedes quedarte en la otra si no te importa dormir en el banco de levantar pesas.


—Ah —Paula se acercó al sofá y pasó una mano por él. Por lo menos, parecía limpio—. Aquí estaré perfectamente.


Él la miró con escepticismo, pero no dijo nada. 


En vez de eso, salió del salón y regresó pocos minutos después con sábanas, mantas y almohadas. Los echó sobre el sofá.


—Tengo que volver a la comisaría. Llegaré tarde esta noche, así que no me esperes.


—Créeme, eso no era una opción —y después, añadió impulsivamente—: Pedro... gracias.


—De nada.


Durante unos segundos pareció que Pedro iba a acercarse a ella. Y Paula recordó, aunque seguía haciendo grandes esfuerzos por olvidarlo, aquella tarde de verano que había pasado con él, sintiendo sus músculos contra las palmas de las manos, saboreando sus besos... 


Y deseó más. Se preguntó si él lo recordaría, y lo que desearía.


—No te pongas demasiado cómoda —dijo Pedro, y la dejó sola.