miércoles, 27 de junio de 2018

LA TENTACION: CAPITULO 8




Media hora después, cuando casi eran las nueve de la noche, Paula ya había preparado su cama, pero no se sentía con ánimos de dormir.


Buscando distraerse con algo, puso música al descubrir la colección de discos de Pedro


Según pasaban las canciones, se sintió lo suficientemente atrevida, como para adentrarse en la cocina. Sonrió al pisar el suelo de linóleo. Tenía unos motivos en blanco y negro y, a pesar del paso del tiempo, estaba perfecto.


Junto a la puerta trasera estaban la secadora, la lavadora y una cesta con ropa limpia y planchada. Encima de todo había una camiseta blanca con el emblema del departamento de policía de Sandy Bend. Paula la agarró y la desdobló. Le llegaba a las rodillas.


—Perfecta —dijo, y rápidamente se quitó su ropa y se la puso. Después dejó sus prendas en el cesto de la ropa sucia, pensando en hacer una colada al día siguiente como compensación por la hospitalidad que él le estaba ofreciendo.


Pensando que si se había atrevido a ponerse su ropa también se atrevería a comerse su comida, abrió el frigorífico y echó un vistazo. La lechuga ya lavada y envasada y la pechuga de pollo precocinada podrían ser una cena decente. 


Tomó un frasco de salsa para ensaladas y echó la lechuga en un cuenco que había en el escurreplatos, junto al fregadero.


Con el cuenco en una mano y el tenedor en la otra, se dirigió al territorio aún por explorar de los dormitorios. La puerta número uno estaba entreabierta, así que la empujó con el codo y entró.


Paula dejó el tenedor en el cuenco y se acercó a la cama de Pedro, probando el colchón con la mano libre. Aquello era el paraíso... Una parte de ella quería meterse en esa cama y acurrucarse entre las sábanas, pensando que era una cama tan grande que Pedro ni siquiera notaría su presencia. Pero su parte racional le dijo que, aunque la cama fuera del tamaño de la casa entera, cada uno sentiría la presencia del otro. Decidió salir de aquella habitación; algunos territorios era mejor no explorarlos.


En la habitación número dos encontró el banco de levantar pesas, con algunas pesas junto a él.


En una esquina había un escritorio con un ordenador y, junto a él, un libro titulado Jurisdicción Federal.


Paula encendió la luz y caminó hacia el ordenador. Pedro lo había dejado encendido, y el suave zumbido del aparato se mezclaba con el sonido del ventilador que había en el techo. 


Paula dejó el cuenco sobre la mesa y se sentó.


Los ordenadores no eran lo suyo. Sabía lo justo para hacer su trabajo y poco más. Roxana siempre había sido la encargada de mantener actualizada la página web de la empresa y el programa de correo. Pero sus conocimientos eran suficientes como para saber que Pedro tenía conexión a Internet.


Entró en la página de Chaves-Pierce y comprobó su correo. Aunque no había esperado ningún mensaje de Roxana, la decepcionó un poco no ver ninguno. Respondió algunos correos y le envió un par de recordatorios a Susana.


Deseó no haber confiado tanto en Roxana. Si por lo menos hubiera sido lo suficientemente inteligente como para quedarse con la contraseña de su compañera, ahora tendría un cincuenta por ciento más de control sobre la situación de lo que tenía.


Se terminó la ensalada, volvió a la página de la empresa y se dedicó a intentar adivinar la contraseña de Roxana. Probó con nombres de antiguas mascotas, de sus padres y con el cóctel preferido de su compañera, pero no hubo suerte. Tenía que cambiar de categoría.


—Novios, ligues y aventuras —murmuró.


—¿Te diviertes? —dijo una voz masculina a su espalda.


Paula pudo controlarse lo suficiente como para no gritar aquella vez, aunque enviar el cuenco de ensalada por los aires no fue mucho mejor. 


Salió rápidamente de la página de la empresa y se giró para mirar a Pedro.


—Tienes un gran futuro como ladrón —le dijo—. ¿Siempre te mueves tan sigilosamente?


—Ésta es mi casa, y en ella me muevo como quiero. Y ésos son mi cuenco de cereales y mi camiseta —añadió.


Paula se levantó y se alisó la camiseta, peligrosamente consciente de que no llevaba nada debajo.


—¿Qué te mantenía tan distraída como para no oírme llegar?


—Sólo estaba visitando mis páginas favoritas.


—Ya. Te he visto desde la puerta y estabas tecleando, no navegando —tomó un sorbo de la cerveza que llevaba en la mano y dijo—: Te voy a hablar claro. No tengo paciencia con los subterfugios y las mentiras. Y por razones que desconozco, quiero ayudarte en lo que sea que estés metida.


Aquella noche, Paula no había hecho nada que mejorara la opinión que Pedro tenía de ella. Y, por razones que desconocía, la opinión de Pedro le importaba. Y mucho. Ya no era la antigua Paula que él había conocido, la Paula que llamaba a papá cuando necesitaba dinero, la que manipulaba a algún desgraciado que estaba loco por ella para que la invitara a cenar o la que se dejaba caer de improviso en casa de algún conocido si necesitaba un sitio donde dormir.


Había luchado muy duro para cambiar, para aprender a valerse por sí misma, pero Pedro la seguía viendo como a una princesa consentida.


—No estoy metida en nada, Pedro. Estoy aquí de vacaciones.


—¿De vacaciones? ¿Por eso has venido sin ropa y has tenido que ponerte mi camiseta?


Se acercó a ella y dibujó con el dedo el perfil del emblema del departamento de policía, que quedaba justo por encima de su pecho izquierdo.


Paula sintió que los pezones se le endurecían ante aquel contacto y que el corazón se le salía del pecho, pero mantuvo un rostro inexpresivo.


Entonces Pedro se inclinó hacia ella y le susurró al oído:
—Mientes bien, princesa, pero no tan bien. Voy a descansar un poco pero, si sientes la necesidad de confesarte, despiértame. Tengo la sensación de que merecerá la pena perder sueño por conocer tu historia.


Y, por segunda vez aquella noche, la dejó sola.


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