jueves, 28 de junio de 2018
LA TENTACION: CAPITULO 10
Cuando tenía quince años, Paula había protagonizado en la escuela la obra teatral La princesa y el guisante, pero ahora se daba cuenta de que la representación no la había preparado para dormir en el sofá de Pedro.
Sintiéndose incapaz de levantar las piernas para sentarse, optó por dejarse caer al suelo, envuelta en la manta.
Sintió que la iluminaba una luz rosada, procedente de una de las ventanas que daban al este. Si se hubiera sentido optimista, como de costumbre, habría pensado que aquello era un signo de buen agüero. Pero como había tenido sangrientas pesadillas con Roxana y un puñado de matones, tomó el sol de la mañana como una señal de que ya no podría tener un sueño tranquilo. Al echarle una mirada a su reloj confirmó que eran casi las ocho.
Paula se deshizo de la manta, se levantó con esfuerzo y se dirigió a la cocina. Pedro estaba sentado ante una antigua mesa en la que ella se había fijado vagamente el día anterior. Parecía estar tomando notas del libro que había visto en su escritorio. Junto al libro había un plato con restos de tostadas y de algo pegajoso de color rojo.
—Buenos días —dijo ella.
—Buenos días —respondió Pedro sin apartar la mirada del cuaderno en el que escribía.
A Paula no le gustaba que la ignoraran.
—¿Qué es eso? —preguntó, señalando el plato.
—Tostadas con mermelada de fresa. Supongo que no es exactamente el tipo de comida para llevar.
—¿Por qué? ¿Te vas a alguna parte?
—No, quien se va eres tú —respondió Pedro.
Estaba vestido con su uniforme de color azul oscuro y a Paula le resultaba tremendamente atractivo. Su mano casi rodeaba completamente la taza de café que aún se estaba tomando. En el interior de Paula se activó algún tipo de mecanismo, provocado por la falta de sexo, y una vocecita le dijo: «Manos grandes, gran...»
—¿Me estás escuchando? —le estaba diciendo Pedro—. Te dije que sólo te podías quedar una noche.
—Entendí el trato. Sólo una noche, lo juro —dijo ella, levantando la mano derecha.
Pedro se levantó.
—Que te vaya bien, princesa. Me voy a algún sitio con menos distracciones.
¿Distracciones? La habían llamado cosas peores.
Paula se hizo a un lado y lo dejó pasar.
Pedro entró un momento en su dormitorio y luego salió de la casa, casi dando un portazo.
Cuando se hubo ido, Paula metió una carga de ropa sucia en la lavadora. A pesar de la promesa que le había hecho a Pedro, no creía que fuera totalmente necesario dejar la casa ese día. Pero, aunque lo hiciera, no pensaba ir a ningún sitio con las bragas sucias.
Mientras esperaba a que terminara la lavadora, comprobó los mensajes de su teléfono móvil. No había nada de Claudio, el detective privado que había contratado. Claudio le había dicho que no esperara nada en las primeras cuarenta y ocho horas, a menos que Roxana decidiera reaparecer por propia voluntad.
Eran casi las diez cuando finalmente pudo ponerse ropa interior limpia y vestirse con la muda que llevaba en el maletero. Se miró en el espejo del baño y rebuscó entre su maquillaje, a la caza de algo que le disimulara las ojeras.
Cuando saliera de aquella casa, era esencial que lo hiciera con el aspecto de una heredera Chaves, aunque en el bolsillo no tuviera mucho dinero.
Una vez maquillada, decidió ir andando al centro de la ciudad, ya que Dollhouse Cottage estaba a sólo cinco manzanas de allí. Con suerte el paseo le destensaría los músculos y le aclararía la mente, haciéndole olvidar las pesadillas.
Era una mañana de verano perfecta, con el cielo totalmente azul y una ligera brisa que transportaba un agradable aroma a lilas. Paula inspiró profundamente. Sandy Bend no era tan suntuoso ni exótico como su hogar actual, pero tenía sus compensaciones.
Entró en Main Street y se paró en seco. Las aceras estaban abarrotadas de turistas. Desde luego, Sandy Bend no se parecía en nada a la ciudad que había sido tres años atrás. Entonces, cuando caminaba por las calles, la mayoría de las caras le resultaban, cuando menos, conocidas. Ahora no. Aparte de la propietaria del mercado local, la vieja señora Hawkins, nadie le resultaba familiar.
Abrió su monedero, sacó tres dólares y se dirigió a una cafetería llamada Village Grounds.
La mujer que había tras el mostrador la saludó con una sonrisa.
Paula pidió, casi automáticamente:
—Un café moca con leche desnatada y sabor a avellana, por favor.
—Paula, no me reconoces, ¿verdad? —le dijo la mujer.
Pelo castaño, ojos marrones, de su misma edad o tal vez algo más joven... Paula no vio nada que la ayudara a reconocerla, pero sí sintió una punzada de envidia al ver la expresión de la mujer. Se la veía totalmente satisfecha con la vida.
—Yo... eh...
—Soy Lisa Cantrell. Fuimos a clases de vela juntas hace cuatro veranos.
—¿Lisa? —Paula parpadeó. Aquella chica no había estado en su grupo de amigos. En realidad, ni si quiera recordaba haber hablado con ella, y sospechaba que, si lo había hecho, había sido para soltarle alguno de sus esnobismos—. Estás estupenda.
—Gracias. He perdido algunos kilos —respondió mientras le preparaba el café—. Hacía mucho que no te veía por aquí.
Paula se relajó un poco pensando que, si Lisa hubiera querido vengarse por algo que le hubiera hecho o dicho la Paula adolescente, ya lo habría hecho.
—Me fui al sur y no he tenido muchas oportunidades para venir por aquí.
Lisa asintió con la cabeza.
—Éste es el tipo de ciudad en la que te quedas para siempre o que olvidas por completo. Supongo que yo soy de los que se quedan. Jim, mi prometido, y yo vivimos en Detroit algunos años, mientras él terminaba sus prácticas de ortopedia. Pero aquello era demasiado grande para nosotros. Volvimos aquí y yo abrí este lugar el verano pasado.
—Enhorabuena —contestó Paula—. Parece que Sandy Bend está floreciendo.
—Los veranos están muy bien —dijo Lisa—. Los inviernos son un poco más tranquilos, no como ahora.
Paula miró a su alrededor. Todas las mesas estaban ocupadas, igual que los taburetes frente a la barra.
—¿Te vas a quedar mucho tiempo? —preguntó Lisa, haciéndose oír por encima del silbido de la máquina de los expresos.
—La verdad es que no lo sé.
—Jim y yo nos vamos a casar el sábado en la pradera. ¿Por qué no vienes?
Aquel generoso gesto le agradó, pero también la avergonzó un poco.
—Gracias, pero no quisiera ser una molestia.
—No te preocupes, no va a ser nada elaborado. Vamos a hacer la recepción en la pradera, como si fuera un picnic. Nada de sitios reservados ni nada de eso. Vamos, anímate.
Paula asintió con la cabeza.
—Si aún sigo aquí, iré.
—¡Estupendo! —Lisa le puso el café en un vaso para llevar—. ¿Y a dónde te mudaste exactamente?
—Estoy en la zona de Miami. Tengo una agencia inmobiliaria en Coconut Grove.
—Vaya, eso suena bien.
—Sí, la verdad es que...
Paula se interrumpió. Un hombre sentado en una mesa le había llamado la atención. Llevaba el pelo oscuro peinado hacia atrás y tenía la nariz algo desviada, como si se la hubiera roto un par de veces. Paula no se habría dado cuenta de esos detalles si el hombre no hubiera bajado el periódico que estaba leyendo para mirarla. Y no precisamente con una mirada amistosa.
Paula se dio la vuelta.
—¿Estás bien? —le preguntó Lisa.
—Sí. Sí, estoy bien —puso las monedas sobre el mostrador y agarró la bebida—. Te veré más tarde, ¿de acuerdo?
—Claro —contestó Lisa mientras Paula se dirigía rápidamente hacia la puerta.
Ella era una persona fuerte, se dijo mientras salía de la cafetería. Tenía que dejar de imaginarse que la perseguían los matones y disfrutar del día.
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