martes, 19 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 8




Paula llevó el vestido de encaje a La Boutique a la mañana siguiente. Esperaba que Laura le pusiera un precio bueno y, más importante aún, que lo vendiera inmediatamente.


Laura quedó fascinada, no dejó de exclamar que era precioso, de un gusto exquisito. Le puso el precio en la manga, seiscientos dólares, y declaró que el vestido valía hasta el último penique de los seiscientos dólares.


Paula se quedó boquiabierta. ¡Seiscientos dólares! Y pensar que a ella no le había costado casi nada… Bueno, a excepción de las piedras y de la tintorería. Su parte, trescientos dólares, cubriría la mensualidad de la hipoteca.


—¿Crees que se venderá pronto? —preguntó Paula—. ¿Y a ese precio?


—No lo sé —admitió Laura—. El problema es que ahora estamos en cambio de temporada y la mayoría de mis clientes no creo que paguen tanto dinero, a pesar de ser un vestido para una ocasión especial. Y las que podrían pagarlo, la talla ocho… ¿No podrías hacerlo en talla diez?


—No, imposible —respondió Paula rápidamente—. Al menos, no con la misma tela.—Era demasiado cara.


—Bueno, no tengo más remedio que admitir que todos tus modelos son, desde luego, exclusivos, Paula —admitió Laura con una queda carcajada—. Y créeme, este vestido vale ese precio. No lo venderé por un penique menos.


Paula salió de La Boutique algo preocupada. Se alegraba de que a Laura le gustase el vestido y de que pidiera tanto dinero por él, pero… ¡Y si no lo vendía!


Sólo les quedaban, a ella y a su madre, doscientos dólares en la cuenta de ahorros, e intentaba guardarlos por si ocurría una emergencia. Pero ya deberían haber pagado la mensualidad de la hipoteca y, pasara lo que pasase, tenían que conservar la casa. No tanto por ella, sino por Alicia. Además de la pérdida de su esposo, los constantes ataques de asma que sufría Alicia la habían afectado tanto que apenas salía de casa. Tenía miedo de alejarse de la cama y de la máquina para respirar. Pero había otra cosa, algo mucho más significativo, de lo que sólo Paula se daba cuenta. Las únicas ocasiones en las que su madre se olvidaba de su enfermedad era cuando tenía que hacer de anfitriona, cosa que hacía constantemente cuando su esposo vivía. En estas ocasiones, volvía a ser la misma, una Alicia encantadora que salía a abrir la puerta para recibir a sus invitados y darles la bienvenida. Por ese motivo, Paula estaba decidida a conservar la casa y, sobre todo, a asegurarse de que las partidas de bridge continuasen los jueves por la tarde.


—Los jueves por la tarde me siento como si Pablo estuviera aún conmigo —le había dicho su madre en una ocasión—, y me siento bien porque es como si pudiera apoyarme en él.


Y seguía apoyándose en él. Siempre había mimado a Alicia, dándole todo tipo de caprichos. 


Y, a Alicia, Paula le parecía tan fuerte y sólido como el peñón de Gibraltar.


Y ella misma seguía manteniendo esa ilusión, pensó Paula después de meterse en su coche. 


Y tan poco práctica como su padre, con sueños grandiosos respecto a su tienda de vestidos. No, no tan poco práctica, había enviado, por lo menos, doce currículums a diferentes empresas; sin embargo, no le habían contestado todavía de ningún sitio. Ni tienda de modas, ni trabajo, ni garantía de que el vestido que tanto le había costado confeccionar fuera a venderse.


Sintiéndose repentinamente cansada, se puso la mano en la frente. Estaba perdiendo el control, todo se le iba de las manos… como granos de arena. Si perdían la casa…


Se enderezó en el asiento y metió la llave de contacto. ¡No iban a perder la casa! El vestido iba a venderse. ¿Acaso no había vendido todo lo que había llevado a la tienda de Laura? Y acabaría el traje deportivo en dos días. Además, tenía una idea nueva: un chaquetón cruzado con un cinturón ancho del mismo tejido. Era perfecto para hacerlo con la seda del paracaídas.


Fue rápidamente a su casa mientras, mentalmente, diseñaba la chaqueta. Estaba deseando ponerse a dibujarlo. Cuando entró en la casa, el teléfono estaba sonando. Corrió excitada… podía ser él.


—¿Diga?


—Hola, soy Karen Smith, del departamento de personal de K. Groves. ¿Podría hablar con Paula Chaves, por favor?


—Soy yo —otro tipo de excitación.


¿Una entrevista para trabajar en el departamento de arreglos de los almacenes? Sí, por supuesto, claro que podía ir a la entrevista esa misma tarde. Se apartó del teléfono pensando en todo lo que tenía que hacer. 


Primero, el almuerzo de Alicia; después…


Mientras abría la puerta del refrigerado, recordó algo importante, algo que casi había olvidado. El doctor Davison había dicho que, a pesar de que Alicia no había alcanzado la edad necesaria para ello, tenía derecho a parte de la pensión de la seguridad social de Pablo debido a su enfermedad. Paula había rellenado el formulario que le había dado el médico y lo había enviado hacía unas semanas, pero aún no había recibido ninguna respuesta. Ya que iba a ir a Sacramento esa misma tarde, se pasaría por las oficinas para preguntar al respecto. Si se daba prisa, podría hacerlo antes de su entrevista en Groves a las tres.


Rápidamente, calentó una sopa y preparó dos sándwiches de queso fundido. Después de prometerle a Alicia que estaría de vuelta a eso de las seis, Paula salió corriendo con el sándwich en la mano.


En las oficinas de la seguridad social, tuvo que pedir número y esperar, pero valía la pena. El empleado le informó que habían considerado el caso de Alicia y que empezaría a cobrar la pensión, mensualmente, desde el primero de abril. Una suma pequeña, pero ayudaría.


La entrevista en Groves también fue un éxito. 


Iba a trabajar en el departamento de arreglos cuatro días a la semana, de diez de la mañana a seis de la tarde. Paula salió de la oficina llena de alivio. ¡Iban a conseguirlo! Su salario, junto con la pensión de su madre, cubriría los gastos que tenían, pensó casi bailando en las escaleras automáticas mientras bajaba. Quizá, incluso podrían ahorrar parte de lo que vendiera en La Boutique. Incluso se permitió soñar con la posibilidad de vender algunos de sus diseños a K. Groves; bueno, si le quedaba tiempo para diseñar. Lo más seguro era que no, pensó mientras abría el coche. Iba a estar demasiado ocupada arreglando vestidos en los almacenes.


«Sé feliz con lo que tienes, Paula. Un salario. Podrás comer y pagar la hipoteca».


Sin embargo, le encantaba diseñar. Quizá, si se organizaba bien, encontraría tiempo para hacerlo. Revisó mentalmente su horario. Lunes, martes, miércoles y viernes en Groves. Como empezaba a trabajar a las diez, tendría tiempo para preparar el desayuno para su madre y para ella; y, por las noches, podría preparar el almuerzo del día siguiente. Los sábados los pasaba en La Boutique. Se había reservado los jueves para hacer la compra, limpiar la casa y preparar las partidas de bridge.


Sintió cierta aprensión, no le gustaba tener que dejar a Alicia tanto tiempo sola; sin embargo, el doctor Davison le había dicho que si Alicia no se esforzaba, no era probable que sufriera más ataques de asma.


Paula decidió pasarse por la biblioteca para recoger unas novelas para su madre. Después, se dirigió a su casa mientras montones de planes revoloteaban en su cabeza.


Intentó ignorar una voz interior que le decía: «le gustas, ha ido a verte, te ha besado. ¡Vamos, no te asustes, deja que entre en tu vida!»


Pero, inmediatamente, intentó sofocar la voz. 


Además, no tenía sentido; probablemente, no volvería a llamarla ni a visitarla.



****


Pedro llamó varias veces durante las dos semanas siguientes, pero Paula nunca estaba en casa. No quería preguntar dónde estaba y Alicia no le dijo nada, siempre conseguía salirse por las ramas.


—Oh, es usted, señor Alfonso… digo, Pedro. Me alegro de que haya llamado. ¿Ha visto la partida de bridge hoy en el periódico?


—No, me temo que no.


—Debería verla, es muy interesante. El Norte tenía seis picas, la J era la más alta. El Sur tenía… —Alicia le contó las cartas que tenía cada jugador y luego las apuestas de cada uno.


—¿Está Paula en casa?


—No —y Alicia continuó hablando de la partida.


—Escuche, ¿le importaría decirle a Paula que me llame a casa?


Pedro le dio su número de teléfono, pero Alicia seguía charlando sobre el bridge y Pedro no estaba seguro de que lo hubiera apuntado. 


Colgó el teléfono preguntándose si Alicia recordaría decirle a su hija que había llamado.


Más tarde, comenzó a preguntarse si Paula le estaría evitando a propósito. Y también se preguntó por qué mientras miraba el manuscrito que tenía delante. Debería haber escrito, pero estaba demasiado nervioso e inquieto.


Se puso en pie, bostezó, se estiró y, por la ventana, contempló un rosal. Febrero había dado paso a marzo y la primavera estaba en el aire.


Volvió a mirar el teléfono. ¿Por qué Paula no le llamaba? ¿Y por qué no conseguía él olvidarse de ella?



AT FIRST SIGHT: CAPITULO 7




—¡Vaya, por fin está aquí! Estupendo —Alicia agarró a Pedro del brazo tan pronto como entró en el cuarto de estar—. Es una suerte que sepa jugar al bridge, a Paula no le gusta tener que dejar de trabajar para sustituir a alguien. Ahora, permítame que le presente a mis amigos.


Mientras Alicia nombraba a los presentes, Pedro asintió y les estrechó la mano.


—Y éste es el señor Simmons… No —Alicia sacudió la cabeza—. No, no es Simmons, Simmons es el que no ha podido venir. Usted es el jefe de Jorge. ¿El señor…?


—Alfonso. Pedro Alfonso. Pero no soy…


—Sí, Pedro. Aquí no nos gustan las formalidades. Mire, éste es Juan, su pareja.


Un rato después, Pedro estaba sentado en una de las mesas siguiendo la partida con facilidad y, al mismo tiempo, observando a los otros jugadores. Un hombre que no se fiaba de nadie, pensó mirando a Juan, su compañero, que sujetaba las cartas casi pegadas al pecho y fruncía el ceño cada vez que Pedro apostaba.


Después, estaba el hombre calvo sentado en la mesa de al lado, un hombre que se disculpaba constantemente como si todo lo que no saliera bien fuera culpa suya. Quizá la mujer a su izquierda, pensó Pedro, debería darle clases de seguridad en sí mismo; ¿cómo se llamaba… Athelda? Daba un golpe en la mesa con gesto triunfal cada vez que ganaba una baza. Desde luego, se tomaban en serio el juego. Quizá, demasiado en serio, pensó Pedro mientras observaba a Athelda tratando de decidir si apostaba o no.


Pedro observó la uñas largas y pintadas de la mujer y recordó las manos de Paula, con las uñas cortas y sin pintar. 


Recordó esas manos cortando con destreza una tela. Le gustaba la forma como Paula trabajaba, absorta en lo que hacía y disfrutando con ello. Paradójicamente, Paula jugaba mientras trabajaba; sin embargo, esas personas alrededor de Pedro, parecían trabajar mientras jugaban.


Recordó los pies descalzos de Paula, había algo erótico en ellos que…


—¡Alfonso, le toca a usted apostar!


Le molestó la irritada voz de Juan, le molestaba preguntar qué habían apostado los demás… ¡Pero no tenía ni idea de qué había apostado quién!


lunes, 18 de junio de 2018

AT FIRST SIGHT: CAPITULO 6





Pedro no quería soltarla. Los labios de Paula eran cálidos y dulces y su cuerpo, totalmente entregado, le hizo sentir un enfebrecido deseo corriéndole por las venas. Y sin embargo, la inocencia de la entrega de ella, hizo que un sentimiento protector suavizase su pasión. El beso fue haciéndose menos exigente, una promesa; sin embargo, continuó abrazándola, como si jamás pudiera cansarse de hacerlo.


—¡Paula! Paula, ¿estás ahí? —la voz se hizo más insistente—. ¡Paula, pregúntale al jefe de Jorge si sabe jugar al bridge!


Con desgana, Pedro levantó la cabeza y miró aquellos ojos azules maravillados, esos labios abultados que confirmaban la sospecha de Pedro, que Paula estaba tan sorprendida como él de su ardiente respuesta.


—¡Paula, contéstame!


Sin quitarle los ojos de encima, Pedro retrocedió y apretó el botón.


—Sí, señora Chaves, sé jugar al bridge. Ahora mismo bajo.


Después, acercándose a Paula, le puso las gafas y volvió a rozarle los labios con los suyos. 


Luego, sonrió.


—Tus labios se merecen un diez —murmuró él antes de volverse para bajar.


Paula se llevó dos dedos a la boca como si con el gesto pudiera contener la ternura. Se quedó inmóvil, casi mareada, reviviendo la sensación de los brazos de Pedro alrededor de su cuerpo, la intoxicante presión de su boca contra la suya. 


Le había hecho sentir algo nuevo y maravilloso a lo que se había aferrado, anhelando saborear por completo el éxtasis.


¡Oh, no! ¿Se habría dado cuenta él de que aquel era su primer beso? Su rostro enrojeció al enfrentarse a la realidad: a los veintidós años todavía nadie, hasta ese momento, la había besado.


Se acercó a la ventana y apoyó la frente en el cristal con los ojos fijos en la oscuridad, recordando…


Su último año en el instituto, la fiesta de cumpleaños de Ann Simpson, Cari Adams. Aquel pegajoso beso que él le plantó en la boca. Paula ni lo había esperado ni lo quería. Sin embargo, lo realmente humillante fue cuando Debby le dijo que había sido por una apuesta.


El incidente la hizo sufrir y la hizo aún más introvertida.


Hacía como si no le importara que los chicos la evitasen.


—¡No son ellos, sino tú! —le había insistido Jorge—. Estás demasiado encerrada en ti misma. Pau, no dejas que nadie se acerque a ti.


Ahora, Paula suspiró. Por el motivo que fuera, no había conseguido superarlo ni tener un verdadero amigo. Excepto Jorge… y Daniel. Aquel año, el último del instituto, Daniel y ella solían almorzar juntos en la cafetería; después, cuando por la tarde la llevaba a su casa, le daba un beso en la mejilla. 


Sólo un beso fraternal… nada parecido al terremoto que acababa de tener lugar.


Paula se dio media vuelta, apoyó la espalda en la ventana y cerró los ojos con la intención de volver a capturar la magia del beso.


Abrió los ojos inmediatamente. ¡Era ridículo! 


Enderezó los hombros y sacudió la cabeza con intención de volver a la realidad. No estaba dispuesta a dejarse engañar por algo que para él debía tener el mismo significado que darle la mano a alguien. Sería mejor que se pusiera a trabajar si quería pagar la mensualidad de la hipoteca



AT FIRST SIGHT: CAPITULO 5




«¡Has rechazado su invitación! Podrías haber ido a cenar con él esta misma noche aprovechando que Alicia está entretenida con su partida de bridge. Podrías…»


No, pensó Paula ajustándose las gafas. Con resolución, colocó las flores en un jarrón y las llevó a la mesa. Echó otro tronco en la chimenea y se enfadó consigo misma por seguir pensando en aquel desconocido de voz sensual. Con decisión, subió las escaleras y fue al cuarto de su madre.


—Todo está listo —le dijo a Alicia—. Estás preciosa con ese vestido. Ven, deja que te coloque el cinturón, te lo has puesto mal. Y ahora, diviértete. Si me necesitas, llama al timbre.


Paula estaba encantada con el interfono que su padre hizo instalar en la casa, lo que hacía posible que Alicia la llamase desde cualquier habitación de la casa.


Subió al ático, a su estudio, y, durante unos momentos, se quedó contemplando los dos paracaídas que había comprado en un rastrillo. 


Uno era azul y el otro gris plateado. 


La compra había dañado su presupuesto, pero valía la pena.


Seda de paracaídas. Decidió hacer el traje deportivo con el paracaídas gris y lo acarició con deleite; después, lo dejó y comenzó a desdoblar la muselina. Como siempre, confeccionaría su diseño con un tejido barato primero.


Trabajó consistentemente mientras trataba de olvidar a ese hombre con voz risueña, a ese hombre al que, realmente, no había visto y a quien nunca conocería.



****


Swanson Way era una calle tranquila con grandes casas de estilo tradicional y generosos jardines. Eso le sorprendió. 


Había supuesto que vivía en un apartamento. 


Pero no, el mil novecientos cinco de Swanson Way era una casa de ladrillo con un amplio porche. Subió los escalones y llamó al timbre.


Una mujer de extraordinaria belleza le abrió la puerta, una mujer que no pareció sorprendida al verle.


—¿Qué tal? Usted debe ser el señor Simmons, ¿verdad? Entre, por favor.


—No. Soy Alfonso, Pedro Alfonso.


—Oh, perdone. Creía que Rita había dicho Simmons. Pero entre, hace un tiempo horrible, está lloviendo otra vez.


Pedro entró en el espacioso vestíbulo y contempló a la mujer, muy elegante con ese vestido de lana color crema. No se parecían en nada, pensó Pedro; aunque los ojos… sí, se parecían en los ojos. Se fijó en los zapatos de salón y recordó que Paula le había confesado que llevaba los zapatos de su madre y que le estaban pequeños.


—¿Señora Chaves?


—Sí, soy yo. Pero, por favor, llámeme Alicia —dijo sonriendo—. Deme su abrigo. Es el primero en llegar, pero no creo que los demás tarden mucho.


Mientras llevó el abrigo de Pedro al armario del vestíbulo, continuó diciendo:
—Ha sido muy amable al aceptar ocupar el lugar de Rita, espero que se le pase la gripe pronto. Yo la tuve el mes pasado y me duró muchísimo. Oh, debe estar helado. Venga, le serviré una taza de café mientras esperamos a que lleguen los demás. Pedro no tuvo más remedio que seguirla hasta el cuarto de estar. Allí, entre un mobiliario tradicional, había cuatro mesas de juego arregladas para una partida. ¿Bridge? El fuego alumbraba la chimenea y había un refrigerio preparado en una mesa. Debía ofrecer una explicación y una disculpa a su presencia allí.


—Señora Chaves, yo…


—¿Leche? ¿Azúcar? —preguntó ella levantando una cafetera de plata de gusto exquisito.


—Ah… no, gracias —tampoco quería café, pero esa mujer no le dio la oportunidad de rechazarlo—. Gracias.


Tenía que explicar quién era inmediatamente.


—Señora Chaves…


—Por favor, llámeme Alicia. Aquí, no nos andamos con formalidades. A propósito, antes de que lleguen los demás, tengo que advertirle respecto a Juan. El será su compañero, a pesar de que suele serlo Susana. Pero Juan se enfada tanto con ella a veces que… Lo comprende, ¿verdad?


—Sí, pero…


—Estupendo —Alicia, entonces, le contó que ella y su marido habían formado aquel grupo hacía diez años—. Y, desde entonces, nos reunimos todos los jueves por la tarde.


Pedro dejó de intentar dar explicaciones. Observó cómo esa mujer movía sus delicadas y bien cuidadas manos mientras hablaba, sin pararse para preguntarle quién o qué era. Por fin, Pedro decidió que estaba delante de una mujer completamente absorta en sí misma y en sus problemas.


—La muerte de Pablo me dejó destrozada, la verdad es que aún no he conseguido superarlo. Era un hombre maravilloso —los ojos azules se tornaron sombríos y, por un momento, Pedro creyó que Alicia iba a echarse a llorar, pero vio que ella consiguió controlarse—. No dejo de pensar en él cuando estamos en esta habitación; a veces, me parece que no deberíamos… Pero Paula insiste en que continuemos con las partidas de bridge.


—Señora Chaves, yo no soy el señor Simmons. Me llamo Pedro Alfonso y he venido a ver a Paula.


—¿A Paula? ¿Que ha venido a ver a Paula? —aquello la dejó sin hablar por primera vez.


¿Acaso nadie iba a visitar a Paula? Se preguntó Pedro.


—La conocí el jueves por la noche y…


—¡Oh! Ahora sé quién es, es el jefe de Jorge.


—¿Jorge?


—Sí, por supuesto. Paula me habló de lo guapo que era. Me alegro de que haya regresado… ¿o es que no se ha marchado de vuelta a Nueva York? Creía que Paula me había dicho que se había ido. En fin, voy a llamarla, estará encantada de que haya venido a verla —Alicia se acercó a la pared, pero se detuvo y volvió la cabeza para mirarle—. Usted no es pelirrojo.


Justo en el momento en que Alicia iba a apretar un interruptor en la pared, sonó el timbre de la puerta.


—Oh, será mejor que vaya a abrir. Oiga, ¿por qué no sube?


—¿Subir, adonde?


—Al estudio de mi hija, está allí. Suba esa escalinata, gire a la derecha, y vuelva a subir hasta el ático. Paula debe estar… —pero Alicia abrió la puerta en ese momento—. Oh, ¿cómo estás, Chris? Hola, Lionel. Hace un tiempo horrible, ¿verdad?


Pedro comenzó a subir las escaleras pensando que aquella mujer no parecía proteger mucho a su hija. En el primer piso, oyó los acordes de una sinfonía de Beethoven procedente del piso superior. La puerta del ático estaba abierta y Pedro se detuvo, contemplando con sorpresa la iluminada estancia llena de libros, papeles y material de dibujo. Vio una mesa grande y una máquina de coser, al igual que una mesa camilla con un montón de revistas encima.


Al principio, creyó que no había nadie en la habitación. 


Luego, la vio. Estaba de espaldas a él y arrodillada en el suelo de madera, parecía estarle poniendo alfileres a un tejido que cubría un maniquí. La observó en silencio, fascinado. Después, la vio tomar unas tijeras y comenzar a cortar la tela por la parte inferior. Cayó un trozo de tela y ella se levantó para examinar el trabajo.


—No mentías, estás verdaderamente ocupada —dijo él, casi para sí mismo.


Paula se dio media vuelta con expresión atónita. 


¡Aquella voz! Era el hombre que…


—¡Es usted!


En parte, Paula se preguntó cómo era posible que estuviera allí; pero, al mismo tiempo, se quedó hipnotizada mientras contemplaba su hermoso rostro, la profundidad de sus ojos avellana, la curva de sus labios…


—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —consiguió preguntar Paula por fin.


—Tu madre me ha dicho que subiera. Estaba… bastante ocupada para acompañarme hasta aquí arriba.


—Oh.


Aquella voz la sobrecogía… y la visión de un hombre con el que creía que jamás volvería a encontrarse. Contuvo la respiración. Ahora que tenía las gafas puestas y podía verlo claramente, no podía dejar de mirarlo. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Alto y delgado; sin embargo, el traje no podía disimular su constitución atlética.


Tal y como había supuesto, era rubio, como Alicia.



—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella en un susurro.


—He venido en busca de un recuerdo —contestó Pedro en tono suave y con un brillo burlón en los ojos—. Ya te lo he dicho por teléfono, no he podido olvidarte.


¡Dios del cielo! El rostro le ardía cuando lo bajó y se miró los pies. Era dolorosamente consciente de su aspecto con esos viejos pantalones vaqueros y usado jersey, con el cabello recogido en un moño… ¡Y las gafas! Quería decir algo, pero no parecía ser capaz de respirar siquiera.


—Por favor, Paula, perdóname. Quería volverte a ver, quería saber más sobre ti.


—Pues ya lo ha conseguido —dijo Paula con más brusquedad de la que quería.


Pedro miró a su alrededor.


—¿Es tu estudio?


Ella asintió.


—¿Puedo entrar?


Ella volvió a asentir.


Pedro entró y se paseó por la habitación examinándolo todo. Paula, contemplándolo, no se movió del lugar en el que estaba.


—¿Has dibujado esto tú? —Pedro estaba contemplando uno de los diseños de Paula.


—Sí.


—¿Es tuyo el diseño?


—Sí.


—Muy bonito —Pedro volvió el rostro, vio los paracaídas y luego volvió los ojos hacia ella—. ¿Paracaídas?


—Sí. Yo…


—¿No me digas que te gusta tirarte en paracaídas?


La miró con tal sorpresa que Paula no pudo contener una carcajada.


—No, no es eso —contestó ella sintiéndose más y más relajada—. La seda de los paracaídas es muy flexible y muy fuerte. Se pueden hacer todo tipo de prendas con ella.


Pedro la miró con admiración.


—Una idea muy inteligente. Dime, qué estás haciendo con eso que le has puesto al maniquí.


—Es un patrón.


—¿Un patrón?


—Sí. Cuando quiero hacer algo nuevo, primero lo hago con un material barato, como éste, que es muselina. La seda de los paracaídas es muy cara.


—Sí, claro —asintió Pedro.


Se apartó del maniquí y se quedó mirando un vestido que colgaba de una percha en la pared. La mirada de Paula lo siguió, notando que se había fijado en su última creación y, en su opinión, la mejor.


Pedro contempló el vestido durante un buen rato; después, se volvió hacia ella con expresión incrédula.


—¡Increíble! ¿Lo has hecho tú?


Paula se dio cuenta de que estaba realmente sorprendido y sintió un repentino orgullo. Era su mejor trabajo. Le había llevado días confeccionar aquel elegante vestido se merecía el encaje y las ceñidas mangas con sus puños y botones forrados de la misma tela… y las piedras que brillaban bajo la luz de la lámpara.


Pedro lanzó un silbido.


—¡Es realmente fantástico! —Pedro tocó la muselina del maniquí—. Así que empiezas con esto, ¿no? Y terminas con algo como esa maravilla, ¿verdad?


Paula no pudo evitar sonreír.


—Así que ésta es la verdadera señorita Paula Chaves —dijo Pedro mirándola fijamente.


Había algo en esos ojos color avellana, algo burlón que le recordó a los chicos que solían reírse de ella en la adolescencia, a los chicos de los que Jorge la había defendido siempre. Paula enderezó los hombros y alzó la barbilla con gesto desafiante.


—¿Por qué me ésta mirando así? —preguntó ella en tono exigente.


—¿Así, cómo? —preguntó a su vez Pedro, sorprendido por el tono de voz con el que Paula le había hablado.


—Como… como si me estuviera juzgando o algo por el estilo —murmuró ella. Pedro arqueó una ceja y ella lo vio esbozar una provocativa sonrisa.


—¿Quieres saber qué puntuación te he dado?


—No.


—Veamos… —dijo él mientras continuaba mirándola.


Paula se sintió intimidada y vulnerable, no sabía qué hacer ni qué decir. Por lo tanto, se quedó donde estaba y como estaba, con un pie descalzo encima del otro.


—La señorita Paula Chaves, con el cabello revuelto y ocupada. Una mujer que no tiene tiempo libre ni para maquillarse… ¿Te damos un ocho por ser natural? —Pedro hizo una pausa, meditando—. No, la naturalidad es una cualidad extraordinaria en estos tiempos que corren, creo que te mereces un diez.


Entonces, los ojos de él se pasearon por el cuerpo de Paula, fijándose en los pantalones vaqueros y en el jersey, y sonrió maliciosamente.


—Una mujer demasiado preocupada con la comodidad y demasiado práctica —Pedro sacudió la cabeza—. Eso significa que no se molesta en complacer a la gente. Me temo que, en ese aspecto, sólo puedo darte un seis, querida.


Su sonrisa era provocativa, decidió Paula, pero tierna. No pudo evitar devolvérsela.


—No ser pretenciosa debe contar como algo positivo —argumentó ella, siguiéndole el juego—. Eso se merece un nueve por lo menos.


—Una premisa válida que merece cierta consideración —Pedro frunció el ceño como si estuviera intentando tomar una decisión.


Paula observó sus labios y una indescriptible emoción se apoderó de ella.


—De acuerdo, un ocho por no ser pretenciosa —declaró Pedro con magnanimidad mientras la miraba de arriba a abajo hasta clavar los ojos en sus pies descalzos—. ¿No te gustan los zapatos, Paula?


—Así me encuentro mejor, estar descalza me da la sensación de libertad —respondió ella sacudiendo la cabeza, ya totalmente relajada.


—Sí, ya me he dado cuenta —Pedro asintió—. Un verdadero símbolo de libertad que le permite a uno ser más creativo. Sí, un diez por ir descalza.


Paula se echó a reír. Pero cuando él mencionó sus manos, ella lo interrumpió.


Pedro Alfonso —anunció Paula—. Un hombre que no acepta un no por respuesta. Un hombre que se invita a sí mismo a entrar en un territorio sin que nadie lo invite. Un hombre falto de sinceridad que hace comentarios sin fundamento y halagos fuera de lugar. Lo siento, ningún punto.


—¿Ni siquiera por caballerosidad?


—¿Caballerosidad? —Paula lo miró sin comprender.


—Sí. Me contuve la noche que nos conocimos. Llevo todo el rato, desde que he venido aquí, conteniéndome. Pero ya no estoy dispuesto a seguir haciéndolo.


Pedro se acercó a ella y le quitó las gafas. Paula sintió aquellos brazos alrededor de su cuerpo, aquellos labios acariciando los suyos. Después, el beso profundizó y se sintió consumida por algo nuevo y excitante que la hizo temblar. De puntillas, se apretó contra él y le rodeó el cuello con los brazos. Vagamente, oyó la lluvia golpeando los cristales de las ventanas, los suaves acordes de la sinfonía y la voz de su madre a través del interfono.


—¡Paula! ¿Estás ahí, Paula? Escucha, ese hombre que está contigo, el jefe de Jorge… ¿sabe jugar al bridge? Porque el señor Simmons, el sustituto de Rita, no puede venir. Paula, ¿me estás oyendo? Pregúntale al jefe de Jorge si sabe jugar al bridge.