«¡Has rechazado su invitación! Podrías haber ido a cenar con él esta misma noche aprovechando que Alicia está entretenida con su partida de bridge. Podrías…»
No, pensó Paula ajustándose las gafas. Con resolución, colocó las flores en un jarrón y las llevó a la mesa. Echó otro tronco en la chimenea y se enfadó consigo misma por seguir pensando en aquel desconocido de voz sensual. Con decisión, subió las escaleras y fue al cuarto de su madre.
—Todo está listo —le dijo a Alicia—. Estás preciosa con ese vestido. Ven, deja que te coloque el cinturón, te lo has puesto mal. Y ahora, diviértete. Si me necesitas, llama al timbre.
Paula estaba encantada con el interfono que su padre hizo instalar en la casa, lo que hacía posible que Alicia la llamase desde cualquier habitación de la casa.
Subió al ático, a su estudio, y, durante unos momentos, se quedó contemplando los dos paracaídas que había comprado en un rastrillo.
Uno era azul y el otro gris plateado.
La compra había dañado su presupuesto, pero valía la pena.
Seda de paracaídas. Decidió hacer el traje deportivo con el paracaídas gris y lo acarició con deleite; después, lo dejó y comenzó a desdoblar la muselina. Como siempre, confeccionaría su diseño con un tejido barato primero.
Trabajó consistentemente mientras trataba de olvidar a ese hombre con voz risueña, a ese hombre al que, realmente, no había visto y a quien nunca conocería.
****
Swanson Way era una calle tranquila con grandes casas de estilo tradicional y generosos jardines. Eso le sorprendió.
Había supuesto que vivía en un apartamento.
Pero no, el mil novecientos cinco de Swanson Way era una casa de ladrillo con un amplio porche. Subió los escalones y llamó al timbre.
Una mujer de extraordinaria belleza le abrió la puerta, una mujer que no pareció sorprendida al verle.
—¿Qué tal? Usted debe ser el señor Simmons, ¿verdad? Entre, por favor.
—No. Soy Alfonso, Pedro Alfonso.
—Oh, perdone. Creía que Rita había dicho Simmons. Pero entre, hace un tiempo horrible, está lloviendo otra vez.
Pedro entró en el espacioso vestíbulo y contempló a la mujer, muy elegante con ese vestido de lana color crema. No se parecían en nada, pensó Pedro; aunque los ojos… sí, se parecían en los ojos. Se fijó en los zapatos de salón y recordó que Paula le había confesado que llevaba los zapatos de su madre y que le estaban pequeños.
—¿Señora Chaves?
—Sí, soy yo. Pero, por favor, llámeme Alicia —dijo sonriendo—. Deme su abrigo. Es el primero en llegar, pero no creo que los demás tarden mucho.
Mientras llevó el abrigo de Pedro al armario del vestíbulo, continuó diciendo:
—Ha sido muy amable al aceptar ocupar el lugar de Rita, espero que se le pase la gripe pronto. Yo la tuve el mes pasado y me duró muchísimo. Oh, debe estar helado. Venga, le serviré una taza de café mientras esperamos a que lleguen los demás. Pedro no tuvo más remedio que seguirla hasta el cuarto de estar. Allí, entre un mobiliario tradicional, había cuatro mesas de juego arregladas para una partida. ¿Bridge? El fuego alumbraba la chimenea y había un refrigerio preparado en una mesa. Debía ofrecer una explicación y una disculpa a su presencia allí.
—Señora Chaves, yo…
—¿Leche? ¿Azúcar? —preguntó ella levantando una cafetera de plata de gusto exquisito.
—Ah… no, gracias —tampoco quería café, pero esa mujer no le dio la oportunidad de rechazarlo—. Gracias.
Tenía que explicar quién era inmediatamente.
—Señora Chaves…
—Por favor, llámeme Alicia. Aquí, no nos andamos con formalidades. A propósito, antes de que lleguen los demás, tengo que advertirle respecto a Juan. El será su compañero, a pesar de que suele serlo Susana. Pero Juan se enfada tanto con ella a veces que… Lo comprende, ¿verdad?
—Sí, pero…
—Estupendo —Alicia, entonces, le contó que ella y su marido habían formado aquel grupo hacía diez años—. Y, desde entonces, nos reunimos todos los jueves por la tarde.
Pedro dejó de intentar dar explicaciones. Observó cómo esa mujer movía sus delicadas y bien cuidadas manos mientras hablaba, sin pararse para preguntarle quién o qué era. Por fin, Pedro decidió que estaba delante de una mujer completamente absorta en sí misma y en sus problemas.
—La muerte de Pablo me dejó destrozada, la verdad es que aún no he conseguido superarlo. Era un hombre maravilloso —los ojos azules se tornaron sombríos y, por un momento, Pedro creyó que Alicia iba a echarse a llorar, pero vio que ella consiguió controlarse—. No dejo de pensar en él cuando estamos en esta habitación; a veces, me parece que no deberíamos… Pero Paula insiste en que continuemos con las partidas de bridge.
—Señora Chaves, yo no soy el señor Simmons. Me llamo Pedro Alfonso y he venido a ver a Paula.
—¿A Paula? ¿Que ha venido a ver a Paula? —aquello la dejó sin hablar por primera vez.
¿Acaso nadie iba a visitar a Paula? Se preguntó Pedro.
—La conocí el jueves por la noche y…
—¡Oh! Ahora sé quién es, es el jefe de Jorge.
—¿Jorge?
—Sí, por supuesto. Paula me habló de lo guapo que era. Me alegro de que haya regresado… ¿o es que no se ha marchado de vuelta a Nueva York? Creía que Paula me había dicho que se había ido. En fin, voy a llamarla, estará encantada de que haya venido a verla —Alicia se acercó a la pared, pero se detuvo y volvió la cabeza para mirarle—. Usted no es pelirrojo.
Justo en el momento en que Alicia iba a apretar un interruptor en la pared, sonó el timbre de la puerta.
—Oh, será mejor que vaya a abrir. Oiga, ¿por qué no sube?
—¿Subir, adonde?
—Al estudio de mi hija, está allí. Suba esa escalinata, gire a la derecha, y vuelva a subir hasta el ático. Paula debe estar… —pero Alicia abrió la puerta en ese momento—. Oh, ¿cómo estás, Chris? Hola, Lionel. Hace un tiempo horrible, ¿verdad?
Pedro comenzó a subir las escaleras pensando que aquella mujer no parecía proteger mucho a su hija. En el primer piso, oyó los acordes de una sinfonía de Beethoven procedente del piso superior. La puerta del ático estaba abierta y Pedro se detuvo, contemplando con sorpresa la iluminada estancia llena de libros, papeles y material de dibujo. Vio una mesa grande y una máquina de coser, al igual que una mesa camilla con un montón de revistas encima.
Al principio, creyó que no había nadie en la habitación.
Luego, la vio. Estaba de espaldas a él y arrodillada en el suelo de madera, parecía estarle poniendo alfileres a un tejido que cubría un maniquí. La observó en silencio, fascinado. Después, la vio tomar unas tijeras y comenzar a cortar la tela por la parte inferior. Cayó un trozo de tela y ella se levantó para examinar el trabajo.
—No mentías, estás verdaderamente ocupada —dijo él, casi para sí mismo.
Paula se dio media vuelta con expresión atónita.
¡Aquella voz! Era el hombre que…
—¡Es usted!
En parte, Paula se preguntó cómo era posible que estuviera allí; pero, al mismo tiempo, se quedó hipnotizada mientras contemplaba su hermoso rostro, la profundidad de sus ojos avellana, la curva de sus labios…
—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —consiguió preguntar Paula por fin.
—Tu madre me ha dicho que subiera. Estaba… bastante ocupada para acompañarme hasta aquí arriba.
—Oh.
Aquella voz la sobrecogía… y la visión de un hombre con el que creía que jamás volvería a encontrarse. Contuvo la respiración. Ahora que tenía las gafas puestas y podía verlo claramente, no podía dejar de mirarlo. Era el hombre más atractivo que había visto en su vida. Alto y delgado; sin embargo, el traje no podía disimular su constitución atlética.
Tal y como había supuesto, era rubio, como Alicia.
—¿Qué está haciendo aquí? —preguntó ella en un susurro.
—He venido en busca de un recuerdo —contestó Pedro en tono suave y con un brillo burlón en los ojos—. Ya te lo he dicho por teléfono, no he podido olvidarte.
¡Dios del cielo! El rostro le ardía cuando lo bajó y se miró los pies. Era dolorosamente consciente de su aspecto con esos viejos pantalones vaqueros y usado jersey, con el cabello recogido en un moño… ¡Y las gafas! Quería decir algo, pero no parecía ser capaz de respirar siquiera.
—Por favor, Paula, perdóname. Quería volverte a ver, quería saber más sobre ti.
—Pues ya lo ha conseguido —dijo Paula con más brusquedad de la que quería.
Pedro miró a su alrededor.
—¿Es tu estudio?
Ella asintió.
—¿Puedo entrar?
Ella volvió a asentir.
Pedro entró y se paseó por la habitación examinándolo todo. Paula, contemplándolo, no se movió del lugar en el que estaba.
—¿Has dibujado esto tú? —Pedro estaba contemplando uno de los diseños de Paula.
—Sí.
—¿Es tuyo el diseño?
—Sí.
—Muy bonito —Pedro volvió el rostro, vio los paracaídas y luego volvió los ojos hacia ella—. ¿Paracaídas?
—Sí. Yo…
—¿No me digas que te gusta tirarte en paracaídas?
La miró con tal sorpresa que Paula no pudo contener una carcajada.
—No, no es eso —contestó ella sintiéndose más y más relajada—. La seda de los paracaídas es muy flexible y muy fuerte. Se pueden hacer todo tipo de prendas con ella.
Pedro la miró con admiración.
—Una idea muy inteligente. Dime, qué estás haciendo con eso que le has puesto al maniquí.
—Es un patrón.
—¿Un patrón?
—Sí. Cuando quiero hacer algo nuevo, primero lo hago con un material barato, como éste, que es muselina. La seda de los paracaídas es muy cara.
—Sí, claro —asintió Pedro.
Se apartó del maniquí y se quedó mirando un vestido que colgaba de una percha en la pared. La mirada de Paula lo siguió, notando que se había fijado en su última creación y, en su opinión, la mejor.
Pedro contempló el vestido durante un buen rato; después, se volvió hacia ella con expresión incrédula.
—¡Increíble! ¿Lo has hecho tú?
Paula se dio cuenta de que estaba realmente sorprendido y sintió un repentino orgullo. Era su mejor trabajo. Le había llevado días confeccionar aquel elegante vestido se merecía el encaje y las ceñidas mangas con sus puños y botones forrados de la misma tela… y las piedras que brillaban bajo la luz de la lámpara.
Pedro lanzó un silbido.
—¡Es realmente fantástico! —Pedro tocó la muselina del maniquí—. Así que empiezas con esto, ¿no? Y terminas con algo como esa maravilla, ¿verdad?
Paula no pudo evitar sonreír.
—Así que ésta es la verdadera señorita Paula Chaves —dijo Pedro mirándola fijamente.
Había algo en esos ojos color avellana, algo burlón que le recordó a los chicos que solían reírse de ella en la adolescencia, a los chicos de los que Jorge la había defendido siempre. Paula enderezó los hombros y alzó la barbilla con gesto desafiante.
—¿Por qué me ésta mirando así? —preguntó ella en tono exigente.
—¿Así, cómo? —preguntó a su vez Pedro, sorprendido por el tono de voz con el que Paula le había hablado.
—Como… como si me estuviera juzgando o algo por el estilo —murmuró ella. Pedro arqueó una ceja y ella lo vio esbozar una provocativa sonrisa.
—¿Quieres saber qué puntuación te he dado?
—No.
—Veamos… —dijo él mientras continuaba mirándola.
Paula se sintió intimidada y vulnerable, no sabía qué hacer ni qué decir. Por lo tanto, se quedó donde estaba y como estaba, con un pie descalzo encima del otro.
—La señorita Paula Chaves, con el cabello revuelto y ocupada. Una mujer que no tiene tiempo libre ni para maquillarse… ¿Te damos un ocho por ser natural? —Pedro hizo una pausa, meditando—. No, la naturalidad es una cualidad extraordinaria en estos tiempos que corren, creo que te mereces un diez.
Entonces, los ojos de él se pasearon por el cuerpo de Paula, fijándose en los pantalones vaqueros y en el jersey, y sonrió maliciosamente.
—Una mujer demasiado preocupada con la comodidad y demasiado práctica —Pedro sacudió la cabeza—. Eso significa que no se molesta en complacer a la gente. Me temo que, en ese aspecto, sólo puedo darte un seis, querida.
Su sonrisa era provocativa, decidió Paula, pero tierna. No pudo evitar devolvérsela.
—No ser pretenciosa debe contar como algo positivo —argumentó ella, siguiéndole el juego—. Eso se merece un nueve por lo menos.
—Una premisa válida que merece cierta consideración —Pedro frunció el ceño como si estuviera intentando tomar una decisión.
Paula observó sus labios y una indescriptible emoción se apoderó de ella.
—De acuerdo, un ocho por no ser pretenciosa —declaró Pedro con magnanimidad mientras la miraba de arriba a abajo hasta clavar los ojos en sus pies descalzos—. ¿No te gustan los zapatos, Paula?
—Así me encuentro mejor, estar descalza me da la sensación de libertad —respondió ella sacudiendo la cabeza, ya totalmente relajada.
—Sí, ya me he dado cuenta —Pedro asintió—. Un verdadero símbolo de libertad que le permite a uno ser más creativo. Sí, un diez por ir descalza.
Paula se echó a reír. Pero cuando él mencionó sus manos, ella lo interrumpió.
—Pedro Alfonso —anunció Paula—. Un hombre que no acepta un no por respuesta. Un hombre que se invita a sí mismo a entrar en un territorio sin que nadie lo invite. Un hombre falto de sinceridad que hace comentarios sin fundamento y halagos fuera de lugar. Lo siento, ningún punto.
—¿Ni siquiera por caballerosidad?
—¿Caballerosidad? —Paula lo miró sin comprender.
—Sí. Me contuve la noche que nos conocimos. Llevo todo el rato, desde que he venido aquí, conteniéndome. Pero ya no estoy dispuesto a seguir haciéndolo.
Pedro se acercó a ella y le quitó las gafas. Paula sintió aquellos brazos alrededor de su cuerpo, aquellos labios acariciando los suyos. Después, el beso profundizó y se sintió consumida por algo nuevo y excitante que la hizo temblar. De puntillas, se apretó contra él y le rodeó el cuello con los brazos. Vagamente, oyó la lluvia golpeando los cristales de las ventanas, los suaves acordes de la sinfonía y la voz de su madre a través del interfono.
—¡Paula! ¿Estás ahí, Paula? Escucha, ese hombre que está contigo, el jefe de Jorge… ¿sabe jugar al bridge? Porque el señor Simmons, el sustituto de Rita, no puede venir. Paula, ¿me estás oyendo? Pregúntale al jefe de Jorge si sabe jugar al bridge.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario