sábado, 26 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 44




Pedro se terminó el ponche y dejó la copa vacía junto al bol. 


En teoría, la fiesta iba a acabar en cuarenta y cinco minutos, pero cuando Paula se terminó la bebida, desaparecieron por arte de magia.


Se volvieron hacia Donna, que contenía los rumores sobre su escandalosa conducta comportándose con naturalidad. 


Cuando el lunes se supiera todo, la considerarían un personaje heroico de la leyenda del instituto.


—Nos vamos —le dijo Pedro—. Creo que es mejor que nos alejemos de aquí para que la gente se tranquilice.


—No creo que sea posible a estas alturas, aunque estoy de acuerdo en que deberíais marcharos. Pero si no has aprendido más sobre cómo tratar a Paula desde que te fuiste, te mataré con mis propias manos. ¿Está claro?


—Como el agua. He sido un idiota. Gracias por mantenerla a salvo. A partir de ahora me encargo yo, si ella me deja.


El alivio de Donna disipó parte de la culpa que sentía por haberle hecho daño en el pasado. Se inclinó hacia delante, la besó en la mejilla y se apartó con una sonrisa.


—Eres una mujer notable.


Un hombre alto, de pelo negro, apareció de la nada y rozó levemente la espalda desnuda de Donna. Fue un gesto inconsciente que demostraba lo mucho que le importaba. 


Donna se ruborizó. Pedro se apartó más animado. Recordó todo lo que había experimentado desde que se marchó del restaurante de Los Ángeles.


Después de hacer el equipaje en casa de Daniel a toda velocidad, corrió al aeropuerto. La frustración por el retraso de su avión lo situó al borde de la locura. Durante las interminables horas que transcurrieron hasta el aterrizaje, la impaciencia lo consumía.


Tenía tanta prisa por ver a Paula que fue directamente al hotel en vez de pasar por su casa para cambiarse, y se presentó en la sala de baile con unos vaqueros y el corazón en la garganta.


Cuando vio a la arrebatadora mujer de pelo negro sola contra la pared, nada del mundo podría haberlo detenido.


—¿Nos vamos? —preguntó.


—Si seguimos aquí, te arrastraré ahí debajo —señaló una mesa con mantel hasta el suelo— y el escándalo será mayor aún..


Pedro la tomó del brazo y los dos se dirigieron hacia la salida, acompañados de los susurros. Pero ni siquiera los oían, y desde luego, no les importaban.


Salieron de la sala casi corriendo. Paula tropezó y Pedro la sujetó a tiempo.


—No tan deprisa —protestó, señalando los tacones—. No puedo correr.


Pero Pedro la tomó de la muñeca y no deceleró la marcha. 


Era incapaz. Tenía que quedarse a solas con ella. Tenía el coche de alquiler en el aparcamiento.


Pedro —murmuró Paula cuando volvió a tropezar.


Pedro se detuvo y miró a un lado y a otro del pasillo. Su mirada se detuvo un momento en la puerta del servicio de señoras, pero lo desechó de inmediato. Vio un cuarto de limpieza cerca de la salida. Era una locura, pero estaba loco por ella. Se acercó y comprobó que la puerta no estaba cerrada. Los dos entraron en la oscuridad.


No podía verla, pero podía oír su respiración entrecortada y aspirar el aroma de melocotones. Cerró los ojos, casi dolorido.


—Paula —susurró, implorando perdón, rogándole que lo absolviera dando el primer paso.


Los dedos de Paula avanzaron con precaución en la oscuridad hacia su pecho. Un cuerpo de mujer se apretó contra el suyo.


—He cambiado de idea. Quiero los niños y la casa rodeada de una valla blanca. Me da igual dónde esté, siempre que tú estés dentro.


No podría haber dicho nada que lo excitara más.


—Ven conmigo, Pedro. Ven a casa —añadió.


Excepto aquello.


Se besaron apasionadamente. Paula sabía a ponche de frutas. Bebió de su boca, incapaz de saciarse, con el cuerpo y el alma deshidratados por dos meses y medio de sed. 


Aquella mujer era todo lo que necesitaba en su vida. Junto a ella su creatividad florecía y su vida era perfecta.


Dedicaría el resto de sus días a amarla, y el resto de sus noches, a demostrarle cuánto.


Su piel rivalizaba en suavidad con la seda que cubría sus senos. Tenía que tocarlos ahora o se moriría. Le bajó la cremallera y ocupó con la boca el lugar del vestido. Paula le hundió las manos en el pelo.


Sus gemidos de placer lo enloquecían. 


Necesitaba más. Le subió lentamente la falda. 


No llevaba medias, afortunadamente. Sólo unas braguitas de seda. Consiguió quitárselas en vez de arrancárselas.


Levantó la cabeza y se desabrochó los pantalones. Los dedos de Paula lo esperaban para acariciarlo. Ahora era él quien dejaba escapar sonidos de placer. La tomó por los hombros, para ponerla contra la pared.


Paula no necesitó instrucciones. Rodeó su cuello con los brazos, mientras él la levantaba por los muslos. Lo rodeó con las piernas y le dio la bienvenida.


Intercambiaron palabras de deseo y amor poético en el lenguaje enfebrecido de las personas predestinadas. El clímax los sacudió a la vez. Pedro la besó y absorbió su grito de felicidad.


Respiraban lentamente en la oscuridad, apretados contra la pared. Estaban en un cuartito de limpieza. Pedro se dijo que aquélla no era manera de tratar a la mujer que amaba. 


Se apartó de ella y la ayudó a bajar hasta tocar el suelo con los pies.


No sabía qué decir. Esperaba que Paula no estuviera pensando que era un animal. A fin de cuentas, parecía tan impaciente como él.


—Bueno, Alfonso —susurró Paula, pasándole la mano por la mejilla, divertida—. Veo que desde que te marchaste has aprendido a ser menos estricto. Espero que no se te olvide.


Pedro rió y la apretó contra su corazón.


Nunca se sentiría atado por aquella mujer; todo lo contrario.


Sólo junto a ella se sentía libre.


Se arreglaron lo mejor que pudieron en la oscuridad. 


Después, Pedro abrió la puerta y miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Indicó a Paula que lo siguiera.


Salió tambaleándose, tan atractiva que estuvo a punto de empujarla de nuevo al pequeño cuarto. Pero ya se dirigía al servicio, a mitad de camino del pasillo.


—Voy a refrescarme un poco —le dijo.


Pedro asintió y se quedó admirando el contoneo de sus caderas. Más satisfecho que nunca. No sabía qué lo impulsó a mirar a un hombre de traje oscuro que tomaba el pasillo. 


Un ejecutivo que se dirigía a su coche. No tenía nada raro.


No había ningún motivo para que la piel de Pedro se erizara, para que se le congelara la sangre y el sexto sentido le indicara que ocurría algo. Paula se encontraba a diez metros de la puerta del baño. Estaba demasiado lejos. Demasiado cerca del hombre, que en aquel momento se llevaba una mano debajo de la chaqueta.


—¡Al suelo, Paula! —gritó Pedro antes de ver la pistola.


Ella no reaccionó. No podría alcanzarla a tiempo. Sintió que todo su futuro se derrumbaba. 


Se lanzó contra el hombre, desesperado. Sonó un tiro. Golpeó a Paula con el hombro. 


La rodeó con los brazos para que cayera sobre él.


Su amada estaba inmóvil, en el suelo y sobre su pecho. Era demasiado tarde. No la había salvado.


—Te estás tomando demasiado en serio esto de la pasión animal —murmuró Paula mientras se incorporaba.


Pedro dejó escapar un grito de júbilo y miró al lado. El asesino estaba boca abajo en el suelo. 


En la mano llevaba una pistola con silenciador.


Otro hombre, también ataviado con un traje oscuro, llevó la mano al cuello del hombre caído. 


Después sacudió la cabeza y se incorporó.


Pedro y Paula también se pusieron de pie. Se abrazaron estrechamente mientras se acercaba su salvador, mostrándoles la identificación.


—Policía judicial Walt Stone. ¿Están ustedes bien?


Miró rápidamente a Pedro. Se tomó un poco más de tiempo para observar a Paula.


—¿Se puede saber qué ha pasado?


El pasillo se estaba llenando de gente. El policía miró con aprensión a la multitud.


—Pronto llegarán los refuerzos, y les explicaremos lo ocurrido con detalle. En resumen, sospechábamos que Lester Jacobs había contratado a otro policía además de Miguel Clancy. A medida que se acercaba el juicio observé cuál de mis compañeros estaba más nervioso. Nadie sabía si Miguel le había dicho quién era su cómplice antes de morir.


—No mencionó su nombre. Sólo comentó que era un aficionado.


Su tono de voz triste encogió el corazón de Pedro.


—Era el agente Kelch —dijo el policía judicial, señalando el cadáver—. Un novato. Cuando empezó a vigilar su piso de Dallas sospechamos que se estaba desesperando.


—Donna —murmuró Paula—. Estuvo en mi piso y recogió este vestido y unas cuantas cosas. Debió de seguirla para llegar a mí. Y usted lo siguió a él —añadió, mirando al policía—. Lo que no entiendo es por qué no ha intentado matarme esta misma tarde.


—Creo que me vio en el aeropuerto —dijo el agente Stone, algo avergonzado—. Me hizo dar vueltas por todo Houston, y consiguió despistarme en un centro comercial. Cuando se quedó libre, usted ya estaba en el baile. Menos mal. Tardé un poco en seguirle la pista. Cuando llegué aquí, Kelch acababa de salir por este pasillo. Parece que la había perdido. Buscó un momento en la sala de baile y después volvió al pasillo. Cuando los vio, prácticamente salió corriendo.


En aquel momento llegaron dos policías, y el pasillo bulló de actividad.


Pedro miró a Paula, tan atónito como ella. Se acababan de dar cuenta de que su visita al cuarto de limpieza les había salvado la vida.


—¿Qué vamos a decir si nos preguntan dónde nos habíamos metido? —susurró Paula.


—La verdad. Que nos fuimos a casa.


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 43




—¡Donna! ¡Mi ropa! ¡Me has traído mi ropa!


Paula abrió la puerta de la casa de invitados y saludó a sus prendas como si fueran viejas amigas.


—Te dije que te la traería.


Había ido a Dallas el día anterior para asistir a un seminario, y se había ofrecido a pasar por la casa de Paula para recoger unas cuantas cosas.


—¿Viste a alguien?


Donna se dirigió al dormitorio y dejó caer la ropa en la cama.


—¿A las cinco de la mañana? No. No he traído muchas cosas. Si todo marcha bien, el lunes podrás volver a ser tú misma. ¿Es éste el vestido que me dijiste que querías ponerte?


—Exactamente.


Era un vestido sin mangas ni tirantes, de color rojo vivo. La falda larga tenía una pronunciada abertura.


—Es precioso. Estarás guapísima. Lo siento, pero tu ficus ha pasado a la historia. Ya que el ministerio de justicia te paga el alquiler, podrían mandar a alguien a regar las plantas de vez en cuando. Una casa muy bonita, por cierto.


—¿Cómo estaba la casa?


—Solitaria. Un poco polvorienta. Nada que no se pueda arreglar rápidamente. Pero no te pongas nostálgica ahora. Podrás volver dentro de muy poco.


Paula asintió.


—Ya lo sé. Es sólo que has hecho muchas cosas por mí, y ahora esto.


—Tú has hecho mucho por el instituto Roosevelt. Has conseguido que Alan Chaney asista a la fiesta y has cambiado a varios de tus compañeros. Todos echaremos de menos a Sabrina cuando se vaya. Pero se va a ir por todo lo alto.




—¿Qué demonios...?


Donna buscó el bolso, enterrado entre la ropa de la cama, y sacó una caja de cartón. Era tinte de pelo, negro azulado. Paula sonrió encantada. Volvería a ser ella misma, de la cabeza a los pies.


—¿De verdad crees que debería?


—Adelante. Estoy harta de verte con ese color pajizo. Nos vemos a las siete. No me hagas esperar. Ah, no te voy a traer flores, no te hagas ilusiones.


Paula aprovechó al máximo las seis horas siguientes. Se sintió feliz cuando terminó de enjuagarse la cabeza después de teñirse, pero cuando observó su reflejo se asustó. Parecía una desconocida. Tendría suerte si no salía con esquizofrenia de aquella experiencia.


Se pintó las uñas de rojo vivo, a juego con el jersey. Se depiló las piernas, se tomó un emparedado a media tarde y se echó una siesta para estar radiante a la hora del baile.


Aunque no iba a bailar, pensó dos horas después. Pero estaba deseando ver a sus amigos. No sabía qué opinarían de su pelo, pero ya era demasiado tarde para pensarlo.


Se encogió de hombros mientras se lavaba la cara con agua fría, y después se maquilló. Por primera vez en el papel de Sabrina utilizó todos los cosméticos que quiso. Cuando terminó aparentaba veintisiete años. En el baile de graduación no tenía importancia.


Casi todas las quinceañeras aparentarían veintiocho.


Pasó más tiempo del acostumbrado peinándose, experimentando con la espuma y las tenacillas. Al final consiguió un peinado perfecto.


Cuando se dio cuenta de que tendría que ir sin sujetador, porque allí no tenía ninguno sin tirantes, empezó a ponerse un poco nerviosa. 


Era traspasar el umbral entre llevar demasiado y no llevar lo suficiente.


Cuando se miró al espejo comprobó que tenía exactamente el aspecto que pretendía: el de una elegante buscona vestida para matar.


Su acompañante se mostró de acuerdo. De camino al hotel en el que se celebraba la fiesta, Donna no dejaba de mirarla de reojo.


—Por favor, no apartes la vista de la carretera —le rogó Paula.


—No debería perderte de vista esta noche, con tantas hormonas adolescentes desatadas. Debería ser ilegal vestirse así.


—¿Es que no te has mirado al espejo? Las empleadas de dirección tampoco tienen ese aspecto.


Donna se sonrojó.


—¿Recuerdas que te comenté que me encanta el vecino? Pues a lo mejor se pasa a ver el espectáculo de magia. Le dije que dejaría su nombre en la entrada.


—Ah —sonrió Paula—. Le encantará tu vestido.


Cuando llegaron a la puerta del hotel, varios hombres se volvieron para mirarlas mientras caminaban hacia la sala de baile. Dentro, la decoración era perfecta, sacada de un cuento de hadas.


El techo estaba lleno de globos de helio plateados y negros. 


En los centros de mesa había pequeños sombreros de copa y conejos de chocolate, con envolturas plateadas y negras. 


De todas partes colgaban estrellas de cartón.


La cara que ponían los asistentes al entrar merecía todas las horas que habían pasado planeando la fiesta. El aspecto de Paula también causó sensación.


La cara de estupor de Wendy, seguida por una mirada asesina, resultó particularmente satisfactoria. Sobre todo cuando se volvió hacia Tony, que lanzaba a Paula una sonrisa deslumbrante. Sus amigos se quedaron boquiabiertos y se deshicieron en alabanzas, las chicas más que los chicos. Beto, Derek y Fred la rodearon como si fueran sus orgullosos hermanos mayores.


—¿Qué pasa? Vuestras acompañantes se van a enfadar.


—No podemos dejarte sola con esa pinta. Como nos alejemos se te van a echar encima.


Paula miró hacia un grupo de chicos sin acompañante que la miraban con deseo. Tendría que ser inhumana para no sentirse halagada.


—Os agradezco la preocupación, pero sé cuidarme. Id a divertiros. Por cierto, ¿alguien ha visto a Eliana?


Nadie la había visto, y el corazón de Paula dio un vuelco. Se preguntó si algo habría salido mal. Pasó un cuarto de hora con la vista clavada en la puerta, y de repente llegaron, causando un revuelo considerable. No era para menos. 


Juntos tenían un aspecto impresionante.


El pelo rubio de Greg contrastaba con el traje negro. Todos los compañeros de clase de Eliana, que sólo la habían visto con ropa ancha, repararon por primera vez en su belleza. El aspecto de universitario de Greg hizo subir considerablemente la posición social de Eliana. 


Lo mejor era que parecía embelesado con ella. 


Cuando Eliana miró a Paula, al otro lado de la habitación, y le lanzó una sonrisa, estaba claro que la velada sería un éxito.


La presencia de Alan Chaney había atraído a las cámaras de televisión, por lo que se vio obligado a esmerarse. Ya podía desechar otra preocupación. Observó que el vecino de Donna había aparecido. En efecto, era muy guapo.


La euforia de Paula duró hasta el principio del baile, que fue rápido y divertido. Aceptó unas cuantas invitaciones a la pista, pero las rechazó cuando su humor empezó a cambiar.


El baile se hizo más lento. Más meloso y romántico.


Y de repente ya no era divertido.


Fred y Carolina bailaban metidos en una burbuja, ajenos al mundo. Wendy y Tony estaban en la cama, aunque de pie. 


El príncipe azul trataba a Eliana con infinita delicadeza, como si tuviera miedo de que se le rompieran las zapatillas de cristal. Y si no era Donna la que demostraba en la pista ser la mejor vecina del mundo, Paula era una calabaza.


Encadenada a su lugar junto al ponche, sintió una punzada de melancolía. No podía pensar en nada peor que estar sola, rodeada de parejas; nada más hiriente que saber que la pareja perfecta prefería estar en otro lugar antes que seguir con ella. Si había algo más doloroso, prefería no experimentarlo en toda su vida.


Una noche mágica para recordar se convirtió en una ocasión de sufrimiento.


Quería marcharse, pero si pedía a alguien que la llevara a casa le estropearía la velada. Como una idiota, no se le había ocurrido llevar dinero para el taxi. Tendría que esperar.


Y mirar. Y sufrir.


Volvió la espalda a la pista de baile y se sirvió una copa de ponche. Fingió admirar la decoración, soportó la música y echó de menos a un hombre que se encontraba a miles de kilómetros. Dejó la copa y se dirigió a la pared. 



Todo era distinto, y sin embargo, todo seguía igual. Siempre sería una flor de pared.


Lentamente, con reticencia, volvió a mirar hacia la pista de baile. Observó el escenario en el que Alan había actuado y se dijo que era una buena profesional. Miró hacia los jóvenes a los que había ayudado a tener confianza y se sintió orgullosa. Contempló la decoración y sintió la satisfacción del trabajo bien hecho. Pero no era suficiente. El vacío seguía en su interior. Hasta que miró hacia la puerta.


Y encontró su pareja.


El grito involuntario que dejó escapar acompañó al vuelco de su corazón. Era Pedro. Paula recobró la vida. El hombre llevaba unos vaqueros desgastados, una camiseta negra y unas botas de motociclista, pero aventajaba a todos los hombres bien vestidos de la sala.


Estaba mirando a su alrededor, desde la puerta, hasta que encontró a quien buscaba.Paula sintió la descarga eléctrica cuando sus ojos entraron en contacto. El mundo desapareció. Sólo existía aquel hombre. Para siempre. Se detuvo a un metro de ella y le tendió la mano.


—¿Me concede este baile?


Paula aceptó su ofrecimiento, feliz.


—Creía que no me lo pedirías.


El impecable y rígido Pedro Alfonso se había presentado en vaqueros entre sus alumnos ataviados con esmoquin, sin prestar atención a los murmullos, y había sacado a la pista a una supuesta menor de edad. Bailaron abrazados delante de todo el instituto.


Las preguntas y las respuestas podían esperar. 


Por ahora tenía bastante con sentir los brazos de Pedro alrededor del cuerpo y mirar sus ojos. 


Era todo lo que necesitaba.


Hasta que Pedro bajó la cabeza y susurró:
—Te amo, Paula.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 42




Pedro se echó unas gotas de aceite en la palma y se frotó las manos.


Miró con avidez a la mujer que esperaba su contacto. No sabía por dónde empezar; estaba llena de curvas, todas ellas tentadoras. Tenía la piel pálida y suave, iluminada por la luna. Se preguntó cómo cambiaría el aceite su contacto. 


Extendió la mano, y...


—¿Pedro?


Pedro parpadeó. La luz del sol deshizo la visión. 


Estaba de vuelta en Los Angeles, comiendo al aire libre con Gail Powers, productora ejecutiva de Swan, y con Daniel Harris, director de Free Fall.


—Perdona, ¿has dicho algo?


Gail levantó una ceja perfilada.


—He dicho que deberías probar uno de estos daiquiris de melocotón y de repente has desaparecido.


Pedro sintió un escalofrío. El fuerte aroma de los melocotones era un tormento incapaz de pasar por alto.


—Perdona —tomó su cerveza—. Ya he vuelto.


Pero no del todo. A medida que pasaba el tiempo y se iba familiarizando con la ciudad, una parte de sí se negaba a abandonar Houston.


Gail lo miró pensativa por encima del vaso, se apoyó en la silla y se cruzó de piernas. Con más de sesenta años, seguía teniendo unas piernas preciosas.


—Daniel dice que no duermes muy bien. Pareces cansado.


Pedro miró sorprendido al director, que se encogió de hombros.


—El dormitorio de Consuelo está al lado de la cocina. Te oye levantarte varias veces todas las noches. Además, pareces un muerto viviente. Eres el único habitante de Los Angeles que no está bronceado.


—¿Se puede saber a qué vienen tantas críticas? Creía que estabas contento con mi trabajo.


—No es para menos. La última escena que has remodelado va a dejar al público boquiabierto. El otro día le comentaba a Robert de Niro que tienes mucho futuro. Está impaciente por leerse el guión —tomó su martini y se puso a juguetear con la aceituna—. Eres un tipo decente. No quedan muchos como tú en esta ciudad. Pero algo te preocupa. Se lo comenté a Gail y propuso que comiéramos juntos, simplemente por comer. A veces nos concentramos tanto en el trabajo que nos olvidamos de la vida personal.


—¿Qué tal está tu familia? —intervino Gail—. Tu madre y tu hermana viven en Houston, ¿verdad?


Pedro sintió una punzada de nostalgia.


—Sí. Están bien. Esta noche mi hermana irá al baile de graduación. Me encantaría poder verla. Pero estoy segura de que mi madre le hará un montón de fotografías.


—¿Por qué no le haces unas cuantas tú también? —propuso Gail.


Pedro la miró extrañado.


—Tengo entendido que Houston tiene aeropuerto —continuó la mujer—. Si te das prisa puedes llegar a tiempo. ¿Por qué no te vas a pasar el fin de semana?


—Necesito también el lunes.


En cuanto lo dijo, Pedro se dio cuenta de que había tomado la decisión antes. No podía permitir que Paula fuera sola al juicio por asesinato. No era guardaespaldas, pero le daba igual. Daría la vida por protegerla si era necesario.


—Vaya, no hemos tenido que presionar mucho —dijo Daniel—. Claro, tómate también el lunes libre. La verdad es que creo que hasta el miércoles no te necesitaré para nada.


—Ya tienes mejor aspecto —dijo Gail—. ¿Cómo se llama?


—¿Mi hermana? Carolina.


Gail alzó la vista.


—Me refiero a la mujer de Houston de la que estás enamorado.


Pedro estuvo a punto de atragantarse con la cerveza. El insomnio, el desinterés por el sueldo, las imágenes y los olores que lo sumían en ensoñaciones los habían llevado a una conclusión que no podía negar.


—Se llama Paula Chaves. Pero algunas personas la llaman Sabrina.



viernes, 25 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 41





El sábado, Paula tuvo que salir. Si había algún asesino al acecho, cosa muy poco probable, le pegaría un tiro con mucha facilidad. Había prometido a algunos de sus compañeros que iría con ellos al centro comercial, para echarles una mano con los preparativos del baile. Había hecho lo que había podido, enseñándoles fotografías de revistas y catálogos con estilos y peinados que creía que les sentarían bien, pero de algunas cosas se tenía que encargar personalmente. No estaba dispuesta a defraudarlos en el último momento.


Carolina no estaba segura sobre el color del vestido que había encargado. Fred había accedido por fin a cortarse el pelo, pero Paula no confiaba en que supiera dar las instrucciones al peluquero. Eliana necesitaba una varita mágica para convertirse en princesa cuando el príncipe azul la acompañara al baile. Sonriendo para sí, Paula buscó un sitio libre en el aparcamiento. Estaba más orgullosa de haber convencido a Eliana que de haber conseguido que un mago y humorista famoso amenizara la velada.


Greg Lake, el alumno de la universidad de Rice que cuidaba el césped y el jardín de los Kaiser, le había preguntado la noche anterior si la casa de huéspedes quedaría libre cuando se marchara. Aquella mañana se le había ocurrido una idea. Había convencido a la señora Kaiser de la conveniencia de alquilar la casa, y le había recomendado a Greg como inquilino, a cambio de que él acompañase a una bella muchacha a una fiesta a ver a Alan Chaney.


Tanto la señora Kaiser como Greg estaban encantados con el acuerdo. Eliana no estaba tan entusiasmada, porque la idea de ir al baile con un desconocido la ponía nerviosa, pero Paula había ganado la carrera.


Paula vio que una mujer cargaba el maletero de un coche, y encendió los intermitentes para indicar que quería ocupar aquel espacio. Cinco minutos después entró en el centro comercial.


La libertad era maravillosa, aunque sólo fuera durante un día. Se quedó parada para absorber las visiones, los sonidos y los olores que tanto había echado de menos durante varios meses.


Una madre que empujaba un carrito de bebé, una pareja que miraba el escaparate de una joyería, un hombre, con expresión aburrida, sentado en un banco junto a un montón de paquetes, hasta que se animó cuando una atractiva joven pasó a su lado.


Aquello le encantaba. Todo estaba lleno de cosas interesantes. No entendía cómo en el pasado le molestaban los centros comerciales.


—¡Estás aquí! —la voz de Fred interrumpió sus pensamientos—. Habíamos quedado delante del cine.


Paula sonrió y se acercó al grupo.


—Ya te dije que probablemente estaría aquí —dijo Eliana.


Los tres la miraron, y Paula aprovechó para observarlos. 


Había decidido que el estilo deportivo encajaría con la constitución de Fred y realzaría su imagen. En efecto, estaba muy guapo con la camisa vaquera, los téjanos negros y las botas de montar. Pero el cambio más sorprendente se había producido cuando se cambió las gafas por lentillas. Se alegraba de que Carolina hubiera visto la luz después de que él defendiera su honor. Desde que empezó a arreglarse, las chicas del instituto se habían olvidado de que lo consideraban poco interesante, y ahora envidiaban a Carolina.


La joven estaba más guapa que nunca, sobre todo porque últimamente sonreía mucho. En ausencia de Pedro, la compañía de Fred había ejercido una buena influencia sobre ella. Se adoraban, y los dos estaban radiantes de felicidad por la admiración que despertaban en el otro. De repente, querían tener buen aspecto. La actitud positiva de Carolina, que también había subido la nota, hacía que su madre estuviera de mejor humor.


Eliana llevaba unos vaqueros y una camisa muy anchos. Un mes atrás le estarían ajustados. Cuando alcanzara su peso ideal, sus padres le renovarían el guardarropa con mucho gusto. Estaban orgullosos de su disciplina durante los últimos cuatro meses. Antes tenía el pelo precioso, largo y rizado, pero el corte por los hombros resultaba muy elegante y enmarcaba a la perfección su rostro ovalado. Con un poco de suerte encontrarían un vestido que resaltara sus mejores características.


—Vaya, nos está mirando con esa cara —advirtió Eliana a sus amigos.


—¿A quién querrá cambiar ahora? —preguntó Carolina.


—¡Deprisa! —bromeó Fred—. El último en llegar a Sam Goody será su conejillo de indias.


—Muy bien, listillo —Paula se acercó y lo tomó del brazo—. Empezaremos por tu corte de pelo.


Las tres lo acompañaron a la peluquería. Paula pasó diez minutos dando instrucciones al peluquero.


Tres cuartos de hora después, todos convinieron en que sabía lo que hacía. Fred estaba arrebatador, con el pelo negro más corto, pero no mucho, revuelto como si el viento se lo hubiera alejado.


—No te voy a perder de vista —le advirtió Carolina mientras salían de la peluquería. Fred se volvió para mirar a Paula y le agradeció el favor con una sonrisa.


A continuación fueron a ver el vestido de Carolina, aunque ella insistió en que Fred esperase fuera. Quería sorprenderlo el día de la fiesta.


Al verla con el vestido verde esmeralda, sin tirantes, Paula declaró que, sin lugar a dudas, lo sorprendería. Aquel color encajaba muy bien con su pelo y resaltaba el verde de sus ojos. Le recomendó que se lo comprara.


Ya iban dos. Sólo faltaba una.


Los enamorados se fueron al cine. Paula y Eliana se quedaron a solas. Después de dos horas, cuando estaban al borde de la desesperación, dieron en el blanco.


Encontraron un vestido de color marrón otoñal, con el corpiño ceñido y la falda de mucho vuelo. El color era perfecto, como si lo hubieran hecho para encajar con su pelo. Por primera vez desde que había perdido la apuesta se le iluminaron los ojos ante la perspectiva de ir a la fiesta.


Fue entonces cuando Paula lo supo. Hiciera lo que hiciera en el futuro, se dedicaría a ayudar a los adolescentes a sentirse bien. El trabajo de relaciones públicas la llenaba de orgullo, pero no la hacía feliz.


Era curioso que hubiera tenido que convertirse en adolescente para crecer.