sábado, 26 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 44




Pedro se terminó el ponche y dejó la copa vacía junto al bol. 


En teoría, la fiesta iba a acabar en cuarenta y cinco minutos, pero cuando Paula se terminó la bebida, desaparecieron por arte de magia.


Se volvieron hacia Donna, que contenía los rumores sobre su escandalosa conducta comportándose con naturalidad. 


Cuando el lunes se supiera todo, la considerarían un personaje heroico de la leyenda del instituto.


—Nos vamos —le dijo Pedro—. Creo que es mejor que nos alejemos de aquí para que la gente se tranquilice.


—No creo que sea posible a estas alturas, aunque estoy de acuerdo en que deberíais marcharos. Pero si no has aprendido más sobre cómo tratar a Paula desde que te fuiste, te mataré con mis propias manos. ¿Está claro?


—Como el agua. He sido un idiota. Gracias por mantenerla a salvo. A partir de ahora me encargo yo, si ella me deja.


El alivio de Donna disipó parte de la culpa que sentía por haberle hecho daño en el pasado. Se inclinó hacia delante, la besó en la mejilla y se apartó con una sonrisa.


—Eres una mujer notable.


Un hombre alto, de pelo negro, apareció de la nada y rozó levemente la espalda desnuda de Donna. Fue un gesto inconsciente que demostraba lo mucho que le importaba. 


Donna se ruborizó. Pedro se apartó más animado. Recordó todo lo que había experimentado desde que se marchó del restaurante de Los Ángeles.


Después de hacer el equipaje en casa de Daniel a toda velocidad, corrió al aeropuerto. La frustración por el retraso de su avión lo situó al borde de la locura. Durante las interminables horas que transcurrieron hasta el aterrizaje, la impaciencia lo consumía.


Tenía tanta prisa por ver a Paula que fue directamente al hotel en vez de pasar por su casa para cambiarse, y se presentó en la sala de baile con unos vaqueros y el corazón en la garganta.


Cuando vio a la arrebatadora mujer de pelo negro sola contra la pared, nada del mundo podría haberlo detenido.


—¿Nos vamos? —preguntó.


—Si seguimos aquí, te arrastraré ahí debajo —señaló una mesa con mantel hasta el suelo— y el escándalo será mayor aún..


Pedro la tomó del brazo y los dos se dirigieron hacia la salida, acompañados de los susurros. Pero ni siquiera los oían, y desde luego, no les importaban.


Salieron de la sala casi corriendo. Paula tropezó y Pedro la sujetó a tiempo.


—No tan deprisa —protestó, señalando los tacones—. No puedo correr.


Pero Pedro la tomó de la muñeca y no deceleró la marcha. 


Era incapaz. Tenía que quedarse a solas con ella. Tenía el coche de alquiler en el aparcamiento.


Pedro —murmuró Paula cuando volvió a tropezar.


Pedro se detuvo y miró a un lado y a otro del pasillo. Su mirada se detuvo un momento en la puerta del servicio de señoras, pero lo desechó de inmediato. Vio un cuarto de limpieza cerca de la salida. Era una locura, pero estaba loco por ella. Se acercó y comprobó que la puerta no estaba cerrada. Los dos entraron en la oscuridad.


No podía verla, pero podía oír su respiración entrecortada y aspirar el aroma de melocotones. Cerró los ojos, casi dolorido.


—Paula —susurró, implorando perdón, rogándole que lo absolviera dando el primer paso.


Los dedos de Paula avanzaron con precaución en la oscuridad hacia su pecho. Un cuerpo de mujer se apretó contra el suyo.


—He cambiado de idea. Quiero los niños y la casa rodeada de una valla blanca. Me da igual dónde esté, siempre que tú estés dentro.


No podría haber dicho nada que lo excitara más.


—Ven conmigo, Pedro. Ven a casa —añadió.


Excepto aquello.


Se besaron apasionadamente. Paula sabía a ponche de frutas. Bebió de su boca, incapaz de saciarse, con el cuerpo y el alma deshidratados por dos meses y medio de sed. 


Aquella mujer era todo lo que necesitaba en su vida. Junto a ella su creatividad florecía y su vida era perfecta.


Dedicaría el resto de sus días a amarla, y el resto de sus noches, a demostrarle cuánto.


Su piel rivalizaba en suavidad con la seda que cubría sus senos. Tenía que tocarlos ahora o se moriría. Le bajó la cremallera y ocupó con la boca el lugar del vestido. Paula le hundió las manos en el pelo.


Sus gemidos de placer lo enloquecían. 


Necesitaba más. Le subió lentamente la falda. 


No llevaba medias, afortunadamente. Sólo unas braguitas de seda. Consiguió quitárselas en vez de arrancárselas.


Levantó la cabeza y se desabrochó los pantalones. Los dedos de Paula lo esperaban para acariciarlo. Ahora era él quien dejaba escapar sonidos de placer. La tomó por los hombros, para ponerla contra la pared.


Paula no necesitó instrucciones. Rodeó su cuello con los brazos, mientras él la levantaba por los muslos. Lo rodeó con las piernas y le dio la bienvenida.


Intercambiaron palabras de deseo y amor poético en el lenguaje enfebrecido de las personas predestinadas. El clímax los sacudió a la vez. Pedro la besó y absorbió su grito de felicidad.


Respiraban lentamente en la oscuridad, apretados contra la pared. Estaban en un cuartito de limpieza. Pedro se dijo que aquélla no era manera de tratar a la mujer que amaba. 


Se apartó de ella y la ayudó a bajar hasta tocar el suelo con los pies.


No sabía qué decir. Esperaba que Paula no estuviera pensando que era un animal. A fin de cuentas, parecía tan impaciente como él.


—Bueno, Alfonso —susurró Paula, pasándole la mano por la mejilla, divertida—. Veo que desde que te marchaste has aprendido a ser menos estricto. Espero que no se te olvide.


Pedro rió y la apretó contra su corazón.


Nunca se sentiría atado por aquella mujer; todo lo contrario.


Sólo junto a ella se sentía libre.


Se arreglaron lo mejor que pudieron en la oscuridad. 


Después, Pedro abrió la puerta y miró a su alrededor. No había nadie a la vista. Indicó a Paula que lo siguiera.


Salió tambaleándose, tan atractiva que estuvo a punto de empujarla de nuevo al pequeño cuarto. Pero ya se dirigía al servicio, a mitad de camino del pasillo.


—Voy a refrescarme un poco —le dijo.


Pedro asintió y se quedó admirando el contoneo de sus caderas. Más satisfecho que nunca. No sabía qué lo impulsó a mirar a un hombre de traje oscuro que tomaba el pasillo. 


Un ejecutivo que se dirigía a su coche. No tenía nada raro.


No había ningún motivo para que la piel de Pedro se erizara, para que se le congelara la sangre y el sexto sentido le indicara que ocurría algo. Paula se encontraba a diez metros de la puerta del baño. Estaba demasiado lejos. Demasiado cerca del hombre, que en aquel momento se llevaba una mano debajo de la chaqueta.


—¡Al suelo, Paula! —gritó Pedro antes de ver la pistola.


Ella no reaccionó. No podría alcanzarla a tiempo. Sintió que todo su futuro se derrumbaba. 


Se lanzó contra el hombre, desesperado. Sonó un tiro. Golpeó a Paula con el hombro. 


La rodeó con los brazos para que cayera sobre él.


Su amada estaba inmóvil, en el suelo y sobre su pecho. Era demasiado tarde. No la había salvado.


—Te estás tomando demasiado en serio esto de la pasión animal —murmuró Paula mientras se incorporaba.


Pedro dejó escapar un grito de júbilo y miró al lado. El asesino estaba boca abajo en el suelo. 


En la mano llevaba una pistola con silenciador.


Otro hombre, también ataviado con un traje oscuro, llevó la mano al cuello del hombre caído. 


Después sacudió la cabeza y se incorporó.


Pedro y Paula también se pusieron de pie. Se abrazaron estrechamente mientras se acercaba su salvador, mostrándoles la identificación.


—Policía judicial Walt Stone. ¿Están ustedes bien?


Miró rápidamente a Pedro. Se tomó un poco más de tiempo para observar a Paula.


—¿Se puede saber qué ha pasado?


El pasillo se estaba llenando de gente. El policía miró con aprensión a la multitud.


—Pronto llegarán los refuerzos, y les explicaremos lo ocurrido con detalle. En resumen, sospechábamos que Lester Jacobs había contratado a otro policía además de Miguel Clancy. A medida que se acercaba el juicio observé cuál de mis compañeros estaba más nervioso. Nadie sabía si Miguel le había dicho quién era su cómplice antes de morir.


—No mencionó su nombre. Sólo comentó que era un aficionado.


Su tono de voz triste encogió el corazón de Pedro.


—Era el agente Kelch —dijo el policía judicial, señalando el cadáver—. Un novato. Cuando empezó a vigilar su piso de Dallas sospechamos que se estaba desesperando.


—Donna —murmuró Paula—. Estuvo en mi piso y recogió este vestido y unas cuantas cosas. Debió de seguirla para llegar a mí. Y usted lo siguió a él —añadió, mirando al policía—. Lo que no entiendo es por qué no ha intentado matarme esta misma tarde.


—Creo que me vio en el aeropuerto —dijo el agente Stone, algo avergonzado—. Me hizo dar vueltas por todo Houston, y consiguió despistarme en un centro comercial. Cuando se quedó libre, usted ya estaba en el baile. Menos mal. Tardé un poco en seguirle la pista. Cuando llegué aquí, Kelch acababa de salir por este pasillo. Parece que la había perdido. Buscó un momento en la sala de baile y después volvió al pasillo. Cuando los vio, prácticamente salió corriendo.


En aquel momento llegaron dos policías, y el pasillo bulló de actividad.


Pedro miró a Paula, tan atónito como ella. Se acababan de dar cuenta de que su visita al cuarto de limpieza les había salvado la vida.


—¿Qué vamos a decir si nos preguntan dónde nos habíamos metido? —susurró Paula.


—La verdad. Que nos fuimos a casa.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario