jueves, 24 de mayo de 2018
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 36
Al parecer, Pedro no sólo pretendía clavarle una flecha en el corazón, sino que se despidiera de él con una sonrisa cuando hiciera las maletas.
La expresión del profesor evocaba su alegría por lo conseguido y la confusión de tener que elegir. Pero en lugar de ir a casa para contárselo a su madre y a su hermana, había decidido hablar con ella en primer lugar, tal vez porque necesitaba su apoyo y su comprensión.
Paula hizo un esfuerzo e intentó encontrar la energía necesaria para seguir hablando con él, la energía para soportar que se alejara de ella y que saliera de su vida.
—¿Qué quieres decir con eso, Pedro? Márchate a Los Ángeles, es evidente. Si quieres hacerme alguna pregunta, que sea más inteligente, por favor.
Pedro se cruzó de brazos. Estaba muy atractivo.
—Ya. ¿Y cómo se las arreglarán mi madre y mi hermana sin mí? No pueden permanecer diez minutos en la misma habitación sin acabar discutiendo. ¿Y qué harán mis alumnos? Si me marcho, tendrán que cambiar de profesor en mitad del curso. Beto y Tony van algo atrasados, y Jesica podría empeorar de nuevo si no me encargo de ella...
—Espera un momento. Enfréntate a las cosas una a una. Siéntate, te serviré un café e intentaremos analizar la situación con objetividad.
Pedro asintió, aunque no parecía demasiado convencido, y se sentó en una silla, desde la que observó a Paula. La joven estaba haciendo verdaderos esfuerzos para controlar su emoción y su nerviosismo, para no preguntar lo que deseaba.
«¿Y qué hay de mí? ¿No soy importante en tu vida?».
Poco después sirvió el café, se sentó a la mesa y lo miró.
Estaban tan cerca que sus piernas casi se tocaban.
—Veamos, Pedro. Aunque creas lo contrario, nada es imposible. Las personas somos increíblemente flexibles. Tu madre y Carolina te echarán de menos, desde luego, y seguro que se pelearán a menudo cuando no estés a su lado. Pero con el tiempo se acostumbrarán y aprenderán a convivir. Lo digo en serio, Pedro. Dependen demasiado de ti y tal vez sea contraproducente. Cuando no cuenten contigo no tendrán más remedio que hacer las cosas sin ayuda.
—No todas las personas son tan fuertes e independientes como tú, Paula.
—Las personas son tan fuertes como tienen que ser. Todo depende de las circunstancias —declaró—. Cuando te marches a Los Angeles, aprenderán a vivir sin ti. Ya lo verás. Y en cuanto a tus alumnos... se adaptarán a su nuevo profesor. Sobre todo si te llevas esa maldita campanilla.
—Sospecho que vas a echar de menos esa maldita campanilla —dijo él—. Ya lo verás.
Paula hizo caso omiso del comentario, aunque le dolió.
—Al margen de tu familia y de tus alumnos, ¿hay alguna persona más que necesites para poder vivir?
Pedro la observó con detenimiento, mientras tomaba un poco de cafe.
—Dímelo tú.
Paula supo en aquel momento que Pedro sabía que estaba enamorada de él. Se sintió tan humillada que estuvo a punto de perder los estribos. Pero en lugar de eso, se levantó, tomó las dos tazas ya vacías y las llevó a la pila.
—Hablar contigo ha sido muy agradable, Pedro, pero creo que será mejor que te marches. Vete a casa y cuéntale la buena noticia a tu madre y a tu hermana. Así podrás romper dos corazones más.
Pedro se levantó, la siguió, y la abrazó por detrás.
—Deja esas tazas a un lado.
Paula se estremeció.
—Venga, déjalas a un lado. De lo contrario me las vas a tirar encima y me mancharás la ropa que llevo. Me ha costado un mes de sueldo, y sólo la compré para impresionarte.
—Ahora eres rico, así que podrás comprarte todos los trajes que quieras —espetó, antes de caer en la cuenta de lo que había dicho—. ¿Lo compraste para impresionarme?
Pedro se encogió de hombros.
—Sí, pero antes no me habría importado que me mancharas con el café. Venga, deja las tazas.
—No.
—Paula...
—Dame una buena razón para hacerlo.
—¿Una buena razón? Necesito que las dejes en la pila para que puedas darte la vuelta. Necesito ver tus ojos —dijo, con tanta tristeza como delicadeza.
—¿Por qué?
—Porque has insinuado que he roto tu corazón y no puedo soportarlo.
—¿Por qué?
—Porque eres una mujer maravillosa, llena de sensibilidad, de fuerza y de valentía. Y romper tu corazón sería un delito espantoso.
—¿Lo sería?
—Lo sería.
—¿Por qué? —volvió a preguntar.
—Porque si te rompiera el corazón, me rompería el mío. ¿Es eso lo que querías escuchar?
Paula dejó las tazas en la pila.
Pedro le dio la vuelta y la miró con intensidad.
Paula había bajado todas sus defensas, y se mostró ante él tal y como era, con su corazón roto, con aquel corazón que sólo le pertenecía, irremisiblemente, a él.
—¿Es que no lo sabías? —preguntó ella, apoyando las manos en su pecho.
Pedro negó con la cabeza.
—No, no lo he sabido hasta ahora. Llamaré a Irving y le diré que me quedo aquí. Eso no afectará a la venta del guión. Sencillamente, tendrán que encontrar a otra persona para cambiarlo.
—No, no harán tal cosa. Lo harás tú, y lo harás muy bien. Tienes que ir a Los Ángeles. Es una oportunidad maravillosa. La oportunidad que esperabas para desarrollar tu talento.
Pedro bajó la cabeza y apoyó la frente en la frente de Paula.
—Paula, Paula... no puedo marcharme ahora. No puedo.
—Puedes y debes hacerlo, Pedro. Si te quedas, terminarás odiándome y odiándote á ti mismo por no haberlo hecho —dijo, con una sonrisa débil—. Sé que lo que estoy diciendo suena a película mala, pero es cierto. Aunque no me vendría mal que alguien me revisara los guiones.
—Si lo deseas, acabas de conseguir a un guionista maravilloso. Dime cómo quieres que se desarrolle la escena y te lo concederé.
—Sólo sé que no quiero sentimientos de culpabilidad ni rencores entre nosotros —dijo ella, en un murmullo—. Y no quiero arrepentimientos, ni dolor. Esto es una escena de amor, Pedro. Un hombre y una mujer que disponen de una noche antes de que él se marche. No saben lo que les deparará el futuro, así que deciden disfrutar del tiempo que tienen, sin ataduras, sin promesas que tal vez no puedan cumplir.
Paula se detuvo un momento antes de continuar.
—Deciden hacer algo hermoso, para poder recordarlo cuando estén separados. Un recuerdo que les haga sonreír cuando envejezcan —dijo—. Esa es la escena que quiero. ¿Crees que podrás hacerlo?
Pedro respondió con un beso apasionado, pero esta vez no se abrió ninguna puerta, nadie los interrumpió. Eran dos adultos que tenían tiempo e intimidad para hacer lo que quisieran.
—Eres tan maravillosa —dijo él, mientras la acariciaba—. Nunca me cansaré de ti.
—Inténtalo.
Los bíceps de Pedro eran tan duros como parecían, al igual que su espalda. Paula lo acarició, algo que había deseado hacer durante mucho tiempo, y bajó una mano hacia su entrepierna.
—Espera —dijo él.
Pedro se desabrochó los pantalones, y después le quitó la ropa a Paula con una rapidez sorprendente.
En cuestión de minutos, Paula estaba en la cocina en paños menores. Sólo llevaba el sujetador y unas braguitas a juego.
Sintió vergüenza y quiso taparse, pero él se lo impidió.
—No lo hagas. Eres perfecta. He esperado tanto este momento, y te deseo tanto... que creo que ha llegado el momento de buscar otra localización para nuestra escena.
Pedro la tomó en brazos y la llevó al dormitorio.
Una vez allí, la dejó sobre la cama.
—Desnúdate —dijo ella.
Él obedeció sin vergüenzas de ninguna clase, sin dejar de mirarla, y Paula pudo contemplar su erección. Aquella visión fue el mejor cumplido que le habían dedicado en toda su vida, y Pedro lo descubrió cuando por fin le quitó el sostén y las braguitas y comprobó la excitación de su amante.
—Ven aquí —dijo ella.
Pedro se tumbó a su lado y Paula comenzó a besarlo con apasionamiento.
—Tranquila...
—No, no quiero que lo hagamos con delicadeza. Te deseo demasiado, Pedro. Quiero hacer el amor ahora mismo. Pedro, por favor... deja que te demuestre lo mucho que te quiero.
—No, yo tengo una idea mejor. Deja que nos lo demostremos el uno al otro.
Pedro se colocó sobre ella y la penetró. En aquel instante, Paula supo que no lo olvidaría nunca.
Y entonces comenzó el sensual baile de los amantes, en un ritmo sin tiempo, tan emocionante como descender los rápidos de un río. Gimieron, giraron el uno sobre el otro y rieron, hasta que Paula alcanzó el éxtasis y susurró el nombre del profesor entre espasmos. Pedro alcanzó el clímax pocos segundos después, y se tumbó sobre ella, apretando la cabeza contra su cuello.
Paula se dejó llevar por la maravillosa sensación y lo acarició con suavidad. Sabía que el dolor llegaría más tarde, cuando se marchara, y que sería insoportable. Pero tenían toda una noche por delante, y un montón de recuerdos por crear.
Y estaba dispuesta a hacer una escena que Pedro no pudiera olvidar.
miércoles, 23 de mayo de 2018
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 35
Dos horas más tarde, Paula salió del cuarto de baño y se dirigió a la cocina para prepararse una taza de té. Era su hora preferida del día. La tensión de tener que ver a Donna y a Pedro en el instituto ya había quedado atrás, al igual que sus paseos y carreras. Se había lavado el pelo y se sentía refrescada y relajada.
Al menos, todo lo relajada que podía estar sabiendo que el hombre que amaba, y que su mejor amiga, la evitaban como si tuviera la peste. No obstante, había algunas cosas buenas en su vida. Se había ganado el afecto y la gratitud de Carolina, y Fred se había convertido en el héroe de todo el instituto.
Sonrió al pensar en su compañero, llenó la tetera con agua y la puso al fuego. En cierto modo, el éxito de Fred era su éxito. Cuando terminara con él, la fama de Fred rivalizaría con la de Tony Baldovino. Pero para eso tenía que contar con su cooperación. Y si la obtenía, se lo agradecería cuando sus descubrimientos en informática dieran la vuelta al mundo.
Justo entonces, sonó el teléfono.
La señora Anderson le había entregado su teléfono móvil, reparado, el día anterior; Donna se había encargado personalmente del asunto, y se lo había dejado al ama de llaves para que se lo diera.
—¿Dígame?
—Paula, soy Pedro.
Paula no dijo nada.
—Mira, llevo un rato dando vueltas en el coche, y no sé cómo me las arreglo, pero siempre termino pasando por delante de tu casa. Ahora estoy en la tienda que hay junto al instituto. ¿Te importaría abrirme la puerta de la propiedad? Tengo que hablar contigo y no quisiera molestar a la señora Kaiser.
—Muy bien, pero no es necesario que vaya a abrirte. Te daré el código de seguridad y podrás entrar tú solo.
Paula se lo dio y Pedro le dio las gracias.
—Estaré ahí dentro de cinco minutos. Hasta ahora.
—Hasta ahora.
Sólo tenía cinco minutos, de manera que Paula corrió al dormitorio para mirarse al espejo. Tenía el pelo mojado y se había quitado el maquillaje. No tenía tiempo para cambiarse de ropa y ponerse algo más elegante, pero podía hacer algo para que, por una vez, Pedro la viera como a la mujer de veintisiete años que era.
Rápidamente, se maquilló y se pintó los labios. Acababa de secarse el pelo cuando oyó el sonido de la puerta eléctrica de la propiedad. Apagó el secador y se miró al espejo, intentando tranquilizarse un poco. No quería hacerse falsas esperanzas.
Sin embargo, no pudo evitar que su corazón comenzara a latir más deprisa cuando oyó el timbre de la puerta. Caminó hacia la entrada y abrió.
Pedro llevaba una camiseta gris y una chaqueta negra, y se había apoyado en el marco de la puerta.
—Hola —dijo él, con suavidad.
—Hola.
—¿Puedo entrar?
—Claro, adelante.
Paula se apartó para permitir que pasara.
Estaba muy nerviosa, pero el súbito pitido de la tetera le dio una excusa excelente para recobrar la compostura.
—Estaba a punto de tomar un té. ¿Quieres una taza, o prefieres café?
—Prefiero café, si no es molestia.
—No, no es ninguna molestia, sólo tardaré un momento —dijo, mientras cerraba la puerta de la casa—. ¿Qué ocurre, Pedro?
—Nada malo. Acabo de recibir una oferta de trescientos mil dólares y una oferta para adaptar el guión. Ya es oficial. He hablado esta tarde con Irving, desde el instituto.
—¡Pedro, eso es maravilloso! Oh, Dios mío... deberíamos tomar champán, no café.
Paula corrió al frigorífico y abrió, como si esperara que apareciera una botella de champán por arte de magia.
—Lástima —continuó—, no tengo nada excepto refrescos sin calorías. Pero supongo que preferirás café.
Paula cerró la puerta del frigorífico y lo miró de nuevo, sonriente y mucho más relajada.
—Venga, cuéntamelo todo —siguió hablando—. ¿Qué es eso de que estabas dando una vuelta en coche y de que pasabas una y otra vez por delante de la casa? ¿No les has dado la buena noticia a Carolina y a tu madre? Se alegrarán mucho por ti, Pedro.
—No lo creo —dijo, con seriedad.
—Oh, vamos... estoy segura de que se alegrarán.
—Lo dudo. El director quiere que vaya a Los Ángeles y que empiece a trabajar a finales de la semana que viene. Si aceptó, tendré que vivir allí por tiempo indefinido.
—Ah.
—¿Qué debo hacer, Paula?
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 34
Fred Adler le había dado una buena paliza a Bruce Logan.
Ya habían pasado cinco días desde entonces, pero Pedro seguía bastante molesto. Fred le había robado el placer de arreglar las cuentas con aquel cretino, aunque habría tomado cumplida venganza de todas formas si el médico no hubiera constatado que Carolina se encontraba bien.
Además, la posibilidad de que Paula hubiera resultado herida lo enervaba. Cuando pensaba en ello, perdía los estribos.
Estaba solo en una clase, con la puerta cerrada. Intentó concentrarse en el plan de estudios, algo que generalmente bastaba para tranquilizarlo, pero en aquella ocasión no le sirvió de ayuda. Entonces, repasó mentalmente lo que había sucedido durante los últimos días.
Pedro había hablado con los padres de Bruce el domingo, y había comprobado el terrible estado que presentaba después de su enfrentamiento con Fred. Pero, de todos modos, había sido su amigo el que había calmado sus ánimos.
El chico que se encontraba en la casa con él había confesado que habían puesto unas pastillas en la cerveza de Carolina, y había revelado los detalles de la pelea. Los padres de Bruce no habían querido que el asunto llegara a los tribunales, pero Pedro estaba contento de todos modos.
La reputación de Bruce en el instituto estaba destruida, y eso era mucho peor, para él, que tener que vérselas con la policía.
Para el lunes por la tarde, la historia ya había llegado a oídos de los profesores. Fred, el rey de los ordenadores, había dado una buena lección a Bruce.
Pedro sonrió al pensarlo. Nadie habría creído que Fred era cinturón negro de kárate, pero lo era. Resultaba evidente que Bruce tampoco lo esperaba, de modo que acabó por los suelos, completamente derrotado. Al menos, ya no volvería a molestar a su hermana. Sus padres y el propio Fred se asegurarían de ello.
Además, la heroicidad de Fred le había ganado la admiración y el respeto de todas las chicas del instituto.
Mientras pensaba en ello, Pedro no pudo controlarse más y comenzó a reír. Paula había tenido que contar una y mil veces la historia de lo que había sucedido. Su pequeño grupo de amigos se había convertido, en muy poco tiempo, en ejemplo de todos los estudiantes.
Pero aquel pensamiento lo llevó a pensamientos más problemáticos. Comenzó a pensar en lo que había experimentado con ella, en su calor y en el deseo que sentía. Sabía que si Donna no hubiera abierto la puerta del cuarto de la limpieza habrían terminado haciendo el amor.
Cerró los ojos, desesperado. Una vez más, estaba excitado; de hecho se había convertido en un estado crónico desde el episodio del cuarto. Pero se dijo que se lo merecía.
Era consciente de que Paula sospechaba que se arrepentía de lo sucedido, pero estaba seguro de que no sabía por qué.
La persona que más lo comprendía, la persona que lo volvía loco, era un verdadero peligro para él. Hacía años que deseaba estar solo, vivir por su cuenta y sin depender de nadie para poder desarrollar su creatividad. Pero sospechaba que una simple palabra de Paula bastaría para que lo abandonara todo y se fuera con ella.
En aquel instante, alguien llamó a la puerta. Un par de segundos después apareció Donna, vestida con un precioso vestido blanco. Era una mujer muy hermosa y tenían muchas cosas en común, pero su visión no bastaba para que su pulso se acelerase.
—Acaban de traer una nota para ti. Linda dice que es de un hombre, y que es urgente. Pensé que querrías saberlo.
En cuanto vio el papel, supo que era de Irving Greenbloom.
Probablemente querría que lo llamara de inmediato.
—¿Ocurre algo, Pedro? ¿Son malas noticias?
—No lo sé. ¿Te importa que use el teléfono de tu despacho?
—No, claro que no. Vamos, me aseguraré de que no te molesten.
Pedro la siguió al departamento de administración. Irving le había dicho que no esperaba ninguna noticia de las productoras hasta el fin de semana, pero cabía la posibilidad de que hubiera pasado algo nuevo.
Donna lo llevó a su despacho. Pedro llevaba muchos años en el instituto, pero sólo había estado allí dos o tres veces. A pesar de todo, sabía que era la tercera habitación a la izquierda. Una habitación ordenada, sin ventanas y poco imaginativa. Como su propia aula.
Pedro se sentía muy incómodo. Donna había salvado su empleo cuando la mujer de la limpieza lo había descubierto con Paula. No habían hablado sobre lo sucedido, pero sabía que también le había hecho daño a ella.
—Bueno, puedes llamar cuando quieras. Marca el nueve si quieres llamar fuera del instituto. Le diré a Linda que retenga mis llamadas. Tómate el tiempo que quieras.
—Gracias.
Pedro esperó, pensando que Donna lo dejaría a solas en el despacho.
—Pedro, por cierto... Sé que fuiste muy sincero conmigo desde el principio, al decir que no querías mantener una relación. Pero espero que hagas lo mismo con Paula. En este momento es muy vulnerable, y necesita apoyarse en alguien.
—¿Sabrina, la chica sin miedo, la defensora de los débiles? —preguntó, con ironía—. No te engañes. Paula no necesita a nadie. Se sentiría insultada si intentara ayudarla.
Donna lo miró con frialdad.
—Paula es perfectamente capaz de luchar por las personas que aprecia, pero no se quiere demasiado a sí misma —declaró, enfadada—. Eres un buen hombre, Pedro. Inteligente, responsable, y trabajador. Pero, por lo visto, no conoces a las personas.
Donna se volvió y cerró la puerta a sus espaldas. Pedro miró la puerta, asombrado. Era la primera vez que Donna perdía los estribos en su presencia. Por fin había logrado algo de lo que podía enorgullecerse.
Pero Donna tenía razón y lo sabía. Durante años había intentado entender a las personas que lo rodeaban, especialmente a Carolina y a su madre, y sólo había conseguido que fueran infelices.
Acaso había llegado el momento de que se concentrara en sus propios asuntos, por una vez en su vida. Y tal vez, podría hacerlo sin que un montón de mujeres llenaran sus pensamientos.
BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 33
Minutos más tarde, Paula había llegado a la casa de Bruce.
No había luz en la casa, ni se oía música, ni había coches aparcados en la calle. Al parecer, no había ninguna fiesta.
Paula intentó convencerse de que era una buena señal, pero a pesar de ello apretó el volante con más fuerza.
En el vado de la casa había un descapotable y una camioneta. El descapotable era de Bruce, y la camioneta podía ser de cualquier otra persona. Miró hacia las ventanas de la casa, como si pudiera comprobar de ese modo la posible presencia de Carolina, pero no podía ver nada a través de las cortinas.
El teléfono móvil no había sonado todavía, lo que significaba que la señora Alfonso aún no había localizado a su hija.
Sabía que podía llamar a Bruce por teléfono para saber si Carolina se encontraba con él, pero imaginaba que no diría la verdad aunque así fuera. Tendría que comprobarlo personalmente, por desagradable que resultara.
Tomó el teléfono, salió del coche y cerró la portezuela, pero no cerró con llave. Si tenía que salir corriendo de la casa, no quería tener que buscar apresuradamente las llaves del vehículo. Como la apertura no era automática, ni siquiera podía abrirlo desde lejos.
Paula caminó hacia la entrada, intentando convencerse de que no iba a ocurrir nada. Cabía la posibilidad de que los padres de Bruce se encontraran en la ciudad, contrariamente a lo que el chico había contado. Y en tal caso, Carolina se encontraría en casa de alguna amiga. Aquello no tenía nada que ver con aquella noche en Dallas, cuando llamó a la puerta de Merrit. No guardaba ninguna relación.
Pero su cuerpo no escuchaba. Recordó la noche del crimen, sin poder evitarlo, y cuando llegó a la entrada estaba tan tensa que apenas se podía controlar. Respiraba aceleradamente y una ligera capa de sudor cubría su frente.
Pero, a pesar de todo, llamó al timbre.
Poco después, la puerta se abrió.
Paula se encontró mirando a un joven de fríos ojos azules, como salido de una película de terror. Bruce se apoyó en el marco y sonrió.
—Vaya, vaya, vaya. He echado un vistazo por la mirilla y he pensado que eras tú, pero no podía creerlo. ¿Vienes a la fiesta, preciosa?
Paula no hizo caso.
—¿Está Carolina aquí? Tengo que hablar con ella.
—Claro, pequeña. Entra.
—Preferiría que saliera, si no te importa.
—Pídeselo tú misma. Está en el salón —declaró—. Vamos, no me digas que Sabrina Davis tiene miedo.
Paula estaba aterrorizada, pero no podía abandonar a Carolina. No podía escapar y dejar que le ocurriera algo malo, como había hecho con Merrit.
—¿Qué le has hecho a Carolina? ¿Por qué no puede salir? ¿Qué estás ocultando?
—¡Eh, Bruce! —exclamó un chico, desde el interior de la casa—. Ven ahora mismo o no te esperaré.
—No le pongas las manos encima hasta que yo te lo diga —exclamó Bruce, antes devolverse hacia Sabrina—. La pizza se está enfriando.
Pero Bruce no engañó a Sabrina. Paula sabía que no se trataba de ninguna pizza.
—Haz que Carolina salga ahora mismo o llamaré a la policía y os acusaré por secuestro. Y tengo la impresión de que si la policía entra en tu casa encontrará algo más que a mi amiga.
Paula sacó el teléfono móvil y empezó a marcar.
—¡Espera!— exclamó el chico.
Paula se detuvo, y Bruce la miró con cara de muy pocos amigos.
—No seas estúpido —continuó ella, con dureza—. ¿De verdad quieres que tus padres reciban una llamada de la policía? Seguro que no sería la primera vez, y es posible que te quitaran el deportivo, entre otras cosas.
Bruce sabía que Paula tenía razón. No quería enfrentarse a sus padres, de modo que giró en redondo y entró en la casa.
Paula se sintió desfallecer y dejó caer el teléfono sin darse cuenta. Se agachó para recogerlo, pero ya era demasiado tarde; no funcionaba. Lo había roto y ya no serviría para nada.
Segundos más tarde miró a la puerta y vio que Bruce llevaba a Carolina en brazos.
—Maldito canalla... ¿se puede saber qué le has hecho?
—Nada. Se lo ha hecho ella sólita. No soporta el alcohol, según parece. ¿Dónde quieres que la ponga?
Paula caminó hacia el coche y abrió la portezuela derecha del vehículo para que la dejara en el asiento. Mientras Bruce dejaba a Carolina en el lugar, sin demasiada delicadeza, Carolina sacó las llaves del vehículo.
—No creas que voy a olvidar este asunto, maldita bruja —espetó él—. La próxima vez terminaré lo que había empezado con Carolina.
Paula lo creyó, pero no quería enfrentarse otra vez con él, porque el teléfono se había roto. De modo que asintió y se puso al volante. Después, cerró la portezuela de Carolina, arrancó y salió disparada de allí.
A un par de manzanas de distancia vio que se acercaba un coche a gran velocidad en dirección contraria y pensó que sería algún borracho. Sin poder controlarse, comenzó a temblar. Estaba tan nerviosa que tuvo que detener el vehículo a un lado. Miró a Carolina, que seguía inconsciente, y quiso abrocharle el cinturón de seguridad, pero le temblaban tanto las manos que no pudo hacerlo.
Entonces vio que el vehículo que se acercaba se detenía al otro lado de la calle. Paula deseó no haber aparcado allí. Un hombre alto, de anchos hombros, salió del coche. En su nerviosismo, quiso arrancar el vehículo para alejarse, pero no lo consiguió. Y cuando miró de nuevo, se sintió inmensamente aliviada.
No era ningún borracho. Era Fred. Rápidamente, bajó la ventanilla.
—¿Se encuentra bien? —preguntó el joven, cuando llegó.
—No lo creo. Es posible que sólo esté borracha, pero no lo sé.
—Sal del coche.
Paula obedeció, con piernas temblorosas. Fred le tomó el pulso a Carolina, miró sus pupilas y tocó sus costillas para comprobar que no se había roto nada. Actuaba con confianza y serenidad, en una demostración evidente de que conocía los primeros auxilios.
El simple hecho de observarlo calmó a Paula.
—Está inconsciente, pero sus signos vitales son estables y no parece herida. Cuando se despierte tendrá un buen dolor de cabeza, pero nada más. Alguien tendría que examinarla con más detenimiento para ver si...
—Menos mal que he llegado a tiempo —intervino Paula—. Eliana no debería haberte llamado, pero creo que nunca me había alegrado tanto de ver a alguien. Gracias, Fred.
Fred asintió.
—Enciende la calefacción del coche, y cuando llegues a casa de Carolina, tómate algo caliente. Te llamaré más tarde para comprobar que se encuentra bien —dijo, antes de dirigirse a casa de Bruce.
—Fred, al menos hay otro chico con Bruce. No hagas ninguna estupidez digna de «machos».
—No se me conoce precisamente por mi falta de aplomo, Sabrina. Y te aseguro que no soy ningún estúpido.
Paula entró en el vehículo y arrancó, aunque no le agradaba dejar a Fred allí. El joven no estaba, precisamente, de buen humor.
Pero, tal y como había dicho, no era ningún estúpido. Y no podía ocurrirle nada malo. O eso esperaba.
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