miércoles, 23 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 34





Fred Adler le había dado una buena paliza a Bruce Logan. 


Ya habían pasado cinco días desde entonces, pero Pedro seguía bastante molesto. Fred le había robado el placer de arreglar las cuentas con aquel cretino, aunque habría tomado cumplida venganza de todas formas si el médico no hubiera constatado que Carolina se encontraba bien. 


Además, la posibilidad de que Paula hubiera resultado herida lo enervaba. Cuando pensaba en ello, perdía los estribos.


Estaba solo en una clase, con la puerta cerrada. Intentó concentrarse en el plan de estudios, algo que generalmente bastaba para tranquilizarlo, pero en aquella ocasión no le sirvió de ayuda. Entonces, repasó mentalmente lo que había sucedido durante los últimos días.


Pedro había hablado con los padres de Bruce el domingo, y había comprobado el terrible estado que presentaba después de su enfrentamiento con Fred. Pero, de todos modos, había sido su amigo el que había calmado sus ánimos.


El chico que se encontraba en la casa con él había confesado que habían puesto unas pastillas en la cerveza de Carolina, y había revelado los detalles de la pelea. Los padres de Bruce no habían querido que el asunto llegara a los tribunales, pero Pedro estaba contento de todos modos. 


La reputación de Bruce en el instituto estaba destruida, y eso era mucho peor, para él, que tener que vérselas con la policía.


Para el lunes por la tarde, la historia ya había llegado a oídos de los profesores. Fred, el rey de los ordenadores, había dado una buena lección a Bruce.


Pedro sonrió al pensarlo. Nadie habría creído que Fred era cinturón negro de kárate, pero lo era. Resultaba evidente que Bruce tampoco lo esperaba, de modo que acabó por los suelos, completamente derrotado. Al menos, ya no volvería a molestar a su hermana. Sus padres y el propio Fred se asegurarían de ello.


Además, la heroicidad de Fred le había ganado la admiración y el respeto de todas las chicas del instituto. 


Mientras pensaba en ello, Pedro no pudo controlarse más y comenzó a reír. Paula había tenido que contar una y mil veces la historia de lo que había sucedido. Su pequeño grupo de amigos se había convertido, en muy poco tiempo, en ejemplo de todos los estudiantes.


Pero aquel pensamiento lo llevó a pensamientos más problemáticos. Comenzó a pensar en lo que había experimentado con ella, en su calor y en el deseo que sentía. Sabía que si Donna no hubiera abierto la puerta del cuarto de la limpieza habrían terminado haciendo el amor.


Cerró los ojos, desesperado. Una vez más, estaba excitado; de hecho se había convertido en un estado crónico desde el episodio del cuarto. Pero se dijo que se lo merecía.


Era consciente de que Paula sospechaba que se arrepentía de lo sucedido, pero estaba seguro de que no sabía por qué. 


La persona que más lo comprendía, la persona que lo volvía loco, era un verdadero peligro para él. Hacía años que deseaba estar solo, vivir por su cuenta y sin depender de nadie para poder desarrollar su creatividad. Pero sospechaba que una simple palabra de Paula bastaría para que lo abandonara todo y se fuera con ella.


En aquel instante, alguien llamó a la puerta. Un par de segundos después apareció Donna, vestida con un precioso vestido blanco. Era una mujer muy hermosa y tenían muchas cosas en común, pero su visión no bastaba para que su pulso se acelerase.


—Acaban de traer una nota para ti. Linda dice que es de un hombre, y que es urgente. Pensé que querrías saberlo.


En cuanto vio el papel, supo que era de Irving Greenbloom. 


Probablemente querría que lo llamara de inmediato.


—¿Ocurre algo, Pedro? ¿Son malas noticias?


—No lo sé. ¿Te importa que use el teléfono de tu despacho?


—No, claro que no. Vamos, me aseguraré de que no te molesten.


Pedro la siguió al departamento de administración. Irving le había dicho que no esperaba ninguna noticia de las productoras hasta el fin de semana, pero cabía la posibilidad de que hubiera pasado algo nuevo.


Donna lo llevó a su despacho. Pedro llevaba muchos años en el instituto, pero sólo había estado allí dos o tres veces. A pesar de todo, sabía que era la tercera habitación a la izquierda. Una habitación ordenada, sin ventanas y poco imaginativa. Como su propia aula.


Pedro se sentía muy incómodo. Donna había salvado su empleo cuando la mujer de la limpieza lo había descubierto con Paula. No habían hablado sobre lo sucedido, pero sabía que también le había hecho daño a ella.


—Bueno, puedes llamar cuando quieras. Marca el nueve si quieres llamar fuera del instituto. Le diré a Linda que retenga mis llamadas. Tómate el tiempo que quieras.


—Gracias.


Pedro esperó, pensando que Donna lo dejaría a solas en el despacho.


Pedro, por cierto... Sé que fuiste muy sincero conmigo desde el principio, al decir que no querías mantener una relación. Pero espero que hagas lo mismo con Paula. En este momento es muy vulnerable, y necesita apoyarse en alguien.


—¿Sabrina, la chica sin miedo, la defensora de los débiles? —preguntó, con ironía—. No te engañes. Paula no necesita a nadie. Se sentiría insultada si intentara ayudarla.


Donna lo miró con frialdad.


—Paula es perfectamente capaz de luchar por las personas que aprecia, pero no se quiere demasiado a sí misma —declaró, enfadada—. Eres un buen hombre, Pedro. Inteligente, responsable, y trabajador. Pero, por lo visto, no conoces a las personas.


Donna se volvió y cerró la puerta a sus espaldas. Pedro miró la puerta, asombrado. Era la primera vez que Donna perdía los estribos en su presencia. Por fin había logrado algo de lo que podía enorgullecerse.


Pero Donna tenía razón y lo sabía. Durante años había intentado entender a las personas que lo rodeaban, especialmente a Carolina y a su madre, y sólo había conseguido que fueran infelices.


Acaso había llegado el momento de que se concentrara en sus propios asuntos, por una vez en su vida. Y tal vez, podría hacerlo sin que un montón de mujeres llenaran sus pensamientos.



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