miércoles, 23 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 33





Minutos más tarde, Paula había llegado a la casa de Bruce. 


No había luz en la casa, ni se oía música, ni había coches aparcados en la calle. Al parecer, no había ninguna fiesta.


Paula intentó convencerse de que era una buena señal, pero a pesar de ello apretó el volante con más fuerza.


En el vado de la casa había un descapotable y una camioneta. El descapotable era de Bruce, y la camioneta podía ser de cualquier otra persona. Miró hacia las ventanas de la casa, como si pudiera comprobar de ese modo la posible presencia de Carolina, pero no podía ver nada a través de las cortinas.


El teléfono móvil no había sonado todavía, lo que significaba que la señora Alfonso aún no había localizado a su hija. 


Sabía que podía llamar a Bruce por teléfono para saber si Carolina se encontraba con él, pero imaginaba que no diría la verdad aunque así fuera. Tendría que comprobarlo personalmente, por desagradable que resultara.


Tomó el teléfono, salió del coche y cerró la portezuela, pero no cerró con llave. Si tenía que salir corriendo de la casa, no quería tener que buscar apresuradamente las llaves del vehículo. Como la apertura no era automática, ni siquiera podía abrirlo desde lejos.


Paula caminó hacia la entrada, intentando convencerse de que no iba a ocurrir nada. Cabía la posibilidad de que los padres de Bruce se encontraran en la ciudad, contrariamente a lo que el chico había contado. Y en tal caso, Carolina se encontraría en casa de alguna amiga. Aquello no tenía nada que ver con aquella noche en Dallas, cuando llamó a la puerta de Merrit. No guardaba ninguna relación.


Pero su cuerpo no escuchaba. Recordó la noche del crimen, sin poder evitarlo, y cuando llegó a la entrada estaba tan tensa que apenas se podía controlar. Respiraba aceleradamente y una ligera capa de sudor cubría su frente. 


Pero, a pesar de todo, llamó al timbre.


Poco después, la puerta se abrió.


Paula se encontró mirando a un joven de fríos ojos azules, como salido de una película de terror. Bruce se apoyó en el marco y sonrió.


—Vaya, vaya, vaya. He echado un vistazo por la mirilla y he pensado que eras tú, pero no podía creerlo. ¿Vienes a la fiesta, preciosa?


Paula no hizo caso.


—¿Está Carolina aquí? Tengo que hablar con ella.


—Claro, pequeña. Entra.


—Preferiría que saliera, si no te importa.


—Pídeselo tú misma. Está en el salón —declaró—. Vamos, no me digas que Sabrina Davis tiene miedo.


Paula estaba aterrorizada, pero no podía abandonar a Carolina. No podía escapar y dejar que le ocurriera algo malo, como había hecho con Merrit.


—¿Qué le has hecho a Carolina? ¿Por qué no puede salir? ¿Qué estás ocultando?


—¡Eh, Bruce! —exclamó un chico, desde el interior de la casa—. Ven ahora mismo o no te esperaré.


—No le pongas las manos encima hasta que yo te lo diga —exclamó Bruce, antes devolverse hacia Sabrina—. La pizza se está enfriando.


Pero Bruce no engañó a Sabrina. Paula sabía que no se trataba de ninguna pizza.


—Haz que Carolina salga ahora mismo o llamaré a la policía y os acusaré por secuestro. Y tengo la impresión de que si la policía entra en tu casa encontrará algo más que a mi amiga.


Paula sacó el teléfono móvil y empezó a marcar.


—¡Espera!— exclamó el chico.


Paula se detuvo, y Bruce la miró con cara de muy pocos amigos.


—No seas estúpido —continuó ella, con dureza—. ¿De verdad quieres que tus padres reciban una llamada de la policía? Seguro que no sería la primera vez, y es posible que te quitaran el deportivo, entre otras cosas.


Bruce sabía que Paula tenía razón. No quería enfrentarse a sus padres, de modo que giró en redondo y entró en la casa.


Paula se sintió desfallecer y dejó caer el teléfono sin darse cuenta. Se agachó para recogerlo, pero ya era demasiado tarde; no funcionaba. Lo había roto y ya no serviría para nada.


Segundos más tarde miró a la puerta y vio que Bruce llevaba a Carolina en brazos.


—Maldito canalla... ¿se puede saber qué le has hecho?


—Nada. Se lo ha hecho ella sólita. No soporta el alcohol, según parece. ¿Dónde quieres que la ponga?


Paula caminó hacia el coche y abrió la portezuela derecha del vehículo para que la dejara en el asiento. Mientras Bruce dejaba a Carolina en el lugar, sin demasiada delicadeza, Carolina sacó las llaves del vehículo.


—No creas que voy a olvidar este asunto, maldita bruja —espetó él—. La próxima vez terminaré lo que había empezado con Carolina.


Paula lo creyó, pero no quería enfrentarse otra vez con él, porque el teléfono se había roto. De modo que asintió y se puso al volante. Después, cerró la portezuela de Carolina, arrancó y salió disparada de allí.


A un par de manzanas de distancia vio que se acercaba un coche a gran velocidad en dirección contraria y pensó que sería algún borracho. Sin poder controlarse, comenzó a temblar. Estaba tan nerviosa que tuvo que detener el vehículo a un lado. Miró a Carolina, que seguía inconsciente, y quiso abrocharle el cinturón de seguridad, pero le temblaban tanto las manos que no pudo hacerlo.


Entonces vio que el vehículo que se acercaba se detenía al otro lado de la calle. Paula deseó no haber aparcado allí. Un hombre alto, de anchos hombros, salió del coche. En su nerviosismo, quiso arrancar el vehículo para alejarse, pero no lo consiguió. Y cuando miró de nuevo, se sintió inmensamente aliviada.


No era ningún borracho. Era Fred. Rápidamente, bajó la ventanilla.


—¿Se encuentra bien? —preguntó el joven, cuando llegó.


—No lo creo. Es posible que sólo esté borracha, pero no lo sé.


—Sal del coche.


Paula obedeció, con piernas temblorosas. Fred le tomó el pulso a Carolina, miró sus pupilas y tocó sus costillas para comprobar que no se había roto nada. Actuaba con confianza y serenidad, en una demostración evidente de que conocía los primeros auxilios.


El simple hecho de observarlo calmó a Paula.


—Está inconsciente, pero sus signos vitales son estables y no parece herida. Cuando se despierte tendrá un buen dolor de cabeza, pero nada más. Alguien tendría que examinarla con más detenimiento para ver si...


—Menos mal que he llegado a tiempo —intervino Paula—. Eliana no debería haberte llamado, pero creo que nunca me había alegrado tanto de ver a alguien. Gracias, Fred.


Fred asintió.


—Enciende la calefacción del coche, y cuando llegues a casa de Carolina, tómate algo caliente. Te llamaré más tarde para comprobar que se encuentra bien —dijo, antes de dirigirse a casa de Bruce.


—Fred, al menos hay otro chico con Bruce. No hagas ninguna estupidez digna de «machos».


—No se me conoce precisamente por mi falta de aplomo, Sabrina. Y te aseguro que no soy ningún estúpido.


Paula entró en el vehículo y arrancó, aunque no le agradaba dejar a Fred allí. El joven no estaba, precisamente, de buen humor.


Pero, tal y como había dicho, no era ningún estúpido. Y no podía ocurrirle nada malo. O eso esperaba.



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