sábado, 19 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 22




Cuatro noches más tarde, Pedro estaba delante del espejo. 


Se había puesto una camisa de seda, pantalones de vestir y una chaqueta. Hasta entonces nunca había dado demasiada importancia a la ropa, pero desde que había hablado con Paula las cosas habían cambiado.


Sin embargo, se encontraba ridículo; demasiado elegante, como si intentara imitar a Don Johnson o algo así. Pensó que no debería haber prestado atención a los comentarios de Paula sobre su estética, pero todo lo que hacía o decía aquella mujer era importante para él. Y precisamente por eso, había llamado a Donna para salir a cenar.


Necesitaba distraerse un poco. Además, la cita con Donna era una excusa perfecta para ir a ver la nueva obra de la compañía de teatro Alley, y por si fuera poco, quería demostrarle a Paula que no le importaba que estuviera saliendo con Marcos Granger.


Frunció el ceño, y se guardó las llaves de la casa y la cartera. Pedro había decidido que no diría la verdad sobre Sabrina, para no ponerla en peligro. Donna no había pasado por casa de su abuela en toda la semana, y el funcionario del ministerio de justicia no había vuelto a llamar. La costa parecía desierta.


Le gustara o no, Pedro tendría que ver a Paula todos los días, en el instituto. Y no se podía arriesgar a que alguien notara la atracción que existía entre ellos; si llegaba a ocurrir, sería terrible para su reputación y para su carrera.


Durante unos momentos, sin embargo, dejó a un lado todas sus justificaciones y pensó en lo que había sentido al tenerla entre sus brazos. Su caracterización de Lolita había sido tan buena que habría aplaudido con mucho gusto. Pero lo peor de todo vino después, cuando Paula le descubrió que había algo más en ella, algo mucho más profundo que el simple deseo: un sentimiento de soledad que no habría imaginado si no hubieran hablado sobre asuntos tan personales como sus sueños.


Pedro miró el reloj. Las cosas habían salido tan bien durante la semana que hasta había conseguido que Carolina se alejara de Bruce. Y todo habría sido perfecto si hubiera logrado convencerse de que Paula no hablaba en serio sobre ese Marcos.


Pero lo había dicho muy en serio, y empezaba a pensar que era la historia de su vida. Miró la fotografía enmarcada de su padre y recordó las últimas palabras de su padre: «Prométeme que cuidarás de tu madre y de tu hermana. Cuento contigo, hijo».


Suspiró y entró en el cuarto de baño. Abrió un frasco de colonia que había comprado el día anterior y se puso un poco. Le había costado cuarenta dólares más que su loción de afeitar habitual, y no le parecía que la diferencia de precio estuviera justificada. A fin de cuentas, le gustaban los olores menos refinados, más naturales.


Acto seguido, salió al pasillo. Donna estaría a punto de llegar. Tenía que trabajar hasta tarde y había sugerido que la esperara en casa. Estaban más cerca del centro de la ciudad, y de ese modo no perderían el tiempo.


Cuando entró en el salón, contempló una escena sorprendentemente relajada. Su madre estaba sentada en un sillón, acariciando al perro; Carolina descansaba en el sofá mientras veía la televisión. Y las dos mujeres levantaron la mirada al mismo tiempo.


—Dios mío... —dijo su madre.


Carolina se quedó boquiabierta y silbó.


Pedro se ruborizó levemente y pensó que el cambio de imagen tal vez había merecido la pena. Después, avanzó hacia la mesa para echar un vistazo al periódico.


—Deja que vaya a buscar la cámara... —dijo Valeria Alfonso, mientras hacía ademán de levantarse.


—No —dijeron Pedro y Carolina al mismo tiempo.


—Bueno, bueno, no hace falta que gritéis. No creo que hacer una fotografía a mi atractivo hijo sea un delito.


—Estás muy bien, hermanito —dijo Carolina—. Creo que empiezo a comprender tu éxito entre las mujeres.


Pedro no se dejaba llevar por los cumplidos, pero era humano, como todo el mundo.


—¿Mi éxito? —preguntó, con cierta altanería.


—Desde luego. Todas dicen que eres demasiado estricto, demasiado duro, demasiado serio... pero si te soltaras un poco en el instituto, tendría que marcharme a otro lugar. No harían otra cosa que hablar bien de ti.


—Tu hermano tiene una reputación excelente, Carolina —intervino Valeria—. Deberías preocuparte más por lo que la gente dice de ti. Deberías preocuparte por ese horrible chico con el que sales, por la ropa que te pones, por las drogas que usas quién sabe para qué...


La alegría de Carolina desapareció de inmediato.


—No sigas, mamá. Ya me he hecho una idea.


Pedro miró a su madre con recriminación.


—La señora Dent me dijo ayer que Carolina ha mejorado mucho —observó el profesor—. Quería comentártelo antes, Carolina.


—Gracias —dijo su hermana, antes de volverse hacia su madre—. ¿Qué te parece si por una noche actúas como si no te avergonzaras de mí?


—Carolina, yo no me avergüenzo...


—Estaremos en mi habitación casi todo el tiempo, así que no te molestaremos con nada.


—¿Estaremos? —preguntó Pedro—. ¿Es que has quedado con alguien?


Su madre lo miró con gesto de sorpresa.


—¿Es que no lo sabías? Carolina me dijo que le habías dado permiso.


Carolina corrió a defenderse.


—Dijiste que no podía salir con mis amigos. Pero no dijiste que mis amigos no pudieran venir a verme.


Carolina y su madre miraron a Pedro, expectantes. Pero Pedro no tuvo tiempo de decir nada, porque el timbre de la puerta sonó en aquel instante y Carolina se apresuró a abrir. Era una ocasión excelente para escapar de allí, y su hermano decidió olvidar el asunto. No tenía ni tiempo ni ganas.


—Ten cuidado al conducir —dijo su madre. Era la forma que tenía Valeria de decir que no tenía intención de saludar a Donna. Las dos mujeres habían charlado un par de veces sobre el comportamiento de Carolina, y no se llevaban bien.


—Tendré cuidado. Buenas noches, mamá —dijo Pedro.


Carolina acababa de abrir la puerta.


—Buenas noches, Donna. Mi hermano te estaba esperando.


Carolina se apartó para que Donna pudiera entrar en el pequeño vestíbulo, y entonces vio a la persona que iba con ella.


—Vaya, hola...



La sonrisa de Pedro desapareció. Acababa de reconocer a la segunda mujer. Era Paula, y llevaba unos vaqueros ajustados que remarcaban su esbelta figura.


No sabía lo que estaba haciendo allí. Pero fuera como fuera, enseguida descubrió que no era el único que se había quedado sin habla. Paula y Donna lo observaban como si fuera la primera vez que lo veían.


—Te lo dije, hermanito —se burló Carolina—. Creo que se han tragado la lengua.


Donna sonrió.


—Tienes muy buen aspecto, Pedro.


—Gracias. Tú estás tan atractiva como siempre —declaró Pedro, pensando que tenía que ser amable con Donna—. ¿No has tenido problemas para encontrar la casa?


—No. Tus instrucciones fueron bastante exactas, y además, Sabrina tiene un gran sentido de la orientación.


—¿De verdad? —preguntó Pedro, mirando a Paula—. Hola, Sabrina. No sabía que fueras a acompañarnos.


—He venido a ver a tu hermana —dijo Paula, siguiéndole el juego—. No quería que todo el mundo supiera que Donna es mi prima, pero cuando Carolina llamó esta mañana ella respondió a la llamada y tu hermana la reconoció de inmediato.


—Dijiste que podía llamar cuando quisiera —dijo Carolina.


—Y lo dije en serio, de verdad. Me alegra que me llamaras.


Donna siguió con la explicación.


—He pasado por casa para cambiarme de ropa. Además, pensé que Sabrina podía llevarse mi coche a casa, si es que no te importa llevarme a casa de mi abuela cuando termine la obra de teatro.


—No, claro que no. Pero, ¿crees que es buena idea que Sabrina conduzca sola de noche?


—No lo sé, pero estaba deseando salir de casa y no fui capaz de impedírselo.


—Eh, un momento. Os recuerdo que no sois mis padres —intervino Paula, en su papel de jovencita—. Me marcharé a las diez y estaré en la cama a las once.


Carolina rió.


—¿Quieres tomar algo, Paula? —preguntó la hermana de Pedro—. Creo que tenemos refrescos sin calorías en el frigorífico.


—¿Sin calorías? Perfecto.


—En tal caso, sígueme. La cocina está a la derecha. Buenas noches, Donna. Hasta luego, Pedro. Ah, y no hagáis nada que yo no hiciera...


Paula hizo ademán de seguirla, pero se detuvo un momento y miró a su amiga.


—Tendré cuidado, no os preocupéis. Y divertíos.


Donna sonrió.


—Lo haremos. En fin, creo que será mejor que nos marchemos.


—De acuerdo —dijo Pedro—. Pero, ¿estás segura de que no quieres tomar algo antes?


—No, gracias. Puede que tome una copa de vino en el restaurante, o después de la obra, si te apetece.


Muchos hombres se habrían alegrado ante la invitación implícita de Donna, pero Pedro se limitó a sonreír de mala gana. Estaba saliendo de casa con una mujer preciosa y sin embargo deseaba volver a entrar para tomar un refresco en la cocina.


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 21




Pedro no reaccionó ante la declaración de Paula. Se limitó a mirarla como si no hubiera dicho nada.


—Eso es ridículo —declaró al cabo de unos segundos—. Lo hizo Lester Jacobs. Tú misma lo viste.


—Exacto. Lo vi, pero no hice nada. No intenté ayudarlo, y ni siquiera grité como esas estúpidas mujeres de las películas que tanto me disgustan. No sé, si hubiera gritado tal vez lo habría confundido.


—Tal vez, pero habría sabido que estabas allí. Hiciste lo correcto, Sabrina. Perdón, Paula —corrigió—. Gracias a eso, estás viva y puedes declarar en el juicio. Además, no habrías podido enfrentarte a él con éxito. Te habría matado con el cuchillo que usó para asesinar a Merrit, y no creo que el regalo que llevabas te hubiera servido como defensa, ni siquiera como arma arrojadiza.


Paula le había contado que aquel día había ido a ver a Merrit para regalarle una corbata. Había estado trabajando todo el día y no había podido hacerlo antes, pero nadie abrió la puerta cuando llamó. De hecho, se dirigió al jardín trasero porque oyó voces y pensó que Merrit estaría allí.


—Fallé a Juan cuando más me necesitaba, y le debo tanto... fue el responsable de que me ascendieran en el trabajo. Se fijó en los resultados que había obtenido con algunos clientes y pidió personalmente que trabajara con él hasta el día de las elecciones. Podría habérselo pedido a alguno de los directivos de la empresa, o a una persona con más experiencia, pero no lo hizo. Creyó en mí.


—Lo haría porque eres buena en tu trabajo —dijo Pedro—. No te hizo ningún favor. Sólo quería a la mejor.


Paula rió con amargura.


—Sí, no puedo negar que era buena. Mejoré su imagen e incrementé el efecto de su carisma. Le ayudé mucho con la opinión pública. Y no dejo de pensar que si no lo hubiera ayudado tanto, Lester Jacobs no habría tenido ningún motivo para asesinarlo.


—Paula, ¿piensas realmente lo que dices? Los motivos de Jacobs no guardan ninguna relación con tu trabajo como relaciones públicas. Ese Jacobs creó su propio infierno, y una noche prendió fuego a todo lo que le rodeaba. Deja de culparte por ello.


—Soy una cobarde, Pedro, y no me siento orgullosa de ello. Pero por fin puedo confesarlo en voz alta.


Paula lo miró y pensó que su mejor amiga tenía razón. Los ojos de Pedro cambiaban de color dependiendo de su humor. Pero Donna no le había contado un par de detalles que acababa de descubrir. Cuando Pedro estaba irritado, las motas marrones de sus ojos se notaban mucho más.


—Vamos a ver si lo he entendido —dijo Pedro—. Eres una cobarde porque puedes testificar contra el asesino en lugar de haber asistido a tu propio entierro. Eres una cobarde por haber puesto tu vida en peligro y por tener que alejarte varios miles de kilómetros de tu casa. Supongo que verte obligada a cambiar de identidad también es una cobardía. Venga, Paula... hasta los profesores están impresionados por el valor que demostrarte al enfrentarte a Wendy y a los suyos. Hay muchas cosas que podría decir cuando pienso en ti. Pero la palabra «cobarde» no se encuentra entre ellas. Y en cuanto a lo que le dijiste a Bruce... bueno, me habría gustado ver su cara.


Paula lo miró, sorprendida.


—¿Cómo sabes eso?


—Piénsalo un poco. Hablaste con él delante de Tony, y esos dos han estado compitiendo desde que llegaron al instituto. Tim Williams escuchó la conversación que mantenían ciertos alumnos, y luego me lo contó en la sala de profesores. Me dijo que Carolina estaba con Bruce en el corredor.


—Sí, es cierto.


—¿Te pareció que estaban saliendo juntos?


Paula se puso tensa. No quería hablar de Carolina, pero Bruce era un gran problema.


—Bruce actuaba de forma posesiva, pero tengo la impresión de que Carolina no se encontraba cómoda. Por eso me acerqué a hablar con ellos. Ah, lo olvidaba... Bruce le metió algo en el bolsillo. Probablemente sólo era una nota, pero he pensado que deberías saberlo.


—Ya lo sabía, y no era una nota. Mi madre encontró unas anfetaminas en la habitación de Carolina. Sospeché de Bruce inmediatamente, pero mi hermana no quiso decir nada. Pensé que Carolina estaría a salvo de ciertas cosas en el instituto Roosevelt, pero me equivoqué; esos chicos tienen demasiado dinero y están demasiado mimados.


—¿Cómo reaccionó tu madre cuando lo supo?


Pedro suspiró, frustrado.


—Le he prohibido a Carolina que se relacione con Bruce, pero no puedo vigilarla las veinticuatro horas del día.


—Está resentida contigo, ¿lo sabes? —preguntó Paula—. Pero es natural a su edad. Lo malo del asunto es que sólo eres su hermano mayor. Tal vez sería mejor que interviniera vuestra madre.


—A mi madre no le importa. Ni siquiera le importó que yo tuviera que olvidar todos mis sueños con tal de...


Pedro no terminó la frase, pero ya había despertado la curiosidad de Paula.


—¿A qué te refieres?


—Olvídalo. No tiene importancia.


—¿Es que no te gusta enseñar? Eres tan buen profesor que...


—Me encanta enseñar. No tiene nada que ver con eso.


Paula pensó en lo que acababa de decir. Por alguna razón, Pedro se había visto obligado a renunciar a sus sueños, siquiera temporalmente. Y Paula sabía mucho acerca de lo que eso significaba. No en vano, había tenido una adolescencia muy problemática, una adolescencia llena de temores, sin nadie en quien confiar, sin contar con nadie que la escuchara.


—Vamos, Pedro, cuéntamelo —declaró—. No nos vendrá mal una brisa fresca. Además, necesito olvidar el asunto de Juan. Sé que se trata de algo demasiado personal y entenderé que no quieras contármelo, pero me interesa de verdad. Me encanta conocer los sueños de los demás.


—¿Me estás presionando?


—En cierto modo, sí. Ten en cuenta que me dedico a trabajar con la imagen de los demás, ayudándolos a obtener lo que desean. Ese es mi sueño. Quería labrarme un futuro profesional, sin contentarme con un trabajo cualquiera y con la posibilidad de tener hijos en el futuro.


—Es decir, no quieres ser un ama de casa normal y corriente.


—Desde luego que no. Además, mi horario de trabajo no deja mucho tiempo para tener hijos. Pero volviendo al tema... ya te he contado mi sueño, y sería justo que tú me contaras el tuyo.


Pedro la miró con ironía.


—Supongo que no tienes intención de permitir que cambie de tema...


—Has acertado —sonrió.


—Muy bien, como desees. Quiero ser guionista de cine.


—Vaya... ¿por eso llevas siempre esa libreta? ¿Para escribir guiones?


Pedro asintió.


—No esta nada mal —sonrió ella—. ¿Has terminado alguno, o estás en ello?


—He terminado varios guiones, pero sólo he conseguido que me acepten uno.


Pedro lo dijo con un entusiasmo poco habitual en él. Paula estaba encantada con el cambio que se había producido en el serio profesor. Había empezado a gesticular más, a actuar con más libertad. Veinte minutos más tarde, cuando ya había escuchado toda la historia, estaba sinceramente impresionada.


—¿Y qué ocurrirá si Free Fall es un éxito? ¿Dejarás la enseñanza?


El entusiasmo de Pedro disminuyó un poco.


—Sí. Me prometí a mí mismo que lo dejaría cuando Carolina termine los estudios. A partir de entonces, será mi madre la que tenga que ocuparse de ella. Pero el asunto de las anfetaminas me preocupa. No he tenido ocasión de hablar con Carolina sobre los peligros de experimentar con ciertas cosas.


—¿Quieres hablar con ella, o recriminarle su actitud?


—Recriminársela, desde luego —respondió él, con ironía—. Y luego la encerraré durante varios meses en su habitación.


—¿A pan y agua?


Pedro se relajó un poco.


—No, sin agua. Cuando llueva, podrá sacar una taza por la ventana y llenarla.


Por primera vez en mucho tiempo, Paula rió de buena gana. Se sentía mucho más tranquila después de haber compartido sus temores con Pedro, y el profesor la encontró más atractiva que nunca.


—Deberías reír más a menudo —dijo él, en voz baja.


—Sí bueno... te recordaré eso en clase.


Pedro no sonrió, pero ella tampoco lo hizo. Estaban demasiado cerca el uno del otro, y la tensión era evidente. 


Podía sentir el calor del cuerpo de Pedro, y le costaba respirar.


—Menos mal que tienes veintisiete años —dijo él, súbitamente—. Empezaba a pensar que soy un bicho raro. Te comportabas de un modo tan maduro, con tanta inteligencia..., sabía que había algo raro en ti, algo poco común en una jovencita, y no podía dejar de pensar en ti. Pero puede que no me hubiera fijado si no te hubieras enfrentado a mí por el asunto de Steinbeck. Por cierto, ¿de qué color es tu pelo realmente?


—¿Cómo? —preguntó, llevándose una mano a la cabeza—. Ah, mi pelo... Es rojo. Bueno, rojo anaranjado. Pensé que sería adecuado para la caracterización de Sabrina. Sé que es bastante atrevido, pero Donna está de acuerdo conmigo en...


—Paula...


Paula dejó de hablar y lo miró.


—Me refería a tu color natural —continuó él.


—Ah, claro. Es oscuro, como mis cejas. No me las he teñido.


—Entonces tienes el pelo de color negro, como Elizabeth Taylor. Aunque supongo que te habrán comparado con ella muchas veces, ¿no?


—Bueno... Marcos solía decir eso cuando me vestía de forma particularmente elegante, o cuando necesitaba un favor.


—¿Marcos? —preguntó él, con evidente interés.


—Marcos Granger. Es concejal en Dallas. Nosotros... estábamos saliendo.


—¿Era algo serio, o superficial?


Paula deseaba decir que no era serio, que no significaba nada para ella, pero se decidió por la verdad.


—Era algo serio. De hecho, es posible que nos casemos.


—Comprendo —dijo Pedro, con expresión de tristeza—. Bueno, te aseguro que me acordaré de ti cuando consiga vender mi primer guión.


Las palabras de Pedro fueron muy dolorosas para Paula. Pero no supo qué decir, de modo que tomó su taza de té, ya vacía, y se dirigió a la cocina. Acababa de levantarse cuando sonó el teléfono y tuvo que contestar.


—¿Dígame?


—Menos mal que estás bien —dijo Donna, muy aliviada—. He llamado a la abuela, pero ha saltado el contestador. Supongo que se habrá dormido, pero me he preocupado de todas formas.


—No se sentía muy bien, así que se ha ido temprano a la cama —explicó—. Pero pareces bastante preocupada... ¿ha ocurrido algo?


—Paula... ¿mi abuela te ha dicho algo sobre alguna persona que haya pasado por casa preguntando por ti?


Paula miró a Pedro.


—No —se apresuró a responder—. ¿Por qué lo preguntas?


—Porque he pasado veinte minutos hablando con un tipo del ministerio de justicia. Creo que he conseguido convencerlo de que no sabía nada del asunto, pero si consigue seguir tu pista...


Paula no necesitó que terminara la frase.


—Si da conmigo, también podría hacerlo el asesino —declaró.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 20




Paula cerró las manos sobre una taza de té mientras se preguntaba por lo que Pedro estaría pensando. El profesor estaba sentado a su lado y no había dicho nada desde que Paula comenzó a contarle su historia. Y ahora, parecía perdido en sus pensamientos.


Se lo había contado todo. Le había contado todo lo que había que saber sobre su pasado y todo lo relativo al asesinato de Juan Merrit y a las muertes de Miguel y de Luis. 


Y, desde luego, le había contado que era amiga de Donna desde hacía tiempo y que le había pedido que la ayudara. 


Su destino estaba en manos de Pedro, y lo sabía. Supuso que debía sentirse nerviosa por ello, pero no era así. Bien al contrario, se sentía aliviada y mucho más tranquila.


Pedro levantó su taza de café y lo probó, aún en silencio. 


Paula aprovechó la ocasión para admirarlo con detenimiento. 


No llevaba la indumentaria seria que siempre utilizaba en clase; se había puesto botas negras y unos vaqueros que se ajustaban perfectamente a sus piernas; estaban en perfecto estado, aunque desteñidos, con un color que no podían imitar los vaqueros lavados a la piedra. Pero en todo caso, la perfección de aquellos vaqueros no estaba en el tejido, sino en las piernas del hombre que los llevaba. Eran largas y musculosas, y deseaba tocarlas o sentarse encima de ellas.


Se sentía muy avergonzada. Estaba desesperada y atrapada en una situación muy peligrosa, pero se dijo que no tenía justificación alguna que explicara que se hubiera arrojado literalmente a sus brazos. Había bastado que la acariciara para que deseara besarlo. En realidad, no había mentido. 


Deseaba todo lo que pudiera darle y más. Pero era el hombre equivocado en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Era el hombre de Donna.


Paula dejó la taza de té a un lado, y se preguntó por el lugar al que habría ido a parar la pragmática y fría mujer que había sido. La mujer que había estado a punto de casarse con Marcos por puro interés.


—Muy bien —dijo Pedro, de repente—. Háblame otra vez sobre el hombre que asesinó a Juan Merrit.


—¿Qué quieres saber?


—Me has contado lo que hizo y también sé que alguien, probablemente contratado por él, te disparó al día siguiente rompiendo uno de los cristales de tu casa.


Paula se estremeció al pensar en ello. Si no se hubiera apartado en aquel preciso instante para cambiar de canal de televisión, la habría matado.


—Háblame sobre ese hombre, y sobre sus motivos.


—Se llama Lester Jacobs. No lo supe hasta que di la descripción a la policía y me enseñaron su fotografía. Al parecer es dueño de una constructora. Cuando legalizaron los casinos en Texas, compró una propiedad en Galveston y otra en San Antonio.


—En tal caso, debe de ser rico...


—Creo que tiene muchas deudas. Tom Castle, el fiscal que lleva el caso, me comentó que estaba endeudado hasta las cejas. Dijo que había invertido todo su dinero en ese negocio.


—Comprendo. Pero Merrit se había presentado a gobernador y tenía intención de prohibir los casinos...


Paula asintió.


—En efecto. Merrit era muy conservador, pero tenía carisma y sus posibilidades ascendían día a día. La última encuesta, antes de que lo mataran, decía que iba a ganar las elecciones.


—Y Jacobs decidió asesinarlo. Sí, todo encaja. Tuve ocasión de conocer a Merrit el año pasado. Vino a dar una conferencia al instituto, y me pareció un hombre muy carismático, como dices. De hecho, se suponía que iba a volver este año para hablar con la dirección del instituto sobre los fondos públicos para educación.


Paula tuvo que apartar la mirada. Estaba a punto de llorar. 


Había hecho todo lo posible por olvidar la muerte de Juan Merrit, pero no lo había conseguido, y la mención de su nombre bastaba para sumirla en una profunda depresión.


Lo habían matado cuando sólo tenía cincuenta y dos años, cuando estaba a punto de alcanzar la cima de su carrera. Y con su muerte, Paula había perdido a uno de sus mejores amigos.


De repente, Pedro la tomó de la mano para animarla. Paula lo miró. Era una mano grande y cálida, y le dio el valor suficiente para enfrentarse a un secreto que había ocultado durante meses.


Pedro... yo maté a Juan Merrit.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 19




Paula intentó liberarse, pero sin éxito. La atmósfera se cargó de tensión, y Sabrina decidió que tendría que actuar realmente como Lolita para salir de aquel callejón sin salida. 


Así que alzó la mano libre y acarició la cara de Pedro, que la miró con evidente sorpresa.


—Supongo que no tiene sentido que me resista, puesto que ya lo has descubierto —dijo ella, haciéndose la mujer fatal—. Es una lástima que no te hayas afeitado antes de venir.


Pedro sentía una intensa atracción por ella, pero no se dejó engañar tan fácilmente. Bien al contrario, se apartó de ella como si quemara. Sin embargo, sólo logró que Paula pasara una mano por detrás de su cuello.


—Ya basta, Sabrina. Ya te has divertido lo suficiente.


—Te equivocas, aún no he empezado a divertirme —dijo, acariciando los labios de Pedro—. Ni tú tampoco.


Pedro retrocedió, pero Paula no se apartó de él.


—A veces, cuando estamos en clase, me he dejado llevar por la fantasía de poder acariciarte —dijo ella.


—Muy bien, tú ganas. Me marcho.


—No, no te vayas.


Pedro tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para alejarse de allí.


Pedro...


El sonido de su nombre lo detuvo. Alfonso la miró, incapaz de moverse. Era preciosa; tan bella, que sentía la irresistible necesidad de tocarla, aunque sólo fuera una vez, y a pesar de lo que le decía su sentido común.


Segundos más tarde se había dejado llevar por sus deseos. 


Extendió una mano y acarició una mejilla de Sabrina. Su piel era tan suave como había imaginado, tan suave como el terciopelo, y su aroma resultaba igualmente encantador. 


Ningún perfume lo habría excitado tanto. Olía maravillosamente bien.


No obstante, Pedro sabía que Sabrina era una fruta prohibida para él. Tenía que alejarse de allí en seguida. Y lo habría conseguido si no la hubiera deseado tanto. Tenía la impresión de que lo único que importaba en el mundo, en aquel momento, era ella; y Sabrina debió notarlo, porque se apretó contra él.


—Sabrina... —dijo él, en voz muy baja.


Pedro bajó la mirada y vio que Sabrina se había humedecido los labios con la lengua. Acto seguido, alzó una mano y acarició el labio superior de la mujer, que entreabrió la boca.


Estaba excitada, y la evidencia de su excitación aumentó aún más la excitación del profesor.


—Dime lo que te gusta —murmuró Pedro, a su oído—. Dime lo que quieres.


Paula se quedó muy quieta, como si estuviera pensándolo. 


Pedro no había estado tan excitado en toda su vida.


—No lo sé —dijo ella—. Nunca había sentido nada así. Quiero... lo quiero todo.


—Bueno, creo que podemos arreglarlo. Entre adultos podemos hacer todo lo que...


Pedro no terminó. Acababa de recordar que allí sólo había, hipotéticamente, un adulto. En un instante de lucidez, comprendió que estaba a punto de cometer un error. Era un profesor, un hombre adulto que estaba a punto de seducir a una alumna, a una joven que ni siquiera era mayor de edad, a una joven sin experiencia, vulnerable.


Tenía que marcharse, así que se apartó de ella.


Pedro, no pasa nada... —dijo Sabrina.


—Te equivocas —declaro él, confuso—. ¿Es que no comprendes lo que he estado a punto de hacer? Un minuto más y habrías estado tumbada en el sofá, o en el suelo.


Pedro...


—Te lo juro, Sabrina. Nunca había tocado a ninguna alumna de ese modo, en toda mi vida. Sólo quería unas cuantas respuestas, y no sé cómo es posible que haya terminado comportándome de ese modo.


Pedro...


—No te preocupes. Yo mismo hablaré con la dirección mañana a primera hora y...


—¡Pedro! —espetó Sabrina, para que la escuchara—. Deja de culparte. He sido yo quien ha empezado esto, y no he querido detenerte en ningún instante. Además, no vas arruinar tu carrera con algo tan absurdo. Y ahora, si me escuchas...


—¿Por qué? —preguntó él, atormentado—. No puedes decir nada que haga que me sienta mejor, nada que excuse un comportamiento inexcusable. Así que será mejor que no lo intentes.


Sabrina lo miró con ojos brillantes, con intensidad, y Pedro no pudo hacer nada salvo escuchar.


—Me llamo Paula Chaves, no Sabrina Davis. Soy de Fort Worth, de Texas, no de San Diego. Y para tu información, no tengo dieciocho años, sino veintisiete. Como ves, soy mayor de edad.