sábado, 19 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 22




Cuatro noches más tarde, Pedro estaba delante del espejo. 


Se había puesto una camisa de seda, pantalones de vestir y una chaqueta. Hasta entonces nunca había dado demasiada importancia a la ropa, pero desde que había hablado con Paula las cosas habían cambiado.


Sin embargo, se encontraba ridículo; demasiado elegante, como si intentara imitar a Don Johnson o algo así. Pensó que no debería haber prestado atención a los comentarios de Paula sobre su estética, pero todo lo que hacía o decía aquella mujer era importante para él. Y precisamente por eso, había llamado a Donna para salir a cenar.


Necesitaba distraerse un poco. Además, la cita con Donna era una excusa perfecta para ir a ver la nueva obra de la compañía de teatro Alley, y por si fuera poco, quería demostrarle a Paula que no le importaba que estuviera saliendo con Marcos Granger.


Frunció el ceño, y se guardó las llaves de la casa y la cartera. Pedro había decidido que no diría la verdad sobre Sabrina, para no ponerla en peligro. Donna no había pasado por casa de su abuela en toda la semana, y el funcionario del ministerio de justicia no había vuelto a llamar. La costa parecía desierta.


Le gustara o no, Pedro tendría que ver a Paula todos los días, en el instituto. Y no se podía arriesgar a que alguien notara la atracción que existía entre ellos; si llegaba a ocurrir, sería terrible para su reputación y para su carrera.


Durante unos momentos, sin embargo, dejó a un lado todas sus justificaciones y pensó en lo que había sentido al tenerla entre sus brazos. Su caracterización de Lolita había sido tan buena que habría aplaudido con mucho gusto. Pero lo peor de todo vino después, cuando Paula le descubrió que había algo más en ella, algo mucho más profundo que el simple deseo: un sentimiento de soledad que no habría imaginado si no hubieran hablado sobre asuntos tan personales como sus sueños.


Pedro miró el reloj. Las cosas habían salido tan bien durante la semana que hasta había conseguido que Carolina se alejara de Bruce. Y todo habría sido perfecto si hubiera logrado convencerse de que Paula no hablaba en serio sobre ese Marcos.


Pero lo había dicho muy en serio, y empezaba a pensar que era la historia de su vida. Miró la fotografía enmarcada de su padre y recordó las últimas palabras de su padre: «Prométeme que cuidarás de tu madre y de tu hermana. Cuento contigo, hijo».


Suspiró y entró en el cuarto de baño. Abrió un frasco de colonia que había comprado el día anterior y se puso un poco. Le había costado cuarenta dólares más que su loción de afeitar habitual, y no le parecía que la diferencia de precio estuviera justificada. A fin de cuentas, le gustaban los olores menos refinados, más naturales.


Acto seguido, salió al pasillo. Donna estaría a punto de llegar. Tenía que trabajar hasta tarde y había sugerido que la esperara en casa. Estaban más cerca del centro de la ciudad, y de ese modo no perderían el tiempo.


Cuando entró en el salón, contempló una escena sorprendentemente relajada. Su madre estaba sentada en un sillón, acariciando al perro; Carolina descansaba en el sofá mientras veía la televisión. Y las dos mujeres levantaron la mirada al mismo tiempo.


—Dios mío... —dijo su madre.


Carolina se quedó boquiabierta y silbó.


Pedro se ruborizó levemente y pensó que el cambio de imagen tal vez había merecido la pena. Después, avanzó hacia la mesa para echar un vistazo al periódico.


—Deja que vaya a buscar la cámara... —dijo Valeria Alfonso, mientras hacía ademán de levantarse.


—No —dijeron Pedro y Carolina al mismo tiempo.


—Bueno, bueno, no hace falta que gritéis. No creo que hacer una fotografía a mi atractivo hijo sea un delito.


—Estás muy bien, hermanito —dijo Carolina—. Creo que empiezo a comprender tu éxito entre las mujeres.


Pedro no se dejaba llevar por los cumplidos, pero era humano, como todo el mundo.


—¿Mi éxito? —preguntó, con cierta altanería.


—Desde luego. Todas dicen que eres demasiado estricto, demasiado duro, demasiado serio... pero si te soltaras un poco en el instituto, tendría que marcharme a otro lugar. No harían otra cosa que hablar bien de ti.


—Tu hermano tiene una reputación excelente, Carolina —intervino Valeria—. Deberías preocuparte más por lo que la gente dice de ti. Deberías preocuparte por ese horrible chico con el que sales, por la ropa que te pones, por las drogas que usas quién sabe para qué...


La alegría de Carolina desapareció de inmediato.


—No sigas, mamá. Ya me he hecho una idea.


Pedro miró a su madre con recriminación.


—La señora Dent me dijo ayer que Carolina ha mejorado mucho —observó el profesor—. Quería comentártelo antes, Carolina.


—Gracias —dijo su hermana, antes de volverse hacia su madre—. ¿Qué te parece si por una noche actúas como si no te avergonzaras de mí?


—Carolina, yo no me avergüenzo...


—Estaremos en mi habitación casi todo el tiempo, así que no te molestaremos con nada.


—¿Estaremos? —preguntó Pedro—. ¿Es que has quedado con alguien?


Su madre lo miró con gesto de sorpresa.


—¿Es que no lo sabías? Carolina me dijo que le habías dado permiso.


Carolina corrió a defenderse.


—Dijiste que no podía salir con mis amigos. Pero no dijiste que mis amigos no pudieran venir a verme.


Carolina y su madre miraron a Pedro, expectantes. Pero Pedro no tuvo tiempo de decir nada, porque el timbre de la puerta sonó en aquel instante y Carolina se apresuró a abrir. Era una ocasión excelente para escapar de allí, y su hermano decidió olvidar el asunto. No tenía ni tiempo ni ganas.


—Ten cuidado al conducir —dijo su madre. Era la forma que tenía Valeria de decir que no tenía intención de saludar a Donna. Las dos mujeres habían charlado un par de veces sobre el comportamiento de Carolina, y no se llevaban bien.


—Tendré cuidado. Buenas noches, mamá —dijo Pedro.


Carolina acababa de abrir la puerta.


—Buenas noches, Donna. Mi hermano te estaba esperando.


Carolina se apartó para que Donna pudiera entrar en el pequeño vestíbulo, y entonces vio a la persona que iba con ella.


—Vaya, hola...



La sonrisa de Pedro desapareció. Acababa de reconocer a la segunda mujer. Era Paula, y llevaba unos vaqueros ajustados que remarcaban su esbelta figura.


No sabía lo que estaba haciendo allí. Pero fuera como fuera, enseguida descubrió que no era el único que se había quedado sin habla. Paula y Donna lo observaban como si fuera la primera vez que lo veían.


—Te lo dije, hermanito —se burló Carolina—. Creo que se han tragado la lengua.


Donna sonrió.


—Tienes muy buen aspecto, Pedro.


—Gracias. Tú estás tan atractiva como siempre —declaró Pedro, pensando que tenía que ser amable con Donna—. ¿No has tenido problemas para encontrar la casa?


—No. Tus instrucciones fueron bastante exactas, y además, Sabrina tiene un gran sentido de la orientación.


—¿De verdad? —preguntó Pedro, mirando a Paula—. Hola, Sabrina. No sabía que fueras a acompañarnos.


—He venido a ver a tu hermana —dijo Paula, siguiéndole el juego—. No quería que todo el mundo supiera que Donna es mi prima, pero cuando Carolina llamó esta mañana ella respondió a la llamada y tu hermana la reconoció de inmediato.


—Dijiste que podía llamar cuando quisiera —dijo Carolina.


—Y lo dije en serio, de verdad. Me alegra que me llamaras.


Donna siguió con la explicación.


—He pasado por casa para cambiarme de ropa. Además, pensé que Sabrina podía llevarse mi coche a casa, si es que no te importa llevarme a casa de mi abuela cuando termine la obra de teatro.


—No, claro que no. Pero, ¿crees que es buena idea que Sabrina conduzca sola de noche?


—No lo sé, pero estaba deseando salir de casa y no fui capaz de impedírselo.


—Eh, un momento. Os recuerdo que no sois mis padres —intervino Paula, en su papel de jovencita—. Me marcharé a las diez y estaré en la cama a las once.


Carolina rió.


—¿Quieres tomar algo, Paula? —preguntó la hermana de Pedro—. Creo que tenemos refrescos sin calorías en el frigorífico.


—¿Sin calorías? Perfecto.


—En tal caso, sígueme. La cocina está a la derecha. Buenas noches, Donna. Hasta luego, Pedro. Ah, y no hagáis nada que yo no hiciera...


Paula hizo ademán de seguirla, pero se detuvo un momento y miró a su amiga.


—Tendré cuidado, no os preocupéis. Y divertíos.


Donna sonrió.


—Lo haremos. En fin, creo que será mejor que nos marchemos.


—De acuerdo —dijo Pedro—. Pero, ¿estás segura de que no quieres tomar algo antes?


—No, gracias. Puede que tome una copa de vino en el restaurante, o después de la obra, si te apetece.


Muchos hombres se habrían alegrado ante la invitación implícita de Donna, pero Pedro se limitó a sonreír de mala gana. Estaba saliendo de casa con una mujer preciosa y sin embargo deseaba volver a entrar para tomar un refresco en la cocina.


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