sábado, 19 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 21




Pedro no reaccionó ante la declaración de Paula. Se limitó a mirarla como si no hubiera dicho nada.


—Eso es ridículo —declaró al cabo de unos segundos—. Lo hizo Lester Jacobs. Tú misma lo viste.


—Exacto. Lo vi, pero no hice nada. No intenté ayudarlo, y ni siquiera grité como esas estúpidas mujeres de las películas que tanto me disgustan. No sé, si hubiera gritado tal vez lo habría confundido.


—Tal vez, pero habría sabido que estabas allí. Hiciste lo correcto, Sabrina. Perdón, Paula —corrigió—. Gracias a eso, estás viva y puedes declarar en el juicio. Además, no habrías podido enfrentarte a él con éxito. Te habría matado con el cuchillo que usó para asesinar a Merrit, y no creo que el regalo que llevabas te hubiera servido como defensa, ni siquiera como arma arrojadiza.


Paula le había contado que aquel día había ido a ver a Merrit para regalarle una corbata. Había estado trabajando todo el día y no había podido hacerlo antes, pero nadie abrió la puerta cuando llamó. De hecho, se dirigió al jardín trasero porque oyó voces y pensó que Merrit estaría allí.


—Fallé a Juan cuando más me necesitaba, y le debo tanto... fue el responsable de que me ascendieran en el trabajo. Se fijó en los resultados que había obtenido con algunos clientes y pidió personalmente que trabajara con él hasta el día de las elecciones. Podría habérselo pedido a alguno de los directivos de la empresa, o a una persona con más experiencia, pero no lo hizo. Creyó en mí.


—Lo haría porque eres buena en tu trabajo —dijo Pedro—. No te hizo ningún favor. Sólo quería a la mejor.


Paula rió con amargura.


—Sí, no puedo negar que era buena. Mejoré su imagen e incrementé el efecto de su carisma. Le ayudé mucho con la opinión pública. Y no dejo de pensar que si no lo hubiera ayudado tanto, Lester Jacobs no habría tenido ningún motivo para asesinarlo.


—Paula, ¿piensas realmente lo que dices? Los motivos de Jacobs no guardan ninguna relación con tu trabajo como relaciones públicas. Ese Jacobs creó su propio infierno, y una noche prendió fuego a todo lo que le rodeaba. Deja de culparte por ello.


—Soy una cobarde, Pedro, y no me siento orgullosa de ello. Pero por fin puedo confesarlo en voz alta.


Paula lo miró y pensó que su mejor amiga tenía razón. Los ojos de Pedro cambiaban de color dependiendo de su humor. Pero Donna no le había contado un par de detalles que acababa de descubrir. Cuando Pedro estaba irritado, las motas marrones de sus ojos se notaban mucho más.


—Vamos a ver si lo he entendido —dijo Pedro—. Eres una cobarde porque puedes testificar contra el asesino en lugar de haber asistido a tu propio entierro. Eres una cobarde por haber puesto tu vida en peligro y por tener que alejarte varios miles de kilómetros de tu casa. Supongo que verte obligada a cambiar de identidad también es una cobardía. Venga, Paula... hasta los profesores están impresionados por el valor que demostrarte al enfrentarte a Wendy y a los suyos. Hay muchas cosas que podría decir cuando pienso en ti. Pero la palabra «cobarde» no se encuentra entre ellas. Y en cuanto a lo que le dijiste a Bruce... bueno, me habría gustado ver su cara.


Paula lo miró, sorprendida.


—¿Cómo sabes eso?


—Piénsalo un poco. Hablaste con él delante de Tony, y esos dos han estado compitiendo desde que llegaron al instituto. Tim Williams escuchó la conversación que mantenían ciertos alumnos, y luego me lo contó en la sala de profesores. Me dijo que Carolina estaba con Bruce en el corredor.


—Sí, es cierto.


—¿Te pareció que estaban saliendo juntos?


Paula se puso tensa. No quería hablar de Carolina, pero Bruce era un gran problema.


—Bruce actuaba de forma posesiva, pero tengo la impresión de que Carolina no se encontraba cómoda. Por eso me acerqué a hablar con ellos. Ah, lo olvidaba... Bruce le metió algo en el bolsillo. Probablemente sólo era una nota, pero he pensado que deberías saberlo.


—Ya lo sabía, y no era una nota. Mi madre encontró unas anfetaminas en la habitación de Carolina. Sospeché de Bruce inmediatamente, pero mi hermana no quiso decir nada. Pensé que Carolina estaría a salvo de ciertas cosas en el instituto Roosevelt, pero me equivoqué; esos chicos tienen demasiado dinero y están demasiado mimados.


—¿Cómo reaccionó tu madre cuando lo supo?


Pedro suspiró, frustrado.


—Le he prohibido a Carolina que se relacione con Bruce, pero no puedo vigilarla las veinticuatro horas del día.


—Está resentida contigo, ¿lo sabes? —preguntó Paula—. Pero es natural a su edad. Lo malo del asunto es que sólo eres su hermano mayor. Tal vez sería mejor que interviniera vuestra madre.


—A mi madre no le importa. Ni siquiera le importó que yo tuviera que olvidar todos mis sueños con tal de...


Pedro no terminó la frase, pero ya había despertado la curiosidad de Paula.


—¿A qué te refieres?


—Olvídalo. No tiene importancia.


—¿Es que no te gusta enseñar? Eres tan buen profesor que...


—Me encanta enseñar. No tiene nada que ver con eso.


Paula pensó en lo que acababa de decir. Por alguna razón, Pedro se había visto obligado a renunciar a sus sueños, siquiera temporalmente. Y Paula sabía mucho acerca de lo que eso significaba. No en vano, había tenido una adolescencia muy problemática, una adolescencia llena de temores, sin nadie en quien confiar, sin contar con nadie que la escuchara.


—Vamos, Pedro, cuéntamelo —declaró—. No nos vendrá mal una brisa fresca. Además, necesito olvidar el asunto de Juan. Sé que se trata de algo demasiado personal y entenderé que no quieras contármelo, pero me interesa de verdad. Me encanta conocer los sueños de los demás.


—¿Me estás presionando?


—En cierto modo, sí. Ten en cuenta que me dedico a trabajar con la imagen de los demás, ayudándolos a obtener lo que desean. Ese es mi sueño. Quería labrarme un futuro profesional, sin contentarme con un trabajo cualquiera y con la posibilidad de tener hijos en el futuro.


—Es decir, no quieres ser un ama de casa normal y corriente.


—Desde luego que no. Además, mi horario de trabajo no deja mucho tiempo para tener hijos. Pero volviendo al tema... ya te he contado mi sueño, y sería justo que tú me contaras el tuyo.


Pedro la miró con ironía.


—Supongo que no tienes intención de permitir que cambie de tema...


—Has acertado —sonrió.


—Muy bien, como desees. Quiero ser guionista de cine.


—Vaya... ¿por eso llevas siempre esa libreta? ¿Para escribir guiones?


Pedro asintió.


—No esta nada mal —sonrió ella—. ¿Has terminado alguno, o estás en ello?


—He terminado varios guiones, pero sólo he conseguido que me acepten uno.


Pedro lo dijo con un entusiasmo poco habitual en él. Paula estaba encantada con el cambio que se había producido en el serio profesor. Había empezado a gesticular más, a actuar con más libertad. Veinte minutos más tarde, cuando ya había escuchado toda la historia, estaba sinceramente impresionada.


—¿Y qué ocurrirá si Free Fall es un éxito? ¿Dejarás la enseñanza?


El entusiasmo de Pedro disminuyó un poco.


—Sí. Me prometí a mí mismo que lo dejaría cuando Carolina termine los estudios. A partir de entonces, será mi madre la que tenga que ocuparse de ella. Pero el asunto de las anfetaminas me preocupa. No he tenido ocasión de hablar con Carolina sobre los peligros de experimentar con ciertas cosas.


—¿Quieres hablar con ella, o recriminarle su actitud?


—Recriminársela, desde luego —respondió él, con ironía—. Y luego la encerraré durante varios meses en su habitación.


—¿A pan y agua?


Pedro se relajó un poco.


—No, sin agua. Cuando llueva, podrá sacar una taza por la ventana y llenarla.


Por primera vez en mucho tiempo, Paula rió de buena gana. Se sentía mucho más tranquila después de haber compartido sus temores con Pedro, y el profesor la encontró más atractiva que nunca.


—Deberías reír más a menudo —dijo él, en voz baja.


—Sí bueno... te recordaré eso en clase.


Pedro no sonrió, pero ella tampoco lo hizo. Estaban demasiado cerca el uno del otro, y la tensión era evidente. 


Podía sentir el calor del cuerpo de Pedro, y le costaba respirar.


—Menos mal que tienes veintisiete años —dijo él, súbitamente—. Empezaba a pensar que soy un bicho raro. Te comportabas de un modo tan maduro, con tanta inteligencia..., sabía que había algo raro en ti, algo poco común en una jovencita, y no podía dejar de pensar en ti. Pero puede que no me hubiera fijado si no te hubieras enfrentado a mí por el asunto de Steinbeck. Por cierto, ¿de qué color es tu pelo realmente?


—¿Cómo? —preguntó, llevándose una mano a la cabeza—. Ah, mi pelo... Es rojo. Bueno, rojo anaranjado. Pensé que sería adecuado para la caracterización de Sabrina. Sé que es bastante atrevido, pero Donna está de acuerdo conmigo en...


—Paula...


Paula dejó de hablar y lo miró.


—Me refería a tu color natural —continuó él.


—Ah, claro. Es oscuro, como mis cejas. No me las he teñido.


—Entonces tienes el pelo de color negro, como Elizabeth Taylor. Aunque supongo que te habrán comparado con ella muchas veces, ¿no?


—Bueno... Marcos solía decir eso cuando me vestía de forma particularmente elegante, o cuando necesitaba un favor.


—¿Marcos? —preguntó él, con evidente interés.


—Marcos Granger. Es concejal en Dallas. Nosotros... estábamos saliendo.


—¿Era algo serio, o superficial?


Paula deseaba decir que no era serio, que no significaba nada para ella, pero se decidió por la verdad.


—Era algo serio. De hecho, es posible que nos casemos.


—Comprendo —dijo Pedro, con expresión de tristeza—. Bueno, te aseguro que me acordaré de ti cuando consiga vender mi primer guión.


Las palabras de Pedro fueron muy dolorosas para Paula. Pero no supo qué decir, de modo que tomó su taza de té, ya vacía, y se dirigió a la cocina. Acababa de levantarse cuando sonó el teléfono y tuvo que contestar.


—¿Dígame?


—Menos mal que estás bien —dijo Donna, muy aliviada—. He llamado a la abuela, pero ha saltado el contestador. Supongo que se habrá dormido, pero me he preocupado de todas formas.


—No se sentía muy bien, así que se ha ido temprano a la cama —explicó—. Pero pareces bastante preocupada... ¿ha ocurrido algo?


—Paula... ¿mi abuela te ha dicho algo sobre alguna persona que haya pasado por casa preguntando por ti?


Paula miró a Pedro.


—No —se apresuró a responder—. ¿Por qué lo preguntas?


—Porque he pasado veinte minutos hablando con un tipo del ministerio de justicia. Creo que he conseguido convencerlo de que no sabía nada del asunto, pero si consigue seguir tu pista...


Paula no necesitó que terminara la frase.


—Si da conmigo, también podría hacerlo el asesino —declaró.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 20




Paula cerró las manos sobre una taza de té mientras se preguntaba por lo que Pedro estaría pensando. El profesor estaba sentado a su lado y no había dicho nada desde que Paula comenzó a contarle su historia. Y ahora, parecía perdido en sus pensamientos.


Se lo había contado todo. Le había contado todo lo que había que saber sobre su pasado y todo lo relativo al asesinato de Juan Merrit y a las muertes de Miguel y de Luis. 


Y, desde luego, le había contado que era amiga de Donna desde hacía tiempo y que le había pedido que la ayudara. 


Su destino estaba en manos de Pedro, y lo sabía. Supuso que debía sentirse nerviosa por ello, pero no era así. Bien al contrario, se sentía aliviada y mucho más tranquila.


Pedro levantó su taza de café y lo probó, aún en silencio. 


Paula aprovechó la ocasión para admirarlo con detenimiento. 


No llevaba la indumentaria seria que siempre utilizaba en clase; se había puesto botas negras y unos vaqueros que se ajustaban perfectamente a sus piernas; estaban en perfecto estado, aunque desteñidos, con un color que no podían imitar los vaqueros lavados a la piedra. Pero en todo caso, la perfección de aquellos vaqueros no estaba en el tejido, sino en las piernas del hombre que los llevaba. Eran largas y musculosas, y deseaba tocarlas o sentarse encima de ellas.


Se sentía muy avergonzada. Estaba desesperada y atrapada en una situación muy peligrosa, pero se dijo que no tenía justificación alguna que explicara que se hubiera arrojado literalmente a sus brazos. Había bastado que la acariciara para que deseara besarlo. En realidad, no había mentido. 


Deseaba todo lo que pudiera darle y más. Pero era el hombre equivocado en el lugar equivocado y en el momento equivocado. Era el hombre de Donna.


Paula dejó la taza de té a un lado, y se preguntó por el lugar al que habría ido a parar la pragmática y fría mujer que había sido. La mujer que había estado a punto de casarse con Marcos por puro interés.


—Muy bien —dijo Pedro, de repente—. Háblame otra vez sobre el hombre que asesinó a Juan Merrit.


—¿Qué quieres saber?


—Me has contado lo que hizo y también sé que alguien, probablemente contratado por él, te disparó al día siguiente rompiendo uno de los cristales de tu casa.


Paula se estremeció al pensar en ello. Si no se hubiera apartado en aquel preciso instante para cambiar de canal de televisión, la habría matado.


—Háblame sobre ese hombre, y sobre sus motivos.


—Se llama Lester Jacobs. No lo supe hasta que di la descripción a la policía y me enseñaron su fotografía. Al parecer es dueño de una constructora. Cuando legalizaron los casinos en Texas, compró una propiedad en Galveston y otra en San Antonio.


—En tal caso, debe de ser rico...


—Creo que tiene muchas deudas. Tom Castle, el fiscal que lleva el caso, me comentó que estaba endeudado hasta las cejas. Dijo que había invertido todo su dinero en ese negocio.


—Comprendo. Pero Merrit se había presentado a gobernador y tenía intención de prohibir los casinos...


Paula asintió.


—En efecto. Merrit era muy conservador, pero tenía carisma y sus posibilidades ascendían día a día. La última encuesta, antes de que lo mataran, decía que iba a ganar las elecciones.


—Y Jacobs decidió asesinarlo. Sí, todo encaja. Tuve ocasión de conocer a Merrit el año pasado. Vino a dar una conferencia al instituto, y me pareció un hombre muy carismático, como dices. De hecho, se suponía que iba a volver este año para hablar con la dirección del instituto sobre los fondos públicos para educación.


Paula tuvo que apartar la mirada. Estaba a punto de llorar. 


Había hecho todo lo posible por olvidar la muerte de Juan Merrit, pero no lo había conseguido, y la mención de su nombre bastaba para sumirla en una profunda depresión.


Lo habían matado cuando sólo tenía cincuenta y dos años, cuando estaba a punto de alcanzar la cima de su carrera. Y con su muerte, Paula había perdido a uno de sus mejores amigos.


De repente, Pedro la tomó de la mano para animarla. Paula lo miró. Era una mano grande y cálida, y le dio el valor suficiente para enfrentarse a un secreto que había ocultado durante meses.


Pedro... yo maté a Juan Merrit.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 19




Paula intentó liberarse, pero sin éxito. La atmósfera se cargó de tensión, y Sabrina decidió que tendría que actuar realmente como Lolita para salir de aquel callejón sin salida. 


Así que alzó la mano libre y acarició la cara de Pedro, que la miró con evidente sorpresa.


—Supongo que no tiene sentido que me resista, puesto que ya lo has descubierto —dijo ella, haciéndose la mujer fatal—. Es una lástima que no te hayas afeitado antes de venir.


Pedro sentía una intensa atracción por ella, pero no se dejó engañar tan fácilmente. Bien al contrario, se apartó de ella como si quemara. Sin embargo, sólo logró que Paula pasara una mano por detrás de su cuello.


—Ya basta, Sabrina. Ya te has divertido lo suficiente.


—Te equivocas, aún no he empezado a divertirme —dijo, acariciando los labios de Pedro—. Ni tú tampoco.


Pedro retrocedió, pero Paula no se apartó de él.


—A veces, cuando estamos en clase, me he dejado llevar por la fantasía de poder acariciarte —dijo ella.


—Muy bien, tú ganas. Me marcho.


—No, no te vayas.


Pedro tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para alejarse de allí.


Pedro...


El sonido de su nombre lo detuvo. Alfonso la miró, incapaz de moverse. Era preciosa; tan bella, que sentía la irresistible necesidad de tocarla, aunque sólo fuera una vez, y a pesar de lo que le decía su sentido común.


Segundos más tarde se había dejado llevar por sus deseos. 


Extendió una mano y acarició una mejilla de Sabrina. Su piel era tan suave como había imaginado, tan suave como el terciopelo, y su aroma resultaba igualmente encantador. 


Ningún perfume lo habría excitado tanto. Olía maravillosamente bien.


No obstante, Pedro sabía que Sabrina era una fruta prohibida para él. Tenía que alejarse de allí en seguida. Y lo habría conseguido si no la hubiera deseado tanto. Tenía la impresión de que lo único que importaba en el mundo, en aquel momento, era ella; y Sabrina debió notarlo, porque se apretó contra él.


—Sabrina... —dijo él, en voz muy baja.


Pedro bajó la mirada y vio que Sabrina se había humedecido los labios con la lengua. Acto seguido, alzó una mano y acarició el labio superior de la mujer, que entreabrió la boca.


Estaba excitada, y la evidencia de su excitación aumentó aún más la excitación del profesor.


—Dime lo que te gusta —murmuró Pedro, a su oído—. Dime lo que quieres.


Paula se quedó muy quieta, como si estuviera pensándolo. 


Pedro no había estado tan excitado en toda su vida.


—No lo sé —dijo ella—. Nunca había sentido nada así. Quiero... lo quiero todo.


—Bueno, creo que podemos arreglarlo. Entre adultos podemos hacer todo lo que...


Pedro no terminó. Acababa de recordar que allí sólo había, hipotéticamente, un adulto. En un instante de lucidez, comprendió que estaba a punto de cometer un error. Era un profesor, un hombre adulto que estaba a punto de seducir a una alumna, a una joven que ni siquiera era mayor de edad, a una joven sin experiencia, vulnerable.


Tenía que marcharse, así que se apartó de ella.


Pedro, no pasa nada... —dijo Sabrina.


—Te equivocas —declaro él, confuso—. ¿Es que no comprendes lo que he estado a punto de hacer? Un minuto más y habrías estado tumbada en el sofá, o en el suelo.


Pedro...


—Te lo juro, Sabrina. Nunca había tocado a ninguna alumna de ese modo, en toda mi vida. Sólo quería unas cuantas respuestas, y no sé cómo es posible que haya terminado comportándome de ese modo.


Pedro...


—No te preocupes. Yo mismo hablaré con la dirección mañana a primera hora y...


—¡Pedro! —espetó Sabrina, para que la escuchara—. Deja de culparte. He sido yo quien ha empezado esto, y no he querido detenerte en ningún instante. Además, no vas arruinar tu carrera con algo tan absurdo. Y ahora, si me escuchas...


—¿Por qué? —preguntó él, atormentado—. No puedes decir nada que haga que me sienta mejor, nada que excuse un comportamiento inexcusable. Así que será mejor que no lo intentes.


Sabrina lo miró con ojos brillantes, con intensidad, y Pedro no pudo hacer nada salvo escuchar.


—Me llamo Paula Chaves, no Sabrina Davis. Soy de Fort Worth, de Texas, no de San Diego. Y para tu información, no tengo dieciocho años, sino veintisiete. Como ves, soy mayor de edad.




viernes, 18 de mayo de 2018

BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 18





El grito de Sabrina dejó helado a Pedro, que estaba a punto de llamar a la puerta. Sabrina palideció y dejó caer la bolsa con la ropa sucia, así que Alfonso se acercó a ella y pasó un brazo por encima de los hombros de la mujer, para tranquilizarla.


—Soy yo, Sabrina, Pedro Alfonso. Tranquilízate. Venga, respira profundamente...


Paula aún estaba aterrorizada, pero el contacto de Pedro hizo que reaccionara. Se sentía increíblemente pequeña a su lado, pero era algo muy agradable.


Pedro apartó la bolsa de ropa con un pie, la hizo entrar en la casa y la llevó hacia uno de los dos sofás.


—Siento haberte asustado —declaró, mientras la ayudaba a sentarse—. He ido a la mansión, pero la señora Anderson me ha dicho que vivías aquí.


Sabrina frunció el ceño.


—La señora Anderson se marcha a las cinco. Y, además, no enviaría a un desconocido a mi casa.


—Al parecer se ha quedado hasta más tarde para ayudar a la señora Kaiser. Me ha dicho que no se encontraba muy bien, pero que ahora está mejor —dijo Pedro—. En cuanto a lo que has dicho sobre los desconocidos, tienes razón. Sin embargo, conocí a la señora Anderson en la fiesta de Navidad que dio cierta amiga tuya, Donna.


Pedro la miró con intensidad, para observar su reacción. Pero Sabrina mantuvo la calma.


—El caso es que se acordaba de mí —continuó él—. Le he dicho que Donna estaría al caer y que la esperaría en el salón.


—¿Quieres decir que la señora Anderson se ha marchado a casa? Entonces, ¿cómo es que no estás esperando en el salón de la mansión, como acabas de decir?


Pedro podría haber dicho muchas cosas. Podría haber dicho que hacía días que no conseguía conciliar el sueño porque no hacía otra cosa más que pensar en ella; o podría haber dicho que había echado un vistazo a sus datos, en el instituto, y que había descubierto cosas muy interesantes. 


Pero se limitó a responder:
—Porque Donna no va a venir. Mentí.


—¿Por qué? —preguntó, extrañada.


—Porque era la única manera de que la señora Anderson se marchara. Sin embargo, no soy yo quien tiene que responder a algunas preguntas. ¿Por qué has mentido, Sabrina? ¿De dónde eres realmente?


—¿Cómo?


—He comprobado tus datos. Al parecer, estudiaste en el instituto Washington de San Diego, pero dijiste en clase que fuiste al instituto Milburn. Y no hay ningún instituto Milburn en San Diego. No mientas, porque lo he comprobado. Además, hay otra cosa que me extraña... ¿qué pintan los Kaiser en todo esto?


—¿Qué quieres decir? La señora Kaiser es tía mía.


—Qué extraño. Donna me ha dicho que no tiene más familia que su abuela, pero tú dices que la señora Kaiser es tu tía, de modo que tú también debes ser familiar de Donna, al igual que tus padres, ¿no es cierto? —preguntó—. Por cierto, ¿qué tal están Patricia y Carlos?


—Bueno, están a punto de divorciarse —acertó a responder—. Querían que terminara los estudios lejos de casa, para no involucrarme en sus problemas, así que me enviaron aquí.


Pedro pensó que Sabrina era una buena actriz. Había captado su interés desde el principio. Pero a la curiosidad que sentía se añadía ahora el enfado.


—He intentado ponerme en contacto con tus padres, Sabrina. Pero el número de teléfono que viene en tu historial académico no existe.


—Mi madre se ha cambiado de número, y se ha dado de alta con el apellido de soltera. En cuanto a mi padre, se ha marchado de la ciudad.


Pedro pensó que no era una mala excusa. Pero no se lo creyó.


—Tenía la impresión de que habías dicho que aún no se habían separado. Que seguían juntos, aunque discutiendo todos los días. De hecho acabas de decir que te enviaron aquí para que sus peleas no interfirieran en tus estudios.


—¿A qué vienen todas estas preguntas?


—¿Por qué te has asustado tanto al verme? Te he observado en el instituto, y no se puede decir que seas tímida. De hecho, no sé nada sobre ti, salvo que no actúas como ninguno de los alumnos que he tenido durante mi experiencia académica.


Pedro la miró. Llevaba unas zapatillas y una chaqueta que se había colocado encima de un camisón de franela. 


Además, tenía el pelo revuelto y húmedo, como si acabara de salir de la ducha.


—¿Y bien? ¿No vas a decir nada? —continuó él—. Sé que está pasando algo, y quiero que me lo cuentes antes de que vaya a hablar con la directora.


Sabrina no habló. Se limitó a mirarlo con rabia.


—Como quieras. Supongo que debí hablar antes con Donna.


—No metas a Donna en esto —espetó ella, indignada—. Has mentido al ama de llaves para entrar, me has asustado, te has presentado sin invitación y encima amenazas a una de tus alumnas con preguntas típicas de una mala serie de televisión. No tienes derecho a meterte en mi vida, de modo que te sugiero que te marches por donde has venido antes de que sea yo quien proteste ante la dirección del instituto. Y no creo que tu reputación soporte otra denuncia por acoso sexual.


—¿Me estás amenazando, Sabrina? —preguntó, con calma.


—Sólo hablo de hechos. Sé que te declararon inocente de los cargos que te imputó Wendy, pero eso no importaría demasiado, ¿verdad? Déjame en paz, olvida todas esas preguntas y no montaré otro escándalo diciendo que has venido a mi casa por la noche, aprovechando que estaba sola, y que te has librado del ama de llaves para tener acceso.


Pedro dio un paso adelante, amenazador.


—Adelante, ve a decir lo que quieras. No hubo ningún escándalo la primera vez, de modo que no vas a empezar otro. Como tú misma has dicho, me declararon inocente.


—Vamos, sé realista. Una chica atractiva como Wendy y un hombre como tú, que eras su tutor privado. Colócalos a los dos en una habitación y en este país tendrás un escándalo, seas o no culpable. Y sería aún peor si te denuncio, porque empezarían a dudar sobre el caso de Wendy. De modo que será mejor que me dejes en paz.


—«Un hombre como yo» es una expresión muy adecuada para describirlo. Llevo diez años en el instituto, y si se trata de elegir entre tu palabra y la mía, creerán en mí. Yo no miento nunca, y la gente lo sabe.


—Eso cuéntaselo a la señora Anderson. Además, no me refería ni a tu honradez ni a tu sentido de la responsabilidad. Puede que sea cierto lo que dices, pero la imagen es más importante que los hechos. Tal vez seas un profesor estricto, pero he notado cómo te miran las chicas, y no se puede decir que te respeten, precisamente, por tus virtudes morales.


Pedro la miró con interés.


—¿Podrías explicarme qué has querido decir con eso?


—¿Para qué? ¿Para alimentar aún más tu ego? No, gracias. Márchate de inmediato o llamaré a la dirección del instituto y te denunciaré por acoso.


—Ya está bien de discursitos en plan «Lolita». No pienso marcharme hasta que...


—¿Lolita?


—Sí, la protagonista de una novela muy conocida. Pero si no has leído la novela, tal vez te acuerdes de la película. Es una quinceañera que manipula a James Mason y que...


—Sé quién es, pero no puedo creer que hayas dicho algo así. Yo no me he comportado como una mujer de esa clase en toda mi vida, pero si lo hiciera, sería peor que ella.


—No lo dudo. Pero quiero respuestas, Sabrina. ¿A qué estás jugando? ¿Qué haces en casa de la abuela de Donna?


Sabrina se dio la vuelta, dispuesta a llamar por teléfono al instituto, pero Pedro la tomó por la muñeca.


—Dime lo que escondes, Sabrina. Tal vez te pueda ayudar.


—¡Suéltame!


BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 17




Paula estaba disfrutando de una ducha caliente. Hacer cinco kilómetros con aquel frío había resultado una experiencia agotadora, que la había dejado exhausta física y mentalmente. Pero había merecido la pena. Ahora estaba más relajada de lo que lo había estado desde el asesinato.


Tomó el jabón y se frotó el cuerpo. Olía muy bien. No se parecía nada al perfume caro que utilizaba en su trabajo, un perfume refinado, a la altura de sus obligaciones como relaciones públicas. Pero le gustaba su trabajo. Le gustaba pensar que ayudaba a la gente a alcanzar sus sueños o sus objetivos.


Cerró el grifo de la ducha, apartó la cortina y salió de la bañera. Sólo quedaba una toalla limpia, así que se dijo que tendría que lavar. Donna le había dado a Paula los códigos de la alarma y de la puerta principal de la propiedad, así como una llave para entrar en la mansión por la puerta trasera, de manera que no tuviera que molestar a la señora Kaiser, en sus idas y venidas.


Minutos más tarde, Paula salió del cuarto de baño con un camisón de franela, entre el vaho. Mientras recogía la ropa sucia, para lavarla, pensó en Eliana. Esperaba que lo que le había contado acerca de su pasado le sirviera de ayuda; había cambiado algunos nombres y detalles, pero lo esencial era cierto.


Donna había aprendido muchas técnicas para mejorar la autoestima tras la muerte de sus padres, técnicas de relajación y de evaluación que ayudaron a Paula a romper su timidez. Y cuando consiguió convencerse de que era mejor de lo que pensaba, de que tenía más virtudes de lo que creía, dejó de utilizar la comida como una forma de reducir la ansiedad. Paula empezó a quererse, y en consecuencia, perdió peso. Mucho peso.


Pero dejó de pensar en el pasado y regresó a la realidad. Se había vestido, se había puesto unas zapatillas y llevaba una bolsa con la ropa que tenía que limpiar. Eran las seis de la tarde y no tenía mucho que hacer, así que sonrió y se dirigió a la puerta de la casa.


Y cuando la abrió, gritó aterrorizada.



BAJO OTRA IDENTIDAD: CAPITULO 16




Eliana apenas podía soportarlo. Ya habían dado una vuelta al desierto campo de fútbol, y dudaba que consiguiera dar cuatro a pesar de que Sabrina intentaba animarla. Hacía un frío intenso, pero su amiga actuaba como si no le afectara; en cierto modo le recordó a sus abuelos, que vivían en Michigan. Estaban acostumbrados a temperaturas muy bajas, y aquello les habría parecido un clima tropical.


Pero Eliana no estaba acostumbrada. Tenía la cara y las manos heladas y le dolían todos los músculos del cuerpo. En aquel momento se arrepintió de haber salido a correr con Sabrina. Correr le parecía una tortura; no entendía que la gente lo hiciera voluntariamente, y mucho menos que se hubiera prestado a algo así


—Ánimo, Eliana, lo vamos a conseguir —dijo Sabrina.


Eliana miró a su amiga y enseguida comprendió que hubiera aceptado. Sabrina la había invitado a correr a ella, no a Wendy, ni a Jesica, ni a ninguna de las chicas más populares del instituto. La había invitado a ella, a la chica tímida y estudiosa que nadie quería.


El enfrentamiento de Sabrina con Wendy había dado mucho que hablar. Algunos habían dicho que la pelirroja estaba loca, y otros que era una chica muy valiente. Pero Eliana sólo sabía que Sabrina se había comportado como una amiga y que, por alguna extraña razón, era mucho mayor de lo que parecía. Además, se estaba convirtiendo en una especie de leyenda viva del instituto Roosevelt.


—Dobla los codos y mueve los brazos como yo —dijo Sabrina—. El ejercicio será más efectivo y te cansarás menos.


Eliana la imitó y echó un vistazo a su alrededor. No había nadie, y se alegró mucho, porque pensaba que debía de tener un aspecto ridículo.


—Magnífico. Ahora, sincroniza el movimiento de tus brazos con el de tus piernas. ¿Lo ves? ¿A que corres más deprisa?


Eliana comprendió, sorprendida, que Sabrina tenía razón. Le seguía doliendo todo el cuerpo, pero ya no era tan malo. Ya no sentía tan pesadas las piernas, y de hecho tenía menos frío.


—No lo entiendo. Ni siquiera jadeas —dijo Eliana, con esfuerzo—. En cambio, yo estoy muy cansada.


—Tendrías que haberme visto la primera vez que lo hice. Te aseguro que pensé que me iba a morir. En serio. No conseguí hacer ni un solo kilómetro.


—Pero al menos no estabas gorda.


—Te equivocas, lo estaba.


Eliana la miró con sorpresa. Estaba acomplejada con su peso, y nunca hablaba con nadie sobre su problema.


—¿Es que no me crees? —preguntó Sabrina.


—No dudo que quisieras perder peso —dijo Eliana, sin dejar de correr—. Pero dudo que estuvieras gorda.


—Pesaba más o menos lo que pesas tú, y eso que soy algo más baja. Sé lo que se siente cuando los chicos se burlan de una, lo que se siente cuando te tratan como si fueras invisible, o estúpida, o algo peor. Y sé lo que se siente cuando te dicen que tienes una cara bonita, pero que tu vida sería mucho mejor si perdieras peso. Y lo sé porque a mí también me pasó. Me crees, ¿verdad? —preguntó, mirándola.


—Sí —respondió Eliana—. Pero, ¿cómo lo hiciste?


—No fue ninguna dieta milagrosa, te lo aseguro. Intenté hacer varias dietas, desde luego, pero no logré nada. De hecho, empecé a perder peso cuando dejé de hacer dietas —respondió, sonriendo—. Anda, cierra la boca y sigue corriendo. Luego te contaré más cosas sobre mi pasado.


Eliana se sintió mucho más esperanzada. Pero no dijo nada. 


Se limitó a apretar los dientes y a seguir corriendo.