martes, 8 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 13





Cuando había alguna conferencia, tenían la costumbre de juntarse a la hora del desayuno a trazar los planes del día. Paula bajó a la mañana siguiente un poco recelosa… La relación profesional resultaría imposible si él se sintiera, bueno… igual que durante un loco instante se había sentido ella.


Con un montón de papeles en la mano, Pedro se puso en pie cuando ella llegó a la mesa.


—Hola, me alegro de que hayas bajado temprano. Estaba pensando en cambiar el programa del día ligeramente.


—¿Eh?


—Sí.


Pedro se alegró de que en ese momento apareciera la camarera a servirles el zumo; había cambiado el programa cuando vio a Paula acercándose a la mesa, cada curva de su cuerpo acentuada por el mono de punto verde que se ceñía a su esbelta figura. La cara fresca de la mañana y el cabello con aquel nuevo color… ¡Lo habían dejado sin aliento!


¿Qué demonios le ocurría? En su vida había muchas mujeres, algunas de ellas más atractivas que Paula. Las mujeres formaban ya parte del mundo de los negocios, y él les mostraba el mismo compañerismo que a los hombres, evitando establecer relaciones íntimas como si de una plaga se tratara. Muy bien, no practicaba el celibato, pero era sincero con las mujeres. Todas comprendían su aversión al matrimonio y nunca había dejado que ninguna relación amorosa se prolongara demasiado y se estropearan las cosas. No quería hacer daño a nadie y nunca se había involucrado lo suficiente como para sufrir después.



Pero, ¿qué demonios le ocurría con Paula? 


Tragó saliva al recordar la noche anterior, mientras la veía avanzar hacia él, y se dio cuenta de que necesitaba estar solo para volver a sus cabales.


—Pensé que, ya que estoy aquí debería pasarme por la sucursal de Los Angeles —empezó diciendo—. De todas formas, Stan debe recibir estos informes sobre la nueva legislación inmediatamente, y va a necesitar tu aportación. Entonces, pensé que sería mejor que te marcharas esta tarde como habíamos planeado y yo me iré para Los Ángeles, ¿vale?


—Me parece bien.


En eso no se había equivocado, pensaba Paula; los negocios lo primero, como si no hubiera pasado nada la noche anterior. En el fondo se sintió aliviada.


De vuelta en Wilmington, tan pronto como pudo, Paula fue a llevar los regalos que había comprado en California. A Mary Wells le encantó el libro de plantas medicinales chinas y Lisa la ayudó a plantar unas semillas antes de ir a ver a los niños de George. Los encontró en el salón, jugando sobre la alfombra mientras Clara estaba tumbada en el sofá leyendo un libro.


—Es el único rato de asueto que tengo —dijo Clara, dejando el libro y levantándose—. Voy a buscarte algo fresco.


—Que sea agua —dijo Paula, mientras seguía a Clara a la cocina después de darle a Bety un rompecabezas chino y a Teo un barco de juguete—. Tengo que mantener el tipo.


—Sí —Clara le echó una mirada de admiración—. ¿Cómo lo haces?


Paula, vestida con unos shorts amarillos y un top del mismo color, se echó a reír.


—No es fácil. Llevo un tiempo haciendo una dieta muy buena. ¿Quieres que te dé algunas recetas? Alimentan y no engordan nada, y, además, están buenísimas —dijo mientras la ayudaba a quitar la mesa.


Clara le pasó un vaso de agua y empezó a recoger unos platos sucios algo avergonzada.


—No parece nada lógico limpiar cuando va a volver a estar todo hecho un asco dentro de un rato.


—Lo sé. Venga, déjame que te eche una mano y así terminamos antes.


Metieron los cacharros sucios en el friegaplatos y en unos minutos dejaron la cocina bastante ordenada. Entonces, Paula se sentó y empezó a escribir la receta para Clara.


—Suena asquerosa —dijo Clara.


—No está asquerosa, está muy rica; se la puse a mi jefe, el señor Alfonso, y ni siquiera se enteró de que era una sopa dietética e incluso se sirvió un segundo plato.


—¿Tu jefe? —Clara abrió mucho los ojos y su interés por la sopa desapareció por completo—. ¡Paula, es guapísimo! Estaba deseando preguntártelo, ¿a ti te… ? Quiero decir, ¿a él… ?


—¡Yo no y él tampoco! El día que lo viste fue la primera y única vez que ha estado en mi apartamento y estaba allí por una cuestión meramente profesional. Eso es todo lo que hay entre nosotros, Clara —dijo bloqueando el recuerdo de lo que había pasado en San Francisco.


Además, desde entonces la relación había sido así, ¿no?


—¡Oh! —Clara parecía decepcionada—. Pero a lo mejor… Oye, no estará casado, ¿verdad? —y cuando Paula lo negó con la cabeza, continuó—. Entonces, ¿estará viviendo con alguien?


—¡No tengo ni idea! —saltó Paula y no supo bien por qué se sentía de pronto tan molesta.


Entonces recordó lo que le había dicho Celestine en más de una ocasión.


—No sé por qué las chicas de Pedro no se limitan a ir detrás de él fuera del horario de oficina. Me canso de ser yo quien hable con ellas, especialmente esa tal Gwen que se pone tan tonta…


Paula se preguntaba si Gwen sería la rubia que había visto un par de veces en la oficina para llevárselo a comer. Pero pensándolo bien, ¿qué le importaba a ella con quién comiera, viviera o incluso durmiera su jefe?


—No sé nada de la vida privada de mi jefe, y tampoco me importa —añadió—. Aquí tienes la receta.


—Gracias —contestó Clara, como ausente—. Bueno, si no está casado y no tiene a nadie… Diantres, Paula, si yo estuviera en tu lugar…


—Oh, Clara, deberías llevar a los niños a ver esa nueva película de aventuras —la interrumpió Paula—; es muy graciosa —y siguió hablando de ella, sin dar a Clara la oportunidad de volver a mencionar a Pedro Alfonso. No quería ni oír hablar de él. 


De vuelta a casa, mientras conducía, Paula se dio cuenta de que había pasado muy poco rato con los niños, quienes eran a los que en realidad había ido a ver. Pero aun así, estaba contenta de haber pasado un rato charlando con Clara, que parecía necesitar un poco de diversión.


Por mucho que quisiera a sus hijos, Clara no era una mujer excesivamente hogareña y la verdad era que estaba bastante aburrida de estar en casa. Además, el tremendo horario de trabajo de George, junto con su afición a los deportes…


Paula suspiró; eso le pasaba por haberse casado demasiado joven, sin planear o prepararse para lo que de verdad deseaba.


Al llegar a casa, Paulaa se encontró con una postal de Ruth desde las islas griegas. Se puso a pensar en su tía y en Reba Morris y empezó a compararlas. ¿Estaría ella también metiéndose en aquel mundo de competitividad sin darse cuenta?


Conseguir lo que uno deseaba no era una tarea tan sencilla. Ella había adquirido conocimientos como profesional y había mejorado el envoltorio…


Pero el amor era cosa de dos y los hombres que conocía a través de su posición en la empresa eran, por supuesto, los típicos ejecutivos.



Después de pensarlo bien, empezó a ir más a jugar al golf y finalmente se hizo socia de un club de campo. No era demasiado exclusivo para sus gustos, pero lo suficiente como para poder pescar a un soltero lo suficientemente adinerado y que tuviera, además, tiempo libre. 


Hasta ese momento sólo había conocido a uno. 


Una tarde estaba con Alfonso en su despacho cuando entró Hal Stanford hecho una exhalación.


—Jefe, no puedo ir mañana a jugar al golf. Es la liga infantil, ya sabe, soy el entrenador del Oso de Oro y…


—¡La liga infantil! —Alfonso se puso pálido—. Oye, Stan, hace una semana que planeamos todo esto, antes de irme a las Bahamas y tú quedaste en…


—Lo sé, pero esto me va a tener ocupado todo el día. Estaba programado para el sábado pasado pero la lluvia lo estropeó.


—¡Stan, no es la Copa del Mundo!


—Para mi hijo como si lo fuera —dijo Stan sonriendo.


Pero Pedro no sonreía.


—No se trata sólo de una partida de golf. Alien Dobbs, el senador proponente de un proyecto de ley que nos va a cortar los vuelos, está de paso en la ciudad y es amigo de mi amigo Daniel Masón. Daniel ha planeado un partido amistoso para que pueda disimuladamente ponerle al tanto del daño que ese proyecto de ley puede hacerle tanto a nuestros clientes como a la compañía. Y ahora, tú vas y te echas atrás —Pedro hizo una pausa, exasperado.


—Dios mío, Pedro, estoy seguro de que hay una docena de tipos que podrán sustituirme.


—Sí, pero ninguno de ellos entiende del tema que tenemos que discutir.


—Yo sí que puedo —dijo Paula.


Los dos, que se habían olvidado de que estaba allí, se volvieron a mirarla al mismo tiempo.


 —¿Cómo has dicho? —le preguntó finalmente Alfonso.


—Sé de lo que hay que charlar.


Pedro parecía exasperado.


—En ese punto estoy de acuerdo contigo —dijo—, pero esto, querida, no es una conferencia de negocios y no debe parecerlo. Este asunto requiere algo más que saber de seguros; necesitamos a alguien que sepa jugar al golf.


—Yo sé.


Stan la miraba escéptico y Pedro sonrió, pero meneó la cabeza en señal de negación.


—Me refiero a alguien que sepa jugar de verdad.


—¿Qué me decís de un handicap de diez? —les contestó con satisfacción, para sorpresa de ellos.


Estaba dispuesta a probar lo que decía, además, el club de golf donde asistía Pedro era mucho más prestigioso que el suyo. Tendría la oportunidad de moverse entre personas de dinero, y estaba segura de que entre sus miembros habría algunos solteros.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 12





Ya en su habitación, Pedro se quitó el abrigo y la corbata sin fijarse siquiera en dónde los tiraba. 


Estaba excitado, frustrado… y confuso. Durante unos breves momentos, había sentido una oleada de calor y ternura, una intimidad que no era de este mundo, y la respuesta de ella, apasionada, urgente, rogándole… Pero de pronto… ¡toma! ¡Una ducha de agua fría! Y lo había hecho simplemente dándole las buenas noches… como si no hubiera pasado nada…


Se acerco al minibar y se sirvió un licor.


Eso era lo que se podía llamar una chica provocativa. A un hombre le fastidiaba bastante que le tentasen de esa manera para luego… 


Bebió despacio y pensó en todo ello.


Bueno, vale, ella no lo había provocado; simplemente estaba ahí, mostrándose tan natural, tierna y simpática como siempre. Y también estaba tan atractiva aquella noche que no pudo evitar besarla. Pero no había estado preparado para la sacudida que el roce de sus labios le había producido. De no haberse apartado ella, no se sabe lo que habría ocurrido.


Menos mal que Paula había hecho lo propio. 


Dios mío, aquel tipo de líos entre compañeros podía mandar al traste una buena relación de trabajo. Por esa razón no había elegido a Reba Morris para el puesto.


Sonrió para sus adentros porque la verdad era que nunca había sentido deseos de acariciar a Reba. Mientras que con Paula… Bueno, a partir de ese momento tendría mucho cuidado; no quería perder a un excelente auxiliar sólo por un episodio como el de esa noche.


Paula, mientras tanto, continuaba apoyada contra la puerta, intentando recobrar el aliento.


¡Entonces se trataba de eso! Aquella sensación, tantas veces descrita en las novelas de romance o en las películas de la televisión… Pero todo aquello no tenía nada que ver con experimentarla de verdad.


No sabía que podía ser algo tan… tan confuso. 


Cerró los ojos, rememorando la oleada de júbilo, tan cálida, tan íntima, que deseó poder agarrarse a ella para siempre. Y esa alegría iba acompañada de un fuego abrasador que le corría por las venas y la llenaba de vida y de un anhelo tan profundo y tan fuerte que le costó un enorme esfuerzo negar su instinto natural.


Sentir todo aquello le dio miedo. Si se trataba sólo de sexo, ¿por qué no se había sentido así antes?


Pues porque eso era cosa de dos, de un hombre y una mujer. Los hombres, excepto los chicos Wells que habían sido como hermanos para ella, no habían formado parte de su vida; al menos, jamás había tenido relaciones íntimas con ninguno. Por eso era por lo que se sentía así con el primer hombre que la había besado de verdad; ¡y de todos tenía que ser su jefe!


¿Y cómo había llegado a ocurrir? A veces era el señor Alfonso, a veces Pedro; a ratos mantenían una relación estrictamente profesional y otros una especie de agradable camaradería. Se dio cuenta de que las barreras que los separaban se iban rompiendo y decidió que no podía permitir que aquello pasara.


Tenían una buena relación profesional y no quería estropearla… Y aun así, su cuerpo todavía temblaba después de aquel beso, el calor de la pasión no la había aún abandonado y se vio inundada por un deseo sexual nuevo para ella. Un deseo tan intenso que…


¡Basta ya!


Se cubrió la cara con las manos, deseando librarse de ello. No deseaba sentirse así por Pedro Alfonso que, aparte del trabajo, era totalmente opuesto al tipo de hombre que le gustaba.


Pero se las arreglaría; esa misma noche se había echado atrás, ¿no? A partir de ese momento tendría cuidado de que no volvieran a estar tan cerca el uno del otro.


Frunció el ceño, esperando que el incidente no estropeara la compenetración que había entre ellos. Aunque estaba segura de que no pasaría nada: él tenía mucha más experiencia que ella y no estaría tan afectado. Y si se lo pensaba bien, probablemente atribuiría el beso al exceso de vino o lo vería como la guinda de una noche de diversión. En ese momento decidió que no había sido más que eso y que se olvidaría de ello.


Pero había algo más… Él había querido besarla y no sólo eso sino que la había invitado a bailar, aunque quizá aquello no fuera importante; el hecho de estropearle el plan con Sam le había hecho sentirse culpable.


¿Sería posible? Cruzó la pieza y se inspeccionó frente al espejo. Meneó la cabeza y suspiró: ni rastro de la sensualidad que Reba poseía.


Pero… no estaba tan mal. El dorado de las transparencias acentuaba su moderno y elegante corte de pelo, la falda corta le realzaba las piernas, su mejor atributo según le había dicho Loraine, y aquel nuevo maquillaje le acentuaba los ojos.


La verdad era que no estaba tan mal; en realidad estaba bastante bien. Pero, ¿por qué no se había dado cuenta antes?


Y pensándolo mejor, había otros hombres que se le habían insinuado, pero había estado tan atareada con el trabajo que ni siquiera les había prestado atención.


¡Y de pronto dos citas en un sólo día! Además, Sam Elliot, un experto en mujeres, le había dicho que estaba muy bella y Pedro le había dicho que era refrescante de aquella forma tan…


Si aquellos dos hombres, daba igual que fueran del tipo ejecutivo dinámico, se habían interesado por ella, quizá hubiera otros que también la admirarían.


De nuevo volvió a mirarse, y se dio cuenta de que había ocurrido un milagro y que la dura preparación había llegado a su fin. Estaba lista para comenzar a buscar al hombre adecuado. 


Entonces le invadió la curiosidad. ¿Cómo sería ese hombre?


A lo mejor no sabía aún cómo sería pero había hecho planes, y lo que tenía muy claro era cómo no sería. No sería pobre y quizá tampoco muy rico… pero lo suficiente. Y tampoco sería médico, abogado o cualquier profesión que lo mantuviera alejado del hogar. Sería un hombre al que le gustase reír, jugar, los niños, y sobre todo que la amase, la besase, la…


¡Eh, no iba a ponerse a pensar en eso todavía!


Y lo que le faltaba en belleza lo compensaría con amor, lealtad, alegría y tiernos cuidados.


«Te haré inmensamente feliz», prometió a aquel hombre maravilloso que la esperaba en algún momento y lugar del futuro.


La emoción la embargó pues sabía que aquel hombre estaba ahí fuera, esperándola, y ella lo encontraría. Estaba a punto de satisfacer todos sus planes, sus esperanzas y sus sueños.


Aquello merecía ser celebrado, pensaba mientras se dirigía al minibar a buscar vino.


Se colocó de nuevo frente al espejo y con un vaso de vino francés en la mano izquierda levantó la copa.


—Venga, estés donde estés, sal. ¡Allá voy!



lunes, 7 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 11




Entrecerró los ojos, dudosa, pero no dijo nada y fue a su habitación. En la ducha aún le asaltaron las dudas. Hubiera preferido mil veces ir con Sam; se lo había pasado estupendamente con él en el barrio chino y al sugerir lo de la discoteca se había puesto muy contenta, recordando los guateques que los chicos de los Wells habían organizado durante su adolescencia. Los chicos se hicieron mayores y se casaron mientras ella estaba en la escuela de secretariado y viviendo con su tía. Cuando empezó a trabajar, bueno, la verdad era que nunca había quedado con demasiados chicos. Parecía que los días en los que se divertía bailando habían llegado a su fin y aquella noche, cuando Sam la invitó a hacerlo, había sido como una puerta abierta a la diversión.


¿A bailar? Dudó que supiera siquiera a qué sitios ir. Sí, viajaba de acá para allá igual que Sam, pero Sam no se llevaba la oficina entera con él y Pedro sí. A su vez, en la ducha, Pedro pensaba en lo que había hecho. 


¿En qué estaba pensando? Había planeado pasar una noche tranquila en su habitación, repasando sus notas y bosquejando el mejor paquete de ofertas de seguros que pudiera ocurrírsele. Claro, después de discutir sus opiniones con Paula mientras cenaban tranquilamente; ella tenía una mente rápida y una forma de localizar los fallos que…


Eso era; no había querido que Sam se llevara a su preciada asistente cuando ella estaba allí para discutir las ideas con él. No le había gustado la expresión expectante en el rostro de Sam, o el brillo en los ojos de Paula cuando le contaba la visita al barrio chino. Y cuando se enteró de que planeaban pasar toda la noche por ahí bailando… ¡le había fastidiado de verdad!


Pero, ¿dónde demonios podía ir uno a bailar en aquella ciudad? Descolgó el recibidor del teléfono.


Pues se había equivocado al creer que no sabría dónde llevarla, pensaba Paula ya sentada en el elegante y pequeño club. Las luces tenues, los trajes de lino blanco… Los pies se le iban, marcando el rítmico compás del jazz.


—Ay, me encanta —suspiró, encantada de haberse puesto aquel vestido de fiesta minifalda y de talle bajo que parecía sacado de un ropero de los años veinte.


—Sorprendida, ¿eh?


—No, claro que no, sólo es que no pensé que…


—¿Que estuviera tan enterado como Sam Elliot?


—Oh, no, lo que pasa es que vuestros gustos son diferentes —no quedaría bien decir que Sam era el típico galán y que él era demasiado serio por lo que añadió—: simplemente… diferentes. ¿Me comprendes?


—Ya, bueno, te aseguro que sé manejar los palillos como cualquiera y, —se levantó y le tendió una mano—. ¿Quieres que probemos mis técnicas de baile?


Aquel brillo tentador en la mirada y la risa en su tono de voz fueron lo que predominó esa noche. 


Y fue la mejor velada de su vida. No hablaron de trabajo, sino de cualquier cosa que se les ocurría, por tonta que pudiera parecer. Bailaron juntos, los dos solos. Si hubiera sido con otro que no fuera Pedro Alfonso, o de no haber sido una chica tan práctica, podría haber calificado aquella velada de romántica.


Y, además, lo fue; se divirtió de lo lindo. Le encantaba bailar con él y sentir sus brazos rodeándola con suavidad de aquella manera tan despreocupada pero al mismo tiempo tan protectora.


La observó durante toda la noche y disfrutó del la buena disposición y la alegría de Paula. 


Aquella noche era diferente, pensaba él, con aquel vestido de lame tableado, dando vueltas alegremente, sin pensar en nada más que en divertirse. ¿Y por qué no le iba a gustar bailar con ella? Si uno planeaba pasarse toda una noche en una pista de baile, lo mejor era relajarse y divertirse a tope.


—¡Ha sido una noche estupenda! —le dijo Paula cuando él la acompañó hasta la habitación—. Gracias, señor Alfonso, quiero decir… Pedro.


—De nada —dijo, apoyándose en el marco de la puerta y haciendo como si le faltara el aire—. Aunque ya estoy viejo y todo este baile me ha dejado baldado.


—¡Anda, ya! Seguro que gastas más energía cuando vas al campo de golf. Lo más probable es que te sientas mal por todo el vino que has tomado; pasa y deja que te reviva con una soda fresca.


La siguió adentro sonriendo. Con cualquier otra mujer, aquella invitación habría significado algo más que un refresco de soda, pero con su candida Paula no quería decir más de lo que había dicho.


¿Y por qué pensaba en ella como su Paula?


—Aquí tiene su refresco, señor —le dijo pasándole un vaso.


—¿Tú no quieres?


—Oh, a mí no me hace falta ningún reconstituyente —caminó por la habitación y empezó a canturrear una melodía con una voz como la de un ruiseñor—. Podría haberme pasado toda la noche bailando… bailando sin parar.


—Te creo —dijo, sonriendo mientras la observaba—. Paula, eres totalmente...refrescante; da gusto estar contigo.


Se volvió y le sonrió abiertamente.


—Pues muchas gracias… Es el segundo piropo del día —dijo arrugando la nariz.


No había sido su intención besarla, pero aquella expresión tan fresca, su sonrisa y aquellos labios entreabiertos lo invitaron, atrayéndolo un imán. La unión fue como un sorbo de buen coñac, fuerte y reconfortante, recorriéndolo de arriba abajo y fundiéndolos en una sola persona.


Él supo que ella también había sentido lo mismo, pues sus labios se enredaron con los de él y se apretó más contra su cuerpo, rodeándolo con sus brazos.


—Paula —susurró, intentando descifrar la naturaleza de aquella sensación tan distinta… llena de lujuria, fuerza y pasión combinadas a su vez con un deseo tierno y apasionado—. Oh, Paula, yo…


Ella se apartó, rompiendo el hechizo.


—Gracias por una noche estupenda. Creo que es mejor que nos despidamos ahora —dijo de modo tajante—. Nos veremos por la mañana —añadió, cerrando la puerta.


Se quedó ahí unos segundos, contemplando la puerta cerrada, y luego fue a su habitación lentamente, intentando poner orden entre toda aquella confusión. Jamás se había sentido igual y jamás lo habían rechazado tan terminantemente.


En su habitación, Paula se apoyó contra la puerta, intentando a su vez analizar sus sentimientos. Había experimentado un fuerte deseo, pero con un hombre que no podría ser su esposo.


Se trataba del sexo, eso era. Tenía varios manuales sobre la materia pero aún no se había ocupado de consultarlos. Estaba esperando hasta encontrar al hombre perfecto.


Pero había algo que tenía muy claro: el sexo podía involucrarla en una relación con el hombre equivocado.



CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 10




Sam la acompañó a la sesión que trataba de responsabilidades gubernamentales en los desastres nacionales y tomó asiento a su lado. Pedro, sentado al otro lado de ella, saludó a Sam efusivamente, se interesó por su trabajo y lo felicitó por su evidente progreso. Tras todo eso se volvió a ella.


—¿Dónde te has metido? He estado comiendo con el Comisario de Seguridad Nacional y quería que te hubieras unido a nosotros.


—Lo siento —le contestó—, no lo sabía. He estado haciendo un poco de turismo en el barrio chino.


—¿Tú sola?


—No, Sam se vino conmigo y me llevó a comer a un restaurante. ¿Sabías que es un experto manejando los palillos? Ah, además, he comprado unos juguetes monísimos para Bety y Teo.


—Oh, ya veo, qué bien… —contestó, aunque no puso muy buena cara.


Cuando la reunión terminó, Sam se inclinó hacia ella.


—Oye, Paula, hay una discoteca estupenda cerca del muelle que tiene un gran conjunto de jazz. ¿Te apetece ir a bailar?


—¡Oh, me encantaría! —contestó levantándose—. Dame una hora para que me arregle.


—Muy bien, veamos, son las cinco y media. Te veré en el vestíbulo a las…


—Lo siento, Sam —interrumpió Pedro—, pero Paula va a estar bastante liada esta noche. Tenemos algunos datos que repasar antes de la sesión de mañana. Espero que no te importe.


—Oh, claro, es decir, no hay problema. No quisiera interferir en los negocios —dijo Sam, aunque su mirada parecía decir algo totalmente diferente. ¿Qué le habría inducido a mirarlo así?, pensaba Paula.


Estaba avergonzada, confundida y bastante decepcionada.


Se mantuvo en silencio hasta que Sam desapareció entre la muchedumbre; luego se volvió hacia Pedro y le preguntó:
—¿Qué datos son esos?


Parecía de repente avergonzado.


—Bueno, pensé que deberíamos… es decir, que necesitamos…


—¡Pedro! No te había visto desde la conferencia de París. ¿Qué tal van las cosas? —un hombre fornido se adelantó para darle la mano.


—Lincoln, me alegro de verte. ¿Conoces a mi auxiliar? —dijo Pedro, haciendo un gesto apropiado en dirección a Paula.


Otras personas parecían estar deseando hablar con él. Una rubia bastante atractiva le sugirió que se uniera a su grupo tras la cena, pero él se excusó diciendo que tenía trabajo. Se mostró cordial con todo el mundo, discutiendo con interés los diversos aspectos de la sesión y escuchando las opiniones de sus colegas. Ni una vez se olvidó de presentar a Paula o de incluirla en la conversación, como si temiera que se escapara.


Pero no tenía por qué preocuparse, pues no se iba a mover de allí hasta que le diera una explicación. ¿Qué datos serían aquellos? 


Cuando los demás se hubieron dispersado y se dirigían a los ascensores volvió a preguntarle. 


—¿A qué diantres te referías antes? ¿Qué es lo que tenemos que repasar esta noche?


Carraspeó y habló con decisión.


—La sesión de mañana es muy importante; las responsabilidades del gobierno frente a las demandas de los seguros en caso de producirse desastres naturales. Pensé que sería mejor preparar las preguntas que vayamos a formular.


Lo miró desconcertada.


—Ya preparamos todo eso en el avión, ¿no?


—Lo sé, pero debemos estar alertas —vaciló, colocándose derecha la corbata—. Y por si acaso te ibas a pasar toda la noche tonteando por ahí…


—¡No es mi costumbre pasarme de la raya! —de pronto se dio cuenta de que había gente esperando el ascensor y bajó la voz—. Además, no estoy tan débil para que una noche bailando me deje tan exhausta y…


Dejó de hablar al entrar en el ascensor y ambos permanecieron en silencio, pero cuando se bajaron en el piso donde estaban ambas habitaciones continuó.


—La verdad, Pedro, creo que soy capaz de pasar un par de horas divirtiéndome por la noche y estar fresca a la mañana siguiente. No soy tonta ni tampoco estoy tan obsesionada con el trabajo que no pueda… —se le quebró la voz e hizo un gran esfuerzo por controlarse; al fin y al cabo estaba allí por motivos de trabajo—. ¡No importa! ¿Vamos a trabajar después o antes de la cena?


Él la observaba detenidamente.


—Esto… bueno, quizá no tenga tanta importancia; podemos dejarlo.


—¿Dejarlo? ¿Ahora que… ?


—¿Ahora que te he estropeado la noche?


—Sólo es que Sam iba a llevarme a bailar y yo…


—Tenías muchas ganas de ir, ¿verdad?


—Pues… bueno, sí. Me encanta bailar y hace mucho que no… Ay, da lo mismo; en serio.


—Muy bien, maldita sea, si quieres ir a bailar, iremos a bailar.


Lo miró de hito en hito, perpleja.


—Bueno, no te quedes ahí —le señaló la puerta de su habitación con la cabeza—. Vístete; Sam Elliot no es el único que sabe bailar, ¿sabes?