lunes, 7 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 11




Entrecerró los ojos, dudosa, pero no dijo nada y fue a su habitación. En la ducha aún le asaltaron las dudas. Hubiera preferido mil veces ir con Sam; se lo había pasado estupendamente con él en el barrio chino y al sugerir lo de la discoteca se había puesto muy contenta, recordando los guateques que los chicos de los Wells habían organizado durante su adolescencia. Los chicos se hicieron mayores y se casaron mientras ella estaba en la escuela de secretariado y viviendo con su tía. Cuando empezó a trabajar, bueno, la verdad era que nunca había quedado con demasiados chicos. Parecía que los días en los que se divertía bailando habían llegado a su fin y aquella noche, cuando Sam la invitó a hacerlo, había sido como una puerta abierta a la diversión.


¿A bailar? Dudó que supiera siquiera a qué sitios ir. Sí, viajaba de acá para allá igual que Sam, pero Sam no se llevaba la oficina entera con él y Pedro sí. A su vez, en la ducha, Pedro pensaba en lo que había hecho. 


¿En qué estaba pensando? Había planeado pasar una noche tranquila en su habitación, repasando sus notas y bosquejando el mejor paquete de ofertas de seguros que pudiera ocurrírsele. Claro, después de discutir sus opiniones con Paula mientras cenaban tranquilamente; ella tenía una mente rápida y una forma de localizar los fallos que…


Eso era; no había querido que Sam se llevara a su preciada asistente cuando ella estaba allí para discutir las ideas con él. No le había gustado la expresión expectante en el rostro de Sam, o el brillo en los ojos de Paula cuando le contaba la visita al barrio chino. Y cuando se enteró de que planeaban pasar toda la noche por ahí bailando… ¡le había fastidiado de verdad!


Pero, ¿dónde demonios podía ir uno a bailar en aquella ciudad? Descolgó el recibidor del teléfono.


Pues se había equivocado al creer que no sabría dónde llevarla, pensaba Paula ya sentada en el elegante y pequeño club. Las luces tenues, los trajes de lino blanco… Los pies se le iban, marcando el rítmico compás del jazz.


—Ay, me encanta —suspiró, encantada de haberse puesto aquel vestido de fiesta minifalda y de talle bajo que parecía sacado de un ropero de los años veinte.


—Sorprendida, ¿eh?


—No, claro que no, sólo es que no pensé que…


—¿Que estuviera tan enterado como Sam Elliot?


—Oh, no, lo que pasa es que vuestros gustos son diferentes —no quedaría bien decir que Sam era el típico galán y que él era demasiado serio por lo que añadió—: simplemente… diferentes. ¿Me comprendes?


—Ya, bueno, te aseguro que sé manejar los palillos como cualquiera y, —se levantó y le tendió una mano—. ¿Quieres que probemos mis técnicas de baile?


Aquel brillo tentador en la mirada y la risa en su tono de voz fueron lo que predominó esa noche. 


Y fue la mejor velada de su vida. No hablaron de trabajo, sino de cualquier cosa que se les ocurría, por tonta que pudiera parecer. Bailaron juntos, los dos solos. Si hubiera sido con otro que no fuera Pedro Alfonso, o de no haber sido una chica tan práctica, podría haber calificado aquella velada de romántica.


Y, además, lo fue; se divirtió de lo lindo. Le encantaba bailar con él y sentir sus brazos rodeándola con suavidad de aquella manera tan despreocupada pero al mismo tiempo tan protectora.


La observó durante toda la noche y disfrutó del la buena disposición y la alegría de Paula. 


Aquella noche era diferente, pensaba él, con aquel vestido de lame tableado, dando vueltas alegremente, sin pensar en nada más que en divertirse. ¿Y por qué no le iba a gustar bailar con ella? Si uno planeaba pasarse toda una noche en una pista de baile, lo mejor era relajarse y divertirse a tope.


—¡Ha sido una noche estupenda! —le dijo Paula cuando él la acompañó hasta la habitación—. Gracias, señor Alfonso, quiero decir… Pedro.


—De nada —dijo, apoyándose en el marco de la puerta y haciendo como si le faltara el aire—. Aunque ya estoy viejo y todo este baile me ha dejado baldado.


—¡Anda, ya! Seguro que gastas más energía cuando vas al campo de golf. Lo más probable es que te sientas mal por todo el vino que has tomado; pasa y deja que te reviva con una soda fresca.


La siguió adentro sonriendo. Con cualquier otra mujer, aquella invitación habría significado algo más que un refresco de soda, pero con su candida Paula no quería decir más de lo que había dicho.


¿Y por qué pensaba en ella como su Paula?


—Aquí tiene su refresco, señor —le dijo pasándole un vaso.


—¿Tú no quieres?


—Oh, a mí no me hace falta ningún reconstituyente —caminó por la habitación y empezó a canturrear una melodía con una voz como la de un ruiseñor—. Podría haberme pasado toda la noche bailando… bailando sin parar.


—Te creo —dijo, sonriendo mientras la observaba—. Paula, eres totalmente...refrescante; da gusto estar contigo.


Se volvió y le sonrió abiertamente.


—Pues muchas gracias… Es el segundo piropo del día —dijo arrugando la nariz.


No había sido su intención besarla, pero aquella expresión tan fresca, su sonrisa y aquellos labios entreabiertos lo invitaron, atrayéndolo un imán. La unión fue como un sorbo de buen coñac, fuerte y reconfortante, recorriéndolo de arriba abajo y fundiéndolos en una sola persona.


Él supo que ella también había sentido lo mismo, pues sus labios se enredaron con los de él y se apretó más contra su cuerpo, rodeándolo con sus brazos.


—Paula —susurró, intentando descifrar la naturaleza de aquella sensación tan distinta… llena de lujuria, fuerza y pasión combinadas a su vez con un deseo tierno y apasionado—. Oh, Paula, yo…


Ella se apartó, rompiendo el hechizo.


—Gracias por una noche estupenda. Creo que es mejor que nos despidamos ahora —dijo de modo tajante—. Nos veremos por la mañana —añadió, cerrando la puerta.


Se quedó ahí unos segundos, contemplando la puerta cerrada, y luego fue a su habitación lentamente, intentando poner orden entre toda aquella confusión. Jamás se había sentido igual y jamás lo habían rechazado tan terminantemente.


En su habitación, Paula se apoyó contra la puerta, intentando a su vez analizar sus sentimientos. Había experimentado un fuerte deseo, pero con un hombre que no podría ser su esposo.


Se trataba del sexo, eso era. Tenía varios manuales sobre la materia pero aún no se había ocupado de consultarlos. Estaba esperando hasta encontrar al hombre perfecto.


Pero había algo que tenía muy claro: el sexo podía involucrarla en una relación con el hombre equivocado.



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