lunes, 7 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 9




Según iban pasando las semanas, Pedro Alfonso decidió que Sam Elliot le había hecho un favor al dejar el puesto, pues Paula era mucho mejor que él. Se anticipaba a sus necesidades y los materiales aparecían como por arte de magia sobre su mesa incluso antes de que se los pidiera. Sabía comportarse en cada momento de acuerdo con las circunstancias. Pedro empezó a congratularse de su buena suerte y a delegar en Paula como si de su mano derecha se tratara.


Una mañana, buscando en el último cajón de su escritorio, le distrajo la visión de un par de piernas y unos zapatos negros de salón que acentuaban unos esbeltos tobillos y unas largas y estilizadas piernas.


—¡Buenos días, jefe!


Levantó la cabeza con un movimiento brusco. 


Eran las piernas de Paula, y lo cierto es que no se había enterado de que las tuviera tan bonitas y bien torneadas.


—Su café, señor; mejor que se lo beba antes de que se le enfríe. ¿Qué está buscando?


—El informe Sutter —aunque en ese momento la estuviera mirando a ella; parecía más alta y más delgada, y ya no llevaba mocasines.


—Oh, me imaginaba que lo querría; ahora mismo se lo traigo.


Le echó un buen vistazo cuando se volvió a un archivador a buscar el archivo; estaba muy elegante con aquel traje de chaqueta negro y aquel pañuelo al cuello. Al inclinarse a buscar el archivo, la falda se abrió ligeramente, ofreciéndole una vista mejor de sus piernas enfundadas en medias negras. ¡Dios mío, qué piernas! ¿Cómo no se había dado cuenta hasta entonces?


En cuanto la vio se dio cuenta del corte de pelo.


—Me gusta —le dijo unos días más tarde cuando entró a su despacho.


Aquel corte le enmarcaba perfectamente su menuda cara y hacía que los ojos color avellana parecieran mayores. Además, se dio cuenta de que ya no lo tenía castaño sino de un color más luminoso, veteado de algunas mechas doradas.


—¿Te lo has teñido? —le preguntó vacilante.


Paula sonrió.


—Se llaman transparencias, y son el toque final… el remate del envoltorio.


—¿Del envoltorio?


—Cuanto más bonito sea el envoltorio, más atrayente será el cebo —bromeó, guiñándole un ojo; luego se tocó los cabellos y abriendo mucho los ojos le preguntó—. ¿Cree que… me favorece?


—Claro, te queda muy bien.


«Demasiado bien», pensó, rechazando de repente la idea del cebo.


¡Maldita sea! ¿Es que aún continuaba a la caza de un marido?


 —Muy bien, déjame echarle un vistazo al programa de la conferencia de San Francisco —dijo bruscamente.


—Aquí lo tienes —dijo, volviendo a adoptar aquel aire de eficiencia.


Le tendió los papeles y se sentó junto a su mesa.


Pedro intentó concentrarse en lo que tenía entre manos, pero no parecía poder quitarle los ojos a Paula. ¡Dios mío, era una chica bastante guapa! Le extrañaba no haberse enterado antes.


Paula se dio cuenta y se deleitó su mirada de admiración. ¡Loraine tenía razón!


—Estas mechas van a causar furor, chica —le había dicho Loraine—. Espera a salir a la calle y ya verás como no pasa un hombre que no se pare a mirarte.


Al preguntarle antes si le había gustado, él había contestado que sí, pero en ese momento Pedro estaba tan hipnotizado por su pelo que no podía quitarle ojo para centrarse en algo tan importante como el programa de la conferencia.


Le gustaba su nuevo aspecto y Paula estaba feliz, regodeándose por el hecho de haberlo complacido.


¡No! ¡No era por él! Era, bueno… que todo aquel dineral había valido la pena. Todos aquellos extenuantes ejercicios, la dieta, el maquillaje… 


Si su nuevo aspecto dejaba boquiabierto al serio de Pedro Alfonso, tendría el mismo efecto sobre otros hombres.


—Esto es muy grave —dijo él de repente—. El terremoto, la compañía aseguradora y la responsabilidad gubernamental.


¿Por qué tenía esa expresión de confusión dibujada en su rostro? ¿O era más bien de irritación? Se trataba de ambas. Estaba confuso e hipnotizado después de fijarse bien en Paula, e irritado porque no era capaz de dejar de mirarla.


Pero le costó un tiempo hasta que empezó a hacerse a aquella nueva imagen. Después, cuando lo acompañó a varias reuniones y conferencias, se dio cuenta de que otros hombres también notaban su presencia. Advirtió que estaba demasiado pendiente y, por alguna e inexplicable razón, le irritaba que la miraran de aquella manera. Pero Paula continuaba tan extrovertida como era habitual en ella, moviéndose entre todos aquellos ejecutivos como pez en el agua, sin ningún ánimo de coquetear ni de darse por aludida ante cualquier insinuación que no fuera estrictamente profesional.


Aquello le hizo sentirse aliviado y se tranquilizó, sintiéndose orgulloso de ella. Le gustaba tener como auxiliar a aquella atractiva y competente joven y disfrutaba de las miradas de envidia de sus colegas de conferencia.


Hasta San Francisco.


Paula se alegró cuando le pidió que lo acompañara a la conferencia. Nunca había estado en California y la reunión se celebraría en una de las ciudades más fascinantes. Esperó tener tiempo para visitar el barrio chino y algún que otro lugar de interés.


Al principio, pensó que no tendría tiempo de hacer turismo. Fue una conferencia muy interesante y con un alto nivel de participación. 


Varias compañías de seguros habían enviado a empleados clave, todos ávidos de empaparse del significado de las nuevas normativas para poder formular los paquetes de seguros más avanzados. El segundo día se topó con Sam Elliot.


—¡Paula! —exclamó—. No me creo que seas tú.


—Pues soy yo —dijo, echándose a reír—. No esperarías que me quedara de recadera toda la vida, ¿no?


—No, pero… —vaciló, mirándola sorprendido—; sólo es que no esperaba…


—No esperabas que tomara el puesto que tú dejaste, ¿verdad? —lo pinchó—. No pensaste que pudiera tomar el puesto de Auxiliar Jefe del exigente Pedro Alfonso, ¿eh?


—Oh, sé que puedes hacerlo; nadie sabe mejor que yo la cantidad de veces que me salvaste el pellejo.


—Entonces, no pongas esa cara de sorprendido, sinvergüenza. Me miras como si fuera una aparición.


—Ay, no, nena… Paula, ¿qué has hecho para estar tan guapa? —dio un paso atrás para mirarla mejor.


Paula enrojeció de los pies a la cabeza. Nadie le había llamado nunca guapa, y oírselo decir a Sam Elliot, que sabía que tenía mucha experiencia, le hacía sentirse, bueno… que no cabía en sí de alegría.


—¡Adulador! ¡Eso se lo dirás a todas!


—Tú me conoces bien, querida. No sabes cuánto me alegro de verte; déjame que te invite a comer por los viejos tiempos.


—Gracias Sam, pero… es que me quedan sólo dos horas antes de la siguiente reunión y me gustaría aprovecharlas. Quería ver el barrio chino; me han dicho que no está muy lejos… ¿Es por ahí?


—Eso es. Pero no me atrevería a dejarte marchar sin compañía —le echó el brazo—. Veremos los sitios más interesantes e iremos también a comer… en Fong Lue; te gustará.


Nunca había visto nada igual a aquella multitud de pequeños comercios y puestos callejeros. Allí se vendía de todo: hierbas, verduras y otros alimentos; había también tiendas de curiosidades donde se paró a comprar algunos recuerdos.


Había miles de personas allí, vestidos a la manera occidental, pero la mayoría hablando en chino. Se sintió fascinada por el tono de aquella lengua desconocida que sonaba como una canción.


Comieron en Fong Lúe, donde Sam demostró el dominio de los palillos e intentó enseñarle.


—No importa —dijo Paula al tiempo que los granos de arroz se le resistían—; pídeme un tenedor.


Mientras él mismo le daba de comer con sus palillos le fue contando lo que hacía en esos momentos.


—Me las tengo que valer por mí mismo en esta nueva empresa, puesto que ya no tengo tu apoyo. Dime, ¿te gustaría trabajar con nosotros? Podría conseguirte…


—¡Déjalo! —le dijo riendo—. Ya tengo bastante con lo que hago.


Sabía que si continuaba así con tanto viaje, se iba a acostumbrar mal y no deseaba verse atrapada en el mundo de los negocios de manera que perdiera el norte y dejara a un lado su objetivo… el matrimonio.


Disfrutó mucho de la salida con Sam y volvió más relajada, lista para concentrarse en la reunión.




domingo, 6 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 8




Ya había limpiado la mesa y arreglaba todo con rapidez. Pedro colocó los papeles sobre la mesa, pero continuó mirándola; le gustaba observarla, aunque estuviera sin arreglar como en ese momento.


Se preguntó cómo aquella apariencia, vestida con ropa de estar en casa y sin maquillar, le hacía parecer tan pura y vulnerable, y sí… tan apetecible, pensaba con sorpresa.


—No me llevará mucho tiempo —le prometió y empezó a sacar cosas del frigorífico después de limpiar la encimera—. Lee las notas que he hecho y dime lo que no entiendas.


No miró las notas, pues no podía dejar de mirarla mientras preparaba la comida tan rápida e eficientemente como disponía de los asuntos en la oficina.


Y los resultados fueron excelentes, pensaba mientras le colocó delante la sabrosa comida. 


No sabía con qué estaba hecha aquella sopa, pero se notaba que era casera y que las verduras estaban frescas. Le siguió una ensalada de pollo con lechuga, tomates y mayonesa.


Sentada delante de él se puso inmediatamente a charlar de trabajo mientras comían.


Rápidamente fue descifrando las notas que había escritas y, cuando hubo terminado, él ya se había familiarizado con los aspectos más importantes del proyecto ugandés, tanto políticos como económicos.


—Señorita, es usted especial —dijo—. Pensé que mañana tendría que pasarme todo el día buscando los datos que con tanto esmero has entresacado por mí.


—Hago lo que puedo, señor —le dijo mientras ponía una taza de humeante café delante de él.


Al sonreír, Pedro notó por primera vez que le salía un hoyuelo en una de las mejillas. Tomó el café a sorbitos, lentamente, sin ninguna gana de marcharse de allí, aunque no sabía bien por qué. Acababa de volver de un viaje agotador por varios países y estaba irritado por tener que repasar el asunto africano. Pero de alguna manera, en la confusión de un desordenado y pequeño apartamento con dos traviesos niños y una despeinada ayudante, todo parecía haberse arreglado. No se sentía ya cansado, sino más bien muy relajado al calor e intimidad de aquella cocina, con la lluvia golpeando los cristales y Paula sonriéndole desde el otro lado de la mesa. 


Le gustaba su radiante y alegre sonrisa, que reflejaba la camaradería que se había establecido entre ellos.


—¡A tu salud! —dijo Pedro, levantando la taza de café—. Antes de pedirlo, tú me lo has hecho. No puedo pensar en otro auxiliar más capaz, competente y lista que tú.


—Lo intento, señor, lo intento —bajó un poco la cabeza en señal de modestia, sin dejar de sonreír.


Oh, aquella sonrisa le dejaba medio inconsciente; tan radiante, franca, abierta, sin malicia.


Impulsivamente se levantó y acercándose a ella se inclinó y le rozó aquellos tentadores labios. 


Fue un sencillo gesto de agradecimiento, pero no estaba preparado para el repentino calor, el latigazo eléctrico que le hizo retirarse con rapidez.


Ella lo miró con los ojos abiertos como platos, y entonces él supo que ella estaba tan conmovida como él, o quizá tan sorprendida…


Paula pareció recuperarse antes.


—¡Cuidado, jefe! —dijo intentando sonreír, pero al mismo tiempo con un trasfondo de timidez—. ¡Podría demandarle por eso!


—Lo sé —dijo muy serio. ¿Qué demonios le había pasado? Nunca había tocado o siquiera coqueteado con ninguna empleada. No se le había jamás pasado por la cabeza mezclar los negocios y… ¿Cómo podría llamar aquello?
—Mira, Paula, lo siento; yo no pretendía nada malo, sólo es que…


—Oh, por Dios, no te disculpes —dijo, riéndose ya con ganas—. Me imagino que estamos los dos muy satisfechos por haber solucionado todo este asunto. En algunos de estos países la situación política es a veces muy complicada y… bueno, cuesta trabajo entenderlo bien.


—Claro —de momento le estaba costando trabajo adivinar lo que le estaba pasando.


—¡Pero lo hemos conseguido!


—Fuiste tú —dijo él—. Y te estoy muy agradecido. La presentación que haga ante el consejo será pan comido gracias a ti.


—Se hace lo que se puede por ayudar, señor —dijo, con tono de nuevo socarrón.


—Te debo también una buena comida —contestó, aliviado por estar de vuelta en un terreno conocido y sólido.




CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 7





—Pensé que no volverías hasta el lunes —le dijo en tono casi acusatorio, mientras se retiraba para dejarle pasar.


—Dije que estaría en la oficina el lunes.


La situación le pareció divertida: su asistente no tenía pinta de ser tan eficiente, con aquella cosa pegajosa en la nariz e intentando agarrar a un bebé que no dejaba de revolverse.


—Parece que te pillo con las manos… llenas.


—Y parece que a ti te hace mucha gracia —dijo sonriendo, pero con retintín.


—Supongo que es al verte así, en otro papel —la verdad es que siempre que la veía, hiciera lo que hiciera, se le levantaba el ánimo.


—¡No, Bety!


Demasiado tarde. Una manita pegajosa le tiraba de la gabardina.


—¡Hola!


—¡Hola! ¿Qué tal, muñeca? —se inclinó hasta la altura de la niña, que tenía la cara llena de manteca y gelatina—. ¿Cómo te llamas?


—Bety. ¿Tienes un caramelo?


—No, no tiene caramelos y no es de buena educación pedirlos. Has saludado como una niña buena, Bety; ¿por qué no vas a la cocina y acabas de comer mientras el señor Alfonso y yo… ? —lo miró de manera inquisitiva.


—Oh —se levantó—, sí, la información sobre Uganda, no he sido capaz de encontrarla y tampoco he conseguido hablar contigo por teléfono.


Se volvió a mirar al teléfono que estaba tirado en el suelo, desconectado.


—Oh, lo siento mucho; uno de los niños debe de haber estado jugando con él.


—No pasa nada, dime sólo donde está el material y te dejaré en paz.


—Está aquí. Sé que tu informe al consejo está en el orden del día de la reunión del martes y estaba intentando sacar los puntos más relevantes para facilitártelo, pero…


—Por favor, no te disculpes; es maravilloso. No he tenido la oportunidad de decírtelo, pero me encanta cómo llevas el trabajo. No me resulta fácil controlar todo cuando estoy por ahí de viaje, pero tú me has ayudado mucho, resumiendo los mensajes y dejando de lado los datos superfluos —inclinó la cabeza—. Me alegro de tenerla a bordo, señorita.


—Gracias —contestó, aunque vacilante—. Me temo que no lo he podido terminar aún, y… —le interrumpió un berrido del niño.


—Tiene hambre —dijo Bety, que no se había movido de allí.


—Dale de comer —le dijo Pedro—. Yo iré por ello. ¿Dónde está?


—Pero es que…


El niño estaba gritando como un salvaje. 


—Dale de comer, ya lo busco yo…


Cruzó la habitación y al abrir la puerta encontró los papeles encima de la cama. Recorrió con la mirada el dormitorio, aspirando aquel suave pero tentador y fresco aroma que había empezado a asociar con Paula. Tenía algo de ropa interior sobre una silla, unas zapatillas en el suelo, polvos sobre el tocador… y los documentos sobre el proyecto internacional más importante que Safetek iba a llevar a cabo aquel año, desperdigados sin cuidado, desordenadamente, sobre la cama revuelta…


—Lo siento —la oyó decir, al tiempo que se volvía para ver que ella y Bety lo habían seguido—. Yo… aún no he terminado.


—Ya lo veo —dijo torciendo la boca—. Supongo que es aquí donde extraes los datos más pertinentes que luego me envías por fax.


—¡Bueno, era el único sitio lo suficientemente espacioso donde podía extenderlo! —bajó la voz para calmar los gritos del niño—. Lo sé, lo sé, cariño, ya voy a darte la comida —dijo tranquilizándolo.


Pedro empezó a recoger los papeles.


—Vale, entonces…


—¡No los toques! —dijo, subiendo el tono de nuevo—. ¡Los tengo ordenados y te los daré en cuanto le dé de comer!


Tenía razón; no lo haría bien. Se quitó la gabardina y la tiró encima de la silla, junto a la ropa interior.


—Bueno, dame al mocoso —le dijo tomando al niño en sus brazos—. Y tú cállate, la comida está casi a punto. ¿Dónde está la comida?


—Te enseñaré —Bety se ofreció voluntaria y tomándole de la mano lo llevó a la cocina.


Paula los siguió.


—No sabes darle de comer —protestó.


—Claro que sí. ¿Qué tiene de difícil? —se sentó a la mesa y colocó al niño sobre una rodilla—. Se mete la cucharita en el tarro, se saca y se le mete al niño en la boca. Abre la boca, nene.


—Eso es, así se hace —dijo Bety, sonriendo.


Pero había hablado demasiado. Pedro maldijo cuando el bebé escupió, manchándole de papilla la inmaculada camisa.


—No le gustan las espinacas —dijo la niña—; tienes que mezclarlas con el puré de melocotón.


—Muy bien, señorita Bety, lo intentaremos a tu manera —Pedro sonrió mientras el bebé empezaba a tragar—. Te hemos engañado, ¿eh? Tienes una hermanita que es un genio, bebé —levantó la mirada y se encontró con la expresión dubitativa de Paula—. Bueno, a qué esperas, pensé que te ibas a hacer cargo de los negocios.


—Lo estoy haciendo —dijo, y volvió rápidamente al dormitorio.


Pero ver a Pedro Alfonso con Teo babeando sobre sus rodillas había sido una estampa algo desconcertante. De hecho, su presencia en casa en ese momento resultaba un tanto desconcertante. Si la hubiera podido telefonear… o se hubiera esperado al lunes…


Bueno, de todas formas no le llevaría mucho rato terminarlo; sólo le faltaba separar las categorías y hacer unas cuantas anotaciones. 


Pero le llevó más de lo que ella había calculado, distraída por los ruidos que le llegaban del cuarto de al lado: el incesante parloteo de Bety, la risa de Pedro


Cuando salió del dormitorio una hora después, se los encontró a los tres sentados sobre la alfombra del salón. Teo estaba tan contento golpeando unos cazos de aluminio con una cuchara y con un manojo de llaves en la otra mano, diciéndole muy orgulloso a Pedro a dónde pertenecía cada llave.


Paula no podía creer lo que estaba viendo, era una escena tan poco usual… Pedro, tranquilo y paciente, incluso parecía contento de estar allí con los dos niños.


—¿Has terminado? —preguntó, poniéndose de pie—. Déjamelo —dijo acercándose a ella, ya más impaciente.


Hojeó el material con rapidez y, cuando estaba a punto de explicarle cómo había separado los diferentes puntos, apareció Clara.


Menos mal, aunque pasó un rato hasta que recogió todo y se marcharon.


—No me habías dicho que tu jefe estaba cañón, y menos que venía por tu casa, ja, ja, ja.


Pedro, con el bebé y el paquete de pañales en la mano, acompañó a Clara hasta la furgoneta y le ayudó a abrocharle el cinturón a los niños, mientras la lluvia seguía cayendo sin parar.


Cuando volvió, con el pelo empapado, Paula se disculpó.


—Lo siento, te he hecho pasar un día muy pesado.


—Y también muy interesante —dijo sonriendo—. ¿Y esto es lo que tú deseas conseguir?


—¿El qué?—preguntó confundida.


—Lo que tu amiga… ¿cómo se llama?… Clara tiene. No parece muy divertido estar con los niños de acá para allá, cargando con todas sus cosas.


—Oh, le aseguro, señor Alfonso, que cuando yo tenga hijos no tendré que llevar todas sus cosas a casa de nadie para que cuide de ellos.


Levantó una mano.


—Perdón, es verdad, tendrás una niñera en casa permanentemente, con tu jubilado y rico banquero o lo que sea tu marido.


—Efectivamente —asintió, con un brillo en los ojos.


—Pues ya puedes elegirlo con cuidado; tampoco te conviene que lleve mucho tiempo jubilado.


—¿Cómo?


—Quizá sea demasiado mayor como para engendrar hijos.


—¡Venga, ya vale! —no pudo menos que echarse a reír de la cara que puso su jefe—. Te agradezco el consejo, pero vayamos a lo del informe. Lo he separado por categorías pero… 
—hizo una pausa mirando las hojas que tenía en la mano—. Ahora que lo pienso, a lo mejor no entiendes las anotaciones que he hecho.


—Déjame ver… No, no las entiendo.


—Me las había hecho para mí. Quería dictárselas a Doris y que ella lo tuviera mecanografiado en limpio para el lunes por la mañana. Pero no me llevará mucho tiempo explicártelas; sólo es que… —echó un vistazo a la mesa sin recoger—. Déjame que limpie todo esto y así podremos tener sitio.


—Espera, ha sido un día muy largo y yo no he comido todavía. ¿Por qué no me dejas que te invite a comer primero? Luego estaré más preparado para entender todo esto.


Miró por la ventana y luego a la ropa con la que iba vestida.


—Mira, está lloviendo todavía y para cuando me haya vestido… Se me ocurre algo mejor: ¿por qué no preparo un tentempié y podemos seguir trabajando mientras comemos?


—No estoy de humor para comer bocadillos de manteca de cacahuetes.


—Señor, tenemos de todo en el menú, tanto para niños como para jubilados delicados de salud.


—¿Me estás tomando el pelo? —dijo mientras ella entraba en la cocina.


—No sea tan sensible, señor Alfonso —le contestó—. Nadie podría confundirlo con un jubilado, es usted un adicto al trabajo.


Se quitó la gabardina empapada y la siguió a la cocina.




CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 6




Un sábado por la mañana, tres semanas después, Paula estaba en su apartamento escuchando el ruido de la lluvia golpeando contra los cristales de las ventanas. Era un día muy bueno para quedarse en casa trabajando. 


Echó una mirada de satisfacción a los papeles desperdigados sobre su cama, aunque a su vez perfectamente ordenados. Había hecho bien en llevarse todo aquel asunto de África del Este a casa; aún no le resultaba nada fácil llevar los asuntos de los empleados y otros de la empresa al mismo tiempo, pero por el momento no lo estaba haciendo tan mal. Al menos con los empleados se le estaba dando bien. Se debía simplemente a su encanto personal, a un por favor, unas gracias y un te importaría bien repartidos entre unos cuantos qué te parece tal o cual cosa. Y por supuesto, no había escatimado en halagar a las personas clave que habían vuelto triunfantes de París. Incluso Reba Morris parecía más suave con ella y se mostraba mucho más dispuesta a ayudarla, aunque a ratos un poco condescendiente.


Una de las cosas que tenía que estudiar con detenimiento era la política de la empresa. 


Aquella operación en África del Este era difícil; Safetek se había expansionado tan rápidamente en Uganda que hacía ya más de un año que se habían trazado planes para construir un edificio de más de diez plantas en Kampala, la capital. 


Los planes se habían archivado por problemas políticos, pero habían sido de nuevo reactivados y estaban de nuevo en marcha. Habían llegado documentos detallando todos los detalles del proyecto, que ella estaba en esos momentos catalogando y resaltando las partes más importantes para Pedro. No había vuelto a la oficina desde que se marchara a París, desviándose a varias sucursales en otras ciudades como Estocolmo, Berlín y Londres. 


Tenía que hacer un informe sobre el proyecto de Uganda ante el consejo el martes siguiente, y deseaba tenerlo listo para él. Se trataba sólo de uno de los varios asuntos importantes que le estaba organizando para que lo pudiera examinar con facilidad. Su procedimiento consistía en controlar siempre cualquier situación desde el principio, por lo que solía enviarle por fax datos importantes, estuviera donde estuviera. Él estaba demasiado nervioso y tenso, y no se preocupaba de otra cosa que no fueran los negocios. Y, maldita sea, ella misma también estaba empezando a parecerse a uno de aquellos ejecutivos, trabajando aquel fin de semana cuando debería estar en el salón de belleza. Pero sabía que volvería el lunes y tenía que tenerlo todo preparado.


Cuando ya llevaba bastante hecho, sonó el timbre de la puerta. Maldita sea, seguramente sería el repartidor de periódicos. Se levantó y fue a contestar.


Al abrir se encontró con Clara, algo más elegante que de costumbre a pesar de que tenía la gabardina chorreando. Llevaba en brazos a Teo, el bebé, y a la pequeña Bety de tres años de la mano.


—¡Oh Clara! —exclamo Paula en un tono que no era precisamente de bienvenida—. ¡Eh, qué sorpresa! —añadió rápidamente para subsanar lo anterior—. Pasad, por favor —aunque aquella visita no llegaba en buen momento—. Ven aquí, Teo, dale a Paula un abrazo bien fuerte.


Clara le pasó al bebé y se volvió.


—Voy por un pañal.


¿Un pañal? ¿Cuánto tiempo iban a quedarse?


—Muy bien, aquí tienes todo lo necesario, pañales, el biberón y dos tarros de comida. Suelen comer sobre esta hora. ¡Ah! Aquí te dejo también una caja de ceras para que la niña se entretenga.


Antes de que Paula pudiera abrir la boca, Clara había soltado el paquete de pañales y toda la demás parafernalia y se disponía a marcharse, diciendo que volvería más tarde.


—Gracias, Paula. Me has salvado la vida hoy; eres muy amable al ofrecerte voluntaria para cuidar de los niños.


Bety y Teo eran nietos de Mary Wells, y ya la había tenido que ayudar con ellos el sábado anterior, cuando se le ocurrió ir a visitar a Mary. George, su hijo menor, se había casado con Clara y Mary siempre hablaba de ella con un tono de crítica.


—¿Sabes lo que hizo? —le había dicho Mary—. Se fue a un curso de formación profesional, y yo le dije que ella ya tenía una carrera: el matrimonio. Cuando yo era una chiquilla todo lo que deseábamos era casarnos y no nos daba vergüenza de ello, pues no era una desgracia como lo es hoy en día. Parece que las madres ahora no pueden quedarse en casa y llevarla como es debido, y tienen que salir a estudiar o trabajar. Y mientras Clara busca, a mí me endilga los niños y yo ya soy demasiado vieja para esto.


—Mary no me traga —le había dicho Clara al volver a por los niños aquel sábado—. Ella está equivocada si piensa que no quiero a mis hijos; ¡claro que los quiero! Pero, ¿cómo te sentirías si tuvieras que pasar veinticuatro horas al día con ellos? Soy casi como una madre soltera, con George conduciendo ese enorme camión por todo el país. Y cuando está en casa, su idea de pasar el rato consiste en que los niños y yo vayamos a verlo jugar al béisbol. ¡Vaya diversión!


Sí, aquello le sonaba a George, pensaba Paula.


—¿Te das cuenta ahora de por qué me estoy volviendo medio loca?


—Sí —le dijo Paula comprensiva, mientras le ayudaba a colocar al bebé en la sillita del coche.


—Pues bien, me dije a mí misma que tenía que haber algo más que esto en la vida. Entonces, me apunté a un curso de esos de formación profesional —dijo Clara con ojos brillantes— y la organizadora me dijo que lo mío era la tecnología. Me dijeron que me adaptaría fácilmente a la tecnología de cualquier programa de ordenadores y que las grandes empresas están locas por encontrar a gente así. Por eso estoy haciendo este curso cada sábado y me resulta verdaderamente fascinante.


Paula no tuvo el valor de decirle que se fuera a paseo con su aburrido curso de ordenadores, además, se la veía tan ilusionada… Y también se lo debía a George, que siempre se había portado con ella como un buen hermano.


Y a pesar del desorden que estaban organizando, se lo estaba pasando bien con los niños. Sí, la verdad era que deseaba tener hijos, pensaba mientras sentía el dulce calor del bebé acurrucado entre sus brazos mientras lo dormía. 


Se alegraba de haber aceptado cuidar de ellos y, además, aquello también formaba parte de la preparación, ¿no?


Dos horas más tarde, Bety masticaba un bocadillo de manteca de cacahuete y ella le daba de comer a Teo; entonces sonó el timbre de la puerta y fue a contestarla con Bety detrás de ella.


—Menos mal que estás en casa —dijo Pedro—. Pensé que quizá te hubieras ido a alguna parte y habrías dejado el teléfono descolgado —miró a los niños extrañado—. ¿Son tuyos?


—Hoy sí —contestó—, aunque espero que sea sólo hasta las cuatro.


—¡Ah! —dijo, aún con expresión perpleja—. ¿Dónde has puesto los datos de Uganda? Los he buscado por todas partes.