domingo, 6 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 8




Ya había limpiado la mesa y arreglaba todo con rapidez. Pedro colocó los papeles sobre la mesa, pero continuó mirándola; le gustaba observarla, aunque estuviera sin arreglar como en ese momento.


Se preguntó cómo aquella apariencia, vestida con ropa de estar en casa y sin maquillar, le hacía parecer tan pura y vulnerable, y sí… tan apetecible, pensaba con sorpresa.


—No me llevará mucho tiempo —le prometió y empezó a sacar cosas del frigorífico después de limpiar la encimera—. Lee las notas que he hecho y dime lo que no entiendas.


No miró las notas, pues no podía dejar de mirarla mientras preparaba la comida tan rápida e eficientemente como disponía de los asuntos en la oficina.


Y los resultados fueron excelentes, pensaba mientras le colocó delante la sabrosa comida. 


No sabía con qué estaba hecha aquella sopa, pero se notaba que era casera y que las verduras estaban frescas. Le siguió una ensalada de pollo con lechuga, tomates y mayonesa.


Sentada delante de él se puso inmediatamente a charlar de trabajo mientras comían.


Rápidamente fue descifrando las notas que había escritas y, cuando hubo terminado, él ya se había familiarizado con los aspectos más importantes del proyecto ugandés, tanto políticos como económicos.


—Señorita, es usted especial —dijo—. Pensé que mañana tendría que pasarme todo el día buscando los datos que con tanto esmero has entresacado por mí.


—Hago lo que puedo, señor —le dijo mientras ponía una taza de humeante café delante de él.


Al sonreír, Pedro notó por primera vez que le salía un hoyuelo en una de las mejillas. Tomó el café a sorbitos, lentamente, sin ninguna gana de marcharse de allí, aunque no sabía bien por qué. Acababa de volver de un viaje agotador por varios países y estaba irritado por tener que repasar el asunto africano. Pero de alguna manera, en la confusión de un desordenado y pequeño apartamento con dos traviesos niños y una despeinada ayudante, todo parecía haberse arreglado. No se sentía ya cansado, sino más bien muy relajado al calor e intimidad de aquella cocina, con la lluvia golpeando los cristales y Paula sonriéndole desde el otro lado de la mesa. 


Le gustaba su radiante y alegre sonrisa, que reflejaba la camaradería que se había establecido entre ellos.


—¡A tu salud! —dijo Pedro, levantando la taza de café—. Antes de pedirlo, tú me lo has hecho. No puedo pensar en otro auxiliar más capaz, competente y lista que tú.


—Lo intento, señor, lo intento —bajó un poco la cabeza en señal de modestia, sin dejar de sonreír.


Oh, aquella sonrisa le dejaba medio inconsciente; tan radiante, franca, abierta, sin malicia.


Impulsivamente se levantó y acercándose a ella se inclinó y le rozó aquellos tentadores labios. 


Fue un sencillo gesto de agradecimiento, pero no estaba preparado para el repentino calor, el latigazo eléctrico que le hizo retirarse con rapidez.


Ella lo miró con los ojos abiertos como platos, y entonces él supo que ella estaba tan conmovida como él, o quizá tan sorprendida…


Paula pareció recuperarse antes.


—¡Cuidado, jefe! —dijo intentando sonreír, pero al mismo tiempo con un trasfondo de timidez—. ¡Podría demandarle por eso!


—Lo sé —dijo muy serio. ¿Qué demonios le había pasado? Nunca había tocado o siquiera coqueteado con ninguna empleada. No se le había jamás pasado por la cabeza mezclar los negocios y… ¿Cómo podría llamar aquello?
—Mira, Paula, lo siento; yo no pretendía nada malo, sólo es que…


—Oh, por Dios, no te disculpes —dijo, riéndose ya con ganas—. Me imagino que estamos los dos muy satisfechos por haber solucionado todo este asunto. En algunos de estos países la situación política es a veces muy complicada y… bueno, cuesta trabajo entenderlo bien.


—Claro —de momento le estaba costando trabajo adivinar lo que le estaba pasando.


—¡Pero lo hemos conseguido!


—Fuiste tú —dijo él—. Y te estoy muy agradecido. La presentación que haga ante el consejo será pan comido gracias a ti.


—Se hace lo que se puede por ayudar, señor —dijo, con tono de nuevo socarrón.


—Te debo también una buena comida —contestó, aliviado por estar de vuelta en un terreno conocido y sólido.




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