domingo, 6 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 7





—Pensé que no volverías hasta el lunes —le dijo en tono casi acusatorio, mientras se retiraba para dejarle pasar.


—Dije que estaría en la oficina el lunes.


La situación le pareció divertida: su asistente no tenía pinta de ser tan eficiente, con aquella cosa pegajosa en la nariz e intentando agarrar a un bebé que no dejaba de revolverse.


—Parece que te pillo con las manos… llenas.


—Y parece que a ti te hace mucha gracia —dijo sonriendo, pero con retintín.


—Supongo que es al verte así, en otro papel —la verdad es que siempre que la veía, hiciera lo que hiciera, se le levantaba el ánimo.


—¡No, Bety!


Demasiado tarde. Una manita pegajosa le tiraba de la gabardina.


—¡Hola!


—¡Hola! ¿Qué tal, muñeca? —se inclinó hasta la altura de la niña, que tenía la cara llena de manteca y gelatina—. ¿Cómo te llamas?


—Bety. ¿Tienes un caramelo?


—No, no tiene caramelos y no es de buena educación pedirlos. Has saludado como una niña buena, Bety; ¿por qué no vas a la cocina y acabas de comer mientras el señor Alfonso y yo… ? —lo miró de manera inquisitiva.


—Oh —se levantó—, sí, la información sobre Uganda, no he sido capaz de encontrarla y tampoco he conseguido hablar contigo por teléfono.


Se volvió a mirar al teléfono que estaba tirado en el suelo, desconectado.


—Oh, lo siento mucho; uno de los niños debe de haber estado jugando con él.


—No pasa nada, dime sólo donde está el material y te dejaré en paz.


—Está aquí. Sé que tu informe al consejo está en el orden del día de la reunión del martes y estaba intentando sacar los puntos más relevantes para facilitártelo, pero…


—Por favor, no te disculpes; es maravilloso. No he tenido la oportunidad de decírtelo, pero me encanta cómo llevas el trabajo. No me resulta fácil controlar todo cuando estoy por ahí de viaje, pero tú me has ayudado mucho, resumiendo los mensajes y dejando de lado los datos superfluos —inclinó la cabeza—. Me alegro de tenerla a bordo, señorita.


—Gracias —contestó, aunque vacilante—. Me temo que no lo he podido terminar aún, y… —le interrumpió un berrido del niño.


—Tiene hambre —dijo Bety, que no se había movido de allí.


—Dale de comer —le dijo Pedro—. Yo iré por ello. ¿Dónde está?


—Pero es que…


El niño estaba gritando como un salvaje. 


—Dale de comer, ya lo busco yo…


Cruzó la habitación y al abrir la puerta encontró los papeles encima de la cama. Recorrió con la mirada el dormitorio, aspirando aquel suave pero tentador y fresco aroma que había empezado a asociar con Paula. Tenía algo de ropa interior sobre una silla, unas zapatillas en el suelo, polvos sobre el tocador… y los documentos sobre el proyecto internacional más importante que Safetek iba a llevar a cabo aquel año, desperdigados sin cuidado, desordenadamente, sobre la cama revuelta…


—Lo siento —la oyó decir, al tiempo que se volvía para ver que ella y Bety lo habían seguido—. Yo… aún no he terminado.


—Ya lo veo —dijo torciendo la boca—. Supongo que es aquí donde extraes los datos más pertinentes que luego me envías por fax.


—¡Bueno, era el único sitio lo suficientemente espacioso donde podía extenderlo! —bajó la voz para calmar los gritos del niño—. Lo sé, lo sé, cariño, ya voy a darte la comida —dijo tranquilizándolo.


Pedro empezó a recoger los papeles.


—Vale, entonces…


—¡No los toques! —dijo, subiendo el tono de nuevo—. ¡Los tengo ordenados y te los daré en cuanto le dé de comer!


Tenía razón; no lo haría bien. Se quitó la gabardina y la tiró encima de la silla, junto a la ropa interior.


—Bueno, dame al mocoso —le dijo tomando al niño en sus brazos—. Y tú cállate, la comida está casi a punto. ¿Dónde está la comida?


—Te enseñaré —Bety se ofreció voluntaria y tomándole de la mano lo llevó a la cocina.


Paula los siguió.


—No sabes darle de comer —protestó.


—Claro que sí. ¿Qué tiene de difícil? —se sentó a la mesa y colocó al niño sobre una rodilla—. Se mete la cucharita en el tarro, se saca y se le mete al niño en la boca. Abre la boca, nene.


—Eso es, así se hace —dijo Bety, sonriendo.


Pero había hablado demasiado. Pedro maldijo cuando el bebé escupió, manchándole de papilla la inmaculada camisa.


—No le gustan las espinacas —dijo la niña—; tienes que mezclarlas con el puré de melocotón.


—Muy bien, señorita Bety, lo intentaremos a tu manera —Pedro sonrió mientras el bebé empezaba a tragar—. Te hemos engañado, ¿eh? Tienes una hermanita que es un genio, bebé —levantó la mirada y se encontró con la expresión dubitativa de Paula—. Bueno, a qué esperas, pensé que te ibas a hacer cargo de los negocios.


—Lo estoy haciendo —dijo, y volvió rápidamente al dormitorio.


Pero ver a Pedro Alfonso con Teo babeando sobre sus rodillas había sido una estampa algo desconcertante. De hecho, su presencia en casa en ese momento resultaba un tanto desconcertante. Si la hubiera podido telefonear… o se hubiera esperado al lunes…


Bueno, de todas formas no le llevaría mucho rato terminarlo; sólo le faltaba separar las categorías y hacer unas cuantas anotaciones. 


Pero le llevó más de lo que ella había calculado, distraída por los ruidos que le llegaban del cuarto de al lado: el incesante parloteo de Bety, la risa de Pedro


Cuando salió del dormitorio una hora después, se los encontró a los tres sentados sobre la alfombra del salón. Teo estaba tan contento golpeando unos cazos de aluminio con una cuchara y con un manojo de llaves en la otra mano, diciéndole muy orgulloso a Pedro a dónde pertenecía cada llave.


Paula no podía creer lo que estaba viendo, era una escena tan poco usual… Pedro, tranquilo y paciente, incluso parecía contento de estar allí con los dos niños.


—¿Has terminado? —preguntó, poniéndose de pie—. Déjamelo —dijo acercándose a ella, ya más impaciente.


Hojeó el material con rapidez y, cuando estaba a punto de explicarle cómo había separado los diferentes puntos, apareció Clara.


Menos mal, aunque pasó un rato hasta que recogió todo y se marcharon.


—No me habías dicho que tu jefe estaba cañón, y menos que venía por tu casa, ja, ja, ja.


Pedro, con el bebé y el paquete de pañales en la mano, acompañó a Clara hasta la furgoneta y le ayudó a abrocharle el cinturón a los niños, mientras la lluvia seguía cayendo sin parar.


Cuando volvió, con el pelo empapado, Paula se disculpó.


—Lo siento, te he hecho pasar un día muy pesado.


—Y también muy interesante —dijo sonriendo—. ¿Y esto es lo que tú deseas conseguir?


—¿El qué?—preguntó confundida.


—Lo que tu amiga… ¿cómo se llama?… Clara tiene. No parece muy divertido estar con los niños de acá para allá, cargando con todas sus cosas.


—Oh, le aseguro, señor Alfonso, que cuando yo tenga hijos no tendré que llevar todas sus cosas a casa de nadie para que cuide de ellos.


Levantó una mano.


—Perdón, es verdad, tendrás una niñera en casa permanentemente, con tu jubilado y rico banquero o lo que sea tu marido.


—Efectivamente —asintió, con un brillo en los ojos.


—Pues ya puedes elegirlo con cuidado; tampoco te conviene que lleve mucho tiempo jubilado.


—¿Cómo?


—Quizá sea demasiado mayor como para engendrar hijos.


—¡Venga, ya vale! —no pudo menos que echarse a reír de la cara que puso su jefe—. Te agradezco el consejo, pero vayamos a lo del informe. Lo he separado por categorías pero… 
—hizo una pausa mirando las hojas que tenía en la mano—. Ahora que lo pienso, a lo mejor no entiendes las anotaciones que he hecho.


—Déjame ver… No, no las entiendo.


—Me las había hecho para mí. Quería dictárselas a Doris y que ella lo tuviera mecanografiado en limpio para el lunes por la mañana. Pero no me llevará mucho tiempo explicártelas; sólo es que… —echó un vistazo a la mesa sin recoger—. Déjame que limpie todo esto y así podremos tener sitio.


—Espera, ha sido un día muy largo y yo no he comido todavía. ¿Por qué no me dejas que te invite a comer primero? Luego estaré más preparado para entender todo esto.


Miró por la ventana y luego a la ropa con la que iba vestida.


—Mira, está lloviendo todavía y para cuando me haya vestido… Se me ocurre algo mejor: ¿por qué no preparo un tentempié y podemos seguir trabajando mientras comemos?


—No estoy de humor para comer bocadillos de manteca de cacahuetes.


—Señor, tenemos de todo en el menú, tanto para niños como para jubilados delicados de salud.


—¿Me estás tomando el pelo? —dijo mientras ella entraba en la cocina.


—No sea tan sensible, señor Alfonso —le contestó—. Nadie podría confundirlo con un jubilado, es usted un adicto al trabajo.


Se quitó la gabardina empapada y la siguió a la cocina.




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