sábado, 5 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 4




Paula no era una persona envidiosa por naturaleza, pero sintió algo cuando por cuarta vez en tres días vio a Reba Morris entrar en la oficina del jefe, alta y esbelta. Se preguntó cómo la exótica señorita Morris lograba mantener aquella apariencia elegante, de perfección absoluta, eso es, excepto por un rizo que se le escapaba de la abundante y sedosa cabellera negra. Poseía una pulcritud ejecutiva combinada con una dosis de algo… ¿sexy? ¿Sensual? 


Fuera lo que fuera, un poco de eso le iría bien, pensaba Paula.


Suspiró largamente. A lo mejor se había equivocado en su vida. Había leído muchos libros y se había interesado por la ópera, había estudiado varias lenguas extranjeras y aprendido a cocinar. Todo lo que le convertiría en la esposa ideal para el tipo de marido que ella buscaba. Su lema era que si querías tenerlo todo, tenías que saber hacer de todo.


El problema era que la mayoría de los hombres se fijaban en el envoltorio y desdeñaban el contenido. Ahí estaba el ejemplo de George Wells, que se había casado con una rubia despampanante que no tenía ni idea de cuidar niños y que no estaba dispuesta a despeinarse por jugar un partido de béisbol con él, dos de los requisitos básicos de George.


Y si ella tenía que competir por un buen partido en un mundo donde el número de mujeres superaba al de hombres, entonces tenía que estar bien preparada: ¡tenía que ser bella!


Pero era más fácil decirlo que hacerlo, pensaba suspirando. Por un momento, deseó que su tía Ruth no estuviera haciendo uno de sus interminables cruceros. Pero no; Ruth le aconsejaría que aceptara la oferta de Alfonso.



Fue aquella noche mientras cenaba en su pequeño apartamento cuando vio el anuncio en el último número de la revista Woman. Ocupaba una página doble en el centro de la revista: 


Consigue un cambio de imagen en el Instituto de Belleza Hera. La diosa de la belleza, que es lo que a nosotras las mujeres nos interesa. Podrás encontrar de todo: mantenimiento, moda, además de los más sofisticados
tratamientos de belleza. ¿Por qué ir de un lado a otro cuando aquí tienes todo lo que necesitas?


Paula sintió una oleada de emoción en su interior. Al día siguiente, y siguiendo el consejo del anuncio, Paula concertó una cita con una de las asesoras de belleza. Le sorprendió que le dieran una cita aquella misma tarde y que las instalaciones estuvieran tan cerca de la oficina.


El salón estaba situado en el primer piso de un modesto edificio y el discreto rótulo en bronce de la puerta no hacía sospechar de la opulencia que encontró en el interior. Paula se sintió azorada nada más pisar el vestíbulo, pues todo en él, la lujosa alfombra, las preciosas macetas de palmeras y el elegante mobiliario, olía a dinero. Y lo malo era que ella no contaba con demasiado.


—Oh, sí, señorita Chaves —la elegante joven ataviada con un ceñido vestido negro y collar y pulsera de perlas levantó la vista y le sonrió—. Loraine estará con usted en un momento; siéntese, por favor.


Paula se hundió en uno de los mullidos sofás, sintiéndose decididamente fuera de lugar, e intercambió una sonrisa con una mujer de unos cuarenta años sentada frente a ella. «¿Tú y yo?», pensó. «Tendría que producirse un milagro».


Después se dio cuenta, cuando le enseñaron lo que había tras la silenciosa elegancia de la entrada, de que había que trabajarse aquel milagro. Mujeres de todas las edades y tamaños levantaban pesas en la sala de ejercicios, se empapaban en los baños de barro o recibían intensos masajes sobre una camilla. Había una sala de belleza con los últimos avances de la técnica en aparatos y especialistas en nutrición y moda para dar consejo personalizado. Cuando le enseñaron las fotos de antes y después del tratamiento, el corazón empezó a latirle con el ansia de empezar.


Pero aquel milagro había que pagarlo, según le informó finalmente Loraine en su despacho, y su precio era de cinco mil dólares por adelantado. 


Paula se atragantó, ya que ella había pensado pagar cantidades razonables en cómodas mensualidades.


Loraine le sonrió.


—¿No le es posible? Quizá pueda pedir un préstamo al banco.



*****

Celestine Rodgers se quedó mirando a su jefe con expresión atónita.


—¿Que va a casarse? Paula no me ha dicho nada.


—Bueno, pues me lo ha dicho a mí —dijo Pedro—. Averigua quién es el tipo; quiero un informe sobre él.


Celes meneó la cabeza, todavía con expresión sorprendida.


—No tenía ni idea de que fuera a casarse. Quizá sea por eso por lo que ha pedido un préstamo.


—¿Un préstamo? —aquello le llamó la atención.


—Sí. El Departamento de Personal me ha enviado este formulario. Parece ser que el banco necesita asegurarse de que tiene un empleo antes de…


—¿Cuánto?


—Cinco mil —sacudió de nuevo la cabeza—. Estos jóvenes de hoy en día. Todo eso para tirarlo en un sólo día cuando podrían entregarlo como entrada para una casa. Es lo que le dije a mi sobrina…


—¿Has devuelto ya la solicitud? —preguntó Pedro.


—¿Solicitud?


—Sí, para el préstamo.


—No, pero la he firmado y…


—Tráemela —Pedro se dio cuenta de que su secretaria parecía tener mucha curiosidad—. Es por los intereses; a menudo los bancos se aprovechan —y añadió rápidamente—. Me gustaría echarle un vistazo.


—Por supuesto —dijo—. Y me voy a enterar de lo de su prometido inmediatamente.


—Déjalo —contestó él—. Lo cierto es que prefiero que no se lo digas. Me resulta extraño que no te haya comentado nada.


Quizá no tendría ni que molestarse con lo del novio, pensaba; si Paula necesitaba dinero… podría persuadirla.


Esperó hasta el final de la jornada laboral para llamarla, pues prefería que nadie le interrumpiera. Cuando tuvo a Paula delante fue directamente al grano, poniéndole el formulario del préstamo delante de las narices.


—¿Te das cuenta de lo mucho que quieres pedir?


Paula se preguntó cómo había llegado a enterarse de aquello, pero contestó con seguridad.


—Cinco mil dólares.


—No, querida, vas a pedir prestado el doble de eso.


—No, solamente cinco mil.


—Cinco mil al catorce por ciento de interés durante un periodo de… —bajó la vista para comprobar lo que decía la solicitud y volvió a mirarla—. Sí, desde luego, distribuido así vas a pagar mucho más de lo que te van a dar.


—Oh —ni siquiera había pensado en eso; aun así, lo necesitaba… —. Puedo pagar doscientos al mes —dijo con un tono de voz seco; aquello no era asunto suyo.


—Ya veo —la miró reflexivo—. Quizá se podría arreglar algo; me imagino que quieres esto para tu boda.


—¿Boda?


¿De qué demonios estaba hablando?


El la miró atento.


—Te vas a casar, ¿no es así?


—¿A casar.. ? —se quedó cortada, recordando de pronto lo que le había dicho—. Sí… No —no le resultaba fácil mentir—. Es decir, no exactamente.


—¿Qué quieres decir con que no exactamente? O te casas o no te casas.


—Bueno, pues no me caso —lo miró echa una furia. ¿A él qué le importaba?


—Entonces, ¿por qué mentiste?


—Yo no mentí.


—Dijiste que estabas demasiado ocupada para aceptar el puesto porque ibas a casarte.


—Lo hice porque me estaba presionando.


—¿Presionándote?


—Empujándome a aceptar un puesto que no deseo.


—¡De eso nada! Si no querías el maldito puesto, no tenías más que decirlo.


—Y así lo hice, pero quería un motivo, señor —le espetó Paula—. Además, no mentí. No dije que estuviera ocupada porque fuera a casarme, sino que estaba ocupada intentando casarme.


La miró perplejo.


—¿Es que hay alguna diferencia?


—Por supuesto que sí. Una persona puede estar a punto de casarse o estar preparándose para ello. Yo me estoy preparando.


—Ya veo —pero quedaba claro que no era así y que estaba intentando averiguarlo—. A ver si me entero. De momento no vas a casarte, sólo te estás preparando para hacerlo.


Paula asintió.


—Entonces, supongo que tendrás a alguien en mente.


—No… exactamente.


Pedro arqueó las cejas en señal más de orden que de pregunta.


—Tiene que ser un cierto tipo de persona… —dijo entrecortadamente.


—¿Un cierto tipo? —parecía tan confundido que Paula estuvo a punto de echarse a reír; pero entonces frunció el ceño y se inclinó hacia delante—. Me gustaría que me aclararas todo esto. Te vas a casar… mejor dicho, te estás preparando para casarte, y no con cualquiera sino con un cierto tipo de persona.


—¿Y qué hay de malo en eso? —tenía ganas de abofetearlo y borrarle aquella sonrisita de la cara.


—Nada, no hay nada de malo —concedió aún con expresión divertida—. Un cierto tipo… ¿Quizá rubio y con ojos azules? ¿O alto, moreno y atractivo?


—Señor, está usted siendo grosero conmigo. Si eso es todo, señor Alfonso… —se levantó para marcharse.


—Venga, espera, no te enfades —cambió de tono y la instó a sentarse de nuevo—. Estoy intentando entender todo esto… No te interesa la apariencia, sino más bien que sea un hombre rico, uno pobre…


Se levantó de nuevo muy molesta y se dirigió hacia la puerta.


—Señor, ya he tenido bastante por hoy. ¿Puedo marcharme?


El la alcanzó antes de que llegara a la puerta.


—Espera, lo siento; tranquilízate, de verdad que me interesa. ¿Qué tipo de hombre estás buscando?


—Uno que no se parezca a usted —dijo tragando saliva y sonriendo con timidez—. Sin intención de ofenderle, señor. Le prometo que no estará tan enfrascado con el trabajo como para no tener tiempo de disfrutar de su matrimonio. Y ganará lo suficiente como para que yo pueda quedarme en casa y disfrutar también; tendremos hijos, viajaremos y lo pasaremos bien.


Aquella expresión confundida no le abandonó el rostro ni por un instante.


—Parece que tendrás que encontrar a un rico jubilado para poder hacer todo eso —dijo en tono jovial.


—Quizá —dijo—si es que vamos a viajar mucho.


Por Dios, aquella mujer hablaba en serio. ¿Y qué había de nuevo en todo ello? La mayoría de las mujeres deseaban el matrimonio, ¿no? Y preferiblemente con un hombre adinerado.


Pero la mayor parte no lo admitirían tan abiertamente, y menos rechazarían una propuesta de trabajo de aquel calibre… al menos no mientras la presa esperada no estuviera aún a su alcance.


—Venga, Paula, sentémonos y comentemos todo esto —la condujo de nuevo a la silla—. Ahora estás trabajando, ¿no?


Asintió.


—Entonces, ¿por qué no puedes aceptar un empleo en el mismo lugar pero por el que recibirás más sueldo y… ?


Sacudió la cabeza.


—Es un empleo que exige mucha dedicación y no quiero verme envuelta en la vorágine de los negocios como otros…


—Muy bien —intentaría otra táctica—. Cuando conozcas a ese dechado de virtudes, y de momento no vamos a entrar en cómo o dónde será, ¿se te ha ocurrido pensar que quizá él no tenga los mismos… gustos?


Lo miró sorprendida.


—¿Por qué cree que quiero ese préstamo?


—¿Para motivarlo?


—¡Claro!


—Quien quiera que sea o donde quiera que esté.


—Hace que suene como algo…


—Como algo inútil. ¿Qué te hizo pensar en semejante cosa cuando podrías estar forjándote una profesión gratificante y bien remunerada?


—Me estoy forjando una profesión, y es el matrimonio.


—Si me permites recordártelo, el matrimonio es una unión entre dos personas.


—Bueno, normalmente es la mujer la que hace el matrimonio, por lo que yo lo considero su profesión. La más antigua profesión de las mujeres, aparte de la prostitución.


Se quedó mirando a Paula fijamente.


—El tuyo es un plan maquinado fríamente para cazar a algún hombre al que ni siquiera conoces.


—Pues sí.


Ante tal respuesta no pudo por menos que hacer una mueca.


—No hay derecho, toda esta preparación…


—La gente hace muchas más cosas para conseguir un ascenso en su empleo.


—Eso es distinto.


—No lo es. Como dije, el matrimonio es una profesión muy gratificante que te aporta cosas más valiosas que el dinero.


—Puede ser, si es que es un matrimonio como debe ser.


—¿Por qué cree que lo estoy planeando con tanto cuidado? Le aseguro que el mío será el correcto, señor Alfonso. Podré quedarme en casa con mis hijos, por una simple razón. ¿Sabe cuántos niños están medio abandonados por que nunca hay nadie en casa o porque a nadie le importa?


—No te vayas del tema. Te estás poniendo como cebo adrede para que caiga algún pobre despistado en tu trampa.


¿Por qué tenía que dar él con una mujer que estaba empeñada en casarse? Lo cual sería lo de menos si no estuviera tan convencido de que era la mejor candidata para…


—¿Eso es todo, señor Alfonso? —preguntó, preparada para marcharse.


—Un momento.


Podría estar loca, pero era una persona abierta, sin malicia, no como Reba. Tampoco era una belleza, pero ya que se mostraba tan exigente en cuanto a escoger al hombre adecuado… Sí, desde luego aquella boda tenía pinta de ir para largo.


—Siéntate por favor. Quizá podamos llegar a algún acuerdo.


CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 3




Alfonso estaba exasperado. ¡Mujeres! Había creído que Reba Morris sería la solución al problema y que quizá resultaría una asistente apropiada, pero se había equivocado. Adivinó aquella mirada insinuante en sus ojos en el instante en que puso los pies en su despacho y definitivamente constituía una señal de peligro. 


Los romances en la oficina podían interferir con los negocios y no se fiaba de las mujeres que pensaban poder llegar a lo más alto a base de acostarse con los directivos de una empresa.


¡Maldita sea! Sabía que al elegir a una mujer para el puesto algunos idiotas disparatados se imaginarían algún lío entre ellos; pero no esperaba que Reba Morris fuera una de esas personas. Lo malo era aquella forma de mirar, aquellos movimientos naturales, pero seductores al mismo tiempo al inclinarse hacia él, envuelta en una nube de exótico perfume, para quitarle del abrigo un poco de pelusa, seguramente imaginaria. Lo cierto era que poseía algunos atractivos, tenía que reconocer, pero no los requeridos. Además, el hecho de que considerara necesario presumir de ellos podría significar que no estaba en realidad tan interesada en los negocios como él había pensado. Quedaba bien claro que su austeridad no era sino una fachada, una de sus muchas caras.


No, definitivamente la señorita Morris estaba fuera de toda posibilidad. A lo mejor tendría que buscar fuera de la oficina; por ejemplo, aquel chico de Dallas que tanto le había impresionado durante la conferencia…


De pronto empezó a sonar el interfono y pulsó una tecla.


—Hal Stanford está aquí, señor Alfonso, le gustaría…


—Que pase —se acarició el mentón, pensativo.


—Hola jefe, ¿qué tal le va? —Hal Stanford, un hombre de raza negra, venía con un montón de papeles en la mano—. Pensé que quizá sería mejor que repasásemos juntos estas cantidades antes de hacerlas públicas.


—Claro —el jefe se levantó y fue hacia él—. Además, me alegro de que estés aquí, Stan. Me gustaría comentarte algo.


—¿Cómo?


—Sabes que estoy buscando un asistente. ¿Qué te parecería…?


Stanford sonrió, sus blancos y fuertes dientes destacaban contra su piel negra, y sacudió la cabeza.


—Por favor, señor Alfonso, yo no quiero hacerlo —dijo.


—¡Dios mío! —Pedro se lo quedó mirando—. ¿Tú tampoco?


—¿Qué quiere decir con eso?


—Es que eres la segunda persona hoy que rechaza un puesto tan atractivo. ¡Maldita sea! ¿Qué pasa hoy conmigo?


—No es usted, jefe; son los viajes.


—¿Los viajes?


—Sí —asintió Stanford—. A su asistente administrativo le tiene siempre de acá para allá, viajando por todo el mundo.


—Bueno, viajar un poco no tiene nada de malo, ¿no?


—Significa estar siempre fuera de casa —dijo Stanford—. Y no lo digo sólo por mi encantadora esposa sino por los tres niños que nos mantienen siempre tan ocupados.


—Entiendo —miró a Stanford de otra manera; sabía que era un hombre rápido y eficiente, pero no se lo había imaginado como padre de familia.


—Gracias por la oferta de todas formas, de verdad que se lo agradezco, pero… bueno, el pequeño Hal va a empezar en la liga infantil de béisbol, y me gustaría estar aquí —Stan se encogió de hombros—. Quizá cuando los chicos sean algo mayores… Bueno, eche un vistazo a esto. ¿Qué le parece?


Extendió los papeles sobre la mesa al tiempo que los dos hombres se echaban hacia delante.


Más tarde, cuando Stan lo dejó solo, Pedro Alfonso se puso a pensar. Resultaba extraño que las dos personas a las que se había acercado para ofrecerles el empleo estuvieran demasiado comprometidas para estar interesadas: uno de ellos ya casado y la otra preparándose para ello. A él nunca le había dado por pensar mucho en eso del matrimonio. 


Su madre murió cuando él contaba sólo cinco años, y a su padre no le había interesado nada más que su agencia de corredores de bolsa. 


Pedro y su hermano Chuck pasaban poco tiempo en la mansión familiar y siempre estaban deseando alejarse de aquel lugar lleno de criados para volver al internado o ir a algún campamento de verano durante las vacaciones.


Aunque le atraían los negocios rechazó de plano meterse en el mundo del corretaje de bolsa. 


Este negocio dependía siempre de la subida o bajada de varios mercados. A Pedro le gustaba tener responsabilidad en los resultados y estar en primer lugar a base de ofrecer las mejores ideas o la mejor presentación: le gustaba la competencia. La verdad era que no había empezado precisamente por abajo en Safetek… 


¿Podía evitar que su padre tuviera contactos? 


Pero el hecho de ascender con tanta rapidez era el resultado de su iniciativa y pericia propias.


En cuanto al matrimonio… ¡Diantres! Los dos fracasos de Chuck eran suficientes como para evitarlo. Sonrió pensando en su hermano, que estaba a punto de intentarlo por tercera vez con cierta pelirroja… pero así era Chuck.


Pero todo ello no tenía nada que ver con el problema que tenía entre manos. Pedro lanzó el lápiz sobre la mesa y fue hacia la ventana.


 ¿Quién sería su próxima apuesta?


Durante las semanas que siguieron hizo varias entrevistas, e incluso hizo un viaje relámpago a Dallas para charlar con aquel chico de la conferencia. No les hizo ninguna oferta, simplemente tanteó a cada uno de los candidatos, pero todos le parecieron insuficientes.


Lo malo era que ya se había decidido por alguien y esa persona era Paula Chaves. Sus miedos iniciales acerca de su juventud e inexperiencia habían desaparecido completamente al rechazar ella su oferta. Se había convertido así en un reto y a Pedro Alfonso le tentaban los retos.


Quizá una cena con Paula y el futuro novio… 


Nunca había conocido a ningún hombre, machista o no, al que no le tentase el dinero. 


Sacaría el tema de la oferta y mencionaría también el sueldo. Lo cierto era que le ayudaría saber los planes del hombre, su situación financiera…Paula no había mencionado su nombre pero…


¿Que no había decidido aún? Lo más seguro era que la hubiera entendido mal. Le pediría a Celes que lo investigara. A punto de llamarla, sonó el pitido del interfono.


—La señorita Morris, señor Alfonso.


¡Maldita sea! ¡Otra vez no!


CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 2




Paula le dio un golpe al cajón de su mesa. ¡Había mentido!


—¿Te pasa algo, querida?


—Oh, no, nada —miró a Celestine Rodgers, que estaba sentada al otro lado del despacho y le sonrió para asegurarla que estaba bien—. Es que me he dado un golpe en la mano.



Lo cierto era que no le había mentido del todo; iba a casarse… tan pronto como encontrara a un hombre con el que quisiera hacerlo y pudiera convencerlo a su vez de ello. Encendió el ordenador, disimulando una risotada.


De todas maneras si le había mentido había sido culpa de él. En vez de aceptar su respuesta tal y como ella se la había presentado, se había quedado ahí de pie, como si fuera Dios todopoderoso que acabara de ofrecerle a una chiquilla la luna y la muy imbécil lo había rechazado.


¡Y muy bien que había hecho en rechazarlo! 


Aceptar aquel puesto hubiera sido como convertirse en un pez que muerde el anzuelo: demasiado tarde para echarse atrás. No quería meterse en la febril competitividad de la empresa, donde no existía más que la ambición y el estar por encima de los demás. Ya había visto las consecuencias de ello en su tía Ruth, quien había luchado con uñas y dientes para alcanzar una buena posición en el banco. ¿Y a qué le había conducido? A poder comprarse un reloj de oro y a una frustrada y solitaria jubilación, sin el cariño de un marido o de unos hijos.


En una ocasión, Lisa se había sentido culpable. Pero no, Ruth tenía ya más de cuarenta años y estaba comprometida ya con el estilo de vida de una ejecutiva cuando se tuvo que hacer cargo de su sobrina nieta de cinco años huérfana.
Pero eso no era del todo cierto, pensaba Lisa para sus adentros. Ruth nunca había pasado el tiempo suficiente con ella como para que ella se acostumbrara al calor de un hogar. Había estado demasiado ocupada manteniéndose en forma, siempre bien peinada y arreglada; demasiado ocupada siendo fantástica en su puesto y causando la mejor impresión o el mejor contacto para salvar el siguiente peldaño en la escalera de la banca.


Y no era que Paula se lo echara en cara. Debía de haber sido de lo más inconveniente para Ruth Simmons, soltera y con una floreciente carrera, que de pronto le endilgaran una niña de cinco años. Pero Ruth asumió el papel de guardián de la niña sin protestar.


Porque era así como Paula la veía: como un ángel de la guarda. Un ángel que siempre estaba ahí, en la distancia, con una nutrida cuenta corriente, estupendos regalos en juguetes, ropa y clases de baile, salpicados de alguna visita un fin de semana a su apartamento o alguna obra de teatro.


Ruth le había suministrado el dinero y el encanto, pero había designado a Mary Wells para hacer el papel de madre.


Así, era Mary Wells la que estaba ahí cuando Paula se hacía una herida o cuando uno de los tres hijos de Mary le hacía de rabiar. Era Mary la que la consolaba, y muy de vez en cuando, la que le propinaba un azote en el trasero. El amor y la armonía aún reinaban en el hogar de los Wells y Mary estaba feliz, compartiendo ratos de ocio con su marido jubilado o asistiendo a algún partido de béisbol con uno de sus nietos.


Mientras Paula tecleaba al ordenador, sus pensamientos la convencían aún más de la decisión que había tomado. Deseaba tener la sólida vida en familia que había tenido y seguía teniendo Mary Wells, aunque con un toque de glamour, heredado de la tía Ruth: la ópera, los viajes, las ventajas para los niños… cosas que no serían posibles con el débil presupuesto de Paula. Tendría que encontrar a un marido que pudiera darle todo eso.


¡No estaría nada mal conseguirlo! Además, podía intentarlo al menos, ¿no?


Cuando Paula entró en la sala de empleados hacia el mediodía, el ruido de las conversaciones de siempre era ensordecedor. El tema principal en ese momento era el codiciado puesto de asistente administrativo para Alfonso.


—Debe de haberlo reducido a unos pocos —Alice, de Asuntos Jurídicos, dejó de limpiarse las gafas y levantó la vista hacia Paula—. Tú estás con él, Paula, ¿quién te parece que resultará nominado? ¿Stanford?


—No lo sé —se encogió de hombros—; quizá —dijo dudosa, colocándose junto a Sue y desenvolviendo el sandwich de pollo.


Stanford era un africano nacido y criado en América, demasiado inteligente para que alguien pudiera reemplazarle en Tesorería.


—Seguro que esta vez será una mujer —dijo Sue decidida—. Esta mañana…


—¡Ja! —Stu, uno de los dos hombres que estaban presentes interrumpió—. Me hace gracia cómo os llamáis minoría; hay ejecutivas por todas partes.


—Aún así —continuó Sue—, esta mañana el señor Alfonso ha llamado a la señorita Morris con urgencia, ¿no es así, Paula? ¿La viste?


La había visto, la viva imagen de la elegancia ejecutiva, haciéndole la pelota a la Señorita Rodgers, que en el fondo no era tan mala idea. 


El señor Alfonso tenía la costumbre de escuchar los consejos de su secretaria.


—No dijo nada al volver, pero me da la impresión de que… —Sue sonrió con suficiencia.


—¡La impresión! —se burló Stu—. Esto es una compañía seria y Alfonso no es ningún imbécil. Elegirá a alguien competente, de su confianza, y que conozca el negocio de la A a la Z…


Stu continuó hablando, pero Paula ya no lo escuchaba. Puso la pequeña grabadora sobre la mesa y se colocó el auricular en la oreja para escuchar su lección de francés mientras masticaba el sandwich lentamente. Cuando viajara con su marido al extranjero, quería saber un poco de cada una de las lenguas principales.




CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 1




—Buenos días, señor Alfonso —la voz de Paula Chaves tenía un timbre jovial que alegraba el día, incluso cuando estaba plagado de multitud de desconcertantes decisiones y aunque sólo fuera cuando le decía, como en ese momento—: Aquí tiene su café.


—Gracias —Pedro Alfonso tomó un sorbo del caliente brebaje, con una gota de leche y sin azúcar. Y había algo más que le gustaba de ella: realizaba con alegría y voluntariamente tareas que no solían hacer las empleadas de nuestros tiempos. Se rió para sus adentros; se iba a llevar una gran sorpresa cuando se lo comunicara.


—Siéntate, Paula, tengo algo que decirte.


Paula no lo oyó, pues estaba hablandole al enorme ficus que decoraba su lujosa oficina.


—Ay, pobrecita, tienes sed, ¿verdad? —le preguntaba, al tiempo que tocaba la tierra de la maceta.


—Eso no tiene importancia —dijo él algo severo.


Tendría que cambiar algunas de esas costumbres domésticas suyas, además de esas faldas y mocasines que tanto le gustaban.


—Hay algo que quiero comentar contigo. Siéntate, por favor. 


Paula levantó la cabeza sorprendida pero se sentó a su lado, obediente.


—Sabes, claro está, que Samuel Elliot nos dejó plantados por Empresas Limitadas.


—Sí —no debería haberle sorprendido tanto; Empresas Limitadas había estado haciéndole la corte a Samuel Elliot durante más de seis meses.


—Fue algo bastante precipitado y de lo más inoportuno —dijo—. Y a mí me puso en un aprieto.


—Sí.


Todos los que estaban relacionados con Internacional sabían que Pedro Alfonso, vicepresidente a cargo de las operaciones comerciales, buscaba un sustituto para el puesto de asistente administrativo. Y todo el mundo, especialmente los empleados en la oficina central de la compañía en Wilmington, Delaware, se disputaba el codiciado cargo, que constituía un paso seguro hacia un puesto de director ejecutivo o vicepresidente de alguna de las zonas prestigiosas, como podrían ser París o Londres. O bien, una promoción a otra empresa, como en su caso había optado Samuel.


Mientras Alfonso, sentado frente a ella, le enumeraba los requerimientos del puesto, cosa que ella ya conocía, Paula se preguntaba a quién tendrían en mente. Quizás Stanford de Tesorería, o Jenkins, de Propiedad; pero se había corrido el rumor entre la plantilla de que aquella vez sería una mujer. De ser así, seguramente elegiría a Reba Morris. Sue Jacobs, su secretaria, estaba casi segura de que su jefa se acostaba con él. Sería muy posible, pensaba Paula. Pedro Alfonso no sólo estaba en lo más alto de la jerarquía en Safetek, sino que, además, era joven, algo menos de treinta, y encima guapo.


Mientras ella pensaba en todo eso, él seguía hablando, recorriendo el despacho de arriba abajo. Era alto y tenía una figura esbelta y artética, como la de un deportista. Su espeso cabello negro tendía a rizarse y siempre estaba algo desordenado, al contrario que su perfecto atuendo, a saber, trajes italianos de los más caros. ¿Y de cara? Bueno, sí, podía decirse que tenía un bello rostro… a pesar de aquella permanente expresión tan seria. Si tan sólo se relajara y sonriera un poco más a menudo… Se preguntó si en algún momento se tomaría el tiempo de acostarse con alguien.


De pronto se dio cuenta de que se había hecho un silencio y de que él la miraba, esperando a que dijera algo.


—Yo… Perdone, ¿qué decía? —dijo ella.


Sonrió con esa sonrisa tan dulce, como la de un niño, que le transformaba la cara.


—No me extraña que estés asombrada —dijo él—. Pero sé que te las arreglarás.


—¿Arreglármelas?


—Claro que puedes. A menudo has trabajado con Samuel y a veces lo has sustituido.


Le llevó un buen rato enterarse de que le estaba ofreciendo el puesto de Samuel. ¡Dios mío!


—Pero yo no… —se detuvo; no era de buena educación decir que no le interesaba—. Yo… no creo que sea lo más apropiado. De verdad, le agradezco la oferta, pero yo no podría… no debería aceptarlo.


No podía creer lo que oía. ¿Lo rechazaba? Un puesto por encima del que tenía en esos momentos… Había dudado en ofrecérselo a ella. Tenía sólo veintitrés años y llevaba nada más que dos en la empresa, de ayudante de su secretaria personal, Celestine Rodgers, pero había observado lo competente que era. 


¿Entonces? A lo mejor él la había entendido mal.


—¿Qué quieres decir exactamente, señorita Chaves?


—Que no podría… En serio que le agradezco la oferta pero ese puesto… no es para mí.


—¿Qué quieres decir con que no es para ti? —dijo, incapaz de disimular su irritación—. Te he visto sustituir a Celestine cuando le daban una de esas migrañas, y a Samuel, durante algunas de sus inexplicables ausencias, y yo diría que eres muy eficiente.


—Eso fue algo temporal —parecía estar rogándole que la entendiera—. Sería injusto por mi parte aceptar un puesto que exige tanto; no tengo tiempo.


Lo decía en serio. Tenía los ojos, lo mejor de su rostro, muy abiertos y lo miraba totalmente convencida. No era timidez o que tratara de negociar mejores condiciones. ¡Maldita sea, pero si ni siquiera le había preguntado nada acerca del sueldo! Estaba claro que no deseaba el trabajo; no tenía tiempo.


—¿Qué diantres… ? Quiero decir, ¿qué te tiene tan ocupada?


—Mi boda.


—Oh —dijo aliviado—. No creo que eso sea ningún problema; estoy seguro de que podremos convenir unos días libres para tal ocasión. ¿Cuándo se celebra?


Paula bajó la mirada de ojos color azul profundo.


—No… estoy segura.


—Ya veo —probablemente se iba a casar con algún tipo de esos machistas que está en contra de que su mujer trabaje, o que teme que ella gane más que él—. ¿Quién es el afortunado?


Se puso en pie con rapidez, sin mirarlo a la cara.


—Yo… no lo he decidido aún. Lo siento, señor Alfonso, será mejor que vuelva a mi mesa. La señorita Rodgers me estará buscando.


Pero él estaba demasiado sorprendido para escucharla. ¿Que no lo había decidido aún? 


¡Vaya respuesta! 


¿Cuántos pretendientes tenía?


Se encogió de hombros; no tenía ni idea. Al menos aparentemente no sabría decirlo… Tenía los ojos muy grandes, demasiado grandes quizá para esa cara de duendecillo y el pelo castaño claro, por los hombros. Era algo baja y regordeta para su gusto, pero a algunos hombres…


¡Diantres! ¿Por qué estaba pensando en ella? 


La conferencia de París estaba cerca, y aquel problema sobre el nuevo reglamento de urgencias tendría que estar listo para entonces. 


Necesitaba un ayudante, alguien que conociera bien los entresijos de la empresa, alguien como Paula.


Bueno, pues sería Stanford; claro que el departamento de finanzas se iría al garete sin él. 


Y Jenkins… Era demasiado ambicioso y como le había ocurrido a Samuel, se marcharía a otra empresa en cuanto le ofrecieran más sueldo.


¡Maldita sea! No sólo no era tan ambiciosa, sino que era demasiado joven e inocente como para meterse en la vorágine de la competitividad. 


Venga, lo mejor sería olvidarse de ella; no servía de nada darle vueltas a una candidata que no deseaba el puesto, y menos alguien a punto de casarse con algún cerdo machista que no la dejaría salir de viaje o… Pero tenía más de un pretendiente; qué extraño, nunca se le hubiera ocurrido. Ciertamente era lo bastante atractiva, pero no andaba ni siquiera cerca del puesto número diez, y desde luego no era el tipo a la que la persiguen los pretendientes.



CARRERA A LA FELICIDAD: SINOPSIS




Pedro Alfonso se sorprendió mucho cuando Paula rechazó una proposición de trabajo maravillosa argumentando que estaba deseando casarse. ¡Y estaba asombrado no sólo porque Paula fuera una profesional con talento, sino sobre todo porque no tenía ningún futuro marido en mente! Paula deseaba un hogar, una familia y un marido guapo y rico. Todo lo que tenía que hacer era cazar uno. 


La joven estaba empeñada en convertirse en el cebo perfecto para el matrimonio, y pensaba conseguirlo con un tratamiento de belleza y una nueva y sofisticada imagen. Pedro no podía por menos que admirar su dedicación. Por una vez estaba impresionado, intrigado… ¡y la tentación le resultaba irresistible!