sábado, 5 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 1




—Buenos días, señor Alfonso —la voz de Paula Chaves tenía un timbre jovial que alegraba el día, incluso cuando estaba plagado de multitud de desconcertantes decisiones y aunque sólo fuera cuando le decía, como en ese momento—: Aquí tiene su café.


—Gracias —Pedro Alfonso tomó un sorbo del caliente brebaje, con una gota de leche y sin azúcar. Y había algo más que le gustaba de ella: realizaba con alegría y voluntariamente tareas que no solían hacer las empleadas de nuestros tiempos. Se rió para sus adentros; se iba a llevar una gran sorpresa cuando se lo comunicara.


—Siéntate, Paula, tengo algo que decirte.


Paula no lo oyó, pues estaba hablandole al enorme ficus que decoraba su lujosa oficina.


—Ay, pobrecita, tienes sed, ¿verdad? —le preguntaba, al tiempo que tocaba la tierra de la maceta.


—Eso no tiene importancia —dijo él algo severo.


Tendría que cambiar algunas de esas costumbres domésticas suyas, además de esas faldas y mocasines que tanto le gustaban.


—Hay algo que quiero comentar contigo. Siéntate, por favor. 


Paula levantó la cabeza sorprendida pero se sentó a su lado, obediente.


—Sabes, claro está, que Samuel Elliot nos dejó plantados por Empresas Limitadas.


—Sí —no debería haberle sorprendido tanto; Empresas Limitadas había estado haciéndole la corte a Samuel Elliot durante más de seis meses.


—Fue algo bastante precipitado y de lo más inoportuno —dijo—. Y a mí me puso en un aprieto.


—Sí.


Todos los que estaban relacionados con Internacional sabían que Pedro Alfonso, vicepresidente a cargo de las operaciones comerciales, buscaba un sustituto para el puesto de asistente administrativo. Y todo el mundo, especialmente los empleados en la oficina central de la compañía en Wilmington, Delaware, se disputaba el codiciado cargo, que constituía un paso seguro hacia un puesto de director ejecutivo o vicepresidente de alguna de las zonas prestigiosas, como podrían ser París o Londres. O bien, una promoción a otra empresa, como en su caso había optado Samuel.


Mientras Alfonso, sentado frente a ella, le enumeraba los requerimientos del puesto, cosa que ella ya conocía, Paula se preguntaba a quién tendrían en mente. Quizás Stanford de Tesorería, o Jenkins, de Propiedad; pero se había corrido el rumor entre la plantilla de que aquella vez sería una mujer. De ser así, seguramente elegiría a Reba Morris. Sue Jacobs, su secretaria, estaba casi segura de que su jefa se acostaba con él. Sería muy posible, pensaba Paula. Pedro Alfonso no sólo estaba en lo más alto de la jerarquía en Safetek, sino que, además, era joven, algo menos de treinta, y encima guapo.


Mientras ella pensaba en todo eso, él seguía hablando, recorriendo el despacho de arriba abajo. Era alto y tenía una figura esbelta y artética, como la de un deportista. Su espeso cabello negro tendía a rizarse y siempre estaba algo desordenado, al contrario que su perfecto atuendo, a saber, trajes italianos de los más caros. ¿Y de cara? Bueno, sí, podía decirse que tenía un bello rostro… a pesar de aquella permanente expresión tan seria. Si tan sólo se relajara y sonriera un poco más a menudo… Se preguntó si en algún momento se tomaría el tiempo de acostarse con alguien.


De pronto se dio cuenta de que se había hecho un silencio y de que él la miraba, esperando a que dijera algo.


—Yo… Perdone, ¿qué decía? —dijo ella.


Sonrió con esa sonrisa tan dulce, como la de un niño, que le transformaba la cara.


—No me extraña que estés asombrada —dijo él—. Pero sé que te las arreglarás.


—¿Arreglármelas?


—Claro que puedes. A menudo has trabajado con Samuel y a veces lo has sustituido.


Le llevó un buen rato enterarse de que le estaba ofreciendo el puesto de Samuel. ¡Dios mío!


—Pero yo no… —se detuvo; no era de buena educación decir que no le interesaba—. Yo… no creo que sea lo más apropiado. De verdad, le agradezco la oferta, pero yo no podría… no debería aceptarlo.


No podía creer lo que oía. ¿Lo rechazaba? Un puesto por encima del que tenía en esos momentos… Había dudado en ofrecérselo a ella. Tenía sólo veintitrés años y llevaba nada más que dos en la empresa, de ayudante de su secretaria personal, Celestine Rodgers, pero había observado lo competente que era. 


¿Entonces? A lo mejor él la había entendido mal.


—¿Qué quieres decir exactamente, señorita Chaves?


—Que no podría… En serio que le agradezco la oferta pero ese puesto… no es para mí.


—¿Qué quieres decir con que no es para ti? —dijo, incapaz de disimular su irritación—. Te he visto sustituir a Celestine cuando le daban una de esas migrañas, y a Samuel, durante algunas de sus inexplicables ausencias, y yo diría que eres muy eficiente.


—Eso fue algo temporal —parecía estar rogándole que la entendiera—. Sería injusto por mi parte aceptar un puesto que exige tanto; no tengo tiempo.


Lo decía en serio. Tenía los ojos, lo mejor de su rostro, muy abiertos y lo miraba totalmente convencida. No era timidez o que tratara de negociar mejores condiciones. ¡Maldita sea, pero si ni siquiera le había preguntado nada acerca del sueldo! Estaba claro que no deseaba el trabajo; no tenía tiempo.


—¿Qué diantres… ? Quiero decir, ¿qué te tiene tan ocupada?


—Mi boda.


—Oh —dijo aliviado—. No creo que eso sea ningún problema; estoy seguro de que podremos convenir unos días libres para tal ocasión. ¿Cuándo se celebra?


Paula bajó la mirada de ojos color azul profundo.


—No… estoy segura.


—Ya veo —probablemente se iba a casar con algún tipo de esos machistas que está en contra de que su mujer trabaje, o que teme que ella gane más que él—. ¿Quién es el afortunado?


Se puso en pie con rapidez, sin mirarlo a la cara.


—Yo… no lo he decidido aún. Lo siento, señor Alfonso, será mejor que vuelva a mi mesa. La señorita Rodgers me estará buscando.


Pero él estaba demasiado sorprendido para escucharla. ¿Que no lo había decidido aún? 


¡Vaya respuesta! 


¿Cuántos pretendientes tenía?


Se encogió de hombros; no tenía ni idea. Al menos aparentemente no sabría decirlo… Tenía los ojos muy grandes, demasiado grandes quizá para esa cara de duendecillo y el pelo castaño claro, por los hombros. Era algo baja y regordeta para su gusto, pero a algunos hombres…


¡Diantres! ¿Por qué estaba pensando en ella? 


La conferencia de París estaba cerca, y aquel problema sobre el nuevo reglamento de urgencias tendría que estar listo para entonces. 


Necesitaba un ayudante, alguien que conociera bien los entresijos de la empresa, alguien como Paula.


Bueno, pues sería Stanford; claro que el departamento de finanzas se iría al garete sin él. 


Y Jenkins… Era demasiado ambicioso y como le había ocurrido a Samuel, se marcharía a otra empresa en cuanto le ofrecieran más sueldo.


¡Maldita sea! No sólo no era tan ambiciosa, sino que era demasiado joven e inocente como para meterse en la vorágine de la competitividad. 


Venga, lo mejor sería olvidarse de ella; no servía de nada darle vueltas a una candidata que no deseaba el puesto, y menos alguien a punto de casarse con algún cerdo machista que no la dejaría salir de viaje o… Pero tenía más de un pretendiente; qué extraño, nunca se le hubiera ocurrido. Ciertamente era lo bastante atractiva, pero no andaba ni siquiera cerca del puesto número diez, y desde luego no era el tipo a la que la persiguen los pretendientes.



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