sábado, 5 de mayo de 2018

CARRERA A LA FELICIDAD: CAPITULO 2




Paula le dio un golpe al cajón de su mesa. ¡Había mentido!


—¿Te pasa algo, querida?


—Oh, no, nada —miró a Celestine Rodgers, que estaba sentada al otro lado del despacho y le sonrió para asegurarla que estaba bien—. Es que me he dado un golpe en la mano.



Lo cierto era que no le había mentido del todo; iba a casarse… tan pronto como encontrara a un hombre con el que quisiera hacerlo y pudiera convencerlo a su vez de ello. Encendió el ordenador, disimulando una risotada.


De todas maneras si le había mentido había sido culpa de él. En vez de aceptar su respuesta tal y como ella se la había presentado, se había quedado ahí de pie, como si fuera Dios todopoderoso que acabara de ofrecerle a una chiquilla la luna y la muy imbécil lo había rechazado.


¡Y muy bien que había hecho en rechazarlo! 


Aceptar aquel puesto hubiera sido como convertirse en un pez que muerde el anzuelo: demasiado tarde para echarse atrás. No quería meterse en la febril competitividad de la empresa, donde no existía más que la ambición y el estar por encima de los demás. Ya había visto las consecuencias de ello en su tía Ruth, quien había luchado con uñas y dientes para alcanzar una buena posición en el banco. ¿Y a qué le había conducido? A poder comprarse un reloj de oro y a una frustrada y solitaria jubilación, sin el cariño de un marido o de unos hijos.


En una ocasión, Lisa se había sentido culpable. Pero no, Ruth tenía ya más de cuarenta años y estaba comprometida ya con el estilo de vida de una ejecutiva cuando se tuvo que hacer cargo de su sobrina nieta de cinco años huérfana.
Pero eso no era del todo cierto, pensaba Lisa para sus adentros. Ruth nunca había pasado el tiempo suficiente con ella como para que ella se acostumbrara al calor de un hogar. Había estado demasiado ocupada manteniéndose en forma, siempre bien peinada y arreglada; demasiado ocupada siendo fantástica en su puesto y causando la mejor impresión o el mejor contacto para salvar el siguiente peldaño en la escalera de la banca.


Y no era que Paula se lo echara en cara. Debía de haber sido de lo más inconveniente para Ruth Simmons, soltera y con una floreciente carrera, que de pronto le endilgaran una niña de cinco años. Pero Ruth asumió el papel de guardián de la niña sin protestar.


Porque era así como Paula la veía: como un ángel de la guarda. Un ángel que siempre estaba ahí, en la distancia, con una nutrida cuenta corriente, estupendos regalos en juguetes, ropa y clases de baile, salpicados de alguna visita un fin de semana a su apartamento o alguna obra de teatro.


Ruth le había suministrado el dinero y el encanto, pero había designado a Mary Wells para hacer el papel de madre.


Así, era Mary Wells la que estaba ahí cuando Paula se hacía una herida o cuando uno de los tres hijos de Mary le hacía de rabiar. Era Mary la que la consolaba, y muy de vez en cuando, la que le propinaba un azote en el trasero. El amor y la armonía aún reinaban en el hogar de los Wells y Mary estaba feliz, compartiendo ratos de ocio con su marido jubilado o asistiendo a algún partido de béisbol con uno de sus nietos.


Mientras Paula tecleaba al ordenador, sus pensamientos la convencían aún más de la decisión que había tomado. Deseaba tener la sólida vida en familia que había tenido y seguía teniendo Mary Wells, aunque con un toque de glamour, heredado de la tía Ruth: la ópera, los viajes, las ventajas para los niños… cosas que no serían posibles con el débil presupuesto de Paula. Tendría que encontrar a un marido que pudiera darle todo eso.


¡No estaría nada mal conseguirlo! Además, podía intentarlo al menos, ¿no?


Cuando Paula entró en la sala de empleados hacia el mediodía, el ruido de las conversaciones de siempre era ensordecedor. El tema principal en ese momento era el codiciado puesto de asistente administrativo para Alfonso.


—Debe de haberlo reducido a unos pocos —Alice, de Asuntos Jurídicos, dejó de limpiarse las gafas y levantó la vista hacia Paula—. Tú estás con él, Paula, ¿quién te parece que resultará nominado? ¿Stanford?


—No lo sé —se encogió de hombros—; quizá —dijo dudosa, colocándose junto a Sue y desenvolviendo el sandwich de pollo.


Stanford era un africano nacido y criado en América, demasiado inteligente para que alguien pudiera reemplazarle en Tesorería.


—Seguro que esta vez será una mujer —dijo Sue decidida—. Esta mañana…


—¡Ja! —Stu, uno de los dos hombres que estaban presentes interrumpió—. Me hace gracia cómo os llamáis minoría; hay ejecutivas por todas partes.


—Aún así —continuó Sue—, esta mañana el señor Alfonso ha llamado a la señorita Morris con urgencia, ¿no es así, Paula? ¿La viste?


La había visto, la viva imagen de la elegancia ejecutiva, haciéndole la pelota a la Señorita Rodgers, que en el fondo no era tan mala idea. 


El señor Alfonso tenía la costumbre de escuchar los consejos de su secretaria.


—No dijo nada al volver, pero me da la impresión de que… —Sue sonrió con suficiencia.


—¡La impresión! —se burló Stu—. Esto es una compañía seria y Alfonso no es ningún imbécil. Elegirá a alguien competente, de su confianza, y que conozca el negocio de la A a la Z…


Stu continuó hablando, pero Paula ya no lo escuchaba. Puso la pequeña grabadora sobre la mesa y se colocó el auricular en la oreja para escuchar su lección de francés mientras masticaba el sandwich lentamente. Cuando viajara con su marido al extranjero, quería saber un poco de cada una de las lenguas principales.




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