sábado, 31 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 28





A la mañana siguiente, bien temprano, Pedro juraba y caminaba de un lado a otro del porche. No podía marcharse. 


Estaba listo, tenía las maletas hechas y guardadas en el maletero del coche desde la noche anterior, y el tanque de gasolina estaba lleno. Pero no podía irse.


Miró hacia los arbustos y pensó en Paula mientras seguía caminando. Estaba cerca, al otro lado, en algún lugar. Al volver de la calle y entrar en el dormitorio la noche anterior había descubierto que se había ido. Deseaba despedirse, pero llamar a su puerta era como añadir una nueva ofensa.


Tras ver que Paula no estaba se había pasado la noche haciendo las maletas y dando vueltas en la cama sin poder dormir. Le resultaba imposible olvidarse de su sonrisa. Sin el calor de su cuerpo junto a él se sentía vacío, tan vacío como siempre. Más aún, se decía. El frío habitual que lo envolvía se había convertido en hielo.


Era un estúpido por no perseguirla, pensaba, pero tenía miedo. Toda su vida, desde el abandono de su padre, se había sentido al margen de la vida, mirándola desde fuera, y en lo referente a las relaciones con la gente, su actitud, suponía Pedro, había contribuido a ello. Siempre había huido tratando de evitar que la gente le hiciera daño, que lo abandonaran como su padre, y siempre había resultado fácil. 


Hasta Paula, recapacitó.


Pero tenía que marcharse, se dijo saliendo decidido del porche y dirigiéndose al coche. De pronto se detuvo. Torció la boca y se quedó mirando el vehículo. Alguien le había sacado el aire a los neumáticos.


Frankie, pensó. En cuanto le pusiera las manos encima... se dijo lleno de frustración, dando un golpe al coche y volviendo a jurar.


—¡Maldito seas, Frankie! ¡Te voy a...!


—¡Ni se te ocurra! —Gritó Paula desde el final del camino—. Hay una ordenanza municipal que prohíbe jurar en público.


Pedro se quedó mirando su rostro sonriente.


¿Cómo era posible que estuviera de buen humor?, se preguntó. 


Mientras contemplaba el resto de su cuerpo se olvidó de aquella pregunta. Iba vestida con un pantalón corto ajustado a las piernas, una cinta alrededor de la frente, y una camiseta de jogging tan sexy que estaba seguro de que se la había puesto a propósito para hacérselo pasar mal.


—Ven aquí, tengo que hablar contigo —ordenó.


—No sé, Pedro. ¿Te parece seguro entrar en tu propiedad? —preguntó Paula sin moverse—. Estaba esperando a que te marcharas para correr por tu jardín.


Paula estaba tramando algo, se dijo Pedro


Quizá hubiera decidido finalmente que era mejor que se fuera. Se lo tenía merecido, pensó dolido.


—Claro que sí, pero tendrás que esperar para hacer jogging porque me voy a quedar un buen rato.


—¿Cuánto?


—Lo suficiente como para encontrar a Frankie y darle su merecido. Debería de estar prohibido husmear en los coches de los vecinos...


—¿Y qué te ha hecho Frankie ahora según tú? — preguntó Paula con voz dulce.


Los pechos de Paula saltaban de arriba abajo mientras se movía. Pedro tragó y sintió que la indecisión le torturaba en lo más hondo de su ser. La miró a los ojos fijamente y trató de concentrarse.


—¿Cómo que según yo?, ha sido Frankie —afirmó Pedro—. Tú eres la jefa de la patrulla nocturna, ¿no?


—Sí, lo sabes muy bien —contestó Paula sin dejar de saltar y estirando las piernas.


—¿Tienes que hacer eso a plena luz del día? — gruñó Pedro mirando sus caderas y muslos.


Paula levantó los brazos al aire elevando los pechos, que quedaron a escasa distancia de Pedro.


—¿El qué? —preguntó inclinándose para tocarse los pies con las manos mientras le ofrecía a Pedro una magnífica vista de su escote.


—¡Ejercicio! ¡Quieres hacer el favor de parar!


—No puedo, no es bueno. Si la sangre deja de circular se te baja a las piernas y eso es fatal.


—Sí, pero el único que va a morir aquí soy yo.


Pedro Alfonso —declaró Paula abriendo los ojos con expresión de inocencia—, estoy tratando de olvidar que hubo algo entre nosotros, pero me estás acosando.


—¿Que te estoy acosando? —Preguntó Pedro indignado señalando su ropa—. Eso que llevas es indecente.


—Pues anoche no pensabas que era una indecente —replicó Paula con una sonrisa de satisfacción.


—No, supongo que no me quejé.


Paula apenas podía seguir fingiendo que la marcha de Pedro no le afectaba. Respiró hondo y preguntó:
—¿Tienes un problema con Frankie?


—Anoche fui víctima del vandalismo —explicó Pedro.


—¿Quieres decir que eras virgen? Deberías de habérmelo dicho antes de hacer nada, te habría tratado con más suavidad.


—En serio, Paula, alguien ha estado rondando por mi coche.


—¿Qué ha ocurrido, Pedro? ¿Te han robado tu intimidad?


De pronto Pedro comprendió. Aquella mujer estaba haciendo teatro, estaba tratando de ocultar su mal humor y su dolor por el hecho de que él se marchara.


—No, le ha sacado el aire a los neumáticos. Lo que me ha robado es mi libertad.


—Y supongo que ésa es una grave ofensa, ¿no? Tendré que advertirle de que se mantenga alejado de esta casa.


Pedro frunció el ceño. Paula ni siquiera se había molestado en mirar las ruedas. Algo le inquietaba, pero no estaba seguro de qué.


—Estoy seguro de que ha sido Frankie.


—Ah, ¿sí? ¿Es que estuviste en la patrulla nocturna y lo viste? ¿Te has molestado en preguntárselo?


—No, pero...


—Entonces no tienes ninguna prueba de que haya sido él.


—Pero hace unos días le vi robándome unos clavos —Paula se mostró sorprendida, y Pedro sonrió satisfecho—. Es cierto, te lo dije.


—Vale, no hace falta que lo jures —replicó Paula mirándolo irritada y comenzando a hacer aeróbic a un lado del camino.


—¿Quieres dejar de moverte a mi alrededor? De todos modos no te hace ninguna falta perder peso.


—Siempre es agradable oír eso en boca de un hombre, aunque no sea cierto —contestó Paula dulcificando su expresión.


—Yo siempre digo lo que pienso.


—Tú nunca dices nada.


—Es mi manera de evitar los problemas —argumentó Pedro.


—Es tu manera de evitarlo todo.


—Así que debo de entender que no sientes ninguna simpatía por mí, por este vecino en concreto, sólo sientes simpatía por el resto —contestó Pedro comenzando a enfadarse.


—Te llevaré a la estación de servicio para que te hinchen las ruedas. Así, por el camino, hablaremos sobre la posibilidad de que vuelvas a ver a tu padre. Creo que los dos os merecéis una oportunidad.


Esas palabras sí que resultaban sospechosas, pensó Pedro. Demasiado oportunas. Pedro escrutó sus ojos. Paula lo miraba seria.


—No puedo perdonarlo, Paula. No puedo creer que no vaya a desaparecer de mi vida una segunda vez.


—Eso no puedes saberlo. No le has dado tiempo, sólo has ido a visitarlo un par de veces.


—Lo suficiente.


Pedro, en algún momento de tu vida, quizá para sobrevivir, has aprendido a comportarte con un cinismo que va a acabar contigo. Puede que ver sólo lo malo de las personas te ayudara cuando eras niño, pero ahora eres un adulto. Ya es hora de que crezcas y de que comiences a confiar en la gente.


—Crecí a los once años —contestó Pedro—. Desde entonces se pueden contar con los dedos de una mano las personas en las que he confiado... o respetado. Y mi padre no es una de ellas.


—¡Eres un condenado cabezota! —Exclamó Paula elevando la voz—. Me alegro de que no confiaras en mí, seguro que al final habría acabado por hacer algo que te molestara sin darme cuenta, y entonces ¡zas! — Explicó dando una palmada para darle énfasis a sus palabras—, ya está. Habrías sido juez y parte, y te habrías alejado de mí.


Paula se volvió para marcharse, pero Pedro la tomó del brazo y la hizo girar.


—No sé, Paula —dijo tenso—, supón que me dices una cosa que podrías hacer mal.


—Preocuparme por ti —respondió Paula mirando sus ojos—. Eso sería suficiente, ¿verdad?


—Me marcho porque nunca podría ser bueno para ti —explicó Pedro sereno—. Te estoy haciendo un favor.


—¡Tonterías! Te vas porque eres incapaz de admitir que necesitas a alguien lo suficiente como para confiar en él —sacudió la cabeza mirando los dedos de Pedro sobre su brazo, agarrados a la vida sin que él lo supiera siquiera. Paula levantó la mirada y él la soltó. Frunció el ceño y continuó—: Se me olvidaba que sólo tú puedes cambiarte a ti mismo. Me he equivocado al pretender que te quedaras una vez más.


Pedro abrió la boca atónito mientras asimilaba lo que ella acababa de decir.


—Entonces, ¿fuiste tú quien le sacó el aire a los neumáticos? ¿Tú, señorita Bienintencionada?


—Sí, fui yo —parpadeó Paula—. También los santos cometemos pecados. Quería que te quedaras y reconsideraras el reconciliarte con tu padre, pero no me había dado cuenta de que eres más feliz solo. Así que, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Vas a perseguirme por vandalismo?


—No es mala idea —contestó Pedro apretando los dientes y expulsando con fuerza el aire de los pulmones—. Pero creo que, sencillamente, voy a arreglar los neumáticos. Sí, eso es lo que voy a hacer.


—Y luego te irás —añadió Paula desilusionada—. No tienes tanto carácter como había creído.


—Si no estuvieras enamorada del amor, Paula, te habrías ahorrado un montón de problemas. Te habrías dado cuenta de que no puedes transformarme en el hombre que necesitas, por mucho que te empeñes. Pero no, tenías que mezclarte en mi vida y tratar de ayudarme, ¿verdad? Aunque al final salgas mal parada.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 27




Paula se recostó sobre las almohadas y maldijo a Pedro mientras escuchaba sus pasos. Tenía el corazón roto. Pedro estaba equivocado, pensó. 


Ella no huía, adoraba la vida, y nunca se engañaba a sí misma. Pero entonces, ¿por qué lloraba?, se preguntó.


Minutos más tarde salió de la cama y empezó a vestirse. 


Entonces comenzó a comprender la respuesta. 


Estaba triste porque, al igual que con sus padres y otras parejas, no había logrado ayudar a Pedro. Le había fallado, pensó, igual que a los demás. Y además Pedro, como el resto, no la necesitaba.


Estaba decidido a marcharse. Bien, pensó, lo dejaría marchar. La vida continuaría. Continuaría como siempre, sin hombres, y se esforzaría por ser feliz. Disfrutaría de su soledad. Soledad, repitió mientras se abrochaba el vestido. 


Se detuvo un momento para secarse las lágrimas y entonces, de pronto, se derrumbó sobre la cama. ¿A quién pretendía engañar?, se preguntó. No había tenido ninguna relación tan intensa desde la muerte de Ramiro. Pedro era el desafío que había estado esperando, y sin embargo ahí estaba, se dijo, lamentándose en lugar de luchar. Pedro tenía razón: se había rendido.


Pero no iba a dejar que él dijera la última palabra. Se puso los zapatos y, decidida, se encaminó a las escaleras. Una vez más, se prometió a sí misma. Tenía que intentarlo una vez más. Le ayudaría y, al mismo tiempo, recapacitó, se ayudaría a sí misma, quizá.





viernes, 30 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 26





Más tarde, mientras yacía en la cama enroscada en brazos de Pedro, Paula llegó a la conclusión de que sólo había una forma de convencerlo para que se quedara más tiempo.


—Tú ganas, Pedro —dijo en voz baja recorriendo los músculos de su brazo con un dedo—. Volveré a hacerme pasar por tu mujer.


—¿Y qué es lo que te ha hecho cambiar de opinión? —preguntó Pedro obligándola a mirarlo a la cara.


—¿El hecho de que practicar sea divertido? —bromeó parpadeando sugestivamente.


Pedro la miró irónico, pero la pregunta seguía reflejada en sus ojos. Paula no podía contestar. 


No estaba preparada para contarle la verdadera razón, pensó, no mientras siguiera confusa sobre si podía mantener una relación con Pedro.


Pedro había estado pensando en su padre, había decidido que tenía que volver a visitarlo, pero en ese momento le preocupaba más Paula. 


Unas horas antes ella se había negado a seguir fingiendo, y sin embargo parecía haber cambiado de opinión, reflexionó. Sólo por el hecho de haber hecho el amor. Aquello no estaba bien, se dijo. Saber que la estaba presionando era insoportable. El no merecía ese sacrificio, así que contestó:
—Voy a dejarlo, Paula —explicó acunándola en sus brazos—. He cambiado de opinión sobre lo de mentir a mi padre.


—¿Entonces vas a contarle la verdad? —preguntó Paula buscando sus ojos ensombrecidos.


Una ola de inquietud la invadía. Si Pedro hacía las paces con su pasado quizá se convirtiera en el hombre que ella necesitaba, pensó.


—No, me marcho —anunció Pedro observando su reacción—. Mañana.


La excitación se tornó en desilusión en el alma de Paula. Pedro quería deshacerse de ella además de su padre, pensó. Pero un hombre que había tenido que salir adelante como él no podía ser tan débil de carácter, recapacitó. Y sin embargo, aparentemente, se equivocaba. Pedro huía de la gente antes de que le hicieran daño. Paula no sabía si podía hacerle cambiar, pero tenía que intentarlo.


—Te avisé de que no merecía la pena —se disculpó Pedro viendo la desilusión en sus ojos.


—Bueno, no estoy tan segura —contestó Paula esforzándose por sonreír. Esa había sido siempre su táctica cuando sus padres discutían: relajar la tensión antes de obligarlo a enfrentarse a la situación, hacerle comprender que ella no era su enemiga, recordó—. Al menos durante la última hora he estado pensando precisamente lo contrario.


—Así de bien he estado, ¿eh? —Preguntó curvando los labios en una leve sonrisa—. Espero que no se extienda el rumor, sino las mujeres se me van a echar encima como las abejas a la miel.


—¡Vaya! Ya sabía yo que nunca se les debe de dar coba a los hombres. Siempre funciona.


—¿Es que nunca has oído advertir que se debe de tener cuidado con lo que se desea, no vaya a ser que se consiga?


—Sí, lo conseguí —contestó Paula relajada, apoyándose en un codo e inclinándose hacia adelante para lamer el cuello de Pedro con la lengua.


—Y... siendo tan bueno, ¿crees que debería de levantar una muralla para protegerme de las mujeres?


—¿Alguna vez te ha hecho falta? —preguntó Paula a su vez.


—¿El qué? ¿Una muralla? No, me las he arreglado solo. Pero puedo decirte con total sinceridad que nunca me había relacionado con ninguna mujer como contigo.


—Eso se debe a que soy una tonta con los niños, con los animales y...


—Yo no soy un niño, así que debo de ser un animal, ¿no? ¿Es que has llegado a esa conclusión durante la última hora más o menos?


—Iba a añadir con los corazones solitarios, pero si quieres considerarte un animal, adelante —contestó Paula rodando por la cama y levantando los brazos para apoyar en ellos la cabeza.


Aquel movimiento había dejado sus pechos al descubierto. 


Pedro comenzó a posar sobre ella un chorro de besos desde el cuello hasta los pezones. Más tarde, mientras se recostaba sobre Paula y ambos disfrutaban de la dulce paz de haber satisfecho el amor, Paula volvió a recordar que Pedro se marcharía. Aquel glorioso sentimiento desapareció de su interior. En su lugar surgió la ansiedad. Tenía que hacer algo, se dijo.


—¿Has cambiado de opinión con respecto a lo de marcharte?


Paula sintió el peso del torso de Pedro mientras suspiraba y finalmente se levantaba.


—No, me voy. No puedo seguir mezclándote en mi vida.


—No te preocupes por mí —contestó Paula haciendo luego una pausa—. Si te quedaras a resolver ese asunto de tu padre podríamos seguir jugando a ser marido y mujer —Pedro no contestó. Aquello era alentador, se dijo Paula. Si había conseguido eso de él, quizá pudiera conseguir también que cambiara de opinión—. Tienes que volver a intentarlo, Pedro.


Pedro no sabía qué decir. Se había pasado la vida buscando a alguien que le hiciera sentir que pertenecía a algún sitio, a alguien leal que permaneciera a su lado como lo había hecho Guillermo, y no lo había encontrado... hasta conocer a Paula, comprendió. ¿Debía cambiar sólo por ella?, se preguntó. ¿Mantendría ella esa lealtad, sería capaz de amarlo como él desesperadamente necesitaba? Tenía miedo, sentía un nudo en el estómago. No estaba seguro de nada, sólo de que sentía pavor ante la idea de que lo decepcionara.


Era mucho más fácil caminar por la vida con dureza y frialdad, se dijo. Sin sentimientos uno no se exponía al sufrimiento. No debería de haberse llevado a Paula a la cama, recapacitó. Haciéndolo sólo había conseguido soñar con cosas que jamás ocurrirían.


—Tengo que estar en Virginia a primeros del mes que viene —comentó sin dejar de mirarla—.Si me quedo, cuando nos separemos será mucho peor.


—¿Peor para los dos? —Preguntó Paula con voz suave—, ¿o sólo para ti?


Pedro sintió que se ponía tenso. Siempre había evitado la reflexión, pensó, pero las preguntas de Paula no dejaban de atormentarlo. Sentía la necesidad de tomar sus propias decisiones, pero también de hacerla feliz. Sin embargo sabía que no lo conseguiría hasta que no hiciera lo que ella consideraba lo mejor para él. Rodó por la cama y se puso en pie, alcanzando los vaqueros.


—Has estado huyendo de tu pasado durante mucho, mucho tiempo, Pedro —añadió Paula tratando de presionarlo—. ¿No es hora ya de que te enfrentes a él y trates de ser feliz?


—¿Siempre eres así, Paula? —Preguntó abrochándose el pantalón—. ¿Siempre te preocupas por todos menos por ti?


—Por supuesto que me preocupo por mí.


—¿Y entonces cómo es que no tienes aún una familia? ¿Por qué juegas a ser mamá osa con todos los chicos del vecindario en lugar de buscar a alguien que te trate como a una princesa?


Los ojos de Paula se llenaron de lágrimas. Pedro no iba a ser ese hombre, pensó levantando el mentón. Al menos eso dedujo ella de sus palabras. Ya lo sabía, pero oírlo dolía. 


Pedro alargó un brazo y enjugó las lágrimas de su rostro.


—Quizá haya sido bueno que me conocieras, quizá ahora te des cuenta de que tienes que buscar a alguien, no lo sé. Es posible que tú seas tan experta evadiendo tus problemas como yo, Paula, y que cuando me vaya decidas dejar de huir tú también. Entonces comprenderás que no era tan fácil afrontarlos como tú creías —terminó poniéndose la camisa y dirigiéndose hacia la puerta—. Voy a salir a dar un paseo, quédate todo el tiempo que quieras.


Sabía que no debería de haber dicho eso, se dijo Pedro. No tenía derecho. Se sentía culpable hasta la médula. Nunca había deseado hacerle daño, sobre todo después de lo que había sufrido en el pasado, recapacitó. Pero no podía volver a consolarla porque nada había cambiado.


POR UNA SEMANA: CAPITULO 25





De pronto Pedro, en medio de aquella escena, recuperó el control y dejó de moverse. Y entonces miró a Paula a los ojos. Eran como dos lagos enormes que parecían ocultar todos los secretos del universo, todos los secretos que él había estado buscando desde la infancia, en su soledad, reflexionó. Pedro se perdió en su sonrisa, en la suavidad y en la dulzura que tanto había anhelado. Era como si por fin hubiera encontrado lo que tanto había echado de menos en la vida, pensó, pero estaba triste porque sabía que no sería capaz de retenerlo.


Paula comprendió que algo le ocurría, así que lo abrazó por el cuello y lo atrajo hacia sí obligándolo a moverse. Se lo dio todo, y él la amó poniendo todo el cariño y la generosidad de que fue capaz. Pedro se maldecía porque sabía que, al final, no iba a conseguir sino hacerle daño.


Paula nunca se había sentido tan libre como cuando, finalmente, su cuerpo se estremeció de satisfacción, pletórico de aquello que había estado buscando desde... desde el día en que había posado los ojos sobre Pedro Alfonso, se dijo. Cuando él cayó por el precipicio del éxtasis con ella para descansar luego juntos, Paula se quedó quieta, pensando, con los ojos cerrados.


No podía dejar que él desapareciera de su vida, reflexionó. 


Aún no. No sabía qué esperaba de él, ni si él sería capaz de dárselo.




POR UNA SEMANA: CAPITULO 24





Paula no quería escuchar ninguna mentira aquella noche. De pronto recordó el comentario de Pedro de que ella era lo mejor que le había sucedido en la vida. Aquellas palabras la atormentaban. Si era mentira, no quería saberlo, se dijo. Con Ramiro nunca había sentido lo que estaba experimentando en ese preciso momento; todo aquel erotismo, todo aquel deseo. No quería oírle decir que su cuerpo era bello o que nunca había hecho el amor con ninguna mujer como con ella. No quería saber nada, porque no quería preguntarse si era cierto.


Pedro acarició sus pezones y ella dejó caer la cabeza sobre su hombro. Se apretó contra él, contra su masculinidad excitada, y movió las caderas en círculo al ritmo de sus caricias. 


Quería seducirlo, excitarlo tanto como lo estaba ella. Pedro tenía las manos ocupadas, de modo que se desabrochó el botón del cuello del vestido. Éste cayó hasta las caderas, y Pedro se lo quitó del todo dejando expuesta su ropa interior.


Pedro gemía mientras el placer recorría su cuerpo como una cascada. Al escuchar aquel sonido, Paula se volvió y tapó su boca con la de ella para evitar que dijera nada. Sin embargo, según parecía lo último que él pensaba hacer era hablar. 


Sólo la acariciaba y deslizaba las manos hacia su parte más vulnerable.


Tenía unas manos grandes y cálidas, pensó Paula. Tomó una de ellas para guiarla y comenzó a sentir un temblor interior. Aquello era química, se dijo. Puro sexo en estado básico. 


Sexo, se repitió. No amor. Pero no importaba, pensó. 


Ya tendría tiempo de justificarse a sí misma. 


Deseaba demasiado desesperadamente a Pedro.


Sus bocas se unieron. Paula se inclinó y comenzó a desabrochar los botones de su camisa con una urgencia compartida. Él se apartó y la ayudó.


—Estamos en la cocina —señaló Pedro.


Paula lo miró sonriendo y terminó de desabrocharle.


—¿Es que nunca has oído decir que el sexo no depende del lugar? Sólo importa el cómo.


—Sí, pero el cómo depende del lugar, y no va bien en una cocina —contestó Pedro.


—¿Seguro?


—Puedes confiar en mí —aseguró Pedro—. A mí me gusta con lujo y suavidad —añadió deslizando las palmas de las manos hacia sus nalgas para abrazarlas.


Paula se mordió el labio inferior mientras él la penetraba con su masculinidad excitada y comenzaba a besarle en la nuca. 


Tuvo que tragar antes de poder hablar:
—Pues ahora mismo no parece que te vaya mal.


—No —musitó él sin dejar de besarla—. Oh, Paula, no hay ninguna mujer más dulce y suave que tú.


Paula comprendió entonces que con sólo aquella hora de felicidad, sin nada más, estaba haciendo por Pedro más de lo que nadie hubiera hecho nunca. Quería ayudarlo, y podía hacerlo al tiempo que aplacaba su propia hambre.


—Estaríamos más cómodos arriba —añadió Pedro en un susurro.


La boca de Pedro le succionaba el lóbulo de la oreja, le hacía cosas excitantes y salvajes intensificando su deseo. 


Durante unos segundos, Paula no pudo moverse. Entonces él la levantó del suelo y, besándola, la llevó al salón. Sólo llegaron hasta el sofá. Era como yacer sobre una nube.


Pedro se quitó los vaqueros y Paula terminó de quitarle la camisa. La intensidad de su deseo la impulsaba a rozar con los labios sus pezones, a comportarse de un modo impúdico, como nunca en la vida lo había hecho. Pero no importaba, se dijo.


Desnudo, apoyado sobre los brazos, Pedro se deslizó por encima de ella lamiendo su cuello y deslizando la lengua por su piel caliente. Paula levantó el pecho para apretarlo contra su sólido torso, sintiendo cómo sus músculos se restregaban contra ella. Era la primera vez que no pensaba en el futuro, que no hacía algo planeando cada segundo. Vivía para sí misma, con un egoísmo salvaje...


—Y me encanta —susurró en voz alta sus pensamientos abriendo las piernas y levantando las caderas.


—Me alegro de oírlo —contestó Pedro deslizándose en su interior con tanta facilidad como si estuvieran hechos el uno para el otro.