sábado, 31 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 28





A la mañana siguiente, bien temprano, Pedro juraba y caminaba de un lado a otro del porche. No podía marcharse. 


Estaba listo, tenía las maletas hechas y guardadas en el maletero del coche desde la noche anterior, y el tanque de gasolina estaba lleno. Pero no podía irse.


Miró hacia los arbustos y pensó en Paula mientras seguía caminando. Estaba cerca, al otro lado, en algún lugar. Al volver de la calle y entrar en el dormitorio la noche anterior había descubierto que se había ido. Deseaba despedirse, pero llamar a su puerta era como añadir una nueva ofensa.


Tras ver que Paula no estaba se había pasado la noche haciendo las maletas y dando vueltas en la cama sin poder dormir. Le resultaba imposible olvidarse de su sonrisa. Sin el calor de su cuerpo junto a él se sentía vacío, tan vacío como siempre. Más aún, se decía. El frío habitual que lo envolvía se había convertido en hielo.


Era un estúpido por no perseguirla, pensaba, pero tenía miedo. Toda su vida, desde el abandono de su padre, se había sentido al margen de la vida, mirándola desde fuera, y en lo referente a las relaciones con la gente, su actitud, suponía Pedro, había contribuido a ello. Siempre había huido tratando de evitar que la gente le hiciera daño, que lo abandonaran como su padre, y siempre había resultado fácil. 


Hasta Paula, recapacitó.


Pero tenía que marcharse, se dijo saliendo decidido del porche y dirigiéndose al coche. De pronto se detuvo. Torció la boca y se quedó mirando el vehículo. Alguien le había sacado el aire a los neumáticos.


Frankie, pensó. En cuanto le pusiera las manos encima... se dijo lleno de frustración, dando un golpe al coche y volviendo a jurar.


—¡Maldito seas, Frankie! ¡Te voy a...!


—¡Ni se te ocurra! —Gritó Paula desde el final del camino—. Hay una ordenanza municipal que prohíbe jurar en público.


Pedro se quedó mirando su rostro sonriente.


¿Cómo era posible que estuviera de buen humor?, se preguntó. 


Mientras contemplaba el resto de su cuerpo se olvidó de aquella pregunta. Iba vestida con un pantalón corto ajustado a las piernas, una cinta alrededor de la frente, y una camiseta de jogging tan sexy que estaba seguro de que se la había puesto a propósito para hacérselo pasar mal.


—Ven aquí, tengo que hablar contigo —ordenó.


—No sé, Pedro. ¿Te parece seguro entrar en tu propiedad? —preguntó Paula sin moverse—. Estaba esperando a que te marcharas para correr por tu jardín.


Paula estaba tramando algo, se dijo Pedro


Quizá hubiera decidido finalmente que era mejor que se fuera. Se lo tenía merecido, pensó dolido.


—Claro que sí, pero tendrás que esperar para hacer jogging porque me voy a quedar un buen rato.


—¿Cuánto?


—Lo suficiente como para encontrar a Frankie y darle su merecido. Debería de estar prohibido husmear en los coches de los vecinos...


—¿Y qué te ha hecho Frankie ahora según tú? — preguntó Paula con voz dulce.


Los pechos de Paula saltaban de arriba abajo mientras se movía. Pedro tragó y sintió que la indecisión le torturaba en lo más hondo de su ser. La miró a los ojos fijamente y trató de concentrarse.


—¿Cómo que según yo?, ha sido Frankie —afirmó Pedro—. Tú eres la jefa de la patrulla nocturna, ¿no?


—Sí, lo sabes muy bien —contestó Paula sin dejar de saltar y estirando las piernas.


—¿Tienes que hacer eso a plena luz del día? — gruñó Pedro mirando sus caderas y muslos.


Paula levantó los brazos al aire elevando los pechos, que quedaron a escasa distancia de Pedro.


—¿El qué? —preguntó inclinándose para tocarse los pies con las manos mientras le ofrecía a Pedro una magnífica vista de su escote.


—¡Ejercicio! ¡Quieres hacer el favor de parar!


—No puedo, no es bueno. Si la sangre deja de circular se te baja a las piernas y eso es fatal.


—Sí, pero el único que va a morir aquí soy yo.


Pedro Alfonso —declaró Paula abriendo los ojos con expresión de inocencia—, estoy tratando de olvidar que hubo algo entre nosotros, pero me estás acosando.


—¿Que te estoy acosando? —Preguntó Pedro indignado señalando su ropa—. Eso que llevas es indecente.


—Pues anoche no pensabas que era una indecente —replicó Paula con una sonrisa de satisfacción.


—No, supongo que no me quejé.


Paula apenas podía seguir fingiendo que la marcha de Pedro no le afectaba. Respiró hondo y preguntó:
—¿Tienes un problema con Frankie?


—Anoche fui víctima del vandalismo —explicó Pedro.


—¿Quieres decir que eras virgen? Deberías de habérmelo dicho antes de hacer nada, te habría tratado con más suavidad.


—En serio, Paula, alguien ha estado rondando por mi coche.


—¿Qué ha ocurrido, Pedro? ¿Te han robado tu intimidad?


De pronto Pedro comprendió. Aquella mujer estaba haciendo teatro, estaba tratando de ocultar su mal humor y su dolor por el hecho de que él se marchara.


—No, le ha sacado el aire a los neumáticos. Lo que me ha robado es mi libertad.


—Y supongo que ésa es una grave ofensa, ¿no? Tendré que advertirle de que se mantenga alejado de esta casa.


Pedro frunció el ceño. Paula ni siquiera se había molestado en mirar las ruedas. Algo le inquietaba, pero no estaba seguro de qué.


—Estoy seguro de que ha sido Frankie.


—Ah, ¿sí? ¿Es que estuviste en la patrulla nocturna y lo viste? ¿Te has molestado en preguntárselo?


—No, pero...


—Entonces no tienes ninguna prueba de que haya sido él.


—Pero hace unos días le vi robándome unos clavos —Paula se mostró sorprendida, y Pedro sonrió satisfecho—. Es cierto, te lo dije.


—Vale, no hace falta que lo jures —replicó Paula mirándolo irritada y comenzando a hacer aeróbic a un lado del camino.


—¿Quieres dejar de moverte a mi alrededor? De todos modos no te hace ninguna falta perder peso.


—Siempre es agradable oír eso en boca de un hombre, aunque no sea cierto —contestó Paula dulcificando su expresión.


—Yo siempre digo lo que pienso.


—Tú nunca dices nada.


—Es mi manera de evitar los problemas —argumentó Pedro.


—Es tu manera de evitarlo todo.


—Así que debo de entender que no sientes ninguna simpatía por mí, por este vecino en concreto, sólo sientes simpatía por el resto —contestó Pedro comenzando a enfadarse.


—Te llevaré a la estación de servicio para que te hinchen las ruedas. Así, por el camino, hablaremos sobre la posibilidad de que vuelvas a ver a tu padre. Creo que los dos os merecéis una oportunidad.


Esas palabras sí que resultaban sospechosas, pensó Pedro. Demasiado oportunas. Pedro escrutó sus ojos. Paula lo miraba seria.


—No puedo perdonarlo, Paula. No puedo creer que no vaya a desaparecer de mi vida una segunda vez.


—Eso no puedes saberlo. No le has dado tiempo, sólo has ido a visitarlo un par de veces.


—Lo suficiente.


Pedro, en algún momento de tu vida, quizá para sobrevivir, has aprendido a comportarte con un cinismo que va a acabar contigo. Puede que ver sólo lo malo de las personas te ayudara cuando eras niño, pero ahora eres un adulto. Ya es hora de que crezcas y de que comiences a confiar en la gente.


—Crecí a los once años —contestó Pedro—. Desde entonces se pueden contar con los dedos de una mano las personas en las que he confiado... o respetado. Y mi padre no es una de ellas.


—¡Eres un condenado cabezota! —Exclamó Paula elevando la voz—. Me alegro de que no confiaras en mí, seguro que al final habría acabado por hacer algo que te molestara sin darme cuenta, y entonces ¡zas! — Explicó dando una palmada para darle énfasis a sus palabras—, ya está. Habrías sido juez y parte, y te habrías alejado de mí.


Paula se volvió para marcharse, pero Pedro la tomó del brazo y la hizo girar.


—No sé, Paula —dijo tenso—, supón que me dices una cosa que podrías hacer mal.


—Preocuparme por ti —respondió Paula mirando sus ojos—. Eso sería suficiente, ¿verdad?


—Me marcho porque nunca podría ser bueno para ti —explicó Pedro sereno—. Te estoy haciendo un favor.


—¡Tonterías! Te vas porque eres incapaz de admitir que necesitas a alguien lo suficiente como para confiar en él —sacudió la cabeza mirando los dedos de Pedro sobre su brazo, agarrados a la vida sin que él lo supiera siquiera. Paula levantó la mirada y él la soltó. Frunció el ceño y continuó—: Se me olvidaba que sólo tú puedes cambiarte a ti mismo. Me he equivocado al pretender que te quedaras una vez más.


Pedro abrió la boca atónito mientras asimilaba lo que ella acababa de decir.


—Entonces, ¿fuiste tú quien le sacó el aire a los neumáticos? ¿Tú, señorita Bienintencionada?


—Sí, fui yo —parpadeó Paula—. También los santos cometemos pecados. Quería que te quedaras y reconsideraras el reconciliarte con tu padre, pero no me había dado cuenta de que eres más feliz solo. Así que, ¿qué vas a hacer ahora? ¿Vas a perseguirme por vandalismo?


—No es mala idea —contestó Pedro apretando los dientes y expulsando con fuerza el aire de los pulmones—. Pero creo que, sencillamente, voy a arreglar los neumáticos. Sí, eso es lo que voy a hacer.


—Y luego te irás —añadió Paula desilusionada—. No tienes tanto carácter como había creído.


—Si no estuvieras enamorada del amor, Paula, te habrías ahorrado un montón de problemas. Te habrías dado cuenta de que no puedes transformarme en el hombre que necesitas, por mucho que te empeñes. Pero no, tenías que mezclarte en mi vida y tratar de ayudarme, ¿verdad? Aunque al final salgas mal parada.



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