domingo, 25 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 10





Marcia le echó una extraña mirada y se apresuró a subir al coche. Cerró la puerta echando el seguro y puso la radio. 


Mientras arrancaba, Pedro dio un paso atrás y se apartó del camino. Luego se quedó mirando el agujero de los arbustos que lo separaban de la casa de Paula y atisbo por fin su rostro. Se estaba riendo. Un segundo más tarde, ella había desaparecido.


Irritado, Pedro caminó a grandes pasos hasta el final de su propiedad para entrar en la de ella. Seguro que estaba sentada en el patio leyendo el periódico, se dijo. Y en efecto así era. Llevaba pantalones cortos y camiseta sin mangas. 


Pedro no pudo pensar en otra cosa más que en la suavidad de la piel de sus hombros. Eran los hombros más bonitos que jamás hubiera visto, y sobre uno de ellos había una hoja de un árbol.


Alargó la mano para retirar la hoja y trató de ignorar la electricidad que lo invadió con aquel contacto. Debía de tratarse de electricidad estática, se dijo. Nada más.


—¿Es que no tienes nada mejor que hacer? —preguntó enseñándole la hoja.


Paula dejó el periódico y se quedó mirándolo por encima de las gafas de sol. Su boca de rosa se curvó en una sonrisa que excitó a Pedro.


—Habría ido a tu casa a preguntarte qué tal la visita —contestó ella amable—, pero tú has dejado bien claro que no quieres que nadie te moleste. ¿O es que lo habías olvidado?


—¿Y no se te ha ocurrido pensar que mis visitas no son asunto tuyo? —volvió a preguntar Pedro sin pensar en otra cosa más que en besarla.


—Tus visitas sí son asunto mío cuando ponen la música a todo volumen —contestó Paula desafiante levantando el mentón—. Iba a pedirte que la bajaras, pero como vi que tu amiguita se iba decidí que no — añadió quitándose las gafas y dejándolas sobre la mesa—. En serio, Pedro, esa chica no es tu tipo.


—Gracias.


—Entonces, ¿es tu hermana? —preguntó Paula con el ceño fruncido.


—No.


Una expresión de dolor, rápida como un rayo, recorrió el semblante de Pedro. Paula se puso en pie sobresaltada, incapaz de comprender cómo una pregunta tan sencilla podía herirlo.


—No te sientas tan violento, Pedro, no era tan horrorosa.


—Sólo tengo un hermano —contestó Pedro pensativo—. Y deja de meterte en mis asuntos, Paula, ¿quieres?


—Estás enfadado porque ahora resulta que no sólo eres raro, sino que encima eres mayor —sonrió Paula burlona.


—Te equivocas.


De pronto, con una celeridad que les extrañó a ambos, Pedro la tomó en sus brazos y la besó. Pretendía besarla sólo brevemente, hacerla comprender que no era cierto que fuese tan mayor, pero aquel beso se convirtió en algo más, en algo cálido y poderoso que él hubiera deseado que durase para siempre. Besar a Paula le hacía sentirse como si estuviera en la cima del mundo, como si pudiera enfrentarse a cualquier cosa, incluso a su vida vacía y a su dolor, reflexionó.


La apretó contra sí y continuó besándola. Ella se estrechó contra él, y Pedro sintió que se excitaba instantáneamente mientras sus dedos vagabundeaban por la camiseta de Paula. La intimidad que suponía tocar aquella carne desnuda, aquella piel, hizo renacer en él un anhelo desesperado. Necesitaba saciarlo, comprendió. O parar de inmediato. Él estaba vacío, era un hombre frío y duro, no era lo que Paula necesitaba, recapacitó.


Pedro dio un paso atrás y se quedó mirándola. Trataba de recuperar el control, pero era difícil viendo su pecho subir y bajar al ritmo de la respiración.


—Entonces, ¿sigues creyendo que soy demasiado mayor?


—Bueno... —Paula hizo una pausa—, creo que tu amiga era demasiado joven como para opinar. Tengo que admitir que quizá no estuviera del todo desarrollada.


—No me había dado cuenta.


—Te estás haciendo mayor —rió Paula.


—No lo creo. Pero en cambio sí que me di cuenta de que tú estabas muy desarrollada cuando te conocí.


Paula se sintió perdida ante la mirada de Pedro. Fuera un preso fugado o no, era endiabladamente seductor, pensó. No sólo era moreno y atractivo, sino que además sabía besar. Y sabía cómo abrazar a una mujer, excitándola y haciéndola desear más. Se sentía halagada, pero tenía que reconsiderar si deseaba o no mantener relaciones con un hombre tan... lejano, tan remoto, recapacitó.


—Si te digo que estoy entrevistando a mujeres para que hagan un trabajo para mí, ¿dejarás de espiarme? —preguntó Pedro.


—¿Qué clase de trabajo?


—Nada ilegal.


—Bueno, tú debes de conocer la diferencia —musitó Paula ruborizándose ligeramente.


—¿Qué?


—Vamos, Pedro, esa chica no podía ser ni jardinera ni doncella.


—No quiero discutir sobre ese tema.


—Lo siento, pero sigues comportándote de un modo muy extraño. Eres un misterio, y éste sigue siendo mi vecindario. Tengo que mantenerlo a salvo. Hasta que no sepa quién eres y a qué te dedicas voy a seguir vigilándote. Por el bien de mis vecinos y de mis amigos.


Pedro se enojó. Se sentía tan atraído físicamente por Paula que era incapaz de pensar con claridad en su presencia. Y necesitaba pensar, se dijo. Si Paula se empeñaba en espiarlo iba a complicarle la vida, pero no estaba dispuesto a ceder.


—No te debo ninguna explicación —dijo Pedro serio.


—Entonces yo no te haré ninguna concesión — contestó ella escueta—. Y no vuelvas a besarme.


—No lo haría ni aunque me lo rogaras —añadió Pedro volviéndose y caminando a grandes pasos hacia su casa.


Paula volvió a sentarse tratando de ignorar el ardor de su deseo. Cada vez era peor, se dijo. Pedro había derribado todas sus defensas, era un anzuelo que no podía dejar de picar. Necesitaba que él la tomara, que la abrazara y se la llevara. Si la estrechara entre sus brazos y se la llevara a la cama, fantaseó, se sentiría como puro fuego, como puro sexo a punto de estallar.


Nunca, nunca en la vida se había excitado así. Ni siquiera con Ramiro. Y eso la asustaba, se confesó. No quería sentir ese tipo de atracción por un hombre que, en el peor de los casos, era un criminal, y en el mejor era sólo un extraño incapaz de comunicarse. Era el tipo de hombre al que jamás podría amar, recapacitó.


Dejó caer los brazos y se puso en pie. Pedro había llevado sus asuntos demasiado en secreto, se dijo. Tenía que averiguar qué ocultaba, y cuando dejara de ser un misterio, su poder sexual sobre ella desaparecería, pensó. Al menos eso esperaba, porque con un hombre como Pedro no había futuro.


POR UNA SEMANA: CAPITULO 9




Mientras conducía se le ocurrió pedirle ayuda a Paula, pero enseguida rechazó la idea. Eso no le causaría más que problemas, no merecía la pena. Bastante tenía ya con haberla besado, recapacitó. Si le pedía un favor, ella pensaría que le interesaba. Además no necesitaba su ayuda, no sería tan difícil encontrar a una buena actriz. ¿O sí?, se preguntó.


Sin embargo, las cosas resultaron más complicadas de lo que Pedro había supuesto en un principio. Aquel día, mientras escribía el anuncio, Pedro estuvo pensando en que debía de publicarlo lejos de Bedley Hills. Por si acaso su padre conocía a la candidata a esposa, se dijo. Y luego quedaba aún pendiente el tema de cuánto pagar y de por cuánto tiempo contratarla. Por fin decidió el texto del anuncio, que fue bastante sencillo:
Se necesita a una mujer de unos veinte años o más para hacerse pasar por esposa durante una semana. Se trata de un trabajo legal. Pagaré quince mil pesetas al día. Mínimo un día.


Lo firmó con su nombre de pila y anotó el teléfono. 


Necesitaba un día entero, había pensado, para ponerse de acuerdo en la historia a contar y convencer a su padre de que era feliz. Sin embargo, si lo planteaba por un tiempo indefinido, dejaba abiertas otras posibilidades, se dijo. No esperaba tardar más de una semana, pero todo podía ocurrir.


El anuncio salió en el periódico a la mañana siguiente. 


Durante esos dos días recibió cinco llamadas telefónicas. 


Una de las mujeres rechazó el trabajo al saber que se trataba de un contrato privado en el que no mediaba ninguna compañía de teatro. 


Después de aquello, Pedro omitió esa información en las siguientes conversaciones con las otras candidatas. Otras dos de las mujeres eran mayores de cuarenta y cinco años, y Pedro tuvo que rechazarlas. Una diferencia de edad tan grande no hubiera servido sino para levantar sospechas en su padre, se dijo.


Quedaban, por tanto, dos candidatas. La primera entrevista debía celebrarse en cuestión de minutos. Marcia Peterman tenía que estar al llegar. Si todo iba bien, Pedro cancelaría la otra cita y pasaría la tarde repasando la historia con su supuesta mujer. Luego, al día siguiente, iría con ella a visitar a su padre.


Y después de eso estaría libre y podría volar a cualquier parte, a cualquier lugar exótico para relajarse, pensó.


Pronto abandonaría Bedley Hills, y sin embargo no estaba contento. No podía dejar de pensar en Paula, se confesó. 


Desde su último encuentro, ella no había dado señales de vida, y no dejaba de preguntarse por qué. Cada vez que salía al jardín esperaba verla, pero Paula no aparecía. Y a pesar de todo, Pedro tuvo la sensación aquella tarde de que alguien lo observaba.


Por fin un coche entró en su propiedad con la música a todo volumen. Pedro hizo una mueca de disgusto. Si había algo que valorara tanto como la intimidad, era el silencio. La música cesó de repente. Pedro dio un paso adelante y una chica salió del coche con zapatos de tacón. Casi sin pensarlo, se acercó a ayudarla.


—Hola, soy Marcia.


Marcia, pelirroja, era quizá excesivamente joven. Llevaba una minifalda de piel negra y el pelo abultado y peinado con laca. Pedro pensó que nunca se atrevería a tocar ese pelo, y menos aún un hombro o un brazo.


Y si no tocaba a su mujer, se dijo, no engañaría a su padre.


—¿Eres tú quien ha puesto el anuncio? ¿Eres Pedro?


—¿Cuántos años tienes?


—Ayer cumplí veinte.


Pedro frunció el ceño y miró a la joven. Era demasiado poco, se dijo. Demasiado joven. No quería que ella, ni nadie que pudiera verlos, llegasen a una conclusión equivocada. 


Pedro lo miraba, pero de pronto frunció el ceño suspicaz:
—¿Por qué no dices nada? ¿No serás un prevertido, verdad?


—Se dice pervertido, y por supuesto que no lo soy.


—¿Entonces dónde está el teatro?


—No hay teatro, simplemente necesito a alguien que se haga pasar por mi mujer una tarde —explicó sin dar más detalles.


Había decidido que Marcia no le servía, de modo que era inútil explicarle nada. Marcia le echó una mirada asesina e hizo un gesto con la cabeza para echarse el pelo hacia atrás.


—¿Y por qué has puesto un anuncio? Un tío como tú seguro que tiene una cola de mujeres dispuestas y aguardando.


—Es que soy nuevo en el vecindario —contestó Pedro. Marcia soltó una estruendosa carcajada y Pedro sacudió la cabeza—. No quisiera ofenderte, pero me temo que no voy a contratarte.


—¡Hombres! —musitó Marcia entre dientes volviendo al coche. Pedro se apresuró a ayudarla—. Gracias, normalmente llevo zapatillas de deportes, esto lo llevo para darme glamour —añadió tirando de la minifalda.


—Siento mucho que no haya funcionado.


—Está bien —sonrió—, de todos modos eres muy mayor para mí.


«¿Mayor?», se preguntó Pedro. Sólo tenía treinta años. Antes de que pudiera decir nada escuchó un ruido de ramas procedente de los arbustos. Miró en esa dirección, pero no vio nada. Sin embargo, eso no significaba que los árboles no tuvieran oídos, se dijo.


—Bueno, al menos no ha pasado nada —continuó Marcia—, mi madre estaba preocupada.


Paula iba a tener motivos para reírse, pensó Pedro.


Sin embargo, no podía hacer nada.


—Dile a tu madre que no tiene nada que temer de este vecindario —añadió en voz alta—. Créeme, yo no salgo sin que mis vecinos lo sepan.



sábado, 24 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 8





Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Pedro estaba sentado en el coche frente a la casa de su padre con los nervios de punta. Sólo tenía que acercarse y llamar, se dijo. 


Acabar de una vez por todas. Después podría marcharse lejos de Bedley Hills y deshacerse de las atractivas garras de Paula.


Golpeó el volante. ¿Y por qué no?, se preguntó. ¿Por qué había tenido que caer en las garras de una mujer que podía volver a hacerle sentir? ¿Por qué tenía que estar obsesionado con aquella mujer de enorme corazón y preciosos ojos cuando se suponía que debería de estar pensando en su padre?


Respiró hondo y se esforzó por concentrarse en Lucas Alfonso. El abandono de su padre era la razón por la que no podía casarse y establecerse en un lugar fijo, la razón por la que se mantenía siempre ocupado... la razón por la que se había alejado de aquella parte del mundo, recapacitó. Si consiguiera olvidar su pasado quizá pudiera llevar una vida normal.


Había llegado el momento. Bajó del coche como si se lo llevara el viento, caminó hasta la puerta y llamó. Segundos más tarde se abrió, y entonces el tiempo se detuvo.


Una cosa era pensar y fantasear con aquel momento, y otra muy distinta encararse con su padre. Tenían el mismo color de pelo, observó, de un castaño tan oscuro que era difícil distinguirlo del negro. Sin embargo el de Lucas había comenzado a hacerse gris. Compartían también los anchos hombros y el estómago plano, a pesar de que según su madre, Lucas rondaba los sesenta años.


—Si viene usted a venderme algo puede ahorrarse la molestia, no tengo ni un duro —dijo su padre con acento de Kentucky.


—Sí, ya lo sé —contestó Pedro luchando contra la simpatía natural que le inspiraba el hombre.


No quería sentir nada por su padre, no quería preocuparse por él. ¿Por qué iba a hacerlo?, se preguntó. Él no se había preocupado de sus hijos durante años.


Lucas Alfonso, asustado quizá, dio un paso atrás y trató de cerrar la puerta, pero Pedro alargó la mano y se lo impidió.


—No, no cierres, soy yo, Pedro.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lucas sorprendido y esperanzado.


Una vez más, Pedro tuvo la sensación de que estaba a punto de darle una patada a un pobre perro destrozado, pero combatió esa sensación de culpabilidad recordando el rostro de su hermano. Se habían quedado solos, sin familia, durante veinte años.


—Entra, Pedro, por favor. Entra —dijo Lucas abriendo la puerta de par en par.


Una vez traspasado el umbral, Lucas dio un paso adelante en un intento de abrazar a Pedro, pero él se echó atrás. Lucas se detuvo, asintió despacio como si comprendiera su reacción, e hizo un gesto señalando el sofá.


—Por favor, hijo, siéntate.


Pedro ignoró el apelativo familiar y asintió. Ambos se sentarían y hablarían, pensó. Por fin conseguiría conocer las respuestas a las preguntas que durante tantos años se había hecho. ¿Por qué los había abandonado? ¿Por qué les había robado a Guillermo y a él su infancia y su juventud? ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado de esa forma de su familia? Después de que Lucas contestara a esas preguntas, Pedro tenía pensado ponerse en pie y marcharse sin mirar atrás.


Pedro miró a su alrededor y se sentó en el sofá. Según su madre, Lucas acababa de mudarse a Bedley Hills ese mismo año. Dónde había estado antes era, sin embargo, una incógnita. La rabia comenzó a apoderarse de él. Sentía deseos de gritarle, de echarle en cara el haber tenido que vivir en las calles, la amargura que sentía en su interior. 


Pero, por otro lado, no quería darle la satisfacción de saber que tenía tanto poder sobre él, que podía desbaratar todos sus intentos de ser feliz, de confiar en la gente y de sentir emociones como una persona normal.


—Espera un momento, hijo, iré a hacer un poco de café —dijo Lucas desapareciendo por el pasillo.


Pedro observó aquel austero salón y se pasó la mano por el cabello lleno de frustración. Por fin había llegado el momento, se dijo, pero no tenía la menor idea de por dónde comenzar.


Lucas volvió al salón con dos tazas de café y le ofreció una. 


Pedro la sostuvo un momento dejando que su temperatura le caldeara las manos. Podía enfrentarse a aquella situación, se dijo. Si algo había aprendido en la vida era precisamente que podía enfrentarse a todo lo que se le pusiera por delante. Paso a paso, recapacitó.


Lucas sonrió tanteando el ambiente, como si tuviera miedo de cometer un error.


—Sé que tienes muchas preguntas que hacerme — comentó.


—Sí —contestó Pedro—, de una en una. Mamá me mandó tu dirección, pero no me dijo dónde habías estado ni por qué te marchaste. Me dijo que viniera yo mismo a preguntártelo.


—Maria aún está enfadada conmigo —asintió Lucas—, pero me escribió y me lo contó. No estaba segura de que fueras a venir. La verdad es que ya casi había perdido la esperanza.


—No pensé que corriera ninguna prisa —comentó Pedro—. A ti te ha costado casi veinte años ponerte en contacto con mamá. Podrías haberme escrito.


Lucas se aclaró la garganta y contestó:
—Tu madre no quería que apareciera en tu vida de repente, imponiéndome sobre ti. No me dio tu dirección. Hijo...


—Preferiría que dejaras de llamarme así —lo interrumpió Pedro sacudiendo la cabeza—. Puedes llamarme Pedro, no finjamos una relación que nunca existió —Lucas hizo un gesto con la cabeza. Parecía avergonzado. Pedro se sintió inquieto y añadió—: Bueno, pues ya estoy aquí. ¿Por qué nos abandonaste?


Lucas se inclinó hacia adelante y tomó la taza de café con manos temblorosas. Mientras su padre se tomaba su tiempo para responder, Pedro volvió a mirar a su alrededor. Las paredes estaban vacías, no había cuadros ni fotografías familiares. ¿Acaso los había abandonado sin llevarse siquiera un recuerdo?, se preguntó Pedro.


—Yo bebía —afirmó Lucas al fin. Sus ojos tenían la misma intensidad de aquellos que él veía cada mañana en el espejo al levantarse—. Tu madre me dio a elegir: o la botella o... ella y los niños... y... elegí la opción equivocada —hizo una pausa—. Todo fue culpa mía, y lo siento mucho, terriblemente.


—Hmmm.


A pesar del calor del café, Pedro estaba helado. De pronto la imagen de Paula acudió a su memoria como una ola de calor. No debería de haber sido tan duro con ella, pensó. 


Eran tan distintos que probablemente ella sería incapaz de comprender los motivos que le obligaban a...


—Siento mucho que seas tan desgraciado —añadió Lucas sacándolo de sus dulces pensamientos.


Pedro frunció el ceño confuso, pero luego preguntó:
—¿Desgraciado?


—Tu madre me ha contado que las cosas no te han ido muy bien, que no te has casado ni nada. Lo siento. Vosotros, tu hermano y tú, fuisteis lo mejor que me ocurrió en la vida, pero fui tan estúpido que os cambié por la bebida. Hace dos años, por fin, me di cuenta y comencé a enderezar mi vida —hizo una pausa—. Pero lo importante no soy yo, Pedro. Tú eres quien importa. Desearía poder ayudarte de alguna manera...


—No necesito tu ayuda —contestó Pedro con dureza—, estoy bien.


De modo que su padre pensaba que él era un deshecho, se dijo Pedro. No deseaba su compasión, ni quería que pensara que su marcha había sido la causa de su desgracia, de su incapacidad para mantener relaciones con nadie. Aquello le hería en su orgullo.


—Sin embargo, Guillermo aún sigue desaparecido, y tú apenas mantienes contacto con tu madre...


—Ella sabe dónde encontrarme si me necesita — contestó Pedro.


Nunca le fallaría a Maria, pensó. Ella, al menos, había tratado de mantener a la familia unida. Pero la vida era difícil para una mujer sola, y seguía siéndolo. Si su padre hubiera sido distinto, soñó.


—Estás solo, no eres feliz... —añadió su padre.


—No estoy solo —se defendió Pedro.


Sabía que Lucas sólo trataba de entablar una relación con él, pero no era eso lo que él deseaba. Pedro quería que se diera cuenta de que tenía un hijo maravilloso, de que había perdido mucho echándolo de su vida. Y de que aún podía perderlo, en cuanto se marchara, recapacitó.


Sin embargo, tenía que darle una explicación. Por supuesto que estaba solo, se dijo. Endiabladamente solo. Era la persona más solitaria sobre la faz de la Tierra.


—Tengo una esposa —mintió.


—Tu madre no me lo dijo —contestó Lucas confuso.


—Es que ha sido algo repentino —añadió. Los ojos de Lucas se clavaron en él mientras esperaba una explicación. Pedro se encogió de hombros y continuó—: Después de visitar a mamá tuve que volver a Europa, pero en cuanto regresé mi novia y yo nos decidimos. 


—¿Es que tenéis problemas, Pedro? —preguntó su padre vacilando—. ¿Es ésa la razón por la que no se lo has contado a tu madre?


—No, no tenemos ningún problema, es sólo que no he tenido la oportunidad de avisar a nadie. No me gusta mucho escribir, y además tendré que marcharme enseguida. Trabajo en las fuerzas aéreas —añadió cambiando de tema—. ¿Es que no te lo ha contado mamá?


—Sí, me dijo que eras piloto en el ejército.


—Exacto —confirmó Pedro mirando a su padre a los ojos—. Fui al colegio, me encanta mi trabajo y adoro a mi mujer. Sólo me falta conseguir la Medalla al Mérito y seré todo un héroe americano. Puedes descansar tranquilo. Y olvídate de cualquier sentimiento de culpabilidad, no has destrozado mi vida. Me las he arreglado muy bien sin tus consejos, y me figuro que seguiré por el mismo camino de ahora en adelante — ¿acaso no era eso cierto también, en realidad?, se preguntó Pedro—. Así que sospecho que ha llegado el momento de que volvamos a separarnos.


Pedro se puso en pie y Lucas hizo una mueca. La expresión de su rostro reflejaba tal arrepentimiento y tristeza que Pedro se sintió extraño por segunda vez. Había esperado con ansiedad aquel momento, por fin tenía las respuestas que tanto había deseado, el encuentro estaba a punto de finalizar, pero para él nada había cambiado. Seguía enfadado, recapacitó. No tenía nada más que decir. Lucas, en cambio, sí parecía tener de qué hablar.


—No te creo, Pedro. Creo que lo único que ocurre es que no quieres que me preocupe por ti.


—¿Dudas de mi palabra?


—Me gustaría conocer a tu mujer y ver por mí mismo si eres feliz.


Pedro hubiera deseado negarse, pero si lo hacía nunca conseguiría demostrarle a Lucas que su abandono no le había afectado. No sabía por qué era tan importante para él, pero no podía evitarlo.


—De acuerdo —contestó tenso—. Ahora mismo ella está en Nueva York, visitando a sus padres, pero en cuanto vuelva la traeré y lo verás. Estaremos en contacto.


Pedro cruzó la habitación sin esperar a su padre, abrió la puerta y se dirigió al coche. Estaba subiéndose cuando escuchó que su padre lo llamaba y preguntaba:


—¡No me has dicho cómo se llama!


Cerró la puerta fingiendo que no le había oído y se marchó. 


No estaba muy seguro de cómo encontrar a una mujer que pudiera hacerse pasar por su esposa, pero podía preguntar en una oficina de empleo o poner un anuncio en el periódico, se dijo. En cuanto su padre viera a una tierna y amante esposa en sus brazos dejaría de pensar que su vida iba mal, y entonces podría marcharse y dejar de desear algo imposible: una verdadera relación familiar con su padre, con su madre y con su hermano. Mientras Guillermo siguiera desaparecido no podría perdonarlo, reflexionó. 


Quizá ni siquiera entonces.



POR UNA SEMANA: CAPITULO 7




Paula no supo muy bien por qué deseaba contárselo, pero tampoco podía evitarlo. Cuando terminó de explicarle lo de la pintada Jeb Tywall, Pedro se echó a reír.


—No comprendo por qué te resulta tan gracioso que alguien moleste a un pobre anciano.


—Es que vi al artista que lo pintó —admitió Pedro—. Era una mujer mayor, con el pelo corto y canoso.


—¿La mujer de Jeb? —Preguntó Paula deteniéndose para mirar a Pedro de cerca—. ¿Fue la mujer de Jeb quien lo hizo?


—No sé quién era ella, pero te juro que la vi pintando cuando salí de casa una mañana. Fue la semana pasada. Créeme, es cierto.


—Pero todo lo demás... es imposible que lo haya hecho ella —comentó Paula riendo.


Babs Tywall era perfectamente capaz de pintar en su propio cobertizo y dejar que su marido creyera que había sido un vándalo. Aquel matrimonio fascinaba a Paula. Una luz se encendió en la casa del señor Stephen, así que Paula comenzó a caminar de nuevo.


—Ya hemos llegado —comentó Pedro al llegar a la puerta de la casa de Paula, que ella abrió mientras él añadía—: He resuelto uno de tus problemas, así que a cambio me gustaría que tú le dijeras a los vecinos que me dejen en paz. Odiaría tener que cavar un foso para aislarme.


—No desperdicies tu dinero cavando —lo avisó Paula—, los chicos lo cruzarían —Pedro rió. Resultaba tan atractivo cuando lo hacía que hasta deseaba que volviera a besarla, se confesó Paula mirándolo—. Pedro, si dejaras de hacer cosas raras te ahorrarías muchos problemas.


—Claro, entonces mañana me compraré un par de binoculares. Me van a hacer falta con tanta gente espiando.


—No puedo creer que estés en contra de la vigilancia, la seguridad es importante —contestó Paula pensando que Pedro resultaba exasperante.


—No lo estoy mientras no sirva para meterse en la vida de los demás.


—¿Es que hay algo en tu vida que quieras ocultar?


—Ésa es la cuestión, Paula —sonrió Pedro—. Este asunto te está convirtiendo en una cotilla —contestó dando la vuelta y marchándose a grandes pasos.


—Tengo que decirte algo —gritó ella—. ¡Siempre lo he sido!


Paula estaba cansada, de modo que en lugar de seguir con la vigilancia entró en casa. No sabía si volvería a seguir a Pedro o no, pero por el momento ya era suficiente, pensó. 


Se apoyó sobre la puerta y sintió cómo el estremecimiento interior se convertía en un puro deseo sexual. Pedro había logrado lo que se había propuesto, la había desviado de sus propósitos, pensó... directamente hacia sus brazos.


Se quitó la ropa y se dirigió al baño a darse una ducha. ¿No era increíble?, se preguntó. El primer hombre con el que se tropezaba tras la muerte de Ramiro, el menos interesante, y era el primero que le recordaba que seguía siendo una mujer. Tenía que sentir deseos precisamente por él. No respeto ni confianza, sino deseo. Lujuria, reflexionó. Debería de haberlo abofeteado cuando la besó.


Sentado, a oscuras, Pedro estuvo observando cómo se apagaban todas las luces de la casa de Paula. Él había arrojado el anzuelo, pero ella no era de las que picaban, recapacitó. No iba a dejarlo escapar, no era de ese tipo de mujeres.


Así que tendría que hacerlo, se dijo. Había estado pensando demasiado en ella, en lo que sentía mientras la besaba y estrechaba después de que sus brazos estuvieran vacíos durante tanto tiempo. Necesitaba abandonar la ciudad antes de volver a besarla o... de hacer algo peor.


Lo haría al día siguiente, se dijo. Iría a casa de Lucas y, aunque no supiera qué decir, haría lo que se había propuesto: enfrentarse a su padre.