sábado, 24 de marzo de 2018

POR UNA SEMANA: CAPITULO 8





Al día siguiente, a primera hora de la mañana, Pedro estaba sentado en el coche frente a la casa de su padre con los nervios de punta. Sólo tenía que acercarse y llamar, se dijo. 


Acabar de una vez por todas. Después podría marcharse lejos de Bedley Hills y deshacerse de las atractivas garras de Paula.


Golpeó el volante. ¿Y por qué no?, se preguntó. ¿Por qué había tenido que caer en las garras de una mujer que podía volver a hacerle sentir? ¿Por qué tenía que estar obsesionado con aquella mujer de enorme corazón y preciosos ojos cuando se suponía que debería de estar pensando en su padre?


Respiró hondo y se esforzó por concentrarse en Lucas Alfonso. El abandono de su padre era la razón por la que no podía casarse y establecerse en un lugar fijo, la razón por la que se mantenía siempre ocupado... la razón por la que se había alejado de aquella parte del mundo, recapacitó. Si consiguiera olvidar su pasado quizá pudiera llevar una vida normal.


Había llegado el momento. Bajó del coche como si se lo llevara el viento, caminó hasta la puerta y llamó. Segundos más tarde se abrió, y entonces el tiempo se detuvo.


Una cosa era pensar y fantasear con aquel momento, y otra muy distinta encararse con su padre. Tenían el mismo color de pelo, observó, de un castaño tan oscuro que era difícil distinguirlo del negro. Sin embargo el de Lucas había comenzado a hacerse gris. Compartían también los anchos hombros y el estómago plano, a pesar de que según su madre, Lucas rondaba los sesenta años.


—Si viene usted a venderme algo puede ahorrarse la molestia, no tengo ni un duro —dijo su padre con acento de Kentucky.


—Sí, ya lo sé —contestó Pedro luchando contra la simpatía natural que le inspiraba el hombre.


No quería sentir nada por su padre, no quería preocuparse por él. ¿Por qué iba a hacerlo?, se preguntó. Él no se había preocupado de sus hijos durante años.


Lucas Alfonso, asustado quizá, dio un paso atrás y trató de cerrar la puerta, pero Pedro alargó la mano y se lo impidió.


—No, no cierres, soy yo, Pedro.


—¡Oh, Dios mío! —exclamó Lucas sorprendido y esperanzado.


Una vez más, Pedro tuvo la sensación de que estaba a punto de darle una patada a un pobre perro destrozado, pero combatió esa sensación de culpabilidad recordando el rostro de su hermano. Se habían quedado solos, sin familia, durante veinte años.


—Entra, Pedro, por favor. Entra —dijo Lucas abriendo la puerta de par en par.


Una vez traspasado el umbral, Lucas dio un paso adelante en un intento de abrazar a Pedro, pero él se echó atrás. Lucas se detuvo, asintió despacio como si comprendiera su reacción, e hizo un gesto señalando el sofá.


—Por favor, hijo, siéntate.


Pedro ignoró el apelativo familiar y asintió. Ambos se sentarían y hablarían, pensó. Por fin conseguiría conocer las respuestas a las preguntas que durante tantos años se había hecho. ¿Por qué los había abandonado? ¿Por qué les había robado a Guillermo y a él su infancia y su juventud? ¿Cómo era posible que se hubiera olvidado de esa forma de su familia? Después de que Lucas contestara a esas preguntas, Pedro tenía pensado ponerse en pie y marcharse sin mirar atrás.


Pedro miró a su alrededor y se sentó en el sofá. Según su madre, Lucas acababa de mudarse a Bedley Hills ese mismo año. Dónde había estado antes era, sin embargo, una incógnita. La rabia comenzó a apoderarse de él. Sentía deseos de gritarle, de echarle en cara el haber tenido que vivir en las calles, la amargura que sentía en su interior. 


Pero, por otro lado, no quería darle la satisfacción de saber que tenía tanto poder sobre él, que podía desbaratar todos sus intentos de ser feliz, de confiar en la gente y de sentir emociones como una persona normal.


—Espera un momento, hijo, iré a hacer un poco de café —dijo Lucas desapareciendo por el pasillo.


Pedro observó aquel austero salón y se pasó la mano por el cabello lleno de frustración. Por fin había llegado el momento, se dijo, pero no tenía la menor idea de por dónde comenzar.


Lucas volvió al salón con dos tazas de café y le ofreció una. 


Pedro la sostuvo un momento dejando que su temperatura le caldeara las manos. Podía enfrentarse a aquella situación, se dijo. Si algo había aprendido en la vida era precisamente que podía enfrentarse a todo lo que se le pusiera por delante. Paso a paso, recapacitó.


Lucas sonrió tanteando el ambiente, como si tuviera miedo de cometer un error.


—Sé que tienes muchas preguntas que hacerme — comentó.


—Sí —contestó Pedro—, de una en una. Mamá me mandó tu dirección, pero no me dijo dónde habías estado ni por qué te marchaste. Me dijo que viniera yo mismo a preguntártelo.


—Maria aún está enfadada conmigo —asintió Lucas—, pero me escribió y me lo contó. No estaba segura de que fueras a venir. La verdad es que ya casi había perdido la esperanza.


—No pensé que corriera ninguna prisa —comentó Pedro—. A ti te ha costado casi veinte años ponerte en contacto con mamá. Podrías haberme escrito.


Lucas se aclaró la garganta y contestó:
—Tu madre no quería que apareciera en tu vida de repente, imponiéndome sobre ti. No me dio tu dirección. Hijo...


—Preferiría que dejaras de llamarme así —lo interrumpió Pedro sacudiendo la cabeza—. Puedes llamarme Pedro, no finjamos una relación que nunca existió —Lucas hizo un gesto con la cabeza. Parecía avergonzado. Pedro se sintió inquieto y añadió—: Bueno, pues ya estoy aquí. ¿Por qué nos abandonaste?


Lucas se inclinó hacia adelante y tomó la taza de café con manos temblorosas. Mientras su padre se tomaba su tiempo para responder, Pedro volvió a mirar a su alrededor. Las paredes estaban vacías, no había cuadros ni fotografías familiares. ¿Acaso los había abandonado sin llevarse siquiera un recuerdo?, se preguntó Pedro.


—Yo bebía —afirmó Lucas al fin. Sus ojos tenían la misma intensidad de aquellos que él veía cada mañana en el espejo al levantarse—. Tu madre me dio a elegir: o la botella o... ella y los niños... y... elegí la opción equivocada —hizo una pausa—. Todo fue culpa mía, y lo siento mucho, terriblemente.


—Hmmm.


A pesar del calor del café, Pedro estaba helado. De pronto la imagen de Paula acudió a su memoria como una ola de calor. No debería de haber sido tan duro con ella, pensó. 


Eran tan distintos que probablemente ella sería incapaz de comprender los motivos que le obligaban a...


—Siento mucho que seas tan desgraciado —añadió Lucas sacándolo de sus dulces pensamientos.


Pedro frunció el ceño confuso, pero luego preguntó:
—¿Desgraciado?


—Tu madre me ha contado que las cosas no te han ido muy bien, que no te has casado ni nada. Lo siento. Vosotros, tu hermano y tú, fuisteis lo mejor que me ocurrió en la vida, pero fui tan estúpido que os cambié por la bebida. Hace dos años, por fin, me di cuenta y comencé a enderezar mi vida —hizo una pausa—. Pero lo importante no soy yo, Pedro. Tú eres quien importa. Desearía poder ayudarte de alguna manera...


—No necesito tu ayuda —contestó Pedro con dureza—, estoy bien.


De modo que su padre pensaba que él era un deshecho, se dijo Pedro. No deseaba su compasión, ni quería que pensara que su marcha había sido la causa de su desgracia, de su incapacidad para mantener relaciones con nadie. Aquello le hería en su orgullo.


—Sin embargo, Guillermo aún sigue desaparecido, y tú apenas mantienes contacto con tu madre...


—Ella sabe dónde encontrarme si me necesita — contestó Pedro.


Nunca le fallaría a Maria, pensó. Ella, al menos, había tratado de mantener a la familia unida. Pero la vida era difícil para una mujer sola, y seguía siéndolo. Si su padre hubiera sido distinto, soñó.


—Estás solo, no eres feliz... —añadió su padre.


—No estoy solo —se defendió Pedro.


Sabía que Lucas sólo trataba de entablar una relación con él, pero no era eso lo que él deseaba. Pedro quería que se diera cuenta de que tenía un hijo maravilloso, de que había perdido mucho echándolo de su vida. Y de que aún podía perderlo, en cuanto se marchara, recapacitó.


Sin embargo, tenía que darle una explicación. Por supuesto que estaba solo, se dijo. Endiabladamente solo. Era la persona más solitaria sobre la faz de la Tierra.


—Tengo una esposa —mintió.


—Tu madre no me lo dijo —contestó Lucas confuso.


—Es que ha sido algo repentino —añadió. Los ojos de Lucas se clavaron en él mientras esperaba una explicación. Pedro se encogió de hombros y continuó—: Después de visitar a mamá tuve que volver a Europa, pero en cuanto regresé mi novia y yo nos decidimos. 


—¿Es que tenéis problemas, Pedro? —preguntó su padre vacilando—. ¿Es ésa la razón por la que no se lo has contado a tu madre?


—No, no tenemos ningún problema, es sólo que no he tenido la oportunidad de avisar a nadie. No me gusta mucho escribir, y además tendré que marcharme enseguida. Trabajo en las fuerzas aéreas —añadió cambiando de tema—. ¿Es que no te lo ha contado mamá?


—Sí, me dijo que eras piloto en el ejército.


—Exacto —confirmó Pedro mirando a su padre a los ojos—. Fui al colegio, me encanta mi trabajo y adoro a mi mujer. Sólo me falta conseguir la Medalla al Mérito y seré todo un héroe americano. Puedes descansar tranquilo. Y olvídate de cualquier sentimiento de culpabilidad, no has destrozado mi vida. Me las he arreglado muy bien sin tus consejos, y me figuro que seguiré por el mismo camino de ahora en adelante — ¿acaso no era eso cierto también, en realidad?, se preguntó Pedro—. Así que sospecho que ha llegado el momento de que volvamos a separarnos.


Pedro se puso en pie y Lucas hizo una mueca. La expresión de su rostro reflejaba tal arrepentimiento y tristeza que Pedro se sintió extraño por segunda vez. Había esperado con ansiedad aquel momento, por fin tenía las respuestas que tanto había deseado, el encuentro estaba a punto de finalizar, pero para él nada había cambiado. Seguía enfadado, recapacitó. No tenía nada más que decir. Lucas, en cambio, sí parecía tener de qué hablar.


—No te creo, Pedro. Creo que lo único que ocurre es que no quieres que me preocupe por ti.


—¿Dudas de mi palabra?


—Me gustaría conocer a tu mujer y ver por mí mismo si eres feliz.


Pedro hubiera deseado negarse, pero si lo hacía nunca conseguiría demostrarle a Lucas que su abandono no le había afectado. No sabía por qué era tan importante para él, pero no podía evitarlo.


—De acuerdo —contestó tenso—. Ahora mismo ella está en Nueva York, visitando a sus padres, pero en cuanto vuelva la traeré y lo verás. Estaremos en contacto.


Pedro cruzó la habitación sin esperar a su padre, abrió la puerta y se dirigió al coche. Estaba subiéndose cuando escuchó que su padre lo llamaba y preguntaba:


—¡No me has dicho cómo se llama!


Cerró la puerta fingiendo que no le había oído y se marchó. 


No estaba muy seguro de cómo encontrar a una mujer que pudiera hacerse pasar por su esposa, pero podía preguntar en una oficina de empleo o poner un anuncio en el periódico, se dijo. En cuanto su padre viera a una tierna y amante esposa en sus brazos dejaría de pensar que su vida iba mal, y entonces podría marcharse y dejar de desear algo imposible: una verdadera relación familiar con su padre, con su madre y con su hermano. Mientras Guillermo siguiera desaparecido no podría perdonarlo, reflexionó. 


Quizá ni siquiera entonces.



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