sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 30




Lo había pensado desde que salía de Seattle. No había otra manera. Tenía que abandonar San Francisco, y tenía que hacerlo antes de que su madre se recuperase por completo, se mudara, conociera a Pedro y todo saliera a la luz, explotando como una bomba.


Había demasiada gente implicada. Su madre, que nunca se perdonaría el precio que ella había pagado por su vida. No dejaba de alabar a su benefactor, y si Pedro, o cualquiera, mencionaba el nombre de Juan Goodrich, o si llegaba a conocerlo, lo que ciertamente podría ocurrir si conocía a Pedro...


Juan Goodrich, que tenía su propio concepto de las bailarinas, un concepto que no mejoraría cuando supiera lo que una de ellas había hecho para conseguir una suma de dinero que nunca podría devolverle. Un dinero que él había pagado para salvar a su nieto de la manipulación de la misma bailarina. ¿Y de su sobrino? ¿Qué pensaría entonces de su sobrino? Si sabía que Pedro...


Pedro. ¿Qué podría decirle? Primero pensó que acabaría por reconocerla. Pero no, estaba segura de que aceptaba plenamente que era Paula Chaves. Se comportaba con ella con tanta sinceridad, con tanta... ¿admiración? Cada vez pasaba más y más tiempo con ella. No importaba lo que hicieran, navegar, jugar al ajedrez, o simplemente hablar, eran tiempos dorados.


Y cuando la besaba... Se estremeció, a pesar de que estaba en su despacho.


Se levantó, se acercó al frigorífico y bebió agua fría: No era ocasión para dejarse inundar por los recuerdos. Tenía que pensar.


Tal vez podría decírselo a Pedro.


Sí, claro:
«Mira, tengo que decirte algo. Soy Paula Chaves, pero una vez me encontré contigo y tú pensabas que era Deedee Divine, y lo era porque...»


Paula dejó caer el vaso de papel imaginando la cara que puso Pedro aquella noche, mirando a Deedee Divine. Tomó algunas toallas de papel, las mojó y se refrescó la cara.


—Un poco complicado —dijo imaginando que se lo decía a Pedro—. Mi madre estaba enferma y yo...


—Dios mío, Paula, ¿qué pasa?


Era Liz, una de sus compañeras de trabajo que la ayudó a secarse el agua que resbalaba por el vestido.


—Cómo te has puesto, niña. Pero no pasa nada, sólo es agua. Paula, quiero que eches un vistazo a estas solicitudes.


—Claro —dijo Paula yendo hacia su mesa y sentándose con Liz, absorta en su trabajo.


Pero cuando se quedaba sola no podía pensar en otra cosa que en su dilema. Tenía que explicar demasiadas cosas a demasiada gente. Le gustaba mucho Pedro Alfonso y ella le gustaba a él, tal vez se estuviera enamorando de ella, y no soportaría ver que su amor se transformaba en odio. Si se iba, no volvería a verlo... pero la única forma de escapar de aquella situación sin salida era abandonar la ciudad.


¿Y abandonar su trabajo? Le gustaba lo que estaba haciendo y no le resultaría fácil encontrar otro empleo.


Terminó de hacer lo que tenía que hacer con diligencia. 


Envió solicitudes y referencias a lugares del Estado que se encontraban a cientos de kilómetros.


No le habló de sus planes a nadie, excepto a Angie, rogándole que mantuviera el secreto.


—No quiero que la agencia sepa que dejo el trabajo hasta que haya conseguido otro.


Angie se quedó muy sorprendida y desconcertada, tal como Paula había imaginado.


Pero tenía que decírselo. Sabía que Angie contaba con ella para compartir el piso y si se iba de repente... Pero así debía irse, de repente, antes de que Pedro tuviera tiempo de hacer preguntas.




BAILARINA: CAPITULO 29




Pedro caminaba rápidamente, vigorizado por el aire fresco de la mañana. Siempre iba andando a trabajar desde su apartamento, que estaba en Nob Hill. Era un camino empinado, una cuesta muy pronunciada por la que tenía que descender, lo que le resultaba mucho más fácil que meterse con el Jaguar en el denso tráfico de la ciudad. Era un buen ejercicio y le daba tiempo para pensar. Muchas veces había planeado un artículo entero en aquel paseo.


Pero no en aquella ocasión. Sólo podía pensar en Paula. Debía estar tan metida como Angie en cuestiones metafísicas y sobrenaturales. Tenía que haberle dado una pócima, porque todos los hechos indicaban que era culpable, pero cuando la miraba le daban ganas de hincarse de rodillas y perdonárselo todo.


¿Era realmente una estafadora? Se había movido con tanta facilidad y encanto entre aquella gente el día anterior exhibiendo «pureza, bondad y gracia». Profirió un juramento, ¿por qué continuaba relacionándola con aquel poema? Pero era cierto, trataba a todos con interés y curiosidad. Ella...


—Perdón —dijo y tomó del brazo a la mujer con la que había tropezado antes de que se cayera.


—¡La calle no es suya, bruto! ¿Se cree que nadie tiene derechos excepto los canallas evasores de impuestos como usted?


—Lo siento —dijo Pedro soltándola y dándole una de las bolsas de comida que se le habían caído.


Ella se inclinó junto a él. Olía a tabaco y a sudor.


— ¡Tengo los mismos derechos que usted!


—Tiene razón —dijo Pedro y se separó de ella, consciente de las miradas de otros viandantes.


—¡Debería tener respeto por una mujer que podría ser su madre! Debería sentir pena de una pobre alma necesitada como la mía.


Pedro le dio lástima; buscó en sus bolsillos y le dio un billete de diez dólares. Probablemente se los gastaría en alcohol, ¿pero qué más podía hacer?


La mujer, sorprendida, tomó el billete, ávidamente se lo metió bajo el sujetador y le sonrió, exhibiendo unos dientes desgastados y amarillos.


—Gracias, hijo. El Señor ama a los que dan lo que tienen con alegría, que Dios te bendiga —murmuró mientras siguió calle arriba mezclándose entre la multitud.


Pedro siguió caminando, pensando en aquel incidente. ¿Era él de los que dan con alegría lo que tienen? Era Diegp quien se ocupaba de hacer donaciones a cuenta suya: a un hospital de Tanzania, a un hogar infantil y a un asilo. No, aparte de algunas limosnas de vez en cuando, él no estaba comprometido con los necesitados, como Paula, pensó, que charlaba alegremente con los asiduos de un bar o con los adolescentes que trabajaban en un taller. No, él no era de los que dan con alegría.


No pensó en la ocasión en que había sacado a un niño de una casa en llamas durante una revuelta en El Salvador, o cuando, bajo fuego enemigo, había llevado trigo a un pueblo cuyos habitantes se estaban muriendo de hambre. Episodios rutinarios en la vida de un periodista, habría dicho.


Las dudas sobre Paula seguían royéndole el corazón. ¿Lo había llevado deliberadamente a ver los negocios más humildes, aquellos en que la cantidad del préstamo era demasiado pequeña como para que mereciera la pena robar una parte? Solicitantes que inspirasen simpatía y no sospechas.


Pero no estaba pensando con claridad. Cualquier negocio floreciente, grande o pequeño, era... floreciente. Nadie había huido con el dinero, y si había algún plan para futuros fraudes...


Qué estúpido. Los estafadores nunca actuaban dos veces en el mismo sitio. Se movían de un lado a otro.


Paula no se estaba moviendo. Parecía inmersa e interesada en su trabajo. Aquella idea le alegró y entró en su despacho con una sonrisa.


—Hola, Ginger. Brian, ¿algo nuevo sobre Saunders?


—Otra mujer, en Virginia.


—¿Otra? No sabía que estuviera casado.


—Sí, aunque su mujer no estaba involucrada en el caso. Llevaba casada con él cuatro meses y se quedó tan sorprendida como la agencia cuando desapareció. Además también perdió todo lo que tenía.


—¿Y tiene otra mujer en Virginia?


—Es sólo una de las muchas mujeres con las que Saunders se ha casado y dejado tiradas. Así solía operar —dijo Brian mientras Pedro se sentaba en su mesa.


—¿Ah, sí?


—Sí, ha dejado muchos corazones rotos por el camino. Parece que es muy atractivo para las mujeres.


¿Igual que Paula con los hombres? ¿Era ése su modo de operar?


—Hay algo más —dijo Brian reclinándose sobre su silla—. Aunque no es de mucha ayuda. Parece que lo vieron en Seattle hace unas semanas, pero se escapó.


Seattle, aquello hizo sonar una campana en la cabeza de Pedro.




BAILARINA: CAPITULO 28





—No me gusta hacer un juicio hasta que no conozco lo hechos —le dijo Pedro a Brian—. ¿Hay algo más acerca de ese Eric Saunders, alias Larry Cobbs?


—Nada aparte de otro montón de alias.


—Compruébalos.


Brian hizo una mueca.


— ¿Todos?


—¿Cómo si no vamos a saber quién era en realidad? Todos, naturalmente.


—Me va llevar mucho trabajo, jefe.


—¿Y? Para eso te pagan, ¿no?


Brian se quedó algo desconcertado. Aquel comportamiento no era típico de Pedro, tampoco que le mandara seguir pistas que no parecían tener la menor importancia, pero...


—De acuerdo, me pondré con ello ahora mismo —dijo, recogió su abrigo, su cartera y se marchó. Puede que no hubiera ninguna razón en especial, pero se preguntó a qué venía tanto jaleo por un asunto relativamente poco importante y por qué el jefe estaba dé tan mal humor últimamente.


Ya solo, Pedro se paseó incómodo por el despacho y se quedó mirando por la ventana. 


Qué extraño. Muchas mujeres habían entrado y salido de su vida sin que él se preocupara de mirar atrás, pero con Paula Chaves era distinto. 


No podía dejarla marchar. Una mujer que le había quitado... Interrumpió sus pensamientos. 


Habría dado aquello y mucho más por saber que no era quien era. Una mentirosa, una artista del engaño. Pero tenía que estar seguro, tenía que saberlo todo.


Incluso así, no podía soportar la idea de hacer que alguien la siguiera. No tenía los mismos escrúpulos a la hora de seguir la pista de Eric Saunders. Si había alguna conexión entre él y Paula... ¿Qué? ¿Qué haría?


No quería pensar, pero tenía que saberlo. Tal vez entonces pudiera hacer otra cosa, dedicarse a su trabajo. Mientras tanto... Bueno, gracias a Dios que tenía muchos artículos adelantados.


Levantó el teléfono y llamó a la oficina de Paula.


Dio su nombre y esperó a que la secretaria pasase la llamada. La voz de Paula revelaba su alegría por la llamada.


Pedro, ¿cómo estás? ¿Qué pasa?


—Creo que me gustaría dar esa vuelta por tu oficina que nos ofreciste el otro día.


—Ajá, así que quieres conocernos antes de escribir sobre nosotros.


Así pues había estado esperando su columna.


—Es mi procedimiento habitual, ¿te importa?


—Claro que no. Me encantará. Dime cuando quieres que sea y lo arreglaré. Y trataré de que sólo vayamos por este condado, ya sabes que estamos en todo el estado.


—No me preocupa que sea cerca o lejos —le dijo Pedro—. Y no quiero que conciertes ninguna visita. Quiero que me lleves, si puede ser, a algunas empresas a las que hayáis concedido algún préstamo. ¿Es posible?


¿Estaba siendo demasiado brusco? 


¿Sospecharía ella algo?


—Sí —dijo Paula sin la mínima perturbación—. Algo inusual, pero posible para un columnista tan importante como Pedro Alfonso. Y, para decirte la verdad, tengo mis favoritos. Deja que consulte mi agenda y te llamo.



Al día siguiente lo llamó con una lista de algunas empresas locales y al cabo de unos días comenzaron la inspección.


Pedro se dio cuenta de que, efectivamente, Paula tenía sus lugares favoritos. El primer lugar al que le llevó fue a una vieja casa de Oakland. No era una zona pobre, pero desde luego no era un lugar ideal. Había casas bien cuidadas junto a verdaderas chabolas, una tienda, un bar y un pequeño restaurante y los niños jugaban por las calles. Paula aparcó detrás de una furgoneta y llamó a la puerta de una casa de dos pisos.


Una mujer pelirroja despeinada y con un cigarrillo en la boca les abrió.


—Señorita Chaves —exclamó la mujer, contenta de ver a Paula—. Estamos preparando la maqueta de la edición de este mes. ¿Quiere verla?


—Por eso hemos venido —dijo Paula—. Sé que está ocupada, pero espero que tenga tiempo de contarle al señor Alfonso cómo funciona su empresa. Puede que consiga mucha publicidad en su columna del Chronicle. Pedro, ésta es Vera Cox, que publica una revista mensual —dijo Paula con una sonrisa radiante—. Pensé que te gustaría ver cómo funciona.


La señora Cox se quitó el cigarrillo de la boca y le tendió la mano.


—Encantada. Pase y venga a echar un vistazo — dijo y luego se dirigió a dos niños pequeños—. Os he dicho que os quedéis en el jardín hasta la hora de comer. ¡Venga!


Los niños, con unos caramelos que Paula les dio, desaparecieron y la señora Cox condujo a Paula y a Pedro a una habitación que había en la parte trasera de la casa. Una habitación que tenía una especie de desordenado orden y que olía a papel y pegamento. Había dos ordenadores, apagados, un hombre sentado a una mesa, usando uno de los tres teléfonos y dos mujeres trabajando con el pegamento y el papel.


—Ya hemos sacado los artículos de los ordenadores —explicó la señora Cox—. Ellas están preparando la maqueta.


Tomó una página para enseñársela. Tenía dos artículos, uno sobre las precauciones que debían tomar los ciclistas y otro con menús para el Día de Acción de Gracias. Y dos anuncios, uno de una zapatería de niños y otro de una frutería.


—Está muy bien —dijo Pedro antes de que se sentaran en el salón.


—Cuéntele al señor Alfonso cómo empezaste.


—Por necesidad —dijo la señora Cox encendiendo otro cigarrillo—. Discúlpenme si fumo, sé que es malo para mí pero no me puedo pasar sin ellos. Fue muy duro recuperarse de la muerte de Ken. El dinero del seguro no era suficiente, más bien era humillante. No quería dejar a los chicos, así que se me ocurrió publicar una revista local. Ken trabajaba para un periódico, ¿sabe? y yo sabía que el dinero proviene de los anuncios.


Continuó explicándoles que había empezado ella sola con una vieja máquina a escribir artículos de interés para amas de casa. Primero hacía unas cuantas copias que sus hijos repartían, andando muchas millas. Luego buscó suscriptores y gracias a eso logró que las tiendas locales le contrataran anuncios.


—Pagaban, pero no lo suficiente para poder sobrevivir, hasta que tuve que usar parte del dinero del seguro para financiar el material.


Entonces, continuó explicándoles, alguien le habló de la Comisión para el Desarrollo Económico.


—Gracias a Dios, conocí a la señorita Chaves —dijo dirigiéndole una sonrisa—. Porque el primer empleado de la agencia que vino aquí, no me hizo mucho caso. Si no hubiera sido por la señorita Chaves...


El préstamo de la agencia había servido para comprar material y emplear a los ayudantes.


—Contraté a dos ayudantes, un operador informático y esas mujeres que han visto, y chicos para repartir la revista. Que tiene seis páginas y bastante publicidad para darme de comer a mí y a mis hijos. Ah, y contrato artículos, sólo pago veinticinco dólares, pero le sorprendería saber el número de gente que escribe y a la que le encanta ver sus artículos impresos.


La señora Cox concluyó.


—Sí, señor, tengo un buen negocio en marcha, y si no hubiera sido por la señorita Chaves, todavía estaría con un periódico de dos páginas, y pagándolo con parte de la asignación del seguro. ¿No es así, señorita Chaves?


—No, se equivoca. Con sus ideas y su energía lo habría conseguido de cualquier modo. Nosotros sólo hemos hecho posible que lo haya logrado antes. Por no hablar de hasta dónde puede llegar.


La siguiente visita fue cerca de la primera. Otra gran casa, recién pintada y con columpios en el jardín. Aquella vez los recibió una anciana mujer de color.


—Señora Mary Ables —dijo Paula—. Señora Ables éste es Pedro Alfonso, que está muy interesado en ver sus instalaciones.


La señora Ables era muy activa, a pesar de su edad, y les enseñó todo el lugar. La casa había sido remodelada para acomodar a niños. Se habían tirado tabiques para hacer habitaciones más espaciosas, tenía sillas y mesas pequeñas y baños adecuados para niños.


El lugar entero estaba pintado en colores alegres. Algunos niños, cuidados por dos mujeres jóvenes, estaban concentrados con libros, pinturas y juguetes.


—La señora Ables recibía el subsidio de la seguridad social —le explicó Paula cuando se marcharon.Se presentó con sus tres nietos en la oficina diciendo que quería montar un negocio ocupándose de cuidar a los niños de parejas trabajadoras y cómo podíamos ayudarla —dijo Paula y rompió a reír—. Cuando le dijimos que hacía falta un aval, nos preguntó si servía su casa, que se estaba cayendo a trozos. De todas formas, no pudimos librarnos de ella y ya ves los resultados.



—Estoy pensando que eras tú la que no podía librarse de ella —dijo Pedro—. ¿No es demasiado mayor para recibir un préstamo? ¿Es que todos tus clientes cobran el subsidio de la seguridad social?


Paula lo miró haciendo una mueca con la nariz.


—Está bien, tuve que mover algunos hilos. ¿Pero no es mejor que pague impuestos a que reciba el subsidio? ¿Y no es un lugar fantástico?


Pedro tuvo que admitir que era cierto.


—Ahora voy a llevarte a un sitio donde puedes decir que los que han recibido el préstamo son menores de edad.


Fueron hasta una comunidad de viejas granjas, algunas de ellas renovadas.


—Muy bien —dijo Pedro—, pero me parece que estas granjas no pueden competir con las grandes granjas comerciales.


—Bueno, te voy a llevar a una y te vas a quedar muy sorprendido de cómo la llevan.


Pedro, efectivamente, se quedó muy sorprendido. Asombrado en realidad al llegar al patio de una granja lleno de automóviles y dos tractores. Bueno, no exactamente lleno. Había otros diez coches en un garaje, reconvertido en taller.


—Éste es Keith Johnson —dijo Paula presentándole a un chico con la cara llena de pecas. No debía tener ni veintiún años, pensó Pedro mientras el chico se limpiaba una mano grasienta en los pantalones. Gracias a Dios, de todas formas, no se la ofreció para estrechársela—. El señor Alfonso, Keith, es un amigo mío. Está interesado en tu negocio y le gustaría verlo.


—Por supuesto, señorita Chaves —dijo Keith sonriendo—. Cualquier amigo suyo es amigo nuestro.


Mientras metían el coche, Paula le habló de Keith.


—Es muy listo. Dice que nunca le gustó el trabajo de una granja, pero que le encantaba la mecánica. Trabajaba en un taller en Vallejo, pero no ganaba mucho dinero. Cuando murió su padre, utilizó el dinero del seguro para avalar un préstamo y abrir el negocio, en la vieja propiedad de la familia.


Parecía un negocio floreciente. La zona que había junto al granero estaba pavimentada y llena de coches que no cabían en el mismo. El granero estaba bien equipado como taller. Otros dos chicos, más jóvenes que Keith, estaban trabajando en un motor. Levantaron la vista para saludar a Paula. Había dos chicas en la oficina, también la conocían.


—Hola Paula. ¿Qué tal? ¿Sabes? Me apunté a las clases de informática que me dijiste y ahora manejo este cacharro sin problemas.


Pedro observó a Paula mientras ésta hablaba con la chica, escuchándola y animándola. Igual que había hecho con uno de los chicos que trabajaban en el taller. Era obvio que se sentía muy a gusto con aquellos chicos, igual que con la señora Ables y con la señora Cox. Paula tenía... ¿qué había dicho su madre? Encanto, sí. 


Y no se trataba de ninguna fachada. Era la clase de encanto que la hacía aceptar a la gente por lo que era, lo que le confería una dignidad y una gracia que emergía de ella incluso ante los rudos hombres del Spike's Bar.


El recuerdo de aquel lugar le irritó. Cuando abandonaron el taller y Paula le preguntó su opinión, dijo que Keith le parecía demasiado joven para que le cargaran con tanta responsabilidad.


Ella le dijo que Keith tenía veintitrés años, dos más de la edad necesaria.


Él le dijo que uno de los chicos, el que llevaba pendiente, le recordaba a uno al que había sorprendido robándole los tapacubos de su coche hacía unos meses.


—No es él —dijo Paula—. Pero si lo era, ¿no te ha gustado verlo trabajando en lugar de robando?




BAILARINA: CAPITULO 27





Incluso en el avión que la llevaba a Seattle, Paula no podía pensar en otra cosa que no fuera Pedro Alfonso. Era un verdadero enigma para ella. 


Siempre con aquel aspecto relajado e informal, hiciera lo que hiciera: bailar, jugar al ajedrez o simplemente, estar en su barco, con unos vaqueros y un polo viejos, removiendo un cazo de sopa. Era difícil creer que se trataba del esforzado periodista que había escrito sobre revoluciones y golpes de estado que había visto en cualquier parte del mundo. Devoraba sus artículos, tan inmersa en lo que decía como en lo que era... un hombre alto, apuesto y libre, moreno y siempre despeinado con una perenne sonrisa amplia y radiante. Tenía unos ojos oscuros que la miraban con tal intensidad que algunas veces llegaba a pensar que quería horadar su alma.


—¿Vive en Seattle? —le preguntó el hombre que viajaba a su lado.


—No, sólo voy de visita —replicó ella, fingiendo estar absorta en la revista que tenía abierta sobre las piernas.


No quería hablar con un extraño, sólo quería pensar en Pedro. Le gustaba el modo en que la hablaba, en que la escuchaba, con total concentración. Y cuando la besaba... Cerró los ojos, recordando. Su cuerpo se derretía, respondiendo a la demanda suave y apasionada de sus labios y reviviendo con sus caricias. Lo deseaba. Deseaba estar entre sus brazos, rendirse al deseo excitante y erótico que evocaban sus caricias. Deseaba...


Se incorporó, pasó la página y la miró. ¿Qué iba a hacer con Pedro Alfonso? ¿Cuándo podría decírselo?


Pero no podía hacerlo. Otras personas dependían de ello. Su madre, por ejemplo. Su madre había llevado una vida muy dura, bailado en lugares en los que ella ni siquiera se atrevería a entrar. Sí, el bar de Spike le había abierto los ojos, revelando algo que nunca había sabido. Pero Delia era muy honesta y nunca perdonaría a una mujer que había engañado a un hombre para que le diera una suma tan enorme de dinero.


Sí, también le había mentido a su madre.


¿Y Juan Goodrich? ¿Cómo había podido no desmayarse cuando la madre de Pedro se lo presentó en aquella fiesta? Guardó la compostura al darle la mano, pero no pudo evitar sonrojarse de la cabeza a los pies. Si llegara a saber que ella era Deedee Divine...


Si su madre se enteraba de lo que había hecho.


Si lo sabía Pedro. Y lo sabría si alguna vez conocía a su madre. Podía oír a Delia, decirle con toda su sinceridad: «Soy bailarina, sí. Y apuesto a que he dado la vuelta al país varias veces», diría y se reiría, entonces él le haría preguntas y lo averiguaría todo.


Pedro y su madre no debían conocerse. Tal vez debiera buscar otro empleo, salir de San Francisco. Pero amaba su trabajo y amaba a Pedro.


Había arruinado su vida con una sarta de mentiras.


Su madre tenía un aspecto magnífico, radiante.



—Me siento maravillosamente, Paula.


—Cuánto me alegro —dijo abrazándola. Aquello valía más que un millón de mentiras.


—Los doctores quieren que me quede por aquí algunos meses más. Pero no ven ninguna complicación y están asombrados por mis rápidos progresos. Debo escribir al señor... ¿Cómo se llama? ¿Goodlaw? Si no hubiera sido por él...


—Oh, mamá, la gente como ésa ni repara en todas las personas a las que ayudan.


—¿No? Yo creía que se alegraría de saber lo que su amabilidad ha supuesto para mí. Sé que no ha respondido a la primera carta que le envié, pero...


—¡Mamá! Probablemente ni siquiera la vio. Esa gente está rodeada de secretarias, contables y... abogados. Nueve de cada diez veces ni siquiera saben dónde va su dinero.


—No puedo creerlo. Yo creo que le gustaría saber el milagro que ha hecho para mí, y voy a escribirle.


—De acuerdo, mamá. Si así te sientes mejor, yo la echaré al correo.


Otra mentira más. Cambió de tema y se puso a hablar de Angie y del nuevo piso.


—¿Qué hay de tu vida social? —le preguntó la tía Mariana—. ¿Algún hombre nuevo?


—No muchos —le replicó ella. Sólo uno y no quería hablar de él. Volvió a cambiar de tema y se puso a hablar de su trabajo y de sus clientes.


Su madre puso un interés particular en Joe Daniels y su estudio de baile.


—A lo mejor me da trabajo.


—Mamá, no necesitas volver a trabajar.


—Bailar no es un trabajo. Y enseñar podría ser fantástico, no como ir por ahí bailando en cualquier parte.


— Ya veremos —dijo y volvió a cambiar de tema.


Les habló del asunto Saunders y de la conferencia de prensa. Recordó que Pedro no había escrito una sola palabra de la misma y se preguntó por qué.