sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 29




Pedro caminaba rápidamente, vigorizado por el aire fresco de la mañana. Siempre iba andando a trabajar desde su apartamento, que estaba en Nob Hill. Era un camino empinado, una cuesta muy pronunciada por la que tenía que descender, lo que le resultaba mucho más fácil que meterse con el Jaguar en el denso tráfico de la ciudad. Era un buen ejercicio y le daba tiempo para pensar. Muchas veces había planeado un artículo entero en aquel paseo.


Pero no en aquella ocasión. Sólo podía pensar en Paula. Debía estar tan metida como Angie en cuestiones metafísicas y sobrenaturales. Tenía que haberle dado una pócima, porque todos los hechos indicaban que era culpable, pero cuando la miraba le daban ganas de hincarse de rodillas y perdonárselo todo.


¿Era realmente una estafadora? Se había movido con tanta facilidad y encanto entre aquella gente el día anterior exhibiendo «pureza, bondad y gracia». Profirió un juramento, ¿por qué continuaba relacionándola con aquel poema? Pero era cierto, trataba a todos con interés y curiosidad. Ella...


—Perdón —dijo y tomó del brazo a la mujer con la que había tropezado antes de que se cayera.


—¡La calle no es suya, bruto! ¿Se cree que nadie tiene derechos excepto los canallas evasores de impuestos como usted?


—Lo siento —dijo Pedro soltándola y dándole una de las bolsas de comida que se le habían caído.


Ella se inclinó junto a él. Olía a tabaco y a sudor.


— ¡Tengo los mismos derechos que usted!


—Tiene razón —dijo Pedro y se separó de ella, consciente de las miradas de otros viandantes.


—¡Debería tener respeto por una mujer que podría ser su madre! Debería sentir pena de una pobre alma necesitada como la mía.


Pedro le dio lástima; buscó en sus bolsillos y le dio un billete de diez dólares. Probablemente se los gastaría en alcohol, ¿pero qué más podía hacer?


La mujer, sorprendida, tomó el billete, ávidamente se lo metió bajo el sujetador y le sonrió, exhibiendo unos dientes desgastados y amarillos.


—Gracias, hijo. El Señor ama a los que dan lo que tienen con alegría, que Dios te bendiga —murmuró mientras siguió calle arriba mezclándose entre la multitud.


Pedro siguió caminando, pensando en aquel incidente. ¿Era él de los que dan con alegría lo que tienen? Era Diegp quien se ocupaba de hacer donaciones a cuenta suya: a un hospital de Tanzania, a un hogar infantil y a un asilo. No, aparte de algunas limosnas de vez en cuando, él no estaba comprometido con los necesitados, como Paula, pensó, que charlaba alegremente con los asiduos de un bar o con los adolescentes que trabajaban en un taller. No, él no era de los que dan con alegría.


No pensó en la ocasión en que había sacado a un niño de una casa en llamas durante una revuelta en El Salvador, o cuando, bajo fuego enemigo, había llevado trigo a un pueblo cuyos habitantes se estaban muriendo de hambre. Episodios rutinarios en la vida de un periodista, habría dicho.


Las dudas sobre Paula seguían royéndole el corazón. ¿Lo había llevado deliberadamente a ver los negocios más humildes, aquellos en que la cantidad del préstamo era demasiado pequeña como para que mereciera la pena robar una parte? Solicitantes que inspirasen simpatía y no sospechas.


Pero no estaba pensando con claridad. Cualquier negocio floreciente, grande o pequeño, era... floreciente. Nadie había huido con el dinero, y si había algún plan para futuros fraudes...


Qué estúpido. Los estafadores nunca actuaban dos veces en el mismo sitio. Se movían de un lado a otro.


Paula no se estaba moviendo. Parecía inmersa e interesada en su trabajo. Aquella idea le alegró y entró en su despacho con una sonrisa.


—Hola, Ginger. Brian, ¿algo nuevo sobre Saunders?


—Otra mujer, en Virginia.


—¿Otra? No sabía que estuviera casado.


—Sí, aunque su mujer no estaba involucrada en el caso. Llevaba casada con él cuatro meses y se quedó tan sorprendida como la agencia cuando desapareció. Además también perdió todo lo que tenía.


—¿Y tiene otra mujer en Virginia?


—Es sólo una de las muchas mujeres con las que Saunders se ha casado y dejado tiradas. Así solía operar —dijo Brian mientras Pedro se sentaba en su mesa.


—¿Ah, sí?


—Sí, ha dejado muchos corazones rotos por el camino. Parece que es muy atractivo para las mujeres.


¿Igual que Paula con los hombres? ¿Era ése su modo de operar?


—Hay algo más —dijo Brian reclinándose sobre su silla—. Aunque no es de mucha ayuda. Parece que lo vieron en Seattle hace unas semanas, pero se escapó.


Seattle, aquello hizo sonar una campana en la cabeza de Pedro.




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