sábado, 10 de febrero de 2018

BAILARINA: CAPITULO 30




Lo había pensado desde que salía de Seattle. No había otra manera. Tenía que abandonar San Francisco, y tenía que hacerlo antes de que su madre se recuperase por completo, se mudara, conociera a Pedro y todo saliera a la luz, explotando como una bomba.


Había demasiada gente implicada. Su madre, que nunca se perdonaría el precio que ella había pagado por su vida. No dejaba de alabar a su benefactor, y si Pedro, o cualquiera, mencionaba el nombre de Juan Goodrich, o si llegaba a conocerlo, lo que ciertamente podría ocurrir si conocía a Pedro...


Juan Goodrich, que tenía su propio concepto de las bailarinas, un concepto que no mejoraría cuando supiera lo que una de ellas había hecho para conseguir una suma de dinero que nunca podría devolverle. Un dinero que él había pagado para salvar a su nieto de la manipulación de la misma bailarina. ¿Y de su sobrino? ¿Qué pensaría entonces de su sobrino? Si sabía que Pedro...


Pedro. ¿Qué podría decirle? Primero pensó que acabaría por reconocerla. Pero no, estaba segura de que aceptaba plenamente que era Paula Chaves. Se comportaba con ella con tanta sinceridad, con tanta... ¿admiración? Cada vez pasaba más y más tiempo con ella. No importaba lo que hicieran, navegar, jugar al ajedrez, o simplemente hablar, eran tiempos dorados.


Y cuando la besaba... Se estremeció, a pesar de que estaba en su despacho.


Se levantó, se acercó al frigorífico y bebió agua fría: No era ocasión para dejarse inundar por los recuerdos. Tenía que pensar.


Tal vez podría decírselo a Pedro.


Sí, claro:
«Mira, tengo que decirte algo. Soy Paula Chaves, pero una vez me encontré contigo y tú pensabas que era Deedee Divine, y lo era porque...»


Paula dejó caer el vaso de papel imaginando la cara que puso Pedro aquella noche, mirando a Deedee Divine. Tomó algunas toallas de papel, las mojó y se refrescó la cara.


—Un poco complicado —dijo imaginando que se lo decía a Pedro—. Mi madre estaba enferma y yo...


—Dios mío, Paula, ¿qué pasa?


Era Liz, una de sus compañeras de trabajo que la ayudó a secarse el agua que resbalaba por el vestido.


—Cómo te has puesto, niña. Pero no pasa nada, sólo es agua. Paula, quiero que eches un vistazo a estas solicitudes.


—Claro —dijo Paula yendo hacia su mesa y sentándose con Liz, absorta en su trabajo.


Pero cuando se quedaba sola no podía pensar en otra cosa que en su dilema. Tenía que explicar demasiadas cosas a demasiada gente. Le gustaba mucho Pedro Alfonso y ella le gustaba a él, tal vez se estuviera enamorando de ella, y no soportaría ver que su amor se transformaba en odio. Si se iba, no volvería a verlo... pero la única forma de escapar de aquella situación sin salida era abandonar la ciudad.


¿Y abandonar su trabajo? Le gustaba lo que estaba haciendo y no le resultaría fácil encontrar otro empleo.


Terminó de hacer lo que tenía que hacer con diligencia. 


Envió solicitudes y referencias a lugares del Estado que se encontraban a cientos de kilómetros.


No le habló de sus planes a nadie, excepto a Angie, rogándole que mantuviera el secreto.


—No quiero que la agencia sepa que dejo el trabajo hasta que haya conseguido otro.


Angie se quedó muy sorprendida y desconcertada, tal como Paula había imaginado.


Pero tenía que decírselo. Sabía que Angie contaba con ella para compartir el piso y si se iba de repente... Pero así debía irse, de repente, antes de que Pedro tuviera tiempo de hacer preguntas.




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