martes, 16 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 18





Paula se despertó muy despacio, como solía hacerlo siempre. Tardó un par de segundos en darse cuenta de que no estaba sola, y un par más en recordar lo que había pasado esa noche y en pensar cómo se sentía al despertar al lado de Pedro.


Habían disfrutado de muchos encuentros sexuales en el pasado, pero la noche anterior podía considerarla como la mejor de su vida. Había sido casi como una cita de verdad.


Habían pasado el día juntos, habían cenado juntos, habían charlado. Y luego, habían hecho el amor como nunca. 


¿Cómo iba a contenerse ella? Pedro no la dejaría.


Él se movió a su lado y gimió. Paula suspiró y los eróticos recuerdos de la noche anterior desaparecieron. Poco a poco, fue desplazándose hacia el extremo de la cama, pero él no tardó en abrazarla por la cintura.


—Buenos días —lo oyó murmurar.


Y contestó lo propio.


—¿Adonde crees que vas? —le preguntó Pedro abrazándola.


Ella giró la cabeza para mirarlo.


—Al baño. Necesito lavarme los dientes.


Pedro se apoyó en el codo y la observó. Ella cerró los ojos.


—No quiero que me veas hasta que no me haya arreglado un poco.


Pedro le dio unos golpecitos en la nariz, para que abriese los ojos.


—¿Se te ha olvidado que te vi con la cara verde?


¿Cómo se le iba a haber olvidado?


—Tú, Paula Chaves, no necesitas maquillaje para estar preciosa.


Ella sonrió y pensó que podría acostumbrarse a despertarse al lado de un hombre somnoliento, sin afeitar, despeinado, que le susurrase cosas bonitas al oído, pero en cuestión de segundos, la mirada de Pedro se volvió ardiente. Se puso encima de ella, que sintió su erección. En esos momentos, los mensajes que estaba recibiendo su cerebro no tenían nada que ver con ir al baño.


Mientras le acariciaba la espalda, Paula se preguntó durante cuánto tiempo sería así. Sólo hacía falta que la mirase para sentirse excitada. Su cuerpo respondía al instante, se humedecía. ¿Llegaría un momento en que ambos se mirarían y serían capaces de resistirse a aquel deseo urgente, primitivo?


Pedro le levantó las caderas y luego se inclinó a besarla. Ella le devolvió el beso y decidió disfrutarlo mientras pudiese.


—Mientras ambos podamos andar —murmuró contra su barbilla.


Él se apartó unos centímetros y la miró. Como respuesta, Paula se apretó con más fuerza contra él.


Una hora más tarde, Paula estaba preparando un café cuando oyó un ruido extraño en el exterior. Miró por el ojo de buey y vio a Leticia sentada en el embarcadero, abrazándose las rodillas y sollozando.


—¡Leticia! —exclamó corriendo a su lado.


La pobre chica lloró aliviada, parecía nerviosa y estaba helada. Llevaba unos vaqueros desgastados, zapatillas de deporte sin calcetines y una sudadera fina.


Pedro respondió a sus llamadas y entre los dos ayudaron a la chica a subir al barco y la envolvieron en una manta. Pedro se puso a hacer el desayuno mientras Paula se sentaba con ella e intentaba calentarle las manos frotándoselas.


Leticia se había escondido en un cargamento que llevaba el ferry que salía desde Wellington. Luego había ido andando hasta allí. Había tardado un día entero. Se había comido las galletas y se había hecho un par de tés, pero el frío era su peor enemigo.


—No había nada con qué taparse, ni siquiera unas cortinas viejas.


Se había escondido cuando había visto llegar el barco, pero después de pasar otra noche más sola, no había podido aguantar.


—¿Por qué no respondiste a nuestras llamadas? Tuviste que oírnos —Paula pensó que mientras ellos hacían el amor en el barco, la pobre muchacha debía de haber estado helándose de frío—. Debías haber venido a buscarnos antes.


Leticia engulló los huevos con tostadas como si no hubiese comido nada en una semana. Luego, Paula la acompañó a la cama del segundo camarote y la tapó.


—Pobre chica —le dijo a Pedro mientras se preparaban para volver a Wellington—. Sólo quiere que le presten atención. 
Es la pequeña de seis hermanos. Los chicos se pasan el día entrando y saliendo de la cárcel y su única hermana tiene leucemia. Sus padres están siempre en el hospital, o en la cárcel. Nadie tiene tiempo para Leticia.


Paula, que había sido hija única, no podía entenderlo. 


Decidió prestarle ella misma algo de atención a partir de entonces.


—Te lo dije.


—¿El qué?


—Que esa familia necesita unas vacaciones decente, pasar tiempo de calidad con sus hijos… ir a algún lugar agradable, donde puedan pescar y dar paseos…


Paula se ruborizó. A Pedro le gustaba su idea. Y eso significaba mucho para ella, aunque ya no pudiese llevarla a cabo.


Hacía muy buen día y estuvieron a gusto. Leticia apareció un par de horas más tarde y ayudó a Paula a preparar unos sándwiches con las sobras. Después se sentaron a comerlos al sol mientras Pedro seguía al timón. Luego, se tumbaron en los sofás y Paula no tardó en caer dormida.


Una hora más larde, cuando se despertó, ya se divisaba la ciudad de Wellington. Leticia estaba al timón, supervisada por Pedro. Paula sonrió al ver la imagen de ambos juntos. Era un gesto enternecedor por parte de Pedro, pasar algo de tiempo conectando con la chica.


—Leticia va a hablar con Russ para ver si puedo unirme a vuestro equipo —anunció Pedro, como si fuese algo que hubiese querido hacer siempre.


Paula sonrió, pensando que no sabía dónde se estaba metiendo.


Pedro conoce a gente en la Marina —dijo Leticia con entusiasmo—, y va a hablar con ellos para ver si pueden enseñamos a practicar deportes acuáticos.


—Creo que yo había hablado de normas de seguridad en el agua —la corrigió.


Paula no lo había visto nunca tan relajado y cómodo. Y era tan guapo.


Al verlo sonreír y bromear con Leticia, la invadió una sensación cálida y embriagadora. El muro que había levantado para protegerse se desvaneció. Su corazón empezó a latir, despacio y con fuerza, con tanta fuerza que podía sentirlo en las puntas de los dedos. Se sintió mareada y tuvo que agarrarse al sofá.


Lo amaba. Nunca había tenido nada tan claro. Lo amaba y lo deseaba, a pesar de todos los problemas que eso conllevaría.


Pedro le dijo algo, pero estaba tan distraída que tuvo que pedirle que se lo repitiera. Él se acercó y la despeinó, y Paula siguió sintiendo su mano en la cabeza unos segundos después.


Una vez en tierra, llevaron a Leticia con sus padres y Pedro la acompañó a casa. Cuando abrió la puerta de su apartamento, le rugía el estómago y recordó que sólo habían comido un sándwich.


—¿Te gustaría quedarte a…?


—Pensé que nunca me lo pedirías —dijo Pedro, apoyándola contra la pared del pasillo.


Su bolso cayó al suelo mientras él la devoraba con la boca y empezaba a hacerle el amor allí mismo. Ni siquiera llegaron al dormitorio.




lunes, 15 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 17




¿Qué estaba pasando? ¿Es que ya no la deseaba?


Pedro estaba sonriendo de manera tensa, y la estaba mirando con lujuria. De eso estaba segura, ya que lo veía todos los viernes cuando abría la puerta de la habitación del hotel.


Pero él seguía sentado, parecía tranquilo y dispuesto a abalanzarse sobre ella al mismo tiempo.



¿Por qué no lo había hecho ya? Siempre era el primero en acercase. En el tiempo que habían tardado en preparar la cena, cenar y charlar un rato, podían haber hecho el amor dos o tres veces.


¿Era aquello una prueba? Paula se movió en su silla, incómoda, a un metro de un hombre que ardía de deseo por ella, pero que intentaba ocultarlo.


Se levantó de manera brusca, necesitaba poner espacio entre ambos.


—¿Te importa si me doy una ducha?


Él negó con la cabeza, sin dejar de mirarla.


Paula se dirigió al pequeño baño que había en el segundo camarote. Tal y como le había dicho Pedro, había un cepillo de dientes sin estrenar y toallas limpias en el armario. Abrió el grifo de la ducha y miró su mugrienta ropa, se la quitó y metió la camiseta y las braguitas también a la ducha con ella, los pantalones cortos no estarían secos para el día siguiente.


El chorro de agua caliente fue una bendición después de un día tan largo. Había bebido demasiado deprisa. Estaba nerviosa. Pedro la ponía nerviosa porque estaba diferente. 


Se había contenido, a pesar de desearla. La única conclusión a la que podía llegar Paula era que quería que fuese ella quien diese el primer paso. ¿Por qué?


Dejó que el agua le cayese por la espalda mientras lavaba la ropa con jabón. Estaba confundida. En el baile, ella le había dicho que habían terminado, pero en esos momentos deseaba recuperar las tardes de los viernes, donde ambos sabían a lo que iban. Donde eran dos personas libres que compartían una increíble atracción.


Eso le recordó que él le había dicho en el baile que quería más.


Cerró el grifo y tomó una toalla. ¿Y ella? ¿Quería más? Por supuesto que sí. Quería tener con Pedro algo más que los viernes por la tarde. Quería salir con él, hacer el amor con él en su apartamento, en casa de él. Quería que hablasen de qué tal les había ido el día. Quería hacer planes.


Si pensaba aquello, debía de ser porque había bebido demasiado. Lo más prudente en esas circunstancias era volver al salón, darle las buenas noches y meterse en la cama, sola.


Limpió el espejo empañado con una toalla y se miró en él, su cuerpo desnudo le recordó la vez en que habían hecho el amor delante del tocador, en el hotel…


Y se ruborizó. Ardía de deseo por él. Era como una adicción.


Pero había sido ella quién había dicho que no iban a retomar la relación donde la habían dejado. Eran sus normas, y podía romperlas.


Así que lo mejor sería salir de allí y seducirlo. Hacerle recordar que lo suyo era sólo sexo, y lo bien que se les daba. Era mejor mantener las cosas a ese nivel, porque no quería poner en peligro su corazón, que ya estaba empezando a encapricharse por Pedro.


Se secó, se cepilló los dientes y el pelo y colgó las braguitas en el toallero para que se secasen. Luego, fue a seducir a Pedro Alfonso antes de que se le agotase la paciencia.


Paula entró en el salón cubierta sólo por una toalla. Él levantó la cabeza y observó cómo se aproximaba con los ojos brillantes. Ella intentaba fingir que aquélla era la suite presidencial del hotel, un viernes por la tarde. Era algo que había hecho decenas de veces…


Pedro había recogido la mesa y estaba sentado en el sofá, con la copa en la mano.


—¿Quieres que te busque una bata?


Paula negó con la cabeza, confundida de nuevo.


¿Por qué no se levantaba Pedro e iba por ella? Le quitaba la toalla, la acariciaba…


—¿Quieres un café? —le preguntó él.


—Tal vez luego —contestó ella con voz ronca, acercándose—. ¿Me deseas, Pedro


Él se humedeció los labios.


—Es la primera vez que me preguntas eso.


—Nunca había tenido que hacerlo.


Él la miró a los ojos.


Se estaba controlando mucho, sobre todo, teniendo en cuenta que iba a estallarle la cremallera del pantalón. A Paula se le puso la carne de gallina.


—¿Recuerdas nuestra primera vez? —le preguntó él de repente, en voz baja—. Estabas temblando, como ahora. ¿Estabas nerviosa?


—Como ahora.


Lo había admitido sin querer. Se acercó un paso más.


—¿Por qué?


La expresión de él era impenetrable.


—Me sentía abrumada.


—¿Y ahora?


—Ahora ya no sé qué es lo que quieres —confesó.


—Te lo dije la otra noche. Quiero más.


Alguien había cambiado el guión. 


Paula se abrió un poco la toalla, para enseñarle lo que había debajo.


—Puedes tenerlo todo.


Pedro sonrió.


—Eso pretendo —dijo, como si fuese una amenaza.


Paula avanzó hasta colocarse entre sus piernas y se arrodilló. Aquello por fin le hizo reaccionar, empezó a respirar con dificultad, abrió más los ojos y tragó saliva con dificultad.


—Ahora ya he captado tu atención—, pensó ella.


Le puso la mano en la bragueta y se la acarició con cuidado, sonrió.


—¿Quieres esto?


Él bajó la cabeza y la miró, siempre le gustaba mirar.


—Ya sabes lo que quiero. Quiero más.


Tenía los brazos inmóviles, las manos apoyadas en los muslos, a pesar de que normalmente se movía, era él quien dirigía la situación.


Por suerte, cuando le bajó la cremallera del pantalón su instinto la condujo. Paula estaba embelesada, más excitada que nunca. Se fijó en que Pedro tenía las venas de las manos muy marcadas, y que apretaba los muslos cada vez que pasaba la lengua por su erección.


Ella sabía lo que quería, pero, de repente, alguien volvió a cambiar el guión. Pedro le hizo levantar la cabeza y la ayudó incorporarse.


Era la primera vez que la paraba.


Le había costado hacerlo. Sólo había que ver la tensión de su rostro. La besó, cada vez con más intensidad, y fue un beso más íntimo que el que ella le había dado un minuto antes. Se sintió aturdida por el deseo.


Siguieron besándose, tomando el uno el rostro del otro, enredando los dedos en el pelo. No había prisa y ninguno de los dos cerró los ojos. A Paula le encantaba verlo.


Pedro metió las manos por debajo de la toalla y le acarició el cuerpo muy despacio.


Tal vez, hubiese sido ella quien había empezado a seducirlo, a demostrarle lo sexy que la hacía sentir, a provocarlo, pero, en esos momentos, él estaba igual de implicado. Paula necesitaba tocar su piel, así que se peleó con los botones de la camisa hasta abrírsela por completo y se apretó contra él.


Pedro siguió acariciándola. Ella levantó las caderas y él metió los dedos en su interior con cuidado, los movió y le hizo disfrutar de un orgasmo al que ni siquiera había visto llegar. Apretó los puños y los apoyó sobre su pecho y, por primera vez desde que había salido del cuarto de baño, dejó de mirarlo a los ojos y se sumergió en una profunda y estremecedora satisfacción.


Enseguida, Pedro salió de debajo de ella, la hizo sentarse. Y Paula pensó que aquello ya era más normal, que fuese él quien tomase el mando, aunque dejó de pensar cuando lo vio arrodillarse y que empezaba a hacerle el amor con la boca.


Cuando hubo terminado, Paula intentó relajarse, pero no era fácil.


—Sí —susurró—. Esto es lo que quiero.


Pedro se sentó, estaba saciado, pero quería más. Se desnudó del todo y se puso un preservativo.


—No —la contradijo—. No es todo lo que quieres.


Paula sintió su erección entre las piernas y supo que tenía razón.


—Pero todavía no lo sabes —añadió.


Ella estaba cansada de hacerse preguntas, y de querer. Sólo deseaba que la penetrase.


Pedro


Él la complació. La maravillosa invasión, lenta y fuerte, profunda e implacable, la llenó tanto que tuvo que expulsar todo el aire que tenía en los pulmones. Pedro se quedó quieto y la miró fijamente. Se quedaron varios segundos así, mirándose a los ojos. Y fue entonces cuando Paula entendió que no volvería a no tomarse aquello en serio. 


Jamás volvería a pensar que era sólo sexo.


Habían hecho el amor muchas veces, muchos viernes, pero nunca de un modo tan profundo como aquél. A Pedro le brillaban tanto los ojos que Paula quiso apartar la vista de ellos, pero él no le dejó. «Quiero más», le decían sus ojos.


—Más —respondió ella, llenándose de júbilo al verlo sonreír.


Borracha de él, se abrazó a su cintura con las piernas y empezaron a moverse cada vez con más rapidez, ambos ardiendo de deseo. Pedro gritó su nombre y ella gimió de satisfacción. Y luego, frenaron el ritmo. Paula sólo podía oír la respiración entrecortada de ambos y las olas golpeando el casco del yate.


Entonces, sin dejar de mirarla a los ojos, Pedro la abrazó. 


Era la primera vez que lo hacía.





LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 16





Recorrieron la casa una vez más, luego la cerraron con llave y volvieron al barco. Paula se frotó los brazos.


—Odio pensar que pueda estar ella sola ahí afuera.


—Si está ahí, sabe que la estamos buscando —intentó tranquilizarla Pedro. Habían gritado hasta quedarse roncos—. Bajará al barco cuando tenga frío o hambre.


Prepararon juntos una ensalada y sacaron las sobras de la comida. Calentaron unos panecillos pre-cocidos y abrieron el vino. Pedro observó cómo Paula ponía la mesa y encendía las velas. Cada segundo que pasaba en su compañía, la deseaba más, pero esa noche tendría que ser ella quien diese el primer paso.


Cenaron mientras charlaban, el vino había hecho que Paula se relajase.


—Esta es una nueva experiencia —comentó Pedro cuando terminaron—. Estar sentado a una mesa contigo, comiendo y hablando.


—Ya lo hemos hecho a la hora de la comida —le recordó ella.


Pedro apartó su plato de postre.


—¿Irá tu padre al juicio el lunes?


—Si el médico está contento… —comentó Paula poniendo los ojos en blanco, con resignación—. Hablé con él ayer y está deseando salir de la clínica.


—Sabes que va a perder, ¿verdad? —le dijo Pedro sin querer discutir con ella, con un toque de duda en la voz.


Paula asintió.


—Se lo hemos dicho todos, pero es demasiado testarudo para aceptarlo.


—¿Cómo es?


—Tremendo —contestó ella sonriendo—. Para él, todo es blanco o negro. Tiene una opinión acerca de todo y es imposible hacerle cambiar de idea, aunque haya pruebas irrefutables en su contra.


—Y tú estás loca por él —Pedro se preguntó si algún día conseguiría que se le humedeciesen los ojos de emoción también por él.


—Estoy loca por él y me está volviendo loca.


Ambos se miraron a los ojos y sonrieron. Paula le dio un trago a su copa de vino, de repente, parecía nerviosa.


Estaba sentada frente a él con una camiseta mugrienta, el pelo recogido en una coleta. Acostumbrado a verla en las revistas, vestida con ropa de diseño, o desnuda los viernes, aquella imagen despertó la simpatía de Pedro. Tal vez le brillasen los ojos por el vino, o por la luz de las velas, pero él esperaba tener también algo que ver en ello.


La operación Paula estaba en marcha.



—Debió de ser increíble, crecer en esa mansión como hija única —la casa de Paula era famosa por su grandiosidad.


Paula se relajó y apoyó la espalda en la silla.


—Creo que debía de haber una lista de amigos que iban viniendo a estar conmigo, porque no recuerdo haber estado nunca sola.


—Más mimada, imposible —comentó Pedro sonriendo—. Las mejores fiestas de cumpleaños…


—¡Eran una locura! Había payasos, animales, disfraces, tanta tarta y chucherías que acabábamos todos… con rabietas cuando terminaba. Mi pobre madre. Yo hasta devolvía de la emoción.


Paula volvió a beber de su copa, a ese paso, se la tendría que llevar a la cama en brazos.


Pedro se levantó, tomó la botella de vino y se la rellenó, le quitó una ramita que se le había enredado en el pelo y volvió a su sitio.


—Es interesante —le dijo—. Tienes el mundo a tus pies y te escondes detrás de una fundación. Te da miedo demostrar lo que vales. No quieres que nadie sepa que tienes valores y talento.


—Yo sé que los tengo, pero es el dinero lo que me diferencia de los demás.


Pedro rió.


—Pues debo de llevar unas gafas con los cristales tintados de rosa porque, desde aquí, yo veo las cosas de una manera completamente distinta.


Paula no contestó, se puso a jugar con la ramita que Pedro le había dado.


Pero Pedro seguía teniendo curiosidad. Paula tenía todo lo que una mujer podía desear. ¿De qué tenía miedo?


—Preciosa —empezó, sonriendo de nuevo al ver que ella fruncía el ceño—. Con talento, a juzgar después de haber visto algunas muestras de tu arte…


—Son sólo dibujos —lo interrumpió ella.


—Arte. Y eres proactiva… Estás haciendo algo que te diferencia de muchas personas.


—Muchas personas hacen cosas parecidas…


—Es probable, pero no lo esconden. ¿Te he dicho ya que también eres creativa? El baile de la otra noche fue una obra de arte, si es que soy quién para juzgarlo.


—¿Crees que organizar una fiesta convierte a alguien en un artista? —preguntó Paula con inocencia y sarcasmo al mismo tiempo.


—Claro que sí. Hay gente que va a la universidad para aprender a hacerlo. Tú sólo has tenido que ponerte a ello, y ha salido bien.


—Por mi dinero —insistió ella—. ¿De verdad crees que habría sido capaz de organizar ese baile sin la influencia y los contactos de mi padre?


—La diferencia, Paula, entre tú y la mayoría de personas ricas es que tú utilizas el dinero para hacer cosas útiles.


—Bueno, también he quemado mucho dinero.


—Seguro que sí, pero deberías estar orgullosa de haber cambiado tu forma de actuar.


—¿Cómo fue tu niñez? —le preguntó ella.


—Bastante normal. Iba al colegio. Jugaba al rugby. Iba a navegar. Disfrutábamos de las vacaciones en familia.


—¿Estabais muy unidos?


Pedro no tenía quejas acerca de su educación.


—Supongo que Adrian y yo… sí. Papá y mamá… Nos llevábamos bien. No eran demasiado cariñosos y siempre estaban muy ocupados con sus respectivas carreras. A papá le gustaba enfrentarnos a Adrian y a mí todo el tiempo. Todo tenía que ser una competición —puso los ojos en blanco—. Y sigue haciéndolo.


—¿Y quién ganaba?


—Sesenta a cuarenta, más o menos. Yo era más grande, pero prefería negociar. Y a Adrian le gustaba fingir que era David contra Goliat.


Ella dejó de sonreír mientras lo miraba a los ojos. Y Pedro tuvo ganas de gemir, estaba tan guapa, tan deseable. Podía palparse la química que había entre ambos y no estaba acostumbrado a contenerse. Aquélla era la desventaja de haber empezado como habían empezado, que en esos momentos tenía que hacer un ejercicio de autocontrol.


Pero tenía que aguantar hasta que Paula se diese cuenta de que lo que compartían merecía la pena, aunque sus padres se pusiesen furiosos.


Finalmente, la vio apartar la mirada.


—Estaba intentando imaginarte de niño.


Pedro estaba seguro de que se había preguntado por qué no se había levantado de la mesa y había ido hasta ella, como hacía siempre que lo miraba con deseo.


«Te toca mover ficha a ti, cielo», pensó.


Y ambos siguieron en silencio mientras el barco se balanceaba suavemente



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 15





Pasearon por el enorme terreno durante un par de horas. 


Pedro no entendía mucho de jardinería, pero era evidente que, a pesar de que el lugar estaba muy descuidado, la propiedad era una joya.


Paula descubrió un trozo de plástico, era de un envoltorio de galletas de la misma marca que el paquete que tenía que estar en la bolsa.


—Podría llevar años aquí —le advirtió Pedro, que no quería que se hiciese ilusiones.


—No, limpiamos por aquí la última vez que estuvimos. Tiene que ser Leticia.


Aunque Pedro era escéptico al respecto, acompañó a Paula por el resto del terreno, llamando a la chica a gritos.


Nadie respondió a sus llamadas y un rato después, Paula se miró el reloj, consternada.


—¿Vamos a volver a casa antes de que anochezca? —le preguntó Pedro, ya le había dicho que al alquilar el yate le habían puesto como condición que estuviese amarrado cuando anocheciese—. Si de verdad piensas que está por aquí, deberíamos quedarnos y dar otra vuelta por la mañana —sugirió con naturalidad—. Además, he alquilado el barco para dos días.


Paula se detuvo bruscamente y volvió la cabeza.


—¿Para dos días?


Pedro no se arrepentía de haber tomado aquella decisión. 


Quería estar con ella fuera de la habitación de hotel, sin tener que preocuparse porque los descubriesen. Quería ver si conectaban fuera de la cama tan bien como dentro.


Además, si seguían allí no era por su culpa, si Paula no se hubiese empeñado en que la chica estaba allí, podrían haberse ido a casa dos horas antes.


Paula se giró completamente hacia él.


—¿Y si tuviese planes para esta noche?


—Pues decepcionarías a alguien —comentó Pedro con toda tranquilidad. Sintió que su cuerpo reaccionaba al tenerla tan cerca. Se le secó la boca, se le tensaron los músculos del estómago.


—No he traído nada —protestó ella—. Ni ropa, ni cepillo de dientes.


—En el barco hay artículos de tocador de sobra. Y con respecto a la ropa… —la recorrió de arriba abajo con la vista, llevaba puesta una camiseta y unos pantalones cortos blancos, y unas zapatillas de deporte que se le habían ensuciado. Sus mocasines tampoco estaban mucho mejor—. Creo que hay unos albornoces también… —aunque no necesitaban ropa, para lo que se le estaba ocurriendo…


Ella entrecerró los ojos, como si le hubiese leído el pensamiento.


—Te ha salido redondo, ¿verdad?


Tenía razón, le había salido a la perfección, pero no quería tener a Paula enfadada toda la noche.


—Si hubiésemos terminado hace dos horas de explorar el terreno, podríamos haber llegado a casa antes de que anocheciese —le recordó—. De todos modos, hay suficiente comida para la cena y, como habrás visto, hay dos camarotes.


Pedro quería aprovechar aquella oportunidad para que ella también lo conociese. Así le sería más fácil tener una relación pública con él mientras su padre seguía enfermo. Pedro quería que Rogelio y Saul supiesen que, si seguían enfrentándose, podían hacer daño a sus hijos.


La vio luchando consigo misma por permanecer alejada de él. No obstante, sabía que estaba ganándosela. Y utilizaría la irresistible química sexual que había entre ambos para conseguir su objetivo.