viernes, 12 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 5




El viernes por la mañana, Paula se cruzó con Pedro en los pasillos del Tribunal Supremo. Él se detuvo cuando llegó a su lado. Dado que la sesión había empezado, no había casi nadie por allí.


—¿Nos vemos a las tres? —le preguntó en voz baja.


A ella se le aceleró el pulso, como le ocurría siempre que lo veía. Su presencia en la sala durante esa semana había hecho que lo desease todavía más.


Pero debían tener cuidado. No era sólo por el estrés al que estaba sometido el padre de Paula. Pedro era diferente. Y ella quería que fuese sólo suyo.


No había imaginado que la opinión pública se interesaría tanto por el caso, pero los periodistas y fotógrafos acudían todos los días. Muchos parecían más preocupados por lo que ella llevaba puesto y por su vida amorosa, que por lo que estaba ocurriendo en el juicio.


Pedro, hay muchos periodistas —respondió ella, también en voz baja—. ¿No crees que deberíamos dejar de vernos un tiempo, hasta que el juicio haya terminado?


El la miró a los ojos y a Paula se le aceleró el corazón, se le debilitaron las rodillas.


Pedro la llevó hacia las escaleras que tenían al lado. Ella mantuvo la cabeza agachada, consciente de que, si alguien le veía la cara, sabría lo que estaba pensando: que deseaba que la acariciase, que la besase. A poder ser, ambas cosas, y en ese preciso instante.


Él le hizo cruzar la puerta y luego la apoyó contra una pared. 


Apoyó las manos en ella, sin tocarla con el cuerpo.


Luego estudió su rostro con detenimiento antes de recorrer el resto de su cuerpo, acariciándola con la mirada. Paula agradeció estar apoyada en la pared.


—¿Quieres que dejemos de vernos? —le preguntó Pedro, acalorado, pero sin levantar la voz.


—No quiero —respondió ella—, pero tu reputación de banquero conservador y serio se vería mucho más perjudicada que la mía si nos pillasen.


—Me estoy volviendo loco, de verte ahí. Tan cerca, y sin poder tocarte.


A ella la cabeza empezó a darle vueltas, también quería tocarlo, y tenía pánico. Era la primera vez que Pedro hacía algo tan atrevido.


—Oh, Pedro, esto es peligroso.


—No te he tocado —murmuró él—. Todavía.


Ambos sabían que, si la tocaba, ella no ofrecería ninguna resistencia.


—Alguien podría aparecer por esa puerta en cualquier momento —le advirtió.


—Eso también forma parte del juego, ¿no? —comentó él.


Sus miradas se unieron. Era evidente que Pedro Alfonso, a pesar de ser serio y conservador, estaba tan enganchado a aquello como ella.


Paula se movió inquieta. Era una tortura, tenerlo tan cerca, verlo tan excitado, y no poder tocarlo.


Él puso la mano en su pelo y luego la bajó hasta la barbilla. 


Ella entreabrió los labios.


Pedro la miró fijamente y le acarició la mejilla con el dedo gordo.


—Estás muy guapa.


Aquello la sorprendió. También era nuevo. Por regla general, Pedro prefería demostrar sus sentimientos, no hablar de ellos.


Pedro miró su boca con deseo. Bajó el dedo pulgar y le acarició el labio inferior. Se acercó más. La estaba volviendo loca. ¿Qué más daba que los vieran? Puso los labios alrededor de su dedo, haciéndolo entrar en la boca. Pedro abrió mucho los ojos, y todavía más cuando ella le recorrió el dedo con la lengua.


Entonces, sacó el dedo muy despacio.


—¿Dejar de vernos? No va a ser posible. Nos vemos a las tres —sentenció antes de retroceder y volver a atravesar la puerta.


El aire fresco del pasillo la calmó un poco. Lejos de la fuerte presencia de Pedro, Paula se llevó la mano al estómago, que se le había encogido por los nervios. Aunque él estuviese dispuesto a arriesgarse, ella no quería avergonzar a su padre, mucho menos en un momento de tanta tensión.


No obstante, su mente y su cuerpo ardían de pasión. Estaba segura de que su cita de esa tarde sería todavía más intensa de lo habitual.



LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 4





—A ti te da igual —le instó en tono beligerante un hombre encorvado al que le temblaban las manos—. Te pagan para estar ahí sentada todo el día. Yo he tenido que tomarme la mañana libre y ahora parece ser que no van a recibirme.


—Lo siento, señor Hansen. Ha sido una mañana muy complicada —dijo Paula, intentando tranquilizarlo con una sonrisa comprensiva.


El hombre suspiró y volvió a su asiento en la abarrotada sala de espera.


Paula volvió a respirar. Todavía no era la hora de la comida y ya le dolía la cabeza debido a la tensión.


Se había presentado voluntaria para trabajar dos días enteros en la recepción en la Elpis Free Clinic, y a veces, a pesar de ser poco caritativo, le resultaba un tanto pesado tratar con personas enfermas. Pensando que no la veía nadie, hundió un momento la cabeza entre los brazos.


Detrás de ella, el reverendo Russ Parsons apoyó la mano en su hombro. Paula se incorporó.


—Debías haberle dicho que aquí no cobramos ninguno. Ni los médicos, ni las limpiadoras, ni el personal administrativo, ni nuestra guapa recepcionista.


Paula rió.


—¡Menuda recepcionista! Hay días que no tengo don de gentes.


—Lo importante es que lo intentes —comentó él tomando unos folletos de encima del mostrador y tendiéndoselos—. ¿Por qué no le das algo de información acerca de nuestros cursos?


Ella tomó los folletos y se reprendió por no haberlo pensado antes.


Además de la clínica gratuita, la Fundación Elpis, que ella había contribuido a crear un año antes, ayudaba a la parroquia de Russ a identificar familias con grandes problemas económicos. También daba varios cursos de autoayuda. Paula estaba muy orgullosa de los avances que habían realizado en tan poco tiempo, pero su falta de experiencia laboral evidenciaba en qué había empleado su tiempo hasta hacía poco.


—¿Todavía vamos a trabajar en el albergue este fin de semana? —le preguntó Russ antes de salir por la puerta.


Paula asintió con entusiasmo. Hacía poco tiempo que había comprado un viejo albergue en Marlborough Sounds, en la parte más alta de South Island. El albergue llevaba años sin funcionar y estaba en muy mal estado, pero con los voluntarios de la parroquia, esperaba adecentarlo para las familias del programa que nunca se iban de vacaciones.


—¿Cuántos van a venir? Es para comprar los billetes del ferry.


—Diez. Es el viernes por la tarde, ¿verdad? Yo tendré que volver en el último ferry del sábado, para estar el domingo en la parroquia.


¿El viernes por la tarde? A Paula le dio un vuelco el corazón. 


Negó con la cabeza y bajó la mirada, sintió que se ruborizaba.


—Lo siento, pero yo no podré ir hasta el sábado por la mañana —una cosa era la filantropía y otra quedarse sin ver a Pedro Alfonso, en especial, el día de su cumpleaños—. Mis padres están preparando algo para mi cumpleaños.


«Algo», para su padre, era una fiesta que costaba probablemente los ingresos anuales de cinco o seis de las personas que estaban en aquella sala de espera. No obstante, ese año, el de sus veintiséis cumpleaños, había convencido a Saul para que no se pasase.


—Puedes venir si te apetece —añadió, con la esperanza de que Ross declinase la invitación. Su padre no aprobaba el modo en que empleaba su tiempo y su dinero y temía que hiciese algún comentario inapropiado al reverendo.


Saul Chaves era un hombre de opiniones pasadas de moda e inflexibles, en especial en lo relativo a las mujeres, que debían ser protegidas y mimadas, pero no tomadas en serio en el mundo laboral.


—No me dejo la vida trabajando para que mi hija tenga que hacerlo también —solía comentar.


A pesar de que aquello la avergonzaba, se había pasado mucho tiempo, demasiado, aprovechándose de la situación, antes de darse cuenta de que era demasiado aburrido vivir como una princesa.


—Hablando de invitaciones —comentó Russ—. ¿No deberíamos estar dándole publicidad al baile benéfico y a la subasta que estás organizando? Sólo faltan un par de semanas.


Paula esperó antes de contestar, consciente de que el proyecto se apartaba de las actividades habituales que realizaba la parroquia para recoger fondos. La Fundación Elpis no era una organización religiosa.


—No es ese tipo de subastas, Russ. Es más… —intentó buscar la palabra adecuada. Si había algo que Paula conocía bien, era a la gente rica y las fiestas—… un acontecimiento. Será sólo con imitación y no habrá prensa.


Sabía cómo organizar un evento con clase, pero original al mismo tiempo, y había conseguido que aquél les saliese barato. Sólo tendría que pagar la orquesta, ya que el salón era gratis, por cortesía de un viejo conocido de su madre. 


Unos amigos habían accedido a correr con la iluminación y la decoración. Y había muchos «voluntarios» para trabajar de camareros, ya que la fiesta prometía merecer la pena. 


Todavía no estaba confirmado el champán, pero las cosas con el catering iban bien. Durante la noche llegaría un cargamento de pescado con patatas que sorprendería a los elegantes invitados por cortesía de un viejo galán cuya familia poseía una cadena de restaurantes de comida rápida. Paula era lo suficientemente conocida como para permitirse algo así.


—Todo está controlado —le aseguró a Russ—. Por el momento, me han confirmado su asistencia unas cien personas, y todavía queda tiempo.


Russ apretó los labios.


—Estoy seguro de que, si le damos publicidad, podríamos conseguir más.


—Russ, son cien personas con mucho dinero, son los que llevan las riendas del país. Confía en mí, a los ricos les gusta la discreción.


—¿Por eso no quieres tú poner tu nombre en ninguna de las buenas obras que haces?


Paula lo miró con dureza.


—A mí nadie me toma en serio. No quiero que nadie me asocie a la Fundación Elpis. Y ésa fue la principal condición cuando empezamos. Te aseguro que es lo mejor.


Famosa por ser famosa… Paula entró en la sala de espera decidida a conseguir caerle bien al señor Hansen. Los medios de comunicación se fijaban en ella, pero por los motivos equivocados, a pesar de que llevaba un año portándose bien. A los periodistas no les importaba escribir falsedades y su dedicación a los demás era algo demasiado serio, tenía que proteger a la fundación. Era su manera de redimirse.







jueves, 11 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 3




Paula había conseguido cerrar la boca mientras se ponía el vestido. No le importaba que Pedro no se creyese que no había salido la noche anterior, no tenía por qué darle explicaciones. La televisión solía utilizar imágenes de archivo para hablar de ella y hacía varias semanas que no se ponía esa falda.


Lo que la sorprendía era que le hubiese preguntado.


Llevaban cuatro meses viéndose todos los viernes y Pedro Alfonso nunca había parecido interesarse por lo que hacía fuera de aquella habitación.


Le dio la espalda y arqueó una ceja frente al espejo.


—¿Estás celoso, Pedro? —le preguntó en tono sarcástico.


Se acordó de que se había puesto del color de su vestido después de su primera cita, cuando él le había dejado claro con sus acciones que su relación era sólo sexual. Tras hacer el amor, se había vestido enseguida y le había pedido que estuviese allí a la misma hora a la semana siguiente, y había desaparecido cinco minutos más tarde. No le había dicho que la llamaría. Nada.


A Paula aquello la había sorprendido, se había sentido un poco herida y un poco tonta. Pedro pensaba que conocía las reglas del juego, pero en realidad no tenía tanta experiencia como la prensa quería hacer ver. De los cuatro hombres con los que había estado antes de Pedro, dos habían sido relaciones bastante serias. El único problema era que le gustaban los playboys, los atletas y los músicos, pero su época más alocada había terminado mucho antes de conocer a Pedro.


Lo miró fijamente mientras se hacía el lazo del hombro y echaba las manos a la espalda para subirse la cremallera.


Pedro apartó las sábanas y se levantó y un segundo después estaba detrás de ella, subiéndole la cremallera muy despacio.


A Paula se le detuvo la respiración, a pesar del tiempo que llevaban haciendo aquello. Pedro era mucho más ancho y alto que ella y con la habitación a oscuras, parecía casi un hombre latino, con las cejas tan espesas y oscuras, la piel morena y aquellos sensuales labios.


Unos labios que le rozaron la oreja, haciendo que se estremeciese.


Aquélla era una mala señal. Tenía que marcharse. De todas formas, su madre la estaba esperando para cenar.


Pero él la miró a los ojos por el espejo y agachó la cabeza para mordisquearle el hombro.


—No tienes prisa, ¿no?


Paula echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su cuello y lo observó con los ojos medio cenados, mientras le pedía disculpas a su madre en silencio.


Pedro Alfonso le resultaba irresistible. Había sido así desde que se habían mirado a los ojos en el ascensor de aquel hotel. Ella se marchaba de la fiesta de los ochenta cumpleaños de su tía y él de una conferencia bancaria. Se habían encontrado por casualidad y se habían sentido tan atraídos el uno por el otro que habían decidido tomarse algo juntos en el bar y, después, reservar una habitación. La situación había sido todavía más excitante debido al odio que había entre sus padres desde hacía treinta años.


Pedro había terminado de subirle la cremallera, pero sus ojos verdes seguían mirándola como si la quisiese desnuda. 


Le acarició la nuca con cuidado y el calor de su cuerpo, desnudo y masculino, la bañó. Lo vio llevar la mano al lazo del hombro, y mirarla como retándola para que lo detuviese, pero el lazo opuso tan poca resistencia como su cerebro y sus pechos quedaron al descubierto.


—Vaya, mira lo que he hecho —le murmuró Pedro al oído—. Y eso que sólo quería conocerte un poco mejor.


Paula tragó saliva y levantó las manos para taparse los pechos.


—Ya me conoces. Y a éstos también.


—Sí, a ésos los conozco —admitió él quitándole las manos y acariciándole los pechos ya endurecidos por el deseo.


Pedro bajó después las manos a su trasero.


—A éste también lo conozco —dijo acariciándola muy despacio.


Paula empezó a respirar con dificultad mientras miraba a ambos en el espejo. Debía haberse sentido avergonzada, al ver cómo se sometía por completo a sus manos y a su boca. 


Al fin y al cabo, aquello era lo que todo el mundo esperaba de ella, que fuese una niña mimada y rica que se pasaba la vida buscando su propio placer.


Estaba en el camino de la perdición, y tan contenta. Cuando Pedro Alfonso la tocaba así, le hacía sentirse bella y orgullosa de sí misma. Era un hombre con cerebro, éxito y dinero, no un playboy superficial y frívolo. Tal vez su relación estuviese basada en los deseos más primitivos, pero su pasión por ella le hacía sentir como un igual. Aquello no tenía nada que ver con el amor, pero los viernes por la tarde eran lo mejor que había en la vida de Paula, e iba a seguir disfrutando de ellos.


Se apoyó en el tocador justo en el momento en el que él le metía el muslo entre las piernas para separárselas.


—También conozco esto —insistió Pedro acariciándola más íntimamente y haciéndola gemir de placer.


Se apretó más contra ella y una ola de calor la invadió al darse cuenta de que no eran sus dedos los que la acariciaban entre las piernas. Se echó hacia delante y apoyó las palmas de las manos en el tocador, para sujetarse.


—Abre los ojos, Paula —le ordenó él, poniendo un brazo alrededor de su cintura.


Ella echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en su pecho. 


Abrió los ojos y se encontró con los de él, que la miraban con deseo desde el espejo.


—¿Te molesta nuestro secreto? —le preguntó Pedro—. ¿Esto que hay entre nosotros?


Paula había perdido la razón. Quería mucho más que «eso» que había entre ambos, y lo quería ya. Lo miró fijamente y apretó su cuerpo contra el de él.


Luego, hizo un esfuerzo casi sobrehumano para contestarle.


—Conozco las reglas. Y estoy jugando el juego.


Era sexo.


Simple. Sensacional. Secreto. Era lo que ella quería. Para lo que vivía. Para el placer de los viernes por la tarde.





LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 2




Varios días más tarde Pedro se movió en la cama cuando la mujer que había estado a su lado se levantó y fue al baño. 


Saciado y somnoliento por las salidas nocturnas que había realizado desde que su hermano estaba en la ciudad, se preguntó si se había desviado de su rumbo.


Adrian se marcharía en un par de semanas, volvería al frenético mundo de la Bolsa, y Pedro se preguntaba durante cuánto tiempo aguantaría su hermano la presión.


Se estiró, ahuecó la almohada y colocó un brazo detrás de la cabeza. La puerta del baño se abrió y una mujer alta, rubia y delgada entró en la habitación. La vio acercarse al espejo del tocador y se fijó en su espalda, en la curva de sus caderas y en su lustrosa piel. Le gustó que pareciese sentirse tan cómoda a pesar de estar desnuda.


—¿Te da tiempo para tomarte algo o tienes que marcharte? —le preguntó, consciente de su sorpresa. No solían charlar después de hacer el amor.


Ella lo miró con curiosidad a través del espejo mientras se recogía el pelo en un moño despeinado y sofisticado al mismo tiempo.


—Deja que lo adivine. Tienes un cóctel en el Bar Zeus.


—Es demasiado temprano para mí —contestó ella recogiendo algo del suelo.


La ropa estaba tirada por todas partes. Siempre era así. En cuanto entraban en la habitación, se desnudaban apresuradamente, a veces, tenían suerte de salir de allí sin nada roto.


Ese día ella se había puesto un vestido corto, color fucsia, atado a un hombro con un lazo extravagante. Era fácil de poner, y de quitar, y muy adecuado para un cóctel en uno de los bares en los que se la solía fotografiar, aunque nunca con él.


A pesar de que era un vestido fácil de quitar, a Pedro le había dado la sensación de que había tardado horas en hacerlo. El tiempo pasaba a cámara lenta cuando entraba en la suite de aquel hotel de cinco estrellas los viernes. Tenía todas las imágenes guardadas en su mente: la suavidad y la fragancia de su cremosa piel, la caída de su pelo despeinado, sus suspiros cuando la desnudaba para poder besarla y acariciarla. Era como si ella también estuviese grabando el momento, sus besos y caricias, la manera en que la desnudaba. Luego, Pedro recordaba una y otra vez todo aquello durante la semana, hasta que llegaba el momento de volver a tenerla.


Una vez a la semana, durante cuatro meses, y no sabía nada personal de ella, salvo por qué estaba en su cama.


—Te vi anoche en la televisión —comentó mientras ella se ponía las medias—. Llevabas una falda corta, negra y como hinchada. Y estabas con un hombre alto, pálido e hinchado.


—No era yo. Anoche estuve en casa.


—Reconocería esas piernas en cualquier parte —contestó él—. Podría esculpirlas con los ojos cenados.


—Tengo una falda corta, negra e hinchada —comentó ella divertida—. Y un hombre alto e hinchado, o dos, pero no salí anoche.


Levantó los brazos y el vestido flotó sobre su cuerpo como una nube rosa.


Pedro la miró fijamente, con deseo. Incluso después de dos orgasmos en las dos últimas horas, seguía teniendo ganas de ella.


—¿Adónde vas, Paula Chaves, cuando dejas mi cama?






LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 1







—Pónganse en pie.


Todo el mundo se levantó en el Tribunal Supremo de Wellington. Era el primer día del caso de difamación interpuesto por Rogelio Alfonso, fundador de Alfonso Financial Enterprises, contra Saul Chaves.


Sentado detrás de su padre, en la parte delantera de la sala, Pedro Alfonso frunció el ceño al ver a su hermano pequeño sentarse a su lado.


—Llegas tarde —le dijo en un susurro.


Adrian siempre llegaba tarde, hasta cuando estaba de vacaciones.


El juez entró e hizo una señal para que se sentasen.


—¿Has visto? —murmuró Adrian, dándole un codazo a su hermano—. Es la pequeña Paula Chaves, bien crecidita y más guapa que nunca.


Pedro giró la cabeza hacia la derecha. Se había fijado en ella antes, sorprendido por lo madura que parecía con el pelo recogido, una blusa y una falda negra que le llegaba a la rodilla. Todo el mundo estaba más acostumbrado a verla en las revistas, de fiesta con alguna estrella del rock, con el pelo suelto y las faldas mucho más cortas. Encajaba a la perfección en el papel de heredera, hija de uno de los hombres más ricos y extravagantes de Nueva Zelanda.


Adrian se acercó más a Pedro.


—Me sorprende que nunca se te haya pasado por la cabeza acostarte con ella. Una alianza con la princesa Chaves sería la manera idónea de enterrar el hacha de guerra de una vez por todas.


—Es más tu tipo que el mío —murmuró Pedro, irguiéndose al ver que su padre volvía la cabeza y los miraba con desaprobación.


Era cierto. Paula y Adrian eran rebeldes, mientras que él era el responsable. Los dos hermanos parecían casi gemelos. 


Ambos tenían la piel de color aceituna, el pelo y las cejas oscuras y eran tan altos y anchos de espalda como su padre. No obstante, Adrian, con la barba de dos días, los trajes llamativos y un comportamiento de chico malo, no se parecía en nada a Pedro, que era más tranquilo y conservador.


—Es cierto —admitió Adrian frotándose la barbilla—, pero yo vivo en Londres.


Rogelio Alfonso y Saul Chaves llevaban toda la vida enemistados, y aquello había afectado sobre todo a su difunta madre, que había sido amiga de la esposa de Saul, Eleonora. Pedro sintió compasión por la mujer que ocupaba el último lugar del banco que había a su derecha. Eleonora se había pasado treinta años en una silla de ruedas por culpa del padre de Pedro, algo tremendo, sobre todo teniendo en cuenta que su madre y ella habían participado juntas en las competiciones nacionales de baile y habían sido socias de una academia de baile.


—A pesar de tu aspecto, hermanito —le dijo Adrian—, eres el presidente de una de las compañías financieras privadas más importantes de Nueva Zelanda…


—Todavía no…


—No tardarás mucho. Intenta hacer algo con ella. Es jugar sucio, pero alguien tiene que hacerlo.


Su padre volvió a girarse y miró a Adrian enfadado.


Los respectivos abogados siguieron hablando de manera monótona. Pedro se movió en la silla, impaciente. Se sentía obligado a estar al lado de su padre el primer día del juicio, pero no podía permitirse perder el día entero, ni pasarse el resto del juicio allí. Le tocaría hacerlo a Adrian, que había ido a casa a pasar unas semanas de vacaciones, y a apoyar a su padre.


Por el rabillo del ojo, Pedro vio mover una pierna a Paula. Se fijó en su zapato de tacón negro, que se balanceaba arriba y abajo. ¿Estaría tan aburrida e impaciente como él? 


Al fin y al cabo, ella no tenía otro sitio adonde ir. No trabajaba, a no ser que pasárselo bien fuese considerado un trabajo.


Se le erizó el pelo de la nuca y levantó la mirada. La heredera lo estaba observando, con una sonrisa fría en los labios. Luego se volvió hacia su madre y le susurró algo al oído.


Adrian lo miró divertido.


—Sabes que, en realidad, quieres hacerlo —le dijo.


Pedro sonrió a su hermano de manera sardónica. Le gustaba tenerlo allí. Lo echaba mucho de menos, a pesar de que su padre siempre hacía que se enfrentasen, al insistir en que Adrian participase en los negocios de la familia en contra de su voluntad.


Rogelio los había educado para que les fascinase la idea de hacer dinero, pero Adrian prefería estar siempre en el filo de la navaja, mientras que Pedro intentaba estar al día, mantener y aumentar la fortuna. Adrian se había marchado a Londres cuatro años antes, a trabajar en la Bolsa.


A la hora del descanso, tanto su padre como el abogado parecían muy optimistas y Rogelio declaró que tenía la intención de aniquilar a Saul Chaves, costase lo que costase. 


Pedro pensó con tristeza que, si no hubiese sido aquel caso, habría sido otro. Sin su madre para templar los ánimos, Rogelio no pararía hasta vengarse, y eso afectaba directamente al futuro de Pedro. Tenía la intención de suceder a su padre en Alfonso Financial Enterprises cuando éste se retirase, un par de semanas más tarde. Eso, si se retiraba…


Reflexionó lo que había dicho Adrian. ¿Merecía la pena considerar tener algo con Paula Chaves? ¿Terminar con la rivalidad que había entre sus padres? Cuanto más lo pensaba, más de acuerdo estaba con su hermano. Observó cómo se balanceaba la coleta de Paula delante de él mientras volvían a entrar en la sala y no pudo evitar sonreír. 


Paula Chaves sería su adquisición final.