jueves, 11 de enero de 2018

LA AMANTE DE LOS VIERNES: CAPITULO 3




Paula había conseguido cerrar la boca mientras se ponía el vestido. No le importaba que Pedro no se creyese que no había salido la noche anterior, no tenía por qué darle explicaciones. La televisión solía utilizar imágenes de archivo para hablar de ella y hacía varias semanas que no se ponía esa falda.


Lo que la sorprendía era que le hubiese preguntado.


Llevaban cuatro meses viéndose todos los viernes y Pedro Alfonso nunca había parecido interesarse por lo que hacía fuera de aquella habitación.


Le dio la espalda y arqueó una ceja frente al espejo.


—¿Estás celoso, Pedro? —le preguntó en tono sarcástico.


Se acordó de que se había puesto del color de su vestido después de su primera cita, cuando él le había dejado claro con sus acciones que su relación era sólo sexual. Tras hacer el amor, se había vestido enseguida y le había pedido que estuviese allí a la misma hora a la semana siguiente, y había desaparecido cinco minutos más tarde. No le había dicho que la llamaría. Nada.


A Paula aquello la había sorprendido, se había sentido un poco herida y un poco tonta. Pedro pensaba que conocía las reglas del juego, pero en realidad no tenía tanta experiencia como la prensa quería hacer ver. De los cuatro hombres con los que había estado antes de Pedro, dos habían sido relaciones bastante serias. El único problema era que le gustaban los playboys, los atletas y los músicos, pero su época más alocada había terminado mucho antes de conocer a Pedro.


Lo miró fijamente mientras se hacía el lazo del hombro y echaba las manos a la espalda para subirse la cremallera.


Pedro apartó las sábanas y se levantó y un segundo después estaba detrás de ella, subiéndole la cremallera muy despacio.


A Paula se le detuvo la respiración, a pesar del tiempo que llevaban haciendo aquello. Pedro era mucho más ancho y alto que ella y con la habitación a oscuras, parecía casi un hombre latino, con las cejas tan espesas y oscuras, la piel morena y aquellos sensuales labios.


Unos labios que le rozaron la oreja, haciendo que se estremeciese.


Aquélla era una mala señal. Tenía que marcharse. De todas formas, su madre la estaba esperando para cenar.


Pero él la miró a los ojos por el espejo y agachó la cabeza para mordisquearle el hombro.


—No tienes prisa, ¿no?


Paula echó la cabeza hacia atrás para apoyarla en su cuello y lo observó con los ojos medio cenados, mientras le pedía disculpas a su madre en silencio.


Pedro Alfonso le resultaba irresistible. Había sido así desde que se habían mirado a los ojos en el ascensor de aquel hotel. Ella se marchaba de la fiesta de los ochenta cumpleaños de su tía y él de una conferencia bancaria. Se habían encontrado por casualidad y se habían sentido tan atraídos el uno por el otro que habían decidido tomarse algo juntos en el bar y, después, reservar una habitación. La situación había sido todavía más excitante debido al odio que había entre sus padres desde hacía treinta años.


Pedro había terminado de subirle la cremallera, pero sus ojos verdes seguían mirándola como si la quisiese desnuda. 


Le acarició la nuca con cuidado y el calor de su cuerpo, desnudo y masculino, la bañó. Lo vio llevar la mano al lazo del hombro, y mirarla como retándola para que lo detuviese, pero el lazo opuso tan poca resistencia como su cerebro y sus pechos quedaron al descubierto.


—Vaya, mira lo que he hecho —le murmuró Pedro al oído—. Y eso que sólo quería conocerte un poco mejor.


Paula tragó saliva y levantó las manos para taparse los pechos.


—Ya me conoces. Y a éstos también.


—Sí, a ésos los conozco —admitió él quitándole las manos y acariciándole los pechos ya endurecidos por el deseo.


Pedro bajó después las manos a su trasero.


—A éste también lo conozco —dijo acariciándola muy despacio.


Paula empezó a respirar con dificultad mientras miraba a ambos en el espejo. Debía haberse sentido avergonzada, al ver cómo se sometía por completo a sus manos y a su boca. 


Al fin y al cabo, aquello era lo que todo el mundo esperaba de ella, que fuese una niña mimada y rica que se pasaba la vida buscando su propio placer.


Estaba en el camino de la perdición, y tan contenta. Cuando Pedro Alfonso la tocaba así, le hacía sentirse bella y orgullosa de sí misma. Era un hombre con cerebro, éxito y dinero, no un playboy superficial y frívolo. Tal vez su relación estuviese basada en los deseos más primitivos, pero su pasión por ella le hacía sentir como un igual. Aquello no tenía nada que ver con el amor, pero los viernes por la tarde eran lo mejor que había en la vida de Paula, e iba a seguir disfrutando de ellos.


Se apoyó en el tocador justo en el momento en el que él le metía el muslo entre las piernas para separárselas.


—También conozco esto —insistió Pedro acariciándola más íntimamente y haciéndola gemir de placer.


Se apretó más contra ella y una ola de calor la invadió al darse cuenta de que no eran sus dedos los que la acariciaban entre las piernas. Se echó hacia delante y apoyó las palmas de las manos en el tocador, para sujetarse.


—Abre los ojos, Paula —le ordenó él, poniendo un brazo alrededor de su cintura.


Ella echó la cabeza hacia atrás y la apoyó en su pecho. 


Abrió los ojos y se encontró con los de él, que la miraban con deseo desde el espejo.


—¿Te molesta nuestro secreto? —le preguntó Pedro—. ¿Esto que hay entre nosotros?


Paula había perdido la razón. Quería mucho más que «eso» que había entre ambos, y lo quería ya. Lo miró fijamente y apretó su cuerpo contra el de él.


Luego, hizo un esfuerzo casi sobrehumano para contestarle.


—Conozco las reglas. Y estoy jugando el juego.


Era sexo.


Simple. Sensacional. Secreto. Era lo que ella quería. Para lo que vivía. Para el placer de los viernes por la tarde.





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