lunes, 1 de enero de 2018

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 45





El día siguiente amaneció soleado y cálido, el cielo de un azul perfecto. Celina y George recogieron a Santy poco después de las once.


—¿Por qué no dejas que pase la noche conmigo? —sugirió Celina—. Así no tendréis que estar pendientes de la hora de volver.


—Ya has hecho demasiadas cosas por mí, Celina.


—Me encanta que se quede. Para mí es como un regalo. Eso por no hablar de la opinión de George.


—¿Estás segura?


—Del todo. Por cierto, ¿Paula?


—¿Sí?


—No le haces ningún favor a tu hijo andando por ahí con cara de culpabilidad. Ve y disfruta del día. Te lo mereces.


Paula se duchó, se lavó y secó el pelo, y se puso un vestido blanco sin mangas, con cuello caído y falda vaporosa. 


Dedicó más atención a maquillarse, sintiéndose como una adolescente en su primera cita.


Pedro llegó poco después, y su expresión cuando la vio justificó todos sus esfuerzos.


—Hola —lo saludó.


—Hola —una sonrisa curvó sus labios—. Estás increíble.


—Gracias —ella bajó los ojos, no estaba acostumbrada a cumplidos tan sinceros—. Si estás listo podemos…


—…irnos —concluyó él—. Estoy listo. De hecho, llevo listo desde las cuatro de la mañana, pero me pareció que si venía tan temprano, podría dar la impresión de estar demasiado ansioso.


Ella lo miró y soltó una carcajada. Condujeron con la capota bajada. Paula apoyó la cabeza en el respaldo y dejó que el sol le diera en la cara. Estuvieron en silencio, pero cómodos el uno con el otro, durante casi un cuarto de hora. Entonces Pedro apartó la vista de la carretera y la miró.


—¿Estás segura de que no te preocupa no estar con Santy?


—Celina es fantástica con él. Y George es el perro que siempre deseó.


—¿Cómo conociste a Celina?


—No la conocía hasta que llegué aquí —recordó el día de su llegada y lo feliz que le había hecho ver la pequeña casa—. La dirección me la dio una organización secreta que ayuda a mujeres… como yo.


Él se quedó en silencio un momento.


—¿Cómo conociste su existencia?


—Por una enfermera que conocí en Urgencias —contestó ella, con cierta dificultad—. Había pasado por lo mismo que yo. Supongo que reconoció los síntomas.


—¿Y? —la animó él.


—Envié un correo electrónico a la persona de contacto. Le dije que quería salir del país. Y ella me envió aquí, con Celina.


—Es una mujer muy agradable.


—Sí que lo es —Paula estudió su atractivo perfil, de mandíbula firme. Se preguntó qué estaría pensando en ese momento.


De repente, él giró y entró al aparcamiento de un pequeño restaurante.


—Tengo algo que darte —dijo.


Paula lo miró, inquieta por el cambio en el tono de su voz.


Él metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta, sacó un sobre marrón y se lo dio.


—¿Qué es?


—Información —dijo—. Por si alguna vez la necesitas.


A ella se le encogió el estómago. Sabía, sin necesidad de preguntar, que tenía que ver con Jorge.


Pedro


—Por favor —interrumpió él—. Espero que no te haga falta nunca. Pero si se da el caso, quiero que la utilices.


Ella siempre se había preguntado por los negocios de su marido, y sospechaba que Ramiro también le hacía favores en ese sentido.


—¿Y cómo diste con esta información?


—Eso no tiene importancia.


—Sí la tiene —arguyó ella—. Tú no eres así. Has comprometido tus principios éticos.


—Aunque me gustaría que fuera muy distinto, el mundo no siempre funciona de acuerdo con mi ética. Ésa es una lección que la vida me ha dado tantas veces, que sé que es verdad.


Le quitó el sobre, lo dobló por la mitad y lo metió en su bolso.


—No creo que este día tenga nada que ver con todo eso —dijo—. Quiero que sea sólo nuestro. 


Ella miró el bolso y luego a él. Asintió.


—Yo también.



****


Dejaron el aparcamiento y condujeron un buen rato, evitando la autopista y siguiendo, en cambio, la tortuosa carretera que pasaba por todos los pueblos.


Vieron granjas y campos de tierra oscura, recién arados. 


Había olivares y viñedos familiares en cada una de las colinas.


San Gimignano era un pueblecito de montaña fundado en el siglo X, con vistas al valle Elsa. Paula transmitió la información que le había dado Celina, sobre cómo el pueblo prosperó y las familias más ricas construyeron las torres que dominaban el paisaje.


Pedro aparcó el coche fuera de las murallas y entraron andando.


—Es como entrar en otra Era —dijo él.


Comenzaron al principio de la calle principal y subieron de tienda en tienda. Había panaderías con panecillos y hogazas recién salidos del horno. Tiendas especializadas en artículos de cuero. Una pequeña galería exhibía el trabajo de los artistas locales.


Habían subido hasta la mitad de la colina cuando un pequeño restaurante los atrajo por su fantástica mezcla de aromas. Salsa de tomate, ajo y albahaca.


—¿Tienes hambre? —preguntó Pedro.


—Estoy desfallecida —confesó ella.


—Entonces, a comer —la tomó de la mano y la guió al interior.


Saciaron su apetito con la especialidad local: linguini en salsa de azafrán. Tomaron pan mojado en aceite de oliva y bebieron vino tinto de la cosecha propia de la dueña del restaurante, que sonrió con placer al ver que les gustaba.


Hablaron de todo, cosas importantes y cosas insignificantes.


Paula volvió a sentirse extraña estando junto a un hombre que se interesaba por sus opiniones y quería escucharla.


—A veces —admitió ella, tomando un sorbo de vino— me cuesta creer que la vida pueda ser así.


—Así, ¿cómo? —preguntó él con suavidad.


—Sin tener que vigilar cada una de mis palabras o de mis actos.


—¿Siempre fue así entre vosotros?


—No, al principio no. Era bueno conmigo. De una forma distinta a la que estaba acostumbrada pero…


—¿Cuándo cambiaron las cosas?


—Llevábamos un año casados la primera vez que… me pegó —dijo ella, estremeciéndose.


Pedro puso una mano sobre la suya. Sentir ese contacto le dio el coraje para seguir, para contar lo que nunca había contado a nadie.


—Al principio, pensé que había sido un error… un accidente… No podía haberlo hecho a propósito. O tal vez yo había hecho algo para provocarlo. Intenté descubrir qué había sido, para no hacerlo nunca más.


—Pero eso no funcionó, ¿verdad? —apuntó él, con voz teñida de angustia.


Ella negó con la cabeza y rodeó la copa de vino con ambas manos.


—No. Durante mucho tiempo, pensé que mejoraría, que de alguna manera conseguiría que funcionara. Pero fue al contrario. Cuanto más lo intentaba, peor iban las cosas.


—Paula. Lo siento.


Ella se mordió el labio y lo miró a los ojos.


—Pienso en el pasado y recuerdo cosas que ocurrieron al principio, cosas que deberían haberme advertido… me pregunto por qué no lo vi… o por qué me negué a verlo. Pero las respuestas ya no importan. Cuando miro a Santy, no puedo arrepentirme de las decisiones que tomé.


—Lo que debes saber es que nada de esto fue culpa tuya, Paula —dijo Pedro tras un breve silencio—. Nada. Tienes que permitirte creerlo.


—Estoy trabajando en ello.


Salieron del restaurante poco después, aún afectados por el peso de lo que habían hablado. Continuaron subiendo por las calles adoquinadas hasta llegar a las torres que coronaban el pueblo. Cada torre había representado la riqueza de la familia que la construía. En el siglo XIII había habido setenta y dos torres. Sólo quedaban catorce en pie; las demás se habían ido derruyendo en la época en que declinó la prosperidad de San Gimignano.


Pedro y Paula subieron a una de las torres del medio, la más alta de las que quedaban. Paula se acercó a una de las pequeñas ventanas desde las que se veía toda la campiña que rodeaba al pueblo. Pedro se situó tras ella.


—Es increíble, ¿no crees? —musitó ella, asombrada.


—Sí, increíble.


Paula notó su mirada, y algo en su voz le advirtió que iba a tocarla. Cerró los ojos, esperando no equivocarse. En aquel pueblo, apartado de todo, Paula tenía la sensación de que ellos también eran dueños únicos del tiempo que podían compartir. Y deseaba ese tiempo como había deseado pocas cosas en su vida.


Se encendió en ella una llama de necesidad. No la había pedido ni buscado, pero la conexión que sentía con Pedro era como haber encontrado un tesoro precioso. 


Deseaba aferrarse a él, aunque sabía que era imposible.


Él colocó las manos sobre sus hombros, tentativamente. Ella respondió recostándose en su sólido pecho. Él deslizó las manos por debajo de sus brazos y apoyó las palmas de las manos en su estómago.


Ella se volvió y lo miró para que supiera lo que sentía. 


Confiaba en él y sabía, de alguna manera, que ese hombre nunca pondría a prueba su confianza.


—Paula —la besó y sus brazos estrecharon su cintura. La alzó hacia él, levantando sus pies del suelo.


Después giró, llevándola consigo, y apoyó la espalda en la pared de piedra, acercándola a su cuerpo, hasta que estuvieron todo lo juntos que podían llegar a estar dos personas vestidas.


Ella se sentía mareada de deseo. Él contemplaba su rostro como si estuviera memorizando cada ángulo, hoyuelo y peca. Nadie la había mirado nunca así, haciéndola sentirse deseable sin culpabilidad ni manipulación.


Entonces, con un torbellino de emociones desatado en su corazón, lo besó, con urgencia y anhelo, queriendo darle tanto como ella estaba recibiendo.


Afuera, los pájaros trinaban. El sol entró por uno de los arcos, iluminando sus rostros y dejando el resto de sus cuerpos en penumbra. Se besaron largo rato, como si nada más importara, ni entonces ni nunca.


Finalmente, Pedro se echó hacia atrás, pasó el pulgar por el ángulo de su barbilla y después por esos labios que su boca acababa de saborear.


—¿Vamos a buscar un sitio? —dijo.


Para Paula sólo había una respuesta posible.




LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 44




Pasaron el resto del día haciendo cosas normales. Pedro no recordaba haberlo pasado tan bien en mucho tiempo. 


Almorzaron en la terraza de atrás, a la sombra. La sopa que había hecho Paula y una hogaza de pan casero de Celina. Paula encontró una botella de vino y bebieron una copa mientras Santy jugaba en el columpio que había colgado de un árbol.


—Entiendo que te guste esto —dijo Pedro.


—Es muy tranquilo —afirmó ella.


—Santy es un chico muy especial.


—Lo es —Paula miró a Pedro—. Y su padre nunca se dio cuenta.


—Sabe muy bien cuánto lo quieres —comentó él.


—Fue un bebé feliz y risueño —Paula pasó el pulgar por el borde la copa—. Casi nunca lloraba. Cuando se hizo lo bastante mayor para comprender las cosas, empezó a cambiar.


—Ahora lo veo bien —dijo Pedro.


—Ha mejorado. Mucho, desde que estamos aquí. Es asombroso.


Él se quedó callado un momento.


—¿Intentaste escapar alguna vez, antes de ésta?


Los ojos de Paula adquirieron una mirada perdida, y Pedro deseó no haber preguntado.


—Sí —admitió ella—. Tres veces. La última vez, metí a Santy en el coche y empecé a conducir. No sabía adónde iba. Sólo quería irme lejos. A algún lugar donde no pudiera encontramos. Llegamos hasta Virginia, y allí Santy se puso enfermo. Lo llevé a un médico; dijo que debía de ser un virus y que se pondría bien en veinticuatro horas. Nos quedamos en un hotel dos días. Le tomaba la temperatura cada hora, pero seguía subiendo. Empeoraba y al final tuve que llevarlo a Urgencias. Quería que se pusiera bien. Cuando me pidieron los datos del seguro, no quería dárselos. Pero me dijeron que si no los daba tendríamos que ir al hospital que había al otro extremo de la ciudad. No podía arriesgarme a retrasar el tratamiento de Santy. En fin, así fue como nos encontró la última vez.


Pedro escuchaba con una sensación de pesadez en el estómago, imaginando lo horrible que debía de haber sido estar allí esperando, sabiendo que Jorge iba a aparecer. Casi le dolían los puños con el deseo de golpear a ése hombre como él había golpeado a Paula.


—Eh, mamá, ¡mira! —Santy había subido al árbol y estaba colgando de una de las ramas más bajas.


—Ten cuidado —advirtió Paula.


—Esta vez todo irá bien —dijo Pedro, estirando el brazo y acariciando su mano—. Los dos estaréis bien.


Ella lo miró, se pasó el dorso de la otra mano por los ojos y sonrió levemente.


—Sí —afirmó—, creo que sí.


Pedro condujo de vuelta a Florencia después de la cena, alegando que no quería cansarlos con su presencia. Antes de irse, preguntó si podía volver al día siguiente. Ella había sido incapaz de decirle que no: de hecho, había lamentado que se marchara. Sabía que tenían que cambiar de sitio, pero no se sentía capaz de hacerlo aún.


—Sí que es agradable, mamá.


Paula se dio la vuelta. Santy estaba en la puerta de la cocina con una mirada esperanzada en el rostro. Fue hacia él, se puso de rodillas y lo abrazó.


—Siento mucho que nuestra vida fuera tan difícil antes, cielo. Ojalá…


Santy se apartó un poco. La mirada de sus ojos no correspondía a su edad, sino a una persona mayor.


—No quiero volver a pensar en eso. Me gusta nuestra vida. Prefiero que pensemos sólo en esta parte.


—Trato hecho —le dio un beso en la frente, con el corazón encogido de amor.



****


La mañana siguiente, Pedro llegó a la casa en un BMW descapotable de color rojo; había pedido un cambio en la agencia de alquiler de coches.


—Vaya —exclamó Santy, corriendo afuera al verlo—. ¿Podemos ir a dar una vuelta?


Pedro sonrió y miró a Paula, que estaba en el escalón superior.


—Esperaba poder llevaros a tu madre y a ti a comer por ahí.


—Suena bien —dijo ella, sonriente.


Se tomaron su tiempo en recorrer las serpenteantes carreteras que llevaban a Certaldo Alto, en la colina. 


Aparcaron y pasearon por las calles adoquinadas, visitando alguna tienda. El pueblo era básicamente residencial, y se veían muy pocos turistas. El olor a comida casera, pan recién horneado y la deliciosa fragancia de hierbas y especias llegaba a ellos a través de las ventanas abiertas. 


Recorrieron el pueblo entero y luego decidieron volver a un pequeño restaurante que habían visto por el camino.


La dueña no hablaba inglés, pero no tuvieron problemas para comunicarle que querían una mesa. Los situó en un porche cerrado con enormes ventanales abiertos hacia una de las panorámicas más bonitas que Paula había visto en toda su vida. El paisaje estaba salpicado de casas blancas con tejados rojos. Hileras de olivos y viñas recorrían las colinas de arriba abajo.


—Es increíble —dijo Paula, cuando la mujer les dio la carta y se marchó—. Pueden verse kilómetros y kilómetros. Es un sitio perfecto.


—Perfecto —Pedro asintió y sus miradas se encontraron.


Era obvio que él no se refería sólo a la vista. Ella se sonrojó y desvió la mirada. Le asombraba que un hombre como el que estaba sentado enfrente pudiera sentirse realmente atraído por ello.


Iniciaron la comida con un delicioso platillo con tres tipos de pasta, que todos probaron. El pan estaba riquísimo, hecho esa misma mañana, según les dijo un camarero que hablaba un poco de inglés.


Poco después llegó otra pareja con un niño de la misma edad que Santy. El niño se acercó a la mesa con una sonrisa tímida, enseñó su Gameboy a Santy y dijo algo en italiano.


—Mamá, ¿puedo jugar? —preguntó Santy.


—Sí —dijo ella—, pero quédate a la vista, ¿vale?


Los dos niños se sentaron en un banco, en el otro extremo del porche, y empezaron a jugar.


—Lenguaje universal, ¿eh? —sonrió Pedro.


—Eso parece —dijo ella.


—Gracias por venir conmigo —Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa.


—Gracias por invitarnos. Es un sitio increíble.


—Me lo recomendó un hombre en el hotel. «Un sitio que no olvidará», dijo.


El camarero regresó y Pedro pidió una botella de vino. 


Segundos después estaba en la mesa, junto con otra cesta de pan humeante. El camarero llenó sus copas y les recomendó algunos platos de la carta. Paula pidió su comida y la de Santy. Cuando Pedro hizo su elección, el camarero se fue.


—Ayer, cuando hablabas de tu trabajo, me pareció que era casi una especie de vocación —comentó Paula.


—Supongo que en cierto modo lo fue —Pedro miró el paisaje, titubeó un momento y luego continuó—. Tenía una hermana —su rostro no mostraba expresión alguna, exceptuando un destello de dolor que se paseaba por sus ojos—. A los quince años, la violaron y asesinaron.


Paula sintió una punzada de horror. Vio el dolor de su rostro y se arrepintió de haberlo hecho hablar.


—Oh, Pedro. Lo siento mucho. No pretendía…


—Está bien —dijo él.


—Lo siento —repitió ella, sin saber qué decir.


—Fue culpa mía —añadió él unos segundos después—. Tenía que recogerla después de un partido. Salía con una chica y me distraje. Cuando me di cuenta de la hora que era… —se le cascó la voz.


Paula estiró el brazo y tomó su mano entre las suyas. Estuvieron así, callados un buen rato.


—¿Y tus padres? —preguntó ella con voz rasposa de emoción.


—Viven en Augusta.


—¿Y no los ves?


Él alzó un hombro con resignación, y el dolor que reflejaban sus ojos se intensificó.


—Supongo que no me parece bien recordárselo con mi presencia.


Paula se recostó en la silla, sin dejar de mirarlo.


—¿Así que ese día perdieron dos hijos, en vez de perderla sólo a ella?


—Supongo que sí —admitió Pedro, desviando la mirada.


Con ese atisbo de su pasado, Paula entendió muchas cosas sobre el hombre que tanto se había esforzado en encontrarla. Él también había conocido el dolor en su vida. 


Comprendió, de repente, que eso había influido en sus elecciones y seguramente seguía influyendo.


En eso, eran iguales.



****


El aspecto sombrío de esa conversación imbuyó al resto del día un cierto carácter reflexivo. Paula se sentía más cerca de Pedro, como si le hubiera mostrado una parte de sí mismo que no revelaba con frecuencia.


Después de comer pasearon por el idílico pueblecito. 


Santy corría por delante de ellos y luego volvía a contarles las cosas interesantes que había visto.


A Paula casi le asustaba lo bien que conectaban. No sólo Pedro y ella, sino los tres. Pedro le hablaba a Santy con respeto e interés y ella veía el efecto que eso tenía en su hijo.


Regresaron a casa por la tarde. Celina les había dejado una cazuela de estofado y una hogaza de pan, y Paula invitó a Pedro a quedarse a cenar.


—Debería regresar —dijo él, sorprendiéndola.


—Ah —dijo ella, un poco decepcionada—. Yo… bueno, ha sido un día maravilloso. Gracias.


—¿Podríamos repetirlo mañana? También me dijeron que era obligado ver San Gimignano.


—Yo no puedo mañana —intervino Santy—. Dijiste que podía ir con Celina a ver la clase de agilidad de George. Lo estoy deseando.


—Se me había olvidado —Paula le pasó una mano por el pelo—. ¿A qué hora es la clase?


—A la una —dijo Santy.


—Podríamos esperar hasta que regresaran —sugirió Pedro.


—La última vez fue después de la cena —dijo Santy.


—Tal vez podríamos ir y estar de vuelta para esa hora —Paula miró a Pedro.


—Eso suena bien —aceptó él.


—Bien.


—De acuerdo —la miró un instante. 


Sus ojos ardían con algo que Paula no se atrevió a identificar. Él dio un paso atrás, rápido, como si no se fiara de sí mismo si seguía allí más tiempo.


A última hora de la tarde, Paula se hizo una taza de café descafeinado y salió a tomarlo fuera, para rememorar el día a la luz de la luna. Pensó en la hermana de Pedro y en cómo esa tragedia había formado al hombre que era. Además, resolvía muchas de sus preguntas sobre él y le permitía verlo desde una perspectiva muy diferente. La pequeña fisura de su corazón, en la que ya se alojaban sus sentimientos por Pedro, se hizo más grande y profunda; supo que ya no podría resistirse a él.




sábado, 30 de diciembre de 2017

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 43





Después de vestirse, Paula hizo café y lo tomaron en la pequeña terraza de la parte de atrás. Entre ellos había un silencio pacífico y al tiempo expectante, como si cada minuto que pasaban juntos fuera pura magia en desarrollo. Cuando Paula dijo que tenía que ir a recoger a Santy, Pedro se ofreció a ir con ella, paseando. Así empezó su día. Sin planear u organizar. Era como si él siempre hubiera estado allí y encajara perfectamente en sus vidas.


En casa de Celina, Paula presentó a Pedro a Santy como un amigo. Vio el muro reticente que se alzaba en los ojos de su hijo. En todo el camino de vuelta a casa, no soltó la mano de su madre. Pedro no intentó ganárselo haciendo conversación. Cuando llegaron a la casa se quedó afuera, tirando una pelota al aire.


—¿Le ha dicho papá que viniera? —preguntó Santy, observándolo por la ventana de la sala.


Paula salió de la cocina, donde había empezado a preparar una cazuela de sopa. Cruzó la sala y puso una mano en el hombro de su hijo.


—No, cariño. Conocí a Pedro antes de marcharnos. Es un buen hombre.


—¿Cómo lo sabes?


Paula suspiró, después se arrodilló y agarró sus brazos con suavidad.


—Una de las cosas que más me cuesta es confiar. Creer que otras personas pueden ser distintas. Sé que a ti te pasa lo mismo. Quizá podamos intentar solucionar eso juntos. ¿Qué te parece?


—¿Y si luego resulta que no es bueno? —Santy la miró a los ojos.


—Creo que el mayor error que podemos cometer es juzgar al resto de la gente por las acciones de tu padre. Si hacemos eso, vamos a perdernos un montón de cosas buenas.


Al oírse decir esas palabras, Paula comprendió lo ciertas que eran. Sería demasiado fácil permitir que el pasado modelara el resto de su vida. Supo, con toda certeza, que quería algo muy distinto.


Santy volvió a mirar por la ventana. Pedro seguía lanzando la pelota al aire.


—¿Crees que querrá jugar al balón conmigo?


—Apuesto a que sí —dijo ella. 


Las lágrimas anegaron sus ojos



***


Llevaban más de una hora tirándose el balón, sin decir una palabra. Pedro tenía la sensación de que la confianza de Santy era demasiado tenue para hacer más que lanzar y capturar el balón.


Notaba la rigidez del chico, la falta de confianza en su forma de lanzar. Le recordaba a Lola cuando la llevó a casa; daba la impresión de andar sobre cristal, como si temiera que el suelo fuera a hundirse bajo sus pies.


Así que se concentró en lanzar y atrapar. Una y otra vez.


—Eh, ¡me has estado engañando! —exclamó, cuando el niño hizo un lanzamiento especialmente bueno.


Santy lo miró sorprendido. Sus labios se curvaron con una débil sonrisa.


—Ése ha sido un gran tiro.


La sonrisa se hizo mayor.


—¿Tienes un hijo?


—No. Pero si alguna vez lo tengo, espero que sepa tirar así de bien.


Volvieron a jugar en silencio.


—No vas a decirle a mi padre que estamos aquí, ¿verdad? —preguntó Santy un rato después.


Pedro se le encogió el corazón. Dejó caer la pelota, cruzó el jardín y se arrodilló ante el chico.


—No —dijo—, claro que no.


—Bien —Santy miró hacia la casa y luego a él—. Mi mamá es feliz aquí.


—Lo sé. Y me alegro.


El niño asintió una vez; el miedo de sus ojos se transformó en gratitud.


—Gracias —musitó.



****


Paula los miraba desde la ventana, preguntándose de qué hablaban. Pedro puso la mano en el hombro de Santy, apretó con suavidad y regresó a su sitio en el jardín.


Empezaron a lanzarse la pelota de nuevo y ella percibió cómo la barrera defensiva de su hijo empezaba a derrumbarse. Había sufrido mucho porque su padre se negaba a hacer con él las cosas que otros padres hacían con sus hijos. Ella había intentado compensarlo en la medida en que podía, pero eso no había borrado el dolor de sentirse rechazado.


Sin duda alguna, que Pedro estuviera allí la ponía en peligro. 


Pero lo cierto era que no lamentaba que los hubiera encontrado.







LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 42




Paula fue directa a casa de Celina a recoger a Santy. Era casi medianoche cuando Celina le abrió la puerta. Era obvio que no había dormido.


—Lo sé —dijo Paula—. Es una locura.


—No hace falta que te diga el riesgo que corres —Celina suspiró y se pasó una mano por el pelo revuelto.


—No.


—Ten cuidado —Celina agarró su mano y la apretó con suavidad; la preocupación que reflejaban sus ojos valía más que mil palabras—. Tienes mucho que perder.


Paula asintió, sin atreverse a hablar. Mientras volvía de Florencia había intentado hacer otros planes para Santy y para ella. La carga le parecía insoportable; pensó que, si dormía, al día siguiente tendría fuerzas para enfrentarse a la tarea.


Fueron a la habitación de invitados de Celina. Santy estaba acurrucado en la cama, con el perro a su lado. George abrió los ojos, pero no levantó la cabeza.


—Puede pasar la noche aquí, Paula.


Al ver a su hijo junto al perro al que tanto quería y pronto tendría que dejar atrás, Paula no tuvo fuerzas para despertarlo. Odiaba tener que irse de allí, donde él había empezado a echar raíces. Se acercó, le dio un beso en la frente y salió de la habitación.


—Gracias, Celina.


—No hace falta que me las des —dijo ella—. Te veré por la mañana.



***


Ningún sueño perturbó el descanso de Paula.


Un sonido la despertó. Se sentó en la cama y miró el reloj de la mesilla. Ya eran las ocho.


Oyó un golpe en la puerta delantera.


Bajó de la cama y corrió a la ventana de la sala. Había un coche en la entrada, junto al de Celina. Pedro estaba en los escalones, con las manos en los bolsillos de su chaqueta de cuero.


Paula abrió la puerta, se pasó la mano por el pelo y se colocó unos mechones detrás de las orejas.


Él no dijo nada al principio. Paseó la mirada por su pijama de algodón y sus pies descalzos antes de volver a su rostro.


—Sé que es temprano —dijo—, pero temía que te marchases antes de que llegara.


—No deberías haber venido.


—Pasa el día conmigo, Paula. Es cuanto te pido. Sólo el día. Decidas lo que decidas después, lo aceptaré.


Ella debería decir que no: poner fin al asunto antes de que se convirtiera en algo aún más fuerte. Pero sintió una oleada de debilidad; recorrió sus venas como coñac caliente, alterando la realidad, aunque sólo fuera de forma temporal.


Quería pasar el día con él. Al fin y al cabo, un día no cambiaría nada.