lunes, 1 de enero de 2018

LA VIDA QUE NO SOÑE: CAPITULO 44




Pasaron el resto del día haciendo cosas normales. Pedro no recordaba haberlo pasado tan bien en mucho tiempo. 


Almorzaron en la terraza de atrás, a la sombra. La sopa que había hecho Paula y una hogaza de pan casero de Celina. Paula encontró una botella de vino y bebieron una copa mientras Santy jugaba en el columpio que había colgado de un árbol.


—Entiendo que te guste esto —dijo Pedro.


—Es muy tranquilo —afirmó ella.


—Santy es un chico muy especial.


—Lo es —Paula miró a Pedro—. Y su padre nunca se dio cuenta.


—Sabe muy bien cuánto lo quieres —comentó él.


—Fue un bebé feliz y risueño —Paula pasó el pulgar por el borde la copa—. Casi nunca lloraba. Cuando se hizo lo bastante mayor para comprender las cosas, empezó a cambiar.


—Ahora lo veo bien —dijo Pedro.


—Ha mejorado. Mucho, desde que estamos aquí. Es asombroso.


Él se quedó callado un momento.


—¿Intentaste escapar alguna vez, antes de ésta?


Los ojos de Paula adquirieron una mirada perdida, y Pedro deseó no haber preguntado.


—Sí —admitió ella—. Tres veces. La última vez, metí a Santy en el coche y empecé a conducir. No sabía adónde iba. Sólo quería irme lejos. A algún lugar donde no pudiera encontramos. Llegamos hasta Virginia, y allí Santy se puso enfermo. Lo llevé a un médico; dijo que debía de ser un virus y que se pondría bien en veinticuatro horas. Nos quedamos en un hotel dos días. Le tomaba la temperatura cada hora, pero seguía subiendo. Empeoraba y al final tuve que llevarlo a Urgencias. Quería que se pusiera bien. Cuando me pidieron los datos del seguro, no quería dárselos. Pero me dijeron que si no los daba tendríamos que ir al hospital que había al otro extremo de la ciudad. No podía arriesgarme a retrasar el tratamiento de Santy. En fin, así fue como nos encontró la última vez.


Pedro escuchaba con una sensación de pesadez en el estómago, imaginando lo horrible que debía de haber sido estar allí esperando, sabiendo que Jorge iba a aparecer. Casi le dolían los puños con el deseo de golpear a ése hombre como él había golpeado a Paula.


—Eh, mamá, ¡mira! —Santy había subido al árbol y estaba colgando de una de las ramas más bajas.


—Ten cuidado —advirtió Paula.


—Esta vez todo irá bien —dijo Pedro, estirando el brazo y acariciando su mano—. Los dos estaréis bien.


Ella lo miró, se pasó el dorso de la otra mano por los ojos y sonrió levemente.


—Sí —afirmó—, creo que sí.


Pedro condujo de vuelta a Florencia después de la cena, alegando que no quería cansarlos con su presencia. Antes de irse, preguntó si podía volver al día siguiente. Ella había sido incapaz de decirle que no: de hecho, había lamentado que se marchara. Sabía que tenían que cambiar de sitio, pero no se sentía capaz de hacerlo aún.


—Sí que es agradable, mamá.


Paula se dio la vuelta. Santy estaba en la puerta de la cocina con una mirada esperanzada en el rostro. Fue hacia él, se puso de rodillas y lo abrazó.


—Siento mucho que nuestra vida fuera tan difícil antes, cielo. Ojalá…


Santy se apartó un poco. La mirada de sus ojos no correspondía a su edad, sino a una persona mayor.


—No quiero volver a pensar en eso. Me gusta nuestra vida. Prefiero que pensemos sólo en esta parte.


—Trato hecho —le dio un beso en la frente, con el corazón encogido de amor.



****


La mañana siguiente, Pedro llegó a la casa en un BMW descapotable de color rojo; había pedido un cambio en la agencia de alquiler de coches.


—Vaya —exclamó Santy, corriendo afuera al verlo—. ¿Podemos ir a dar una vuelta?


Pedro sonrió y miró a Paula, que estaba en el escalón superior.


—Esperaba poder llevaros a tu madre y a ti a comer por ahí.


—Suena bien —dijo ella, sonriente.


Se tomaron su tiempo en recorrer las serpenteantes carreteras que llevaban a Certaldo Alto, en la colina. 


Aparcaron y pasearon por las calles adoquinadas, visitando alguna tienda. El pueblo era básicamente residencial, y se veían muy pocos turistas. El olor a comida casera, pan recién horneado y la deliciosa fragancia de hierbas y especias llegaba a ellos a través de las ventanas abiertas. 


Recorrieron el pueblo entero y luego decidieron volver a un pequeño restaurante que habían visto por el camino.


La dueña no hablaba inglés, pero no tuvieron problemas para comunicarle que querían una mesa. Los situó en un porche cerrado con enormes ventanales abiertos hacia una de las panorámicas más bonitas que Paula había visto en toda su vida. El paisaje estaba salpicado de casas blancas con tejados rojos. Hileras de olivos y viñas recorrían las colinas de arriba abajo.


—Es increíble —dijo Paula, cuando la mujer les dio la carta y se marchó—. Pueden verse kilómetros y kilómetros. Es un sitio perfecto.


—Perfecto —Pedro asintió y sus miradas se encontraron.


Era obvio que él no se refería sólo a la vista. Ella se sonrojó y desvió la mirada. Le asombraba que un hombre como el que estaba sentado enfrente pudiera sentirse realmente atraído por ello.


Iniciaron la comida con un delicioso platillo con tres tipos de pasta, que todos probaron. El pan estaba riquísimo, hecho esa misma mañana, según les dijo un camarero que hablaba un poco de inglés.


Poco después llegó otra pareja con un niño de la misma edad que Santy. El niño se acercó a la mesa con una sonrisa tímida, enseñó su Gameboy a Santy y dijo algo en italiano.


—Mamá, ¿puedo jugar? —preguntó Santy.


—Sí —dijo ella—, pero quédate a la vista, ¿vale?


Los dos niños se sentaron en un banco, en el otro extremo del porche, y empezaron a jugar.


—Lenguaje universal, ¿eh? —sonrió Pedro.


—Eso parece —dijo ella.


—Gracias por venir conmigo —Pedro se inclinó hacia delante y apoyó los antebrazos en la mesa.


—Gracias por invitarnos. Es un sitio increíble.


—Me lo recomendó un hombre en el hotel. «Un sitio que no olvidará», dijo.


El camarero regresó y Pedro pidió una botella de vino. 


Segundos después estaba en la mesa, junto con otra cesta de pan humeante. El camarero llenó sus copas y les recomendó algunos platos de la carta. Paula pidió su comida y la de Santy. Cuando Pedro hizo su elección, el camarero se fue.


—Ayer, cuando hablabas de tu trabajo, me pareció que era casi una especie de vocación —comentó Paula.


—Supongo que en cierto modo lo fue —Pedro miró el paisaje, titubeó un momento y luego continuó—. Tenía una hermana —su rostro no mostraba expresión alguna, exceptuando un destello de dolor que se paseaba por sus ojos—. A los quince años, la violaron y asesinaron.


Paula sintió una punzada de horror. Vio el dolor de su rostro y se arrepintió de haberlo hecho hablar.


—Oh, Pedro. Lo siento mucho. No pretendía…


—Está bien —dijo él.


—Lo siento —repitió ella, sin saber qué decir.


—Fue culpa mía —añadió él unos segundos después—. Tenía que recogerla después de un partido. Salía con una chica y me distraje. Cuando me di cuenta de la hora que era… —se le cascó la voz.


Paula estiró el brazo y tomó su mano entre las suyas. Estuvieron así, callados un buen rato.


—¿Y tus padres? —preguntó ella con voz rasposa de emoción.


—Viven en Augusta.


—¿Y no los ves?


Él alzó un hombro con resignación, y el dolor que reflejaban sus ojos se intensificó.


—Supongo que no me parece bien recordárselo con mi presencia.


Paula se recostó en la silla, sin dejar de mirarlo.


—¿Así que ese día perdieron dos hijos, en vez de perderla sólo a ella?


—Supongo que sí —admitió Pedro, desviando la mirada.


Con ese atisbo de su pasado, Paula entendió muchas cosas sobre el hombre que tanto se había esforzado en encontrarla. Él también había conocido el dolor en su vida. 


Comprendió, de repente, que eso había influido en sus elecciones y seguramente seguía influyendo.


En eso, eran iguales.



****


El aspecto sombrío de esa conversación imbuyó al resto del día un cierto carácter reflexivo. Paula se sentía más cerca de Pedro, como si le hubiera mostrado una parte de sí mismo que no revelaba con frecuencia.


Después de comer pasearon por el idílico pueblecito. 


Santy corría por delante de ellos y luego volvía a contarles las cosas interesantes que había visto.


A Paula casi le asustaba lo bien que conectaban. No sólo Pedro y ella, sino los tres. Pedro le hablaba a Santy con respeto e interés y ella veía el efecto que eso tenía en su hijo.


Regresaron a casa por la tarde. Celina les había dejado una cazuela de estofado y una hogaza de pan, y Paula invitó a Pedro a quedarse a cenar.


—Debería regresar —dijo él, sorprendiéndola.


—Ah —dijo ella, un poco decepcionada—. Yo… bueno, ha sido un día maravilloso. Gracias.


—¿Podríamos repetirlo mañana? También me dijeron que era obligado ver San Gimignano.


—Yo no puedo mañana —intervino Santy—. Dijiste que podía ir con Celina a ver la clase de agilidad de George. Lo estoy deseando.


—Se me había olvidado —Paula le pasó una mano por el pelo—. ¿A qué hora es la clase?


—A la una —dijo Santy.


—Podríamos esperar hasta que regresaran —sugirió Pedro.


—La última vez fue después de la cena —dijo Santy.


—Tal vez podríamos ir y estar de vuelta para esa hora —Paula miró a Pedro.


—Eso suena bien —aceptó él.


—Bien.


—De acuerdo —la miró un instante. 


Sus ojos ardían con algo que Paula no se atrevió a identificar. Él dio un paso atrás, rápido, como si no se fiara de sí mismo si seguía allí más tiempo.


A última hora de la tarde, Paula se hizo una taza de café descafeinado y salió a tomarlo fuera, para rememorar el día a la luz de la luna. Pensó en la hermana de Pedro y en cómo esa tragedia había formado al hombre que era. Además, resolvía muchas de sus preguntas sobre él y le permitía verlo desde una perspectiva muy diferente. La pequeña fisura de su corazón, en la que ya se alojaban sus sentimientos por Pedro, se hizo más grande y profunda; supo que ya no podría resistirse a él.




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